Y recupero el hilo justo en el instante en que llegué con mi padre al aeropuerto de Milán. Estábamos esperando las maletas.

Yo nunca facturaba equipaje, pero mi padre siempre lo hacía. Y es que él llevaba un equipaje enorme donde estaban todos los dossieres y libretas con sus casos. Siempre viajaba con ellos. En aquella gigantesca maleta también portaba la colonia de mamá. Le gustaba llevársela en los viajes y no quería tener problemas en los controles de seguridad.

Nunca comprendí que la añorase tanto después de la mala vida que él le dio. Era una historia complicada la que ellos vivieron. No lo entendí hasta que yo tuve mi propia historia complicada, que también os contaré.

Es increíble porque no conozco a nadie en este mundo que no haya tenido una historia complicada con otra persona.

Y también creo que hay gente que está predestinada a vivir con la persona a la que aman y otras que están predestinadas a no vivir jamás con esa persona sino con otras que no desean.

Mi padre miraba aquella cinta que traía maletones deseoso de que apareciese la suya con sus documentos... Con su vida impresa.

Siempre sufría cuando se los llevaba de viaje porque allá estaban sus desapariciones y sus encuentros. Todo lo que había hallado y perdido en su vida. Supongo que temía que algún día se creara una metáfora vital y aquellos papeles desapareciesen.

Yo rezaba por ello. Creía que debía olvidarse de aquel pasado doloroso.

Me miró y me dijo algo. No en signos, nunca me hablaba en signos; para él yo no era sordo, jamás lo llevó bien, como os dije.

Yo podía leer los labios, así que él siempre me hablaba. A veces dolía que no se comunicara conmigo con signos ya que había aprendido a hacerlo.

—Me duele el corazón... —me dijo mientras notaba que su rostro y algún órgano de su cuerpo se compungían internamente.

No dijo nada más y de repente cayó sobre aquella cinta transportadora de maletas.

Todo su peso, que superaba los ciento veinte kilos, impactó de lleno sobre un par de maletas ajenas Samsonite.

Me quedé extasiado durante unos segundos. La imagen era dantesca y dolorosa. Él comenzó a dar vueltas sobre la cinta. Había perdido totalmente el sentido.

Después del shock inicial, cuando conseguí volver en mí, intenté levantarlo, pero me fue imposible. Su peso me sobrepasaba.

Nadie hacía nada. Quizá no os lo creáis, pero nadie hacía nada. Había un centenar de personas en aquella sala de maletas del aeropuerto de Linate y nadie hacía absolutamente nada.

Él daba vueltas en aquella cinta transportadora de maletas y la gente miraba. No eran voleadores, eran peloteadores, como diría la chica de la carta. Gente que se conformaba con devolver pelotas sin efecto, con miedo, sin pensar en nada más que en ellos mismos.

Intenté por segunda vez sacarlo de aquella cinta antes de que chocara contra el agujero por donde desaparecían las maletas.

Y entonces apareció aquel hombre. Rondaba los ochenta años, pero la fortaleza aún residía dentro de él. Era un hombre robusto de mirada franca. Tenía el cuerpo de alguien que se dedicaba a transportar cosas y cogió a mi padre como si fuera un saco.

Su fuerza era brutal. Lo llevó a cuestas hasta una de esas sillas de plástico. Lo estiró sobre tres de ellas.

Mi padre poco a poco volvió a la consciencia. El hombre estaba a su lado y lo abanicaba con un periódico que llevaba en el bolsillo trasero. Creo que era Il Corriere della Sera. Mi padre seguía totalmente blanco.

No supe cómo agradecérselo. Cogí mi cartera y le tendí unos cuantos billetes a aquel hombre forzudo.

Me miró y me di cuenta de mi gran error. Era casi insultante lo que yo acababa de hacer y su rostro reflejó dolor.

Se quedó allá de rodillas, esperando que mi padre volviese totalmente en sí y sin dejar de abanicarle con la prensa del día.

De repente, mi padre volvió.

—Mi maleta, Izan. Mi maleta. —Fue lo primero que dijo tras abrir los ojos.

Odiaba tanto esa maleta... Esos casos eran más importantes que su propia vida.

No discutí. Con señas le pedí a aquel gigante que se quedara con mi padre. No dudó, lo haría.

Su maleta estaba allá, dando vueltas. Esperándole, esperándome.

La cogí como pude, también pesaba mucho y rápidamente la llevé con mi padre.

Tocar con los dedos aquella maleta fue casi curativo para él. Rozarla fue sentir que toda su vida continuaba con él, a su lado. Los roces conocidos.

Le costaba respirar, pero parecía que nada hubiese pasado. Con un gesto rápido logró sentarse en una silla y dejó de estar recostado. Parecía que no le daba importancia a lo que acababa de ocurrir. Ni tan siquiera lo mencionaba. Eso era tan de papá, ocultar elefantes ante las miradas ajenas.

El hombre robusto se ofreció a llevarnos en su coche. Mi padre rehusó, no estaba acostumbrado a que nadie le ayudara, pero yo acepté por los dos.

Saber que ese hombre nos protegería hasta llegar al hotel de Lezzeno donde teníamos la reserva me hacía sentir seguro. Nunca me he fiado de los taxistas. Suelen sentirse superados por los enfermos.

—Debo coger unas maletas y os llevo. Será sólo un instante. —Fue lo primero que nos dijo. Seguidamente desapareció.

Mi padre me miró.

—¿Te he dicho alguna vez —dijo mi padre— que en tu cabeza hay dos voces? ¿Una que grita, que es la consciencia, y otra que susurra, que es la intuición?

—Sí —contesté con lenguaje de signos.

Podía hablar, no penséis que me comunicaba sólo con gestos. Mi época de no sordo me permitía hablar, aunque normalmente mi tono era o muy bajo o muy alto. Necesitaba que alguien me regulara y me dijera: «Demasiado bajo, Izan» o «Demasiado alto».

Poca gente me regulaba, les daba igual; al fin y al cabo pocos me escuchaban realmente.

Pero a mi padre nunca le hablaba, siempre intentaba signarle, quizá porque le retaba.

—Ese hombre forzudo tiene la voz de la intuición. Todo lo dice susurrado —me señaló mi padre.

No contesté. A mi padre siempre le gustaba decirme lo que supuraban las voces de la gente, era como su forma de ayudarme. Aunque yo siempre pensé que las caras sin la voz daban más pistas de las personas. La voz distorsiona y enmascara la verdad.

A los pocos minutos, el gigante llegó con casi doce maletas. Las portaba en un carrito. No sabía de dónde venía, pero debía de volver de algún lugar lejano para instalarse definitivamente aquí.

Fuimos con él hasta el parking.

Él acomodó durante el trayecto a mi padre y a su maleta en ese carrito. Él protestó, pero no enérgicamente. Su cuerpo no podía casi andar y su mente lo sabía.

De camino al parking el hombre me preguntó si era sordo. Lo hizo con amor. No sé explicarlo mejor.

Hay gente que dice las cosas con amor y otros sin ese matiz. A él se le notaba que sabía preguntar las cosas con amor.

Le resumí mi historia. No repreguntó. Tan sólo quiso saber si le comprendía cuando me hablaba.

—Si me miras a los ojos, leeré tus labios —le maticé—. ¿Vienes de lejos? —dije señalando la inmensidad de maletas.

—No, no vengo de ningún sitio. Me dedico a esto.

No le comprendía.

—¿A qué?

Desde el carrito, mi padre contribuyó a la conversación, no sé bien lo que dijo porque no le pude leer los labios ya que estaba de espaldas a mí. Pero, por la respuesta del gigantón, él no había acertado con su pronóstico de profesión.

—No, no trabajo de eso, señor. Me dedico a llevar las maletas a la gente que las ha perdido en un viaje o que se fueron equivocadas en otro avión. Cuando aparecen, yo soy el encargado de llevárselas a casa —dijo mirándome para que pudiera leerle los labios.

Sonreí, quizá imaginándome la alegría de quienes recibirían todas aquellas maletas perdidas.

—Bonita profesión, debes de ser siempre bien recibido —añadí hablando sin gestos.

Mi padre me dijo que bajara el volumen. Él siempre me regulaba. Siempre lo hacía.

—Casi nunca lo soy, la gente no tiene paciencia. A veces cuando reciben lo que perdieron, sólo piensan en que es demasiado tarde, en que hay un rasguño o en el dolor que les causó perderlo. Otras veces simplemente ni reconocen la maleta o pensaban que en su interior había cosas que realmente nunca poseyeron. La gente es así de extraña. No hay más.

Aquel hombre supuraba dolor. Miré a mi padre y noté que él también lo había detectado.

No era de extrañar, mi padre era una computadora de emociones, a eso se dedicaba, a analizar el dolor de la gente. A entender si decían la verdad, si mentían, si eran de confianza o absolutamente detestables.

Además me di cuenta de que aquellos dos hombres se dedicaban a lo mismo: búsquedas y pérdidas. Personas y objetos. Emociones y materialismo. Eran parecidos sin que quizá ellos se dieran cuenta.

Subimos a su camioneta. Los tres nos acomodamos en la parte delantera. Mi padre se puso en medio. Cada vez tenía más color en el rostro. Respiré un poco más aliviado.

El viaje desde Milán a Lezzeno era largo, casi dos horas. Primero había que llegar a Como por una especie de autopista, y después coger una pesada carretera de curvas hasta Lezzeno. Me había estudiado el recorrido antes de ir por si mi padre me preguntaba.

Durante el viaje, mi padre cogió la batuta de la conversación, quería saber más de ese hombre. Así era él, siempre indagando en los desconocidos.

Mi padre enseguida le habló de su profesión, no para ponerse medallas, sino porque hay gente que necesita ubicar su pasión para conseguir que los otros ubiquen la suya.

Mi pasión apareció cuando trabajaba en aquella guardería donde había niños de diferentes edades. Todos sordos, sin habla, pero repletos de sonidos. Las manos, los gestos y la dulzura que nace de los signos de un sordo es ruidosa y bella.

Signar no es fácil, no se trata sólo de decir los signos en un orden concreto.

Yo para ellos era un híbrido, sordo adquirido, intentaba ser como ellos, pero a la vez sabía que no lo era.

Había aprendido a signar tarde; volví a otro colegio después de mi viaje a Nueva York. Fui a uno de sordos y aprendí a hablar con signos, pero no tenía la destreza de los chavales que habían empezado de pequeños cuando marcan los verbos y las acciones de forma potente. Eran pura energía y fuerza. Supongo que para ellos no existía otra forma de comunicación y cada palabra era signada con la pasión del niño y la energía del adulto para ser comprendidos y aceptados.

Cada sordo tiene un signo, un gesto pequeño con el que se identifica para no tener que signar siempre su nombre letra a letra. El mío era mover la mano lentamente y en diagonal sobre el pectoral. Significa «quiero». Y es que yo preguntaba siempre por qué y quería saber y saber más. Siempre querer.

Y es que desde que me volví sordo, mis dudas se acrecentaron y comencé a preguntarlo todo. El querer saber era mi seña de identidad.

Mi padre siempre me decía que no debía preguntarme tanto por qué. Él me hablaba de parar el mundo. Decía que si salías de él para mejorarte y mejorarlo, cuando volvías, el Universo te premiaba. «No preguntes jamás por qué», me repetía siempre.

Mi padre y sus frases. Casi nunca le prestaba atención desde que me quedé sordo. Recuerdo que me decía: «Cuando crees que conoces todas las respuestas, llega el Universo y te cambia todas las preguntas».

Yo no tenía ni preguntas ni respuestas. No tenía ni idea de que existía un Universo ni de qué servía pararlo.

Para mí aquellos consejos no existían. Creo que él no tenía ningún valor para mí, sólo simbolizaba la figura de alguien que estaba poco en casa. Cuando supe lo que me hizo en Nueva York, ya fue la puntilla.

Lo sé, me he vuelto a ir lejos, os he hablado de mi vida cuando me quedé sordo. Pero creo que necesitáis saber más de mí. Del hijo que fui y de la relación que tuve con mi padre.

Él opinaba que aquella guardería en la que trabajaba era «un refugio de cobardes», porque pensaba que aquel lugar me alejaba del mundo.

Yo lo negaba. Ahora sé que tenía razón. Es compatible vivir y tener miedo. Te susurran «vive sin miedo», cuando éste forma parte de nuestra vida y nuestro ser.

Y allí, en aquella guardería, conocí a mi amor, a una profesora bellísima de la que me enamoré. Era sorda igual que yo pero además tenía un leve retraso. Lo sé, es lo de menos, no importa, pero debo daros todos los datos sobre ella, en un orden que seguramente es incorrecto pero que curiosamente la define.

Lo que más me entusiasmaba de ella era su felicidad. Se reía de todo, su mundo estaba repleto de felicidad. Todo aquello me enamoraba.

El signo de ella era una enorme sonrisa. Todos sonreían hasta el infinito para recrear su nombre.

La amé tanto y ella me amó tanto..., pero luego me avergoncé de su retraso. No puedo resumirlo de otra manera. Le vine a decir algo como que debíamos volar separados o nos estrellaríamos juntos.

Nadie me obligó a tomar esa decisión, tan sólo la vida te lleva a dejar personas y a ella la abandoné sin un motivo claro y diciéndole una estupidez mayúscula. Tan sólo porque la sociedad me llevó a pensar que lo nuestro no podría funcionar.

Lo sé, es patético. No entiendo por qué lo hice pero la verdad es que pasó.

Aún la echo de menos, no sé a qué temía tanto.

Volvería junto a ella, pero creo que le hice tanto daño que no me lo permitiría. Dentro de mí no hay día que no piense en reconquistarla. Pero también creo que yo contribuí a que perdiera parte de su felicidad.

Su sonrisa no fue la misma desde que la dejé. Ya no llegaba hasta el infinito y lo notabas cuando la gente signaba su nombre, cada vez el arco de la sonrisa que formaban con los dedos era menor.

Sé que pensaréis que soy una mala persona, supongo que es verdad. Nadie me obligó a actuar así, simplemente noté que era demasiado complicado.

Quizá no soy tan diferente a mi padre. Él temía que yo fuese enano y yo tener una novia diferente.

En todo eso pensaba en aquella furgoneta cuando mi padre cambió los planes. Supongo que porque sabía que su fin estaba cerca.

Y decidió que fuéramos a la azotea de Visconti.