Mi padre se fue, ella fue rescatada por los suyos y yo sigo en el lago de Como, tocando el bafle y escuchando Meraviglioso de Domenico Modugno.
He acabado la narración de todo lo que ocurrió y debo tomar la decisión que me tiene paralizado.
Y es que aunque enterré a mi padre hace semanas, no he podido marchar de la atracción de este lago.
A su entierro vino mucha gente, muchos de sus niños perdidos estuvieron con él. Deseaban mostrarle su agradecimiento. Él había hecho tanto bien en su vida. Fue genial ver parte de esas fotos en movimiento, estaba orgulloso y feliz por él.
No sé por qué lo enterré cerca del lago de Como, tuve la sensación de que estaría en paz. Su último rescate fue aquí y pensé que aquí siempre se sentiría bien.
Antes de enterrarlo, me quedé parte de él.
Mi vocación de epigenetista hizo que quisiera poseer su ADN. Y es que colecciono ADN únicos de personas supervivientes a enfermedades a las que sucumbieron toda una generación de sus coetáneos. Pienso que merecen ser guardados para que puedan ser observados por próximas generaciones. A veces pienso que esos ADN pueden curar enfermedades futuras.
Y él a su manera era igual de único y superviviente. Su forma de ver el mundo lo era. Y estoy seguro de que su ADN quizá curaría la maldad en un futuro.
Pero no penséis que me hundí con su muerte. No es por eso que estoy varado, fue otra cosa la que me dejó inerte.
Y es que revisando todos sus casos encontré uno en concreto que me tocó el interior del alma.
Había un dossier, suyo, propio. Jamás pensé que mi padre se trataría a sí mismo como un caso a investigar.
Él mismo se había estudiado. El dolor de su yo infantil fue examinado meticulosamente por su yo adulto.
Leer su terrible infancia, todas las cosas horribles que le pasaron y lo que tuvo que sufrir fue lo más doloroso que he sentido en mi vida.
El diario de la chica siempre me fue ajeno y lo sentí ficción. No empaticé tanto porque no la conocía y, aunque me tocó, fue sólo de una forma externa.
La narración de mi padre me dejó KO y me enfureció como jamás pensé que podía llegar a hacerlo.
Ver en el dossier una foto de su propio hermano, que le había hecho tanto daño, me conmocionó.
Yo no era tan zen como mi padre, mi odio era grande y cada día crecía más dentro de mí.
Saber que aquel hombre existía, que vivía en Colonia y que no había tenido castigo, me obligaba a tomar una decisión.
Cada noche pensaba en ello. Y por eso estaba anclado en Como. Soñaba con el modo en que lo mataría y le haría sufrir.
Mi padre en sus últimos instantes dijo que quería haber vuelto a vivir sin ese dolor... Una infancia sin dolor. Eso no se lo podía conceder, pero sí podía borrar de la faz de la Tierra al que se lo había causado.
Sin la venganza me sentía incompleto.
Él confiaba en la venganza del Universo, yo no.
Creo que fue en ese instante cuando deseé que existieran enfermedades que atacaran la maldad, que consiguieran erradicar a las personas malas de este mundo.
Me debatía entre continuar con mi vida o ir a Colonia y matarle.
Era como si tuviese un campo de concentración interior, no sé expresarlo mejor. Creo que la chica de las cartas rojas me comprendería.
Al final me decidí. Abandoné Como y fui a Colonia. Nunca había estado allí.
Me llevé la maleta de papá, la colonia de mamá y el saco. Las tres cosas ya formaban parte de mí.
Pero en el último instante, decidí cambiar el vuelo y llegar poco a poco a esa ciudad. Aterricé en Hannover y pregunté si se podía visitar algún campo de concentración. Me dijeron que Bergen-Belsen estaba a poco más de media hora.
Y allí me dirigí. Mientras llegaba con el coche pensé que aquel paisaje era el mismo que había visto la gente que perdió la vida en el campo. Aquella idea me asustó como nunca antes lo había estado. La naturaleza es la observadora eterna de nuestra barbarie.
El campo de concentración ya no existía, pero había un monumento conmemorativo con tumbas y objetos que se habían encontrado allí. Miles de personas habían sido enterradas en aquel lugar.
Caminar por aquellos prados me hizo sentir afortunado por la época que me había tocado vivir. Sentí el dolor de andar por aquel lugar, cada paso me lo trajo. Pensé mucho en la chica de las cartas de letra roja. La sentí cerca, como si realmente ella hubiera estado allí en sueños.
No sé por qué fui allí, lo necesitaba. El campo de concentración interior que yo portaba desde hacía años se fue desvaneciendo en aquel lugar tan real.
Nunca había estado en un lugar donde el silencio fuera más intenso y la maldad del ser humano tan evidente.
Marché de Bergen-Belsen siendo otra persona, pero aún con un sentimiento de saldar una cuenta pendiente.
Conduje hasta Colonia y me paré en una veintena de pueblos. Duderstadt me pareció el más increíble. Estuve casi seis días y me sentí como Bill Murray en Atrapado en el tiempo.
Finalmente decidí partir hacia Colonia y enfrentarme al hermano de mi padre.
Antes de ir a ver a mi tío en la dirección que había en el informe de mi padre, tomé un café al lado de la catedral de Colonia.
Alguna vez mi padre me había contado que era un lugar mágico que repelía bombas. Y es que fue el único edificio en aquella ciudad que quedó en pie después de los bombardeos de los aviones durante la Segunda Guerra Mundial. Y no fue casualidad, porque en aquella época no existía la precisión actual.
La catedral me recordaba a papá, él se mantuvo en pie después de todo lo que pasó en su infancia. La energía de ambos era idéntica.
Me imaginé que él había estado allí, observando a mi tío desde la lejanía, visitando aquella catedral, sintiéndose en consonancia con aquel lugar.
Entré en la catedral cuando me acabé el café. Yo no soy creyente, pero deseaba ver si había algún ser superior que me detuviera antes de hacer lo que tenía previsto.
Nada pasó.
Caminé hacia la casa del hermano de mi padre. Crucé un puente repleto de candados con los nombres de los amantes que querían perpetuar su amor.
Quise comprar uno a un vendedor joven que tenía candados de cientos de miles de colores, pero un hombre mayor me lo impidió. Me dijo que eran robados.
—Los roban por la noche, los funden y los vuelven a vender. Arrebatan el amor ajeno; eso son esos candados: amor reciclado saqueado. —Se sacó uno del bolsillo—. Compre éste, no está reciclado, es original. Puro, sin usar.
No sabía si creerle, supongo que se había inventado aquella historia para que se lo comprara a él. Me pareció una buena historia y acabé comprándole un candado rojo.
Escribí el nombre de ella, la chica de la sonrisa infinita. Aún no le había mandado el mensaje, no me atrevía. También puse el mío, no sé por qué lo hice. Supongo que quizá porque temía que me detuvieran y deseaba que quedara constancia del amor que sentía por ella.
Llegué al bloque donde vivía mi tío. Debajo del mismo había gente haciendo escalada en una pared enana que comunicaba con el puente. Tardé en subir a verle, no tenía prisa por matarlo después de tantos años.
No dejé de mirar a esos escaladores. Era adictivo observar la pasión que ponían en trepar aquella pared de poca altura. Supuse que estaban aprendiendo y por eso practicaban allí. Aquella imagen tenía algo que me conmocionaba. Esa gente enorme en una pared tan enana... Supongo que llevo en mis genes esa dicotomía de alturas.
Al final decidí entrar en el edificio. Me costó dar los pasos para cruzar la puerta. Me sentí como la chica que paraba corazones.
El hermano de mi padre vivía en un octavo.
Llamé a la puerta. Nadie contestaba. Seis veces tuve que tocar el timbre.
Finalmente me abrió él. No me reconoció cuando me vio, pero noté que se dio cuenta de que compartíamos genes. Respirábamos con la misma cadencia.
Mi tío era pequeño, enano. Estaba mucho mayor que en la foto que había en el informe de mi padre.
Yo llevaba en el bolsillo el abrecartas de papá, el que utilizaba para abrir las misivas que le llegaban de desconocidos que solicitaban su ayuda. Me pareció poético utilizarlo para hacer desaparecer a la persona que lo maltrató.
Pero cuando le miré, me di cuenta de que si hacía aquello entraría de pleno en un pozo erróneo de los que hablaba mi madre en su despedida. Quizá por eso me lo escribió. No sé explicarlo mejor, lo sentí, lo noté al instante.
Decidí que lo que tenía que hacer era enfrentarme a él, decirle que lo sabía, que su secreto no había sido olvidado.
—Soy el hijo de tu hermano. Sé lo que le hiciste. Sé por lo que pasó mi padre. Sé cómo abusaste de él. Me asquea que seas como eres, me das pena y quizá creas que te libraste, pero jamás lo has hecho. Yo no olvidaré lo que hiciste y el Universo te castigará si no lo ha hecho aún. Sea como fuere, sólo debo esperar para ver cómo te acaba pasando factura.
Él no dijo nada, pero noté cómo temblaba. Continué. Sé que mi tono sonaba perfecto.
—Te he venido a ver...
Y supe en aquel instante para qué había ido hasta allí. Lo vi claro, fue decirlo e iluminarse dentro de mí el porqué había ido hasta allí.
—Te he venido a ver para decirte que un día se podrán clonar personas, no tengo ninguna duda. Y quiero que sepas que yo pondré todo mi empeño en clonar a mi padre. Deseo que vuelva a nacer y que tenga una infancia sin ti y sin el dolor que le infligiste.
»Le cuidaré, le reeducaré sin odio y sin abusos. Será el niño más feliz que existirá. Por fin tendrá esa infancia que tanto le dolió que le arrebatases.
Y no dije nada más ni le vi pronunciar una sola palabra.
Marché feliz y completo.
Además, supe que haría lo que había dicho. Tenía el ADN de mi padre y podía volver a crearlo y procurarle una infancia feliz.
Lo educaría sin retarlo. Aunque sería un poco involutivo porque las enseñanzas que le daría no dejarían de ser las suyas recicladas por mí.
No tenía duda de que aquello sería un regalo para él y sobre todo para mí.
Creo que todos deberíamos tener esa oportunidad de ser educados por nuestros propios hijos.
Además, creo que eso es lo que se merecen todos los niños que han sufrido abusos. Poder volver a vivir una infancia sin dolor, sin sexo no deseado y sin noches con miedo.
Lo haría, os lo juro, no era una fanfarronada del momento ni una invención que no tuviera fundamento científico. Se había hecho con animales y ya se había experimentado con humanos.
Mi padre merecía una niñez de verdad. Era su sueño y yo podía conseguírselo.
Sobre todo lo educaría sin miedo, le daría una nueva infancia.
No tenía dudas de que eso es la felicidad: una infancia sin abusos de ningún tipo. La misma que él me había proporcionado a mí. Supongo que parte de ello era lo que había hecho en Nueva York al perderme. Él quería afianzar mi confianza en que siempre me cuidarían y vigilarían. Perderme para encontrarme, perderme para no tener miedos.
Algún día haría algo parecido con él. Cuando cumpliera los diez años le llevaría a una playa pero no lo perdería sino que lo juntaría con todos los que encontró. No le explicaría nada, solo que sintiese la energía.
Antes de volver a mi vida, decidí pasar por Capri a ver a mi madre.
La pérdida de mi padre había acentuado la de mi madre.
Capri siempre me hacía sentir en paz. Me tomé tiempo hasta ir a visitar la tumba. Disfruté de unos días en aquel paradisíaco lugar, necesitaba estar en plenas condiciones antes de ver a mi madre.
Cuando finalmente fui, le conté a mamá ante su tumba que papá estaba enterrado en Como y ella aquí pero que estaba seguro de que se podían comunicar en un susurro.
También le conté que el tío había muerto de un fallo multiorgánico dos días después de verle. Me lo habían comunicado desde Colonia al ser su único pariente vivo.
Rápidamente pensé en la chica de las cartas rojas y en su súper poder. No supe si había sido ella o simplemente que la verdad había hecho su efecto. No tengo dudas de que la verdad es el arma más poderosa que existe y que sus efectos son retroactivos.
Finalmente, delante de la tumba de mi madre les dije a ambos sus frases fetiches:
No puedo vivir sin vosotros. Me duele tanto...
Intenté afinar mi oído interno y diría que el viento me susurró sus dos voces al unísono diciéndome:
Sí que puedes, Izan... Sí que puedes.
Y yo les contesté chillando a todo pulmón:
Sí, pero no quiero.
Sin vosotros esta vida es más pobre a todos los niveles.
No existe nadie que sea como vosotros, que se preocupe por mí, que me quiera sin desear nada a cambio.
Que me llene, que me quiera, que me eduque, que quiera escuchar mi voz y yo necesite escuchar la suya.
Lloré mucho aquel día. Sin embargo, sentí que comenzaba a sanar mis heridas, mi dolor y mis pérdidas.
Finalmente, desde aquella isla, mandé el mensaje a la chica de la sonrisa infinita.
No sé si la conseguiría, pero deseaba atreverme a ser sincero conmigo mismo y con ella. Necesitaba ver y sentir mi voz interna.
Le escribí:
Lo arruiné todo pero deseo
que recuperes tu sonrisa.
No puede ser que alguien tan absurdo como yo
te la arrebate.
Susurré ese deseo y otros a la isla: la añoranza de mi padre, su vuelta como hijo mío, la recuperación de la chica de la sonrisa infinita, la felicidad de Catherina y el vivir sin retar a nadie nunca más.
Miré la playa de Capri desde el cementerio de mi madre. Me imaginé dentro de poco a mi padre y a mí juntos allí, hablándole de su faro favorito, del Universo, de mi madre, de los susurros que crean vida y rodeados de sus niños perdidos de sombras enigmáticas.
Y entonces me di cuenta de que no sería un sueño imposible pensar en todo lo que le diría si le volviese a ver porque pronto podría hacerlo.
Lloré, quizá nada de eso pasaría. Pero de lo que estaba seguro es de que jamás le olvidaría. Mis valores, mi forma de enfrentarme al mundo, son en esencia los suyos.
De repente, volví a escuchar los tres golpes de claxon en mi cabeza. Seguía conmigo. Siempre seguirá conmigo.
Jamás pierdes a un padre, sólo lo recuperas de otras mil maneras el resto de tu vida y se refleja en objetos, recuerdos y personas.
De repente llegó un mensaje de ella.
Era una foto suya. Su rostro volvía a poseer esa sonrisa infinita, aún mayor de lo que la recordaba y con su mano hacía el gesto de mi nombre: «quiero». Me emocioné. Me perdonaba, me permitía volver a volar juntos. Olvidé los porqués, desconecté de todo y sonreí también.
Me había olvidado de sonreír y de sentir.
Miedo a tener miedos. Sí, así es como me sentía hasta ahora. Ya nunca más tendría miedo a tener miedos. Buscaría menos y me dejaría encontrar más.