#3. Disneyland
«Cuanto más veo, estoy menos seguro de lo que sé».
Habían transcurrido poco más de dieciocho meses desde que los Beatles se convirtieron en John, Paul, George y Ringo. Cada ex-Beatle había triunfado en mayor o menor medida en el mercado, dejando claro el potencial que poseían en su interior y aprovechándose del montón de temas y descartes que habían ido acumulando a lo largo de los últimos años de la banda. La inercia provocada por el gran trabajo en profundidad, no sólo en el álbum Abbey Road, sino en las sesiones del White Album o Let it Be, sirvió para que ninguno de los cuatro discos en solitario de los ya exintegrantes de la banda fuera un fracaso. George se llevó la primera mano con All Things Must Pass, un triple álbum que recordaba más a un recopilatorio de singles que a un trabajo coral en profundidad. Harrison contó nuevamente con el polémico Phil Spector y este lo llevó a los puestos más altos de las listas de éxitos del Reino Unido con sus malabares de ingeniería musical. Ringo pareció visualizar la hecatombe y ya para 1970 produjo dos de sus obras más carismáticas: Sentimental Journey y Beacoups of Blues. Starr compaginó su compromiso con los Beatles con el lanzamiento de su primera obra como solista y se benefició de la confluencia de sus amigos para los arreglos musicales. Esa amalgama inconexa de canciones realmente suponía un disco recopilatorio con temas de Jazz que el baterista quiso actualizar a su manera. El álbum conquistó una cálida acogida por parte de la crítica y lo aupó hasta el séptimo puesto del ranking en Gran Bretaña. George y Ringo, que por momentos vieron cómo sus carreras eran eclipsadas por el talento y ego de John y Paul, asomaron la cabeza al nuevo mundo y a la nueva década con dos potentes álbumes para gritar «aquí estamos». Y aquel no fue el único alarido reivindicativo.
Las tensiones todavía coleaban y alguien, sea quien fuere, debía dar un paso al frente y atajar las diferentes vertientes polémicas originadas en los últimos tiempos. Sobre el tablero seguía habiendo demasiadas fichas, la mayoría sobraban: Allen Klein, Phil Spector, Yoko Ono, Linda Eastman, George Martin y el empalagoso séquito de Apple y ABKCO que perseguía la estela Beatle allá por donde fuera. ¿Y si John daba el primer paso? ¿Qué pensarían de él todos aquellos que lo habían leído y escuchado cargar contra la historia del grupo y disparar hacia sus componentes? Descartado Lennon, entonces ese papel le correspondía jugarlo a Paul, por orden descendente y jerárquico lógico. Pero McCartney todavía tenía mucha lana que cardar en su retiro escocés. Seguía intentando encontrar sensaciones ya vividas, bañado en alcohol y aturdido por la sacudida de los nuevos tiempos cambiantes por los que Bob Dylan tanto suspiró. Con la bicefalia del grupo en shock, George quizás pensó que el turno le correspondía. Tenía motivos para ello, de peso la gran mayoría. Su All Things Must Pass significó la consolidación de un artista que llevaba oculto y recluido muchos años bajo el talento de John y Paul. Tal vez demasiados años.
La gran amistad que lo unía al gurú de la música indú, Ravy Shankar, le valió un gran quebradero de cabeza al bueno de George. Entre unos y otros terminaron por convencer a Harrison para organizar un concierto[29] benéfico en favor de las víctimas de Bangladesh, lugar devastado por la guerra, el hambre y la tragedia. El país fue azotado por unas inundaciones que diezmaron gravemente la zona y que dejaron boquiabierta a la opinión pública internacional. Las escasas imágenes que llegaban a cuentagotas a Occidente representaban toda la esencia del terror en aquel lejano horizonte. Mientras tanto, la jet set norteamericana pasaba demasiado tiempo colocándose y sin tiempo alguno para dedicar una miserable reflexión hacia tanta víctima tercermundista junta, y el peso de la responsabilidad de donar «lo que fuera» a toda aquella gente recayó sobre las estrellas del Pop, erigidas como los verdaderos portavoces y héroes de su generación. Eric Clapton, Billy Preston, Bob Dylan, Ringo Starr, Ravi Shankar… Y George Harrison al volante. ¿Y John? ¿Dónde se encontraba Paul? No había rastro de ninguno de los dos.
Por aquel entonces, Lennon comenzaba su particular idilio con Nueva York. Había visitado la Gran Manzana anteriormente. La primera de ellas, como Beatle, lo dejó maravillado, pero con un regusto abrumador y con cierta paranoia agobiante. La masa lo ponía nervioso y él dentro de ella era un blanco fácil para cualquiera. Sin embargo, esta vez era todo distinto. Ahora ya no tenía a tres tipos que hacían el payaso a su lado las veinticuatro horas del día entre muecas, bailoteos y tonterías. Yoko ocupaba esta vez el lugar del copiloto de una vida que se abría camino con la nueva década. A Imagine le faltaban unos pocos minutos para salir del horno y, mientras tanto, el contexto invitaba a soñar ante las puertas de la libertad. «Para John, Nueva York significaba un Liverpool pero a lo grande, con su puerto y sus barrios. John estaba encantado, sentía que esa era ahora su casa», relataría Yoko en el documental Imagine[30].
Aunque Lennon no era ajeno a lo que se cocía más allá de sus narices, esta vez pasó olímpicamente del gran acontecimiento que llevaba semanas elaborándose en las oficinas sucursales de ABCKO y Apple en Estados Unidos. En el fondo, todo parecía tratarse de una nueva maniobra para reunir a los Beatles, o eso pensó tal vez Allen Klein. Presionó a George Harrison hasta la extenuación con el fin de que este pudiera persuadir a Lennon para arrastrarlo al escenario del Madison Square Garden. John, que por aquel entonces no le hacía ascos a ninguna oportunidad para promocionar su moral pacifista, estaba sumamente excitado ante la idea de representar, entre canción y canción, otra performance antibélica frente a los ojos de Nixon. Klein casi lo logra, pero no pensó en que Yoko venía en el mismo lote y bajo comisión. «Sin Yoko no hay actuación», alegó Lennon al todavía manager de los Beatles y al mismísimo George. No era imprescindible convidar al banquete a Paul, y el problema ni tan siquiera consistía en poner plato y cubiertos para uno más en la mesa. La cuestión que revolvía el estómago a George y al resto era tener que aguantar a Yoko Ono en el cartel del concierto, tal como lo hicieran amargamente en el Rock and Roll Circus[31] que patrocinaron los Stones.
¿Los Beatles sin Paul? La prensa aguardaba expectante la futura reunión de la banda poco más de un año tras la separación. Y eso a Klein le ponía y lo estimulaba de sobremanera. Era la ocasión de devolvérsela a McCartney, un escarnio público sin precedentes y con medio mundo excitado ante la contestación que, indirectamente o no, debía enviar Macca a sus fans. Tal vez fue la vez en la que más cerca pudo estar de obrarse el milagro, pero John y Paul eran sumamente conscientes de que todavía no se daban las condiciones propicias para llegar a un acuerdo, y mucho menos para hablar sobre una reunión del cuarteto. Con la excusa de «sin Yoko yo no voy», Lennon dejó colgados a sus colegas y cogió el primer avión rumbo a Londres para perder de vista el espectáculo descafeinado en el que ahora se había convertido el proyecto que seguía liderando George Harrison. A McCartney prácticamente ni le hizo falta excusarse. Simplemente, nadie llegó a tocar la puerta de su casa para formularle una invitación formal. Según relató su círculo más íntimo, «todo era cosa de la prensa y los fans», ya que Macca jamás entró en los planes de Klein para formar parte del elenco del concierto benéfico. No obstante, Paul McCartney reconocería años más tarde a la revista Rolling Stone que un buen día «llegó George y me preguntó si quería tocar en Bangladesh, y pensé: “¡Caray! ¿Qué sentido tiene? ¿Estamos separados y nos vamos a reunir otra vez?” Me parecía algo un poco loco».
Las más de cuarenta mil personas que asistieron el 1 de agosto de 1971 para presenciar el doble concierto en el Madison Square Garden disfrutaron con el enorme y futurista despliegue musical que despejó al inicio el telón sobre las tablas, e incluso fantasearon con la posibilidad existente hasta última hora de ver juntos de nuevo a los Beatles. Horas antes de dar comienzo la primera de las dos actuaciones, alguien hizo correr el rumor entre bastidores de que John y Paul se encontrarían como espectadores entre el público y que, tal vez, pensaban aparcar su guerra privada y cantar al unísono al amor. Gracias a la psicosis y la imaginación de algunos, el foco volvió a alumbrar la posibilidad de ver actuar en directo a los chicos de Liverpool, pero nada de eso sucedió. La cita se convirtió en un éxito sin precedente alguno, un triunfo moral para George, quien vio fortalecida su imagen en el mundo del Rock. El concierto recaudó doscientos cuarenta y tres mil dólares, depositados todos y cada uno de ellos en la cuenta que UNICEF abrió para paliar el desastre.
Locura en Mallorca
En el matrimonio de los Lennon —sociedad, más bien— John no era el único que arrastraba taras consigo. La problemática de su niñez retornaba cuando menos lo esperaba y terminaba siempre por ahogarlo. Lennon creyó que la terapia primal en la que se involucró junto con Artur Janov había dejado un resultado más que positivo con respecto a muchas de sus espantosas reminiscencias. Los traumas seguían ahí, macerados en su delirante subconsciente, pero por primera vez en toda su vida, Lennon intuyó que podía controlarlos, que ya nunca más iban a dominarlo ante situaciones extremas o incluso cuando aparecían de la nada. Existía la cura.
Las numerosas biografías de John Lennon siempre han traído bajo el brazo unas pocas líneas de referencia a Yoko Ono, en la mayoría de las ocasiones marcada a fuego como personaje secundario. Pocos recuerdan que la artista ya estuvo casada anteriormente en dos ocasiones. Durante el periodo de 1956 y 1963 contrajo matrimonio con Toshi Ichiyanagi, un conocido músico vanguardista japonés con el que descubrió y se inició en los fangosos terrenos de la corriente avant-garde. Una vez asentada en los Estados Unidos y no sin soportar en sus propias carnes la ira, humillación y burla por la histórica derrota de su país en la II Guerra Mundial, Yoko encarriló su nuevo casamiento con Anthony Cox, alejada de toda huella que pudiera relacionarla con el pasado. Los seis años que transcurrieron con Yoko y Cox como pareja oficial fueron una montaña rusa de emociones y reproches por doquier. De la relación nació la primera —y única— hija de ambos: Kyoko, casualmente nacida el mismo año, 1963, que el primogénito de Lennon: Julian.
Yoko finiquitó la relación con Anthony Cox con el fin de transitar desde la clandestinidad a la oficialidad de las portadas con John Lennon de la mano. Paul McCartney recordaría en la ceremonia de entrega de premios del Salón de la Fama del Rock & Roll que un buen día Yoko Ono apareció en el porche de su casa con la intención de pedirle una de las letras de las canciones de los Beatles y así regalársela a John Cage por su cumpleaños. Paul, que no conocía la identidad de la mujer que estaba instalada en su pórtico, le sugirió que tal vez podía probar suerte si se presentaba en casa de John Lennon y tocaba en su puerta. «Lo hizo…, lo hizo», soltó irónicamente Macca en su discurso. Lo cierto es que Yoko, en las entrevistas que después concedió junto a Lennon en docenas de medios de comunicación, aseguró siempre que no era ni fan de los Beatles y que ni mucho menos le atraía la música que el cuarteto de Liverpool creaba. Algo poco común entre las mujeres de la época, auténticos motores de la Beatlemanía.
Aunque John Lennon tenía claro que sus años junto a Cynthia ya habían acabado, dudó en dar el paso definitivo hasta el último minuto. Fue Yoko quien se encarnó en ese empujón que precipitaría al abismo a Lennon durante meses. Y no un abismo cualquiera postconyugal. No. Lennon entró en barrena, inmerso en una espiral de drogas, barbitúricos, pastillas y depresiones. Curioso es que esta fase del cantante coincidiera con la mejor etapa del grupo. Al menos en material musical. Hacia 1968, John Lennon no era ni tan siquiera la sombra de lo que algún día llegó a ser dentro de la banda. El liderazgo en los Beatles pasó a mejor vida, había sido minado por sus continuos bamboleos emocionales, por la ambición de Paul y, por qué no decirlo, por la evolución de una sociedad hambrienta de iconos y héroes. John fue engullido por sus coetáneos, totalmente exprimido por un torrente cultural que ya lo había erigido como líder, portavoz y símbolo de la década. Pese a la caída en picado de la que el propio Lennon fue siempre consciente, todavía dejaba claro en los últimos discos del grupo que su impronta estaba la altura del mejor John Lennon, algo que no le hizo temblar el pulso para tomar otra de sus decisiones liberadoras: salir de los Beatles.
Una vez juntos, siempre unidos, John y Yoko se convirtieron en uno. No sólo asistían de la mano a todos los lugares y eventos de sus respectivas agendas, sino que como Lennon le confesaría a Ringo, ahora ambos se habían convertido en una extremidad del otro. «Cuando llegas a casa, Maureen te pregunta: “¿qué tal el día, cariño?”. Nosotros no necesitamos hacer eso, estamos las veinticuatro horas del día juntos, incluso si yo salgo al baño, ella viene conmigo». Y así es como, paulatinamente, John flirteó más de la cuenta con la locura y la ilegalidad.
Yoko perdió la custodia de su hija en favor de Tony y, si algo preocupaba a la nipona, también lo hacía a su marido. Con la ayuda del séquito que les sugería sobre cualquier maniobra a realizar, John y Yoko se presentaron en abril de 1971 en la isla de Mallorca con el objetivo de coger a Kyoko y llevársela de vuelta a Inglaterra. El resultado fue el siguiente: John y Yoko fueron acusados de secuestrar a Kyoko, con la ayuda del ínclito Maharishi Mahesh Yogi, que invitó a la pareja a las Islas Baleares para seguir engordando su particular agosto. Tres años atrás en el tiempo, cuando John y George dieron por finalizado a las bravas su retiro espiritual en la India, Lennon escupió sapos y culebras contra el gurú, vertiendo acusaciones e insinuaciones bastante graves sobre el Maharishi. Ahora ya volvían a ser los mejores amigos, así funcionaba la cosa. El 23 de abril de 1971, Anthony Cox denunció la desaparición por secuestro de su hija Kyoko. El productor de cine aseguró ante la Brigada de Investigación Criminal de Palma de Mallorca que John Lennon y Yoko Ono eran los responsables de tal aparatosa y avergonzante operación.
Según los hechos, el matrimonio aprovechó la ausencia de Cox para colarse a la salida de la guardería de la niña en la localidad de Manacor y adelantarse así en su recogida. Después de pasar la tarde atiborrándose a dulces y a chocolate, la introdujeron en un coche y se acuartelaron en la suite nupcial del Hotel Meliá, ubicado en el Puerto Marítimo de la capital mallorquina.
El policía que, junto a otros dos agentes, puso las manos encima del músico y de su esposa fue el isleño Miguel Boñola, quien comentó lo siguiente en el Diario de Mallorca: «Yo era el único que sabía inglés, por lo que fui quien habló con ellos». Boñola rehusó cerrar los grilletes sobre los Lennon, y este los invitó amablemente a que les acompañaran a comisaría para explicar lo sucedido. El policía mallorquín sorprendió al matrimonio en una habitación del Hotel Meliá de Palma de Mallorca, donde se encontraban con Kyoko. «Fue una acción discreta», aclara. «No los esposamos, los llevamos a la Jefatura para declarar y su comportamiento fue fenomenal. Estuvieron súper correctos y mostraron una educación extrema en todo momento. Entendían perfectamente que los hubiéramos detenido». El escándalo estalló a nivel mundial cuando alguien se hizo eco de la noticia, posiblemente un fotógrafo, en opinión del inspector Boñola: «Un periodista se enteró enseguida y me lo encontré haciendo guardia cuando salíamos de la comisaría, tras tomarles declaración para ir al juzgado». Ante semejante encrucijada, que a punto estuvo de hacer saltar por los aires la protocolaria y respetable relación entre España e Inglaterra, hubo de ser necesaria la actuación del vicecónsul británico, Graham Argyle, para mediar en tan espinoso asunto. Este ofreció su mansión a la pareja a cambio de evitar el chismorreo, todo por salvaguardar el honor de un inglés y de su mujer que, meses atrás, ya se habían burlado de la Reina con la devolución del título MBE. Boñola recordaría en las páginas de Diario de Mallorca «la educación extrema» y «el trato súper correcto que tuvieron hacia nosotros». «(El periodista) me pidió que los llevara a tomar algo para que le diera tiempo a hacer fotos, así que acabamos todos, Lennon, Ono, la niña y yo tomando café con leche en el bar Formentor», explica el policía ya jubilado.
Después de declarar durante más de siete horas en el Palacio de Justicia que por aquel entonces quedaba a la altura de la plaza del Mercat de Palma, Lennon y Ono quedaron en libertad condicional sin cargos y, tras recuperar sus pasaportes, rápidamente regresaron a su suite del Meliá para recoger sus pertenencias y volver a París. Cox abrazó a su hija, ya de madrugada, y retiró la demanda por secuestro. Todo quedaría en un ruidoso escándalo. Kyoko no volvió a tener contacto con su madre hasta 1995.
Chapuzones en Santa Mónica y las paces con Paul
Poco antes de dar el pistoletazo de salida al otoño de 1973, John Lennon, separado temporalmente de su esposa Yoko Ono y con un buen disco como Mind Games retando al mercado musical, aterriza en el aeropuerto de Los Ángeles en estado de shock. Ono acaba de comunicarle a Lennon su deseo de que se marche de casa después de siete años de matrimonio. Ya no lo soporta. «Largo, búscate la vida». Con la bendición de Yoko bajo el brazo, May Pang[32], la secretaria personal del matrimonio y con la que John ya había mantenido encuentros sexuales anteriormente, acompaña al músico hacia su particular travesía por el desierto. Deprimido, semiarruinado y desorientado, Lennon elige el peor de los sitios para iniciar su rehabilitación espiritual. Yoko ya no perdona más infidelidades y humillaciones públicas de su marido, ya no son suficientes los arreglos a última hora o las iniciativas vanguardistas para salvar al planeta de la hecatombe humana. Definitivamente, John Lennon está fuera de sí mismo y recurre al atajo, al camino fácil que presumiblemente va a solucionar su vida de golpe: el alcohol.
Aunque pueda parecer ficción, y de la mala, una de las principales razones que distanció al matrimonio fue la reelección de Nixon como Presidente de los Estados Unidos. Lennon y Ono, ambos pendientes de la resolución del Departamento de Inmigración del país en favor del cantante para que este pudiera obtener la doble nacionalidad, se habían dejado la piel en campañas oficiales y oficinas por el senador McGovern, hecho histórico que marcó el punto de inflexión en la hoja de ruta de los Lennon. Ahora John creía que jamás iba a obtener la Green Card y que, si se le ocurría por alguna razón abandonar el país, jamás iba a volver a poner un pie en él. En ese mismo instante, John tiene delante el abismo de la bancarrota. Todavía no ha solventado los resquicios legales con Paul, George y Ringo respecto a la sociedad de The Beatles y Apple Corps, lo cual torpedea el ingreso y flujo de unos gananciales que quedan bloqueados hasta que no se desenrede el problema. A todo ello cabe sumarle que Lennon y Ono no han oficializado ante la Administración su divorcio, algo que perjudica seriamente al ex-Beatle, puesto que aunque decide acceder al abandono de la casa y a que Yoko siga administrando la fortuna y negocios de su sociedad, John Lennon no es dueño de su pasado, presente y futuro como artista. Ni tan siquiera de los derechos de sus canciones como Beatle.
En el fondo del pozo, es el momento de recurrir a los amigos: John toma la decisión de vender a Ringo su mansión de Tittenhust con la promesa explícita de que el baterista tendrá una estancia preparada para él siempre que lo desee Lennon. Con la venta del inmueble, John se desprende de uno de sus bienes materiales más preciados, el lugar donde comenzó a sentirse libre del yugo que asfixió su vida a finales de los sesenta, el enclave mágico del nacimiento de Imagine y la casa donde vivió los años más felices de su matrimonio con Yoko Ono. Un baúl de recuerdos del que, muy a su pesar, debía desprenderse. Sin todavía la liquidez que Lennon necesitaba para campar a sus anchas en California, este exigió a uno de sus abogados, el letrado Harold Seide, un adelanto de Capitol Records. Diez mil dólares «para vivir» bajo la sofocante atmósfera californiana, y precisamente eso es lo que hizo Lennon en Los Angeles: pegarse una vidorra. La mayor de todas. Los siguientes dieciocho meses que transcurrieron entre los años 1973 y 1975 devoraron a John. Pese a ello, y gracias a la ayuda de May, encaró los problemas personales que arrastraba desde 1969 con varios de los personajes más tóxicos con los que podía tropezar. Lennon plantó cara al mayor de los lóbregos callejones vitales que un ser humano debe recorrer en solitario para reencontrarse consigo mismo. Uno de los logros de Pang fue reunir y reconciliar a John con su pasado y hacer que cicatrizaran muchas de las heridas que el cantante todavía mantenía abiertas con sus viejos compañeros o con su hijo Julian.
En aquellas primeras semanas, a caballo entre Los Ángeles y Nueva York, Lennon jugó a ser un Dios a gran escala. Despilfarró cientos de miles de dólares en juergas con Elton John, Phil Spector, Mick Jagger, Ringo Starr, Keith Moon o Harry Nilson, entre otros. John Lennon era objeto de las portadas de los diarios más sensacionalistas de la época y copaba titulares y fotografías siendo expulsado de pubs por peleas o gracias a sus declaraciones salidas de tono. John comentaría más tarde que aquel periodo le sirvió para «recuperar sus años de juventud perdidos» entre la maraña de la Beatlemanía, etapa en la que apenas pudo saborear parte del día a día de un joven de su edad, y que terminó devorando su autoestima. El músico estaba a punto de cumplir treinta y cuatro años y, sin embargo, su maltrecho físico y estado de forma silueteaban a una persona muchísimo más desgastada que la que el imaginario colectivo proyectaba en su mente.
Uno de los enclaves personales se situaba en la separación de los Beatles tres años antes y todo el tumultuoso impacto de sus disputas personales, artísticas y judiciales. John interpretó aquel año y medio como una vía de escape que en sus 33 años de vida no había podido disfrutar, una forma de catarsis. Lo bueno del tema es que pese al desorden emocional y social con el que lidiaba a diario la antigua estrella del rock, Lennon se encontraba en uno de sus momentos más prolíficos como artista. Después de la salida al mercado de Mind Games, John comenzó a esbozar el siguiente de sus álbumes de estudio más recordados de su etapa en solitario: Walls and Bridges, en el que colaboró Elton John y que a la postre supuso la inclusión de Julian Lennon en la música.
El disco Walls and Bridges fue grabado con facilidad en Los Ángeles, la nueva sede del ya ex-Beatle. A las sesiones de grabación acudieron centenares de personajes ilustres de la época del rock, ahora enfatizada por la cultura Glam y por una ristra de músicos que pretendían enterrar la anterior década a golpe de éxito. Pese al incipiente triunfo motivado por las nuevas generaciones de artistas, todavía quedaba mucha cuerda para parte de la vieja guardia que conquistó el mundo unos pocos años atrás en el tiempo. El tema de la reunión de los Beatles era cuestión de Estado y tanto la prensa como los fans engordaban a diario la posibilidad de ver juntos a los Fab Four.
Lennon y McCartney mantuvieron varios encuentros personales, pero tan sólo uno artístico y musical. El esperado momento tuvo lugar a finales de marzo de 1974 en un chalet que Lennon y Pang alquilaron en Santa Mónica. La pareja organizó una fiesta de amigos en la que no faltó de nada sobre las mesas. Paul y Linda acudieron con una invitación bajo el brazo que Pang ordenó enviar a la pareja. En ella estuvo también presente Ringo Starr, tal como puede apreciarse en el libro Instantamic Karma, editado en 2008 por May Pang. El momento mágico del reencuentro debió paralizar el planeta, o eso al menos contó Christopher Sandford en la biografía McCartney publicada en 2006. John se encontraba trasteando con Harry Nilsson, Stevie Wonder, Jesse Ed Davis y Bobby Keys, hasta que en un momento dado, Paul y Linda irrumpieron en una de las salas de los Burbank Studios. El público presente enmudeció de golpe y todas las miradas se volvieron para centrarse en la congelada escena que, de pronto, comenzaron a protagonizar John y Paul. Desde los últimos retoques de Abbey Road en septiembre de 1969, Lennon y McCartney no habían vuelto a coincidir en una habitación, y mucho menos para crear música, pese al fuego cruzado que se brindaron durante todos estos años en los periódicos, televisiones y canciones. De pronto, se hizo la magia. La puerta del estudio se abrió y McCartney sorprendió a los presentes con su escueto «Hola». Durante unos segundos, ambos mantuvieron sus miradas fijas el uno en el otro, hasta que Lennon rompió el hielo ante el asombro de su reducido y selecto público.
—¿Valiant Paul, supongo? —Paul, distante, dio el primer paso y se acercó hasta la batería. Alargó su brazo y estrechó la mano de su viejo socio.
—Sir Jasper Lennon, supongo…[33]
Nadie comprendió la parafernalia de un saludo que pareció medido y programado. Sin embargo, aquel irónico juego tenía origen en una serie que fue televisada en el Reino Unido en la década de los sesenta, donde Valiant Paul y Sir Jasper protagonizaban unos pasajes que se reponían por fechas navideñas. Los personajes eran los favoritos de la dupla compositora de los Beatles.
Según el testimonio detallado y pormenorizado de varios de los presentes, Paul se sentó al lado de uno de los teclados y entabló una conversación en voz baja con John de contenido banal acerca de las cálidas temperaturas de Los Ángeles y sobre sus hijos. En un instante, el mundo se había detenido, pero a Lennon y McCartney les bastaron diez minutos para ponerse al día y volver a reír y recordar. Ambos marcharon hacia el exterior entre carcajadas y carantoñas. Poco después, John, Paul y Ringo se relajaron en la piscina del chalet de la fiesta hasta las primeras luces del siguiente día. Mientras tanto, el resto de los mortales se atrevió en insistir para que tocasen juntos cualquier añejo tema que pudiera rememorar la Beatlemanía, tan anhelada por el público en tiempos donde primaba la nostalgia. El supergrupo de la improvisada sesión que grabaron lo formaron John y Paul a la cabeza, junto con Stevie Wonder, Harry Nilson, Jesse Ed Davis, Bobby Keyes, Ed Freeman, Linda McCartney y May Pang. Ringo Starr no pudo completar el elenco de los elegidos debido a un vuelo que tenía pendiente. El resultado fue media hora de música deshilachada, mezclada y divertida, con gritos, un poco de cocaína y un sonido pésimo. Ningún sello discográfico pujó por aquella clandestina grabación y rápidamente fue descartada y guardada bajo llave en algún cajón. No obstante, el bootleg[34] A Toot and Snore vio oficiosamente la luz en 1992, dos años antes de comenzar con las sesiones de grabación de Anthology. A lo largo de los veintinueve minutos que dura la grabación, donde se pueden disfrutar de temas como Stand By Me o Lucile, se aprecia el eco de las palabras de Lennon, algo polémicas: «¿Quieres esnifar, Stevie? ¿Un toque? Vamos, está circulando». Según relató el periodista Julián Ruiz para el diario El Mundo[35], Paul McCartney salió aterrorizado de Santa Mónica, sobre todo después de conocer el ambiente enrarecido y viciado existente entre las paredes del nuevo santuario de su viejo camarada.
Durante veinte años se dudó de la existencia de la cinta que contenía la colaboración de Lennon y McCartney, llegando incluso a afirmarse en diversos círculos de la industria musical que quienes tocaron en Los Ángeles eran únicamente impostores que querían hacer dinero a costa de la leyenda urbana que confirmaba la presencia de los músicos en un estudio de grabación. El bulo llegó a cebarse de tal manera que aunque John Lennon comentó en 1975 en una entrevista para televisión que «improvisé con Paul, de verdad toqué con Paul, sí. Hicimos muchas cosas en Los Ángeles, pero hubo otras cincuenta personas tocando, todos ellos sólo estaban viéndonos a Paul y a mí», tuvo que ser la biografía McCartney la que, de forma oficial, corroborase la versión de Lennon veinte años atrás. Las fotografías de May Pang arrojaron luz a la candente cuestión sobre si los Beatles habían vuelto a reunirse para tocar juntos por primera vez desde 1970. Lo cierto es que existieron amagos de reunión y coqueteos con la posibilidad de sacar un disco, o bien de hacer un directo, pero cuando no era George Harrison el que abortaba la misión, eran la apatía de John o la saturada agenda de Paul.
Y fue precisamente el viejo John Lennon quien comenzó a alimentar la posibilidad de volver a ver juntos a los Beatles. Lo hizo en una entrevista televisada en 1973 en la que intervino junto con su amigo el publicista Elliot Mintz. Lennon hizo revista sobre su anterior vida con Yoko, sus nuevos proyectos y, cómo no, charló afablemente acerca de sus viejos amigos Paul, George y Ringo. ¿Volverían a juntarse los Beatles otra vez? «Es muy posible, sí… No sé por qué demonios lo haríamos, pero sí, es posible. Si eso ocurre, lo disfrutaré… No sé si cogeré yo la iniciativa, Elliot, ya me conoces. Yo sigo mi instinto. Si la idea se me ocurre mañana, los llamaré y les diré: “vamos a hacer algo”. Mis recuerdos ahora están bien y han cicatrizado. Si lo hacemos, lo hacemos y, si grabamos, grabamos. No sé, la cuestión es hacer música».[36]
Con John dando luz verde a un futuro proyecto conjunto y con la clandestina publicación de las fotografías de Lennon y McCartney juntos, ese viejo sueño que todavía coleaba desde la añorada década de los sesenta podía verse cumplido. ¿Qué ocurría ahora con la situación legal de Apple? ¿Pondrá pegas Allen Klein? ¿Y si Yoko vuelve a entrar en escena? ¿Volverá a estallar el ambiente si la sentencia da la razón a Paul y disuelve la firma oficial del grupo? Todas estas cuestiones fueron resueltas con el paso del tiempo, y quizás la más dolorosa de todas, la de la eliminación judicial de los Beatles como sociedad, abrió los ojos a quienes soñaron durante años con el regreso del cuarteto de Liverpool. Lo cierto es que la relación entre los cuatro componentes de la banda jamás volvió al cenit personal de su juventud, existían demasiadas pegas y trabas que impedían la fluidez entre los cuatro. Cada uno de ellos ya saboreó las mieles del éxito por separado, ahora se encontraban en mitad de una década que había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos, así que si la subsistencia artística y empresarial debía continuar bajo cualquier concepto una de las situaciones que llamaba a la puerta de John, Paul, George y Ringo era la de volver a empezar desde cero para después reescribir la historia conjunta de «los Beatles después de los Beatles».
A finales de 1974, los ya ex-Beatles fueron aconsejados por sus respectivos letrados para firmar el final de la sociedad que juntos habían construido desde tiempos inmemorables por aquel entonces. En el ambiente existía una mezcolanza de nostalgia, alegría, pena, frivolidad e incertidumbre. Las batallas legales en los tribunales habían llegado a su fin, dejando por el camino un absurdo reguero de dólares, demandas y una mala imagen de la banda que un día conquistó el mundo. A petición de Harrison, los viejos Beatles decidieron volver a verse las caras por última vez en el Hotel Plaza de Nueva York, enclave histórico del cuarteto. Ese fue el lugar fue donde los Beatles se hospedaron por primera vez en su primera gira norteamericana. El guitarrista fijó la fecha del 19 de diciembre, y ninguno, a excepción de Ringo que no se encontraba en el continente, puso pega alguna. Paul y Linda llevaron consigo un novedoso equipo de grabación de imágenes para inmortalizar aquel histórico día. Por su parte, George apareció rodeado de varios abogados y consejeros que le formulaban indicaciones sobre qué decir, qué callar y por dónde pisar. Ringo envió un pliego de disolución que contenía su firma legal y estuvo presente mediante una llamada telefónica que duró largos y costosos minutos. El salón se dividió con George, Paul y Linda a un lado, mientras que en la primera parte del recibidor aguardaban sedientos los abogados de todas las partes implicadas, incluida la de Apple Corps.
El nerviosismo comenzó a apoderarse de todos, especialmente de un incómodo George Harrison, deseoso de largarse cuanto antes de aquel espantoso lugar. «¿Y John? ¿Dónde diablos se encuentra?». Lennon se ausentó durante dos largas horas, y nadie, ni tan siquiera sus representantes legales, conocían su paradero. Harrison atravesó la sala y exigió un teléfono para llamar a Lennon a su apartamento de la Calle 52. Al cabo de varias llamadas frustradas, May Pang contestó y se disculpó por el plantón de su amante. Todos creyeron que Lennon estaría siendo víctima de otra de sus escandalosas resacas y, sin embargo, Pang objetó que el cantante descartó su presencia en el hotel debido a que «los números» no se lo aconsejaban. En realidad, fue Yoko quien hizo llegar a su todavía marido un mensaje en el que le advertía de los peligros de firmar los papeles. Aquello encolerizó a Harrison y le espetó a Pang que Lennon tenía quince minutos para aparecer por el Plaza. John Lennon jamás apareció, y la disolución legal de la banda quedó en el aire y al borde de la suspensión. Aquella gélida mañana neoyorkina del 19 de diciembre, cuando Lennon despertó, puede que el pánico invadiera su ofuscada mente ante la escena de establecer punto y final con sus hermanos, los Beatles. Sus más acérrimos confiesan que una vez superadas las crisis personales, especialmente con Paul y George, John fantaseó mínimamente con verse sobre las tablas con ellos, aunque sólo fuera por una última vez. La ansiedad con la que vivió las jornadas vertiginosas en California tuvo que ver con el auge de otros nuevos artistas que, poco a poco, empezaban a eclipsar el legado de los Beatles y a comerse el pastel cocinado en la década anterior; entonces, ¿por qué no asestar un golpe sobre la mesa y acabar con todos ellos de una vez por todas? ¿No son acaso los Beatles inmortales? Lennon, que sintió la pérdida de Yoko prácticamente como la del abandono de su madre, no quería desprenderse de la que siempre consideró como su verdadera familia, con la que lo había compartido absolutamente todo, porque, aunque May Pang viviese con él, su figura nunca arañó el pedestal en el que siempre habitó Yoko Ono. Ahora tenía que asistir al sacrificio, tanatorio y funeral de los Beatles, su mayor creación.
La depresión volvió a manifestarse por el ventanal del dormitorio principal del angosto apartamento ubicado en la neoyorkina Calle 52. Cualquier tímido movimiento podía concluir en un terremoto de emociones que acabaría definitivamente con la frágil vida del cantante. Comprendida la situación, May telefoneó a Paul para que apareciese por casa y pudiera consolar a su amigo. Nada más cruzar el recibidor, Lennon cerró bruscamente las puertas ante las narices de Paul. John se cerró en banda y no quería hablar con nadie. May decidió dejarlos solos y ambos mantuvieron comunicación a través de la puerta, hasta que John accedió y dejó entrar a McCartney en sus aposentos. Comenzaron con el debate de la disolución, una conversación que parecía haber intercambiado los avatares de ambos, sobre todo si se tienen en cuenta las conversaciones acontecidas entre 1969 y 1970, justo en los meses donde se finiquitó la actividad de los Beatles. Ahora era John quien quería preservar la sociedad, mientras que Paul, instalado de nuevo en el éxito con su nueva banda, los Wings, pretendía acabar con lo que un día empezó, ni más ni menos. Todo podía volver a suceder, pero no podía seguir esta peligrosa senda tan autodestructiva. A Lennon también le irritaba la actitud de la corte de abogados que, en su opinión, intentaban aprovecharse de los frutos que caían del árbol de Apple Corps. George se interesó por la reunión y telefoneó al apartamento, pidió disculpas por el tono empleado con May y por su actitud en la noche anterior e invitó a John y a Paul a unirse a la fiesta que organizaba en el club Hippotamus esa misma noche, la del 20 de diciembre de 1974, la última vez que coincidieron John, Paul y George. McCartney, en un último intento por hacer entrar en razón a su antiguo socio, persuadió a John para que firmase los documentos de la disolución del grupo, aunque este aplazó el hecho para los siguientes días.
El día en el que el invierno se hacía oficial en el país, John Lennon, acompañado por May y Julian, comenzó sus vacaciones navideñas en el Hotel Polynesian Village de Disneyland de Orlando, con el objetivo de dejar atrás tanta tensión y de evadirse de las malas vibraciones provocadas por tanto desorden en los últimos meses. Días más tarde recibió la pila de originales compuestos por doscientos dos folios en los que únicamente debía plasmar su firma al final de ellos. Sus abogados le sugirieron que todo figuraba en orden y que podía ahorrarse el suplicio de tener que leerlos de arriba abajo, una costosa labor con la que Lennon prefirió lidiar. John finalizó su lectura y avisó a May Pang: «coge tu cámara». La idea de inmortalizar el momento del fin legal de los Beatles salió de la cabeza de Linda McCartney unos cuantos días antes, pero ahora el protagonismo de estampar la rúbrica «John Lennon» sobre los papeles correspondía al artista. Sólo faltaba una, la suya, la primera, la última. «Yo los cree y yo los destuiré». Al final de los papeles existía un hueco entre los garabatos de Paul, George y Ringo. Lennon agarró el bolígrafo y pintarrajeó el hueco reservado para él. Según narra May Pang, mientras su amante comenzaba con el ritual de la firma, la mirada de John hablaba por sí sola: en el brillo de sus ojos podían verse reflejadas las penurias vividas durante las primeras aventuras en Hamburgo, los primitivos conciertos en The Cavern, las promociones por Norteamérica, las películas, la chicas persiguiéndolos por las calles de Londres en plena vorágine de la Beatlemanía, la muerte de Brian, el concierto en la azotea… Un sinfín de recuerdos que Lennon, al fin, logró sepultar en un voluminoso baúl gracias a su firma. «Ya está. El sueño se ha acabado definitivamente». En enero de 1975, los Beatles —como sociedad— dejaron de existir. El contrato con EMI expiró y la libertad artística y empresarial por fin se adueñaba de los Fab Four. La vida, en todos los sentidos, comenzó a abrirse camino.