No había nada más escrito. Cuando acabé, miré a mi padre y vi que estaba con los ojos abiertos observándome fijamente.

Me quedé helado, no pensaba que volvería a verlo con vida. Fue una sensación de obtener algo perdido, como volver a recuperar mi propia habla.

Intentó hablar pero no pudo con tantos cables que le colgaban por todo el cuerpo y le sobresalían de la garganta. Parecía que toda su alma pendía de hilos. Se notaba que tenía poca energía después de tantas semanas sin existir.

Me di cuenta de lo que iba a hacer antes de que lo hiciera. Por primera vez iba a signar, iba a hablar conmigo en signos.

Me emocioné y lloré; por fin signaba. Hablaba en mi lengua. Había esperado tanto aquel momento y ocurría cuando lo perdía.

Dijo, os lo traduciré lo más concreto que pueda:

—Tráela aquí, Izan. Todo lo que dice es a la vez falso y verdad. En parte de su verdad está la falsedad y en su falsedad está la verdad. Toda esta historia que relata en su diario es una preciosa mentira que envuelve grandes verdades. —Seguidamente me miró y con su último fuelle de ese instante de consciencia me signó—: Sabía que me cuidarías, que estarías a mi lado. —Miró la habitación decorada—. Mi mundo y tú, ¿se puede pedir más?

Lloré. Él cerró los ojos, aún estaba conmigo, pero le había perdido un poco con tanto esfuerzo. Creí que no duraría mucho más.

Verle signar fue maravilloso. Quizá os sea imposible comprender lo que significa ser aceptado, que alguien decida por fin hablar en tu idioma, olvidándose de tu diferencia.

Sabía que todo lo que había dicho no eran unas frases al azar. Era su última petición de su vida. Además, la manera en que me signó estaba llena de amor, de dulzura y de respeto. Cada signo fue hecho con mimo y lo recibí como una caricia en mi rostro. No era que no pudiese hablar y aquello fuera su única forma de comunicarse, sino que siempre deseó hacerlo pero jamás encontró la ocasión. Su forma de ser y su tozudez se lo impidieron.

Iba a traer a aquella chica para él. Sería su último caso abierto, que estaba seguro que resolvería.

Antes de irme no pude evitar pegarle unos buenos golpes a ese gran saco rojo que aún pendía de la habitación.

Saqué toda la tensión y el dolor que llevaba acumulado durante todas aquellas semanas velándole.

Creo que lo golpeé durante una media hora larga.

Me sentí mejor, aquel saco rojo era sanador. Te arrebataba el dolor, fue como notar que aquellas sábanas de enfermos con las que lo había rellenado me transmitían su lucha y su energía. No sé, supongo que eran cosas mías, pero eso es lo que sentía.

Supongo que todo se resume en el roce conocido de los que nos aman y el extraño roce de los que deseamos.

Me sentía invencible y también me reconocía en mi propio padre. Al fin y al cabo, por primera vez en mi vida debía ejercer su profesión, ser él cuando él estaba a punto de dejar de existir.