Lo trasladaron a un hospital de Como, porque me dijeron que allí había un especialista del corazón. Las vistas desde la UVI eran inmejorables, su aspecto era terrible. Al final sí que había llegado hasta Como. La vida te da sorpresas.

A las pocas horas ya me dijeron que poco había por hacer. Me preguntaron sus últimas voluntades y volví a mentir, dije que él deseaba que lo mantuvieran con vida costase lo que costase.

Le miraba, él tenía los ojos cerrados, si se despertara y viera la de cables que tenía conectados a su cuerpo, me odiaría.

Pero ¿qué esperaba que hiciera? Acababa de confesarme que su propio hermano abusó de él de pequeño. Necesitaba más de él, era importante poder tener una conversación más. Matizar ese dolor, poder asumirlo.

Supongo que las promesas se las lleva el viento. Deberíamos evitar que sople.

Durante los días siguientes todo se resumió en verle consumirse.

No tuvimos visitas.

Pensé en llamar a mi chica especial de la sonrisa infinita, pero me contuve. Cuánta gente sólo busca a los que necesita en los malos momentos. Se olvida de ellos cuando todo va bien y cuando todo se desmorona llama como olvidando que los había abandonado.

A la semana yo ya era parte de aquel hospital, un mobiliario más, alguien ya reconocible por médicos, enfermeras y ATS. Me saludaban por los pasillos y me miraban con condescendencia.

Un día tuvimos la visita del hombre que transportaba sueños. Portaba la maleta de papá. Me alegró verle a él y también curiosamente a su equipaje.

Como él había predicho, yo recordaba la maleta más grande y pesada que cuando la volví a ver.

El hombre forzudo nos contó otra parte de su vida, a mí y a mi padre, porque él también estaba allí. Intentaba que formase parte de todo para que volviese pronto a la consciencia.

—Trabajé un tiempo de chófer —nos relató—. Fue bonito, tenía una familia, la de mi jefe. Sus hijos fueron casi mis hijos, los cuidaba, los vigilaba y los recogía del colegio. Los sentía más cercanos que a mis propios hijos. En aquel trabajo estaba casi dieciocho horas. Cuando llegaba a casa, los míos ya dormían, no me di cuenta de que los perdía hasta que ya fue tarde.

—Seguro que de mayores ellos entendieron lo que hizo —dije sabiendo que no lo debieron de comprender como yo no había entendido las ausencias de mi propio padre.

Él negó con la cabeza.

—Ahora no me hablan ni ellos ni los otros. Para los ajenos era tan sólo un empleado con el que podían contar. A veces me decían que fuera a una discoteca a esperarlos salir y allá estaba recogiendo y vigilando a tres o cuatro hijos de otros. Creo que me equivoqué, pero en aquel tiempo pensaba que el dinero era lo más importante, que todo aquello un día me lo agradecerían. —Hizo una pausa larga—. No sé si alguien se acostumbra alguna vez a estar solo...

Aquella habitación era un imán para las emociones ante la muerte próxima que simbolizaba mi padre. Noté que la gente se abría y me contaba sus secretos.

Ya me había pasado con familiares de otros enfermos, con enfermeras y hasta con un médico rudo.

No supe qué decirle al hombre forzudo. Sentía que nada le podía consolar. Le despedí con mucho amor, como él actuaba siempre. Qué injusto es el mundo con los bondadosos. Nuevamente la soledad de las buenas personas en los malos momentos.

Luego me quedé mirando la maleta de papá y decidí adornar aquella habitación con todo lo que había en su interior.

Fui colocando las fotos de sus fantasmas por toda aquella habitación, tanto de niños perdidos como de encontrados.

Descubrí que debajo de todo estaba su saco rojo de boxeo, sin el relleno interior pero cuidadosamente doblado. No entendía para qué se lo llevaba de viaje.

Decidí rellenarlo. Busqué gasas, sábanas y ropa hospitalaria tanto de médicos como de enfermos que nos habían dejado. Conseguí que tuviera consistencia y finalmente colgué el saco rojo de un gancho pensado para un suero. Estaba imponente.

Con todos aquellos cambios, aquella sala absurda de UVI se había convertido en parte de él. Una prolongación de su vida y sus sueños.

Miré los rostros de esos niños perdidos, todos eran tan jóvenes, tan vitales... ¿Dónde demonios estaban esos chavales perdidos que nunca encontró? No me extrañaba que le doliera ver aquellos rostros.

Él no reaccionó con todo el cambio de decoración. No os puedo negar que esperaba que lo hiciera.

Decidí que si en cuarenta y ocho horas no reaccionaba, le daría el fin que se merecía. Era cruel lo que estaba haciendo de mantenerlo con vida... El viento dejaría de soplar y cumpliría mi promesa.

De repente, dos días más tarde, a última hora de la noche, cuando el plazo vencía, encontré una carta en la minúscula mesita de noche de su habitación.

Las letras que había en el sobre eran rojas, no me lo podía creer. ¿Cómo sabía aquella chica que estábamos allí?

Pregunté a las enfermeras, nadie recordaba haberla dejado, quizá fueron las del otro turno, me comentaron.

Tampoco importaba si alguien la había traído o había llegado por correo, estaba emocionado.

La cogí como quien se agarra a su última oportunidad. Sentí que aquella carta le podía hacer reaccionar. Estaba nervioso y feliz.

Las pérdidas y las búsquedas siempre fueron su motor, no tenía duda de que esa última caza le podía despertar.

Abrí la carta con nervios.

Era extensa, aquella chica siempre escribía cartas largas. Me senté lo más cerca de él que pude. Decidí que me iba a concentrar mucho para leer tan alto como pudiera.

Hacía mucho que no leía en voz alta, desde los tiempos anteriores a la sordera.

Sentía que quizá aquello era lo que siempre deseó, buscar un niño juntos. Que yo formase parte de su mundo.

Como la otra vez, había una carta introductoria.

Estimado señor:

Sé que está en la UVI, no sé si recuerda que le comenté que yo estuve en ese hospital donde usted se encuentra. Hasta visité aquella sala y cogía la mano a la gente que estaba sola y sin nadie.

Me gustaría estar ahora en ese hospital para cogerle la mano.

No sé si podrá leer la carta, pero espero que no esté tan mal para no hacerlo. Deseo con todas mis fuerzas que se recupere.

Necesito verle, necesito que me ayude y yo también ayudarle, sé que formaríamos un buen tándem.

Le quería contar en persona mi viaje, el que hice cuando dormí y entré en el pasado. Creo que no hubiera sido tan extraño si se lo pudiese contar de viva voz, pero como no sé si le podré ver, le envío las hojas de mi diario que hablan de ello.

Sé que lo comprenderá, sé que lo entenderá. Usted no tiene las miras pequeñas. Mi madre hablaba mucho de la gente con miras pequeñas y miras grandes.

Le dejo en el sobre las señas del hospital en que estoy ingresada porque me encantaría verle y saber su opinión sobre todo lo que le escribo.

Le pido que abra la mente, le pido que no me juzgue hasta que lo lea todo, le pido sobre todo que me ayude.

Catherina

 

Cuando acabé de leer aquella carta introductoria, la tensión de padre había subido. Hasta diría que su respiración era diferente. Le notaba más cerca, aunque seguía con los ojos cerrados.

Me sentía pletórico. Estaba seguro de que lo recuperaría.

Comencé a leer aquel diario, noté que debía de estar hablando muy alto, pero a aquella hora de la noche, en aquella UVI, creo que los diez o doce integrantes de aquel lugar necesitaban una buena historia y estaban agradeciendo aquella narración. Les hacía sentirse menos solos.

Pensé en qué tipo de voz tenía yo después de quedarme sordo, mi padre siempre me ayudaba y me decía cómo sonaba la de la otra gente, pero nunca le había preguntado cómo era la mía.

Muchas preguntas me rondaban por la mente.

Antes de comenzar a leer, escribí un mensaje a la chica especial de la sonrisa infinita:

No puedo vivir sin ti.

Izan

 

No puse nada más, tenía que decirle exactamente aquello, supongo que era el instante.

Pero en el último momento no mandé el mensaje, no me atreví.

Comencé a leer aquel diario.

El diario era la continuación de aquel momento en que ella se había ido a dormir pensando que tenía un súper poder y podía volear a personas que se lo merecían.

Estaba nervioso, sabía que al final de aquella narración podría recuperar a mi padre.

El poder del dolor ajeno y de la pérdida de la libertad esperaba que me devolviese a mi padre. Siempre he creído que el corazón riega al cerebro y no el cerebro al corazón. Estaba seguro de que los sentimientos que le produciría aquella carta roja le llegarían a emocionar.

Leí claro y fuerte. Pronunciando con convicción cada palabra.