#0. Ucronías y viajes en el tiempo

 

Hospital St. Luke-Roosevelt Center, Manhattan. 11 de diciembre de 1980, 16:45h.

El cadavérico y escuálido cuerpo de John Lennon había perdido mucha sangre. Demasiada, si de lo que se trataba era de salvarle la vida al paciente. En las horas posteriores a los disparos realizados por Mark David Chapman, el porcentaje favorable para su recuperación se redujo a un veinte por ciento. Quizás algo menos. Pocos organismos son capaces de soportar unos daños semejantes. El enjuto de John Lennon, con la vestidura empapada y teñida de rojo debido a la cantidad de fluidos que perdía, llegó envuelto entre abrigos de la Policía al ala de urgencias. Las heridas exhibían signos de un acelerado deterioro. Nadie hubiera apostado por salvar la vida del genial músico que justo había anunciado unas pocas semanas antes su vuelta tras varios años deambulando, prisionero de su propio tiempo, en busca de sí mismo. Aunque, a decir verdad, la mayoría desconocía la identidad del paciente al que trataban en aquel preciso instante. Unos creyeron que se trataba de un crimen más —en las últimas semanas, el índice de criminalidad había aumentado un once por ciento como cada año en vísperas de la Navidad— y no se inmutaron ante el escándalo generado. Alguien había dado el chivatazo por radio y los primeros periodistas fueron emergiendo de la nada a cuentagotas hasta casi colapsar el hall principal. Pero el Doctor Lynn, abrigado por el mejor equipo de urgencias, allí presente, tenía una peliaguda tarea que realizar y logró la proeza para rescatar y traer de nuevo a la vida al cantante. Fueron necesarias más de cinco horas de intensa y precisa cirugía a contrarreloj para socorrer el desperfecto interno de su maltrecho organismo, o lo que es lo mismo, para obrar el milagro. El corazón de Lennon se libró por poco, la carambola de una de las balas en su armazón decidió, a unos escasos milímetros de la aorta, atravesar su hombro para así salir disparada contra la piedra del recibidor del Dakota y, dicho esto, darle de paso una oportunidad a la vida del artista, quien durante los tiempos venideros siguió agradeciendo al cielo la inmensa suerte que le deparó el siempre impredecible destino. De haber salido herido del tiroteo con otro tipo de munición, a Lennon jamás le hubiera quedado ningún tipo de secuela en su andar, pero vistas las expectativas, fue lo mejor que le podía haber ocurrido.

A las tres semanas, víspera de Nochebuena, el equipo médico firmó el alta de Lennon entre el asombro y la perplejidad por la rapidez en la sucesión de los hechos y este regresó a casa para celebrar la Navidad junto a Yoko y Sean. Su recuperación fue inconcebible a la vez que inesperada. Hacia 1980 John Lennon medía 176 centímetros de altura y no llegaba a los 60 kg de peso. La figura cadavérica que había moldeado gracias a la bulimia y al estrés por su vuelta al trabajo no ayudó en primera instancia a ser positivos con su retorno. John despertó a las setenta y dos horas del día de autos, el de su fallido intento de asesinato. «Como Reagan», compararía con humor años después.

Al recobrar con calma la lucidez, sus primeras palabras fueron algo confusas: «dónde coño está la cafetera». El Doctor Lynn tuvo el honor de ser el testigo que recogió las primeras palabras de John Lennon tras su vuelta a la vida, una vez finalizada la fase crítica del postoperatorio.

—¿Cómo se encuentra, John? ¿Puede oírme? —le susurró el médico a un Lennon hundido entre las sábanas y rodeado por un matorral de cables que lo monitorizaban.

—No veo una mierda… Pero necesi…, quiero beb…, aaagua. —Con un hilo de voz y apenas audible, Lennon parecía abrir los ojos ante la inquieta mirada que le sostenía el doctor.

—Enseguida le traen algo para que hidrate la boca. Lleva tres días dormido, ¿sabe por qué está aquí? —le espetó Lynn poniéndole la mano en la mejilla para palpar de forma espontánea su temperatura corporal.

—¿Me han vuelto a dar otra paliza? —contestó Lennon con socarronería y entre la confusión del momento mientras pasaba revista a la habitación y recorría con sus ojos, de izquierda a derecha, el gotero al que estaba conectado, la ventana impregnada por la nieve y la televisión instalada sobre el mueble de caoba pequeñito que había hecho traer Yoko para sí misma la noche anterior.

—Un individuo descargó hace tres días sobre su espalda el cargador de un revólver calibre 38. Está de enhorabuena, ha vuelto a nacer —le informó Lynn, en el instante en el que una enfermera entraba por el recibidor de la habitación con una jarra de agua y varios vasitos de plástico apiñados en un montón.

—No rec…, recuerdo nnnad —Lennon apenas podía vomitar una palabra, pero prefirió beber lo que le daban en esos vasos, y aunque siempre había detestado que le dieran de comer con cubertería de usar y tirar, hizo una excepción por primera vez. No sería la última.

—Descanse, John. Ahora no necesita pensar en nada más. Si nota arcadas u otro tipo de síntomas como mareos o somnolencia, no se preocupe, es consecuencia de lo que le estamos metiendo en vena desde hace días —comentó el doctor.

—Sí —contestó Lennon y se echó a llorar.

—Ahora avisaremos a su esposa para que entre. Está usted en las mejores manos, señor Lennon. Limítese en hacer caso a Nancy —señaló a la enfermera— y saldrá como nuevo de aquí en unas pocas semanas.

—Dígale… —sollozaba Lennon—, dígale que no puedo recibir visitas aún, que estoy inconsciente o que sigo mal. No me apetece verla.

—En unas horas vuelvo para examinarle y hacerle más pruebas —contestó en tono apacible Lynn.

John Lennon volvió a dormirse. Nadie en las siguientes diez horas osó despertar a la fiera. Los placenteros sueños que solía tener gracias a la programación de sus fantasías habían evolucionado hacia pesadillas muy aterradoras que no tenían fin. La primera de ellas apenas la pudo recordar cuando amaneció de su letargo, pero sí que tuvo presente el encadenamiento de escenas que se sucedieron una tras otra en las siguientes horas dentro de su psique. Eran sketches, estampas mudas y congeladas en espacios abiertos e infinitos a los lados, sin color y sin sensación térmica. Se trataba de lo más parecido a la muerte que nunca antes había imaginado. Aquellas fueron protagonizadas por su madre Julia, por Sean, Keith Moon y Elvis. Lennon no entendía qué hacía sentado junto a todas estas personas en una mesa bajo el cobertizo de una granja en la que nunca antes había puesto un pie. Recordó que los presentes mantenían la mirada perdida con la cabeza inclinada hacia el rociado césped que humedecía y empapaba sus descalzos pies. De pronto, alzó la mirada y se fijó en una tarta ubicada en el mismo centro de aquel improvisado y desgastado tablón lleno de clavos que imitaba una mesa familiar. El pastel estaba compuesto por un simple bizcocho de chocolate y algo de nata montada que cubría la superficie. Sobre el dulce, una vela con un simple «9».

—9 de octubre… —farfulló Julia, que esta vez contaba con una apariencia casi adolescente, ataviada con un vestido sucio y deshilachado que apenas le cubría hasta las rodillas. Tenía el pelo liso y suelto, a diferencia de los rizos y la coleta que John recordaba de su niñez.

—¡9 de diciembre! —gritó Sean—. 9 de diciembre, ¡ya no existe el 9 de diciembre!

John rememoró que Sean, sin ser un chico precoz, ya había aprendido a hablar con cierto sentido hacia 1980 y que aunque contase con cinco años recién cumplidos, su verborrea y la ausencia de su timidez eran las señas de identidad de su segundo hijo. No obstante, la pronunciación, el acento y la dicción de esa frase hizo chirriar el oído del viejo John.

—¿Por qué dices eso, hijo? —preguntó incómodo Lennon a Sean.

Sean pidió a su padre que acercase la cabeza a la suya y le soltó lo siguiente:

—Ya no existe…, ya no existes. Ya no eres mi padre… Soy mayor que tú —chismorreó en su oreja el propio Sean.

Al apartarse de su hijo, John se dio cuenta que sus manos no mostraban el aspecto actual de un hombre de cuarenta años y que ya no tenía ni las venas marcadas ni vello en ellas. Sus uñas también estaban limpias e intactas y el color amarillo con el que la nicotina bañó sus dedos había desaparecido sin dejar huella. De pronto, Lennon vio su cuerpo treinta y cinco años atrás en el tiempo y comprendió que se había transformado en aquel niño que fue abandonado por sus padres cuando apenas tenía cinco años, acicalado con el uniforme colegial de la época: pantalón corto, americana y corbata de quita y pon.

—¿Dónde estoy? —vociferó John.

Elvis miró fijamente a Julia y nadie dijo nada durante unos minutos. O tal vez horas. Al rato, Keith Moon se saltó el protocolo, pringó dos de sus dedos en la nata de la tarta y se la llevó al pelo.

—Quiero tu tupé, Elvis, ¿cómo lo hacías, tío? ¿Cuál es tu rollo? —preguntó el difunto baterista de The Who, mientras se peinaba con un tenedor de madera.

—¿Dónde demonios estoy, mamá? ¿Por qué coño estás aquí? ¿Estoy muerto?

—No le hables así a tu madre, John. En esta casa hay unas reglas y si no quieres respetarlas… —Justo antes de acabar la frase, Elvis fue interrumpido por Sean.

—¡Lo estás! —repuso el pequeño Sean.

Después de escuchar aquello, a John lo recubrió una descarga eléctrica por dentro que lo obligó a doblegarse en el suelo. La sacudida emanaba desde su omoplato derecho y John quiso explorar la zona. Intentó llevarse la mano hacía el hombro, pero su pequeño brazo de niño de cinco años no consiguió llegar a tocarlo a través de la espalda. Volvió a intentarlo y rozó con sus dedos corazón e índice un orificio por el que brotaba sangre sin parar.

—Deja de hacer eso, John, te vas a poner perdido. ¡Y lávate las manos! —ordenó Julia a Lennon mientras este seguía hurgando.

El Lennon niño continuó con su cometido haciendo a la vez caso omiso a quien encarnaba la figura jerárquica familiar del padre, Elvis Presley, en una escena dantesca a más no poder.

—¿Por qué tengo esta bala metida aquí? —preguntó alarmado John hacia su madre, mientras esta comenzaba a partir la tarta con un disco de vinilo.

—¡No! ¡No lo hagas! ¡Ni se te ocurra! —chillaron todos.

En un abrir y cerrar de ojos, John Lennon se teletransportó a otro lugar y recobró su fachada adulta, aunque en esta ocasión no llevaba puestas las gafas y seguía estando descalzo sobre un asfalto granulado que formaba un enorme mosaico en el suelo. Lennon levantó la barbilla y vislumbró los tejados de Londres bajo una fina capa brumosa. Ese sitio le resultaba muy familiar; se trataba de la azotea de las oficinas de Apple en Savile Row, lugar donde los Beatles dieron su última actuación en vivo en el gélido enero de 1969. Lennon llevaba casi doce años sin poner los pies en el suelo de aquella última planta tan mítica y simbólica para la historia del Pop. El silencio seguía regando los oídos de John hasta que, de pronto, otro nuevo escalofrío azotó su nuca. Giró ciento ochenta grados sobre el mosaico y vio junto a la puerta metálica que da acceso al mirador a un anciano con esmoquin y zapatillas deportivas. Aquel último detalle fue sobremanera lo que más le llamó la atención e hizo que Lennon depositase su mirada fija en los pies del viejo. El resplandeciente color de aquel calzado futurista hipnotizó a John durante un buen lapso, al igual que el chaqué que llevaba puesto y que lucía los colores de la enseña británica. Hasta que el mutismo dio paso a una surrealista cortesía.

—Sir Jasper Lennon, supongo… —La voz que nació de las comisuras del anciano le resultaba tan conocida que, por un instante, John quedó aturdido y no entendió el significado de la frase de bienvenida que dio aquel que apareció de la nada. También el rostro arrugado del ser que parecía de goma intentaba sonarle. Lennon afiló la mirada y concentró sus ojos hacia ese semblante tan familiar que se encontraba a tan sólo cuatro metros… ¡Sí! Era Paul, ¿pero por qué parecía un abuelo de setenta años? ¿Por qué coño iba vestido tan hortera?

—¿Valiant Paul? —contestó sonriente John.

El hombre con el aspecto de un Paul McCartney sacado del año 2015 dio unos pasos hacia el lugar donde John se mantenía anclado y, poco antes de llegar al grueso borde del ruedo que decoraba el mosaico, se detuvo. El anciano, que presentaba un físico muy jovial pese a la edad que encarnaba, extrajo de un bolso, en lo que dura un parpadeo, un bajo Hofner idéntico al que Paul solía utilizar en su época como Beatle. Consiguió con esfuerzo cargárselo al cuello, pero esta vez lo hizo hacia el lado de los diestros y no al de los zurdos, como Paul era. John desconfió rápidamente de la identidad del viejo y vociferó algún que otro ininteligible gruñido. El anciano volvió a dirigirse a Lennon:

-Sir… Sir Valiant Paul. Creo que tú también lo hubieras conseguido, John, pero a mí nunca se me hubiera ocurrido devolver una medalla. Y menos envuelta en papel de cagar —soltó en forma de reprimenda el hombre con el bajo al pecho.

—¿Qué coño quieres de mí? No tengo dinero, así vuelve a tu lámpara, genio… —le reconvino Lennon.

—Regresa…, regresa al lugar a donde alguna vez perteneciste. Regresa[3]… —canturreó el setentón de la americana colorida.

—¿A dónde? ¿Que vuelva a dónde? —volvió a preguntar Lennon mientras desviaba su mirada hacia dos palomas que se apostaron sobre la antena del edificio contiguo. Conocía la melodía.

Lennon viró hacia la dirección en que se encontraba el estuche que contenía la guitarra, pero el hombrecillo ya no estaba, había desaparecido dejando un rastro resplandeciente que conducía hacia el pasadizo que conectaba la azotea con la planta inferior. Según avanzaba, John siguió escuchando los acordes de Get Back en su cabeza: «regresa, regresa al lugar a donde alguna vez perteneciste… Regresa». Tornó la puerta y observó que el sitio estaba demasiado oscuro. En lugar de las angostas escaleras ocres de antaño, lo que ahora unía los dos pisos era una barandilla muy parecida a la que usaban los bomberos, sólo que la de Savile Row se hallaba completamente oxidada y deteriorada. John prefería no tener que utilizarla, pero según iba arrimando sus zancadas a aquel agujero lóbrego, la melodía del tema de McCartney sonaba más y más fuerte: «Regresa, regresa al lugar a donde alguna vez perteneciste… Regresa». Al caminar otro paso, justo debajo del marco de la puerta, John tropezó con el bordillo del escalón y perdió torpemente el equilibrio. Cayó al vacío del agujero y no sintió el golpe del desplome hasta que despertó entre sudores fríos y un grito: «¡Regresa!».

Eran las dos de la madrugada del día siguiente y John Lennon comenzó a delirar sobre la cama del hospital. Sintió una punzada brutal dentro de su hombro derecho y lo primero que le vino a la cabeza fue la estampa brumosa de ese sueño en el que compartía dulces con su madre y Elvis Presley. Consiguió mover los dedos de la mano derecha, pero ni qué decir de intentar levantar el brazo, aquello era misión imposible. Los disparos de Chapman desencajaron su hombro y la munición de punta hueca habían despedazado su músculo supraespinoso y la bolsa subdeltoidea, dejando el húmero en manos del azar y de la gravedad.

Lennon, preso del dolor, se desmalló y no despertó hasta el amanecer.

A primera hora del día, John recibió las primeras visitas en planta. Yoko fue la primera de todas. El encuentro duró más bien poco, fue breve y menos pasional y cercano de lo que algunos de los presentes esperaban. Ono comprobó el aspecto de su marido y ordenó a las enfermeras que asearan su cuerpo. John se encontraba cada vez más inquieto ante el comportamiento de su mujer y ardía en deseos por conocer la verdadera historia del porqué de su estancia en el hospital St. Luke.

—¿Qué ha pasado, madre? ¿Cuándo nos volvemos a casa? —formuló impaciente el paciente, deseoso por largarse de aquellas cuatro paredes de color beige que lo tenían completamente atrapado en un bucle de dolor y pesadillas.

—Hay alguien que quiere verte. Han venido en cuanto se han enterado… —cambió elegantemente de tercio Yoko, justo en el momento en el que apartó la mirada de su esposo y decidió recoger las flores romanias secas que había sobre la mesilla para después entregárselas a una de las enfermeras que acudió para higienizar la habitación.

Yoko se esfumó de la estancia, como si con ella nada tuviera que ver, fantasmagóricamente. Tal vez lo hiciera para nunca más regresar.

Las dolencias del hombro remitieron. El efecto de los calmantes había dejado grogui a Lennon, si bien es cierto que durante toda su vida había abusado en cantidad de este tipo de medicamentos para lograr conciliar el sueño. Sin embargo, lo que ahora le escocía eran los veintidós puntos de sutura que tiraban de la piel de su torso. Cuando Lennon arribó a urgencias la noche del 8 de diciembre, el doctor Lynn tuvo que extraerle el corazón con sus propias manos para practicarle un masaje cardíaco. Al restaurar las constantes vitales y recuperar el pulso del cantante, hubo que coser el tórax de Lennon para evitar una mayor pérdida de sangre.

Mientras John recorría con la yema de sus dedos la cicatriz que seguía supurando por la costura, alguien llamó a la puerta con un escueto toc-toc y esta se abrió poco a poco, haciendo chirriar su encaje en el marco. Lennon no advirtió de qué se trataba, así que empezó a tener sudores fríos. Brevemente, dos sombras se colaron entre la penumbra de la habitación y se postraron frente a la cama. La puerta se cerró con un portazo seco. Ambas siluetas mantenían un idéntico aspecto, las dos con un atuendo solapado hasta la barbilla y cubiertos por un enorme capuchón que no dejaba espacio para averiguar la identidad de los misteriosos visitantes.

Lennon, sobrecogido, se imaginó por un instante a sí mismo saltando de la cama, calculando si le daría tiempo a alcanzar el habitáculo de los servicios si se daba prisa. Pero comprendió que, si apenas podía hablar y se encontraba sedado hasta las trancas, ¿cómo iba a poder llegar al baño para refugiarse? Decidió entregar su suerte a Dios y mantuvo la mirada clavada en la silueta de sus huéspedes. Hasta que uno de ellos dio un paso al frente…

—Sir Jasper Lennon, supongo… —verbalizó el hombre de la derecha.

—¿Vali…, Valiant Paul? —contestó ipso facto John, que rápidamente asoció el saludo a lo recientemente soñado.

—Un barreño, un orinal y un pañal con aroma a aloe vera. No puedes quejarte, Johnny, hay quien pagaría por estar en tu sitio en estos momentos —apostilló el otro acompañante.

—Hacía mucho que nadie me llamaba Johnny, maldito embustero… —espetó John, débil, aunque más tranquilo y con mayor luminosidad dentro de su mente. Su pulso acelerado había avivado sus sentidos hasta el punto de no sentir el efecto de los medicamentos.

Aquellos monjes ensotanados eran Paul y George. Acudieron al hospital disfrazados para evitar a la prensa congregada a las puertas del edificio. Habían volado la noche anterior desde Heathrow y, sin apenas descansar, se colaron en la cuarta planta del St. Luke para estar junto a John.

—Casi le ponen tu nombre al aeropuerto de Liverpool, amigo. Has estado a punto de conseguirlo —bromeó con hilaridad George en el mismo instante en el que agarraba la huesuda mano de Lennon, que seguía enlazada al cuentagotas.

—¿Tan jodido estoy como para que nos juntemos los tres sin Ringo? ¿No os da vergüenza no avisarlo? —apuntó John, mientras se recostaba para buscar mayor comodidad.

—Oímos que casi te mata un loco a tiros y pensamos que había sido Ringo, por eso no lo llamamos —volvió a bromear esta vez McCartney antes de abrazar a John.

Lennon comenzó a sollozar, agarró el brazo de Paul y no lo soltó en un buen rato. Su gabardina quedó completamente empapada. Ahora era consciente de que nunca antes había estado tan cerca de la muerte, incluso mucho más que las veces en las que, años atrás, planeó el suicidio para dar carpetazo con todo.

—Vengo de almorzar con la muerte. Me ha estado esperando durante un buen rato. Estaba sentada con Elvis y mamá en una mesa en el bosque y he tenido que largarme. Luego, me has salvado tú —confesó John ante la incrédula mirada de sus excompañeros.

Paul y George intercambiaron una incrédula y profunda mirada.

—¿Salvarte yo? Yo sólo compongo canciones ñoñas de amor, ya sabes —vaciló por un momento Paul.

—Espera…, ha sido tu canción… Tu canción me ha salvado, no tú, maldito arrogante. Me ha dicho: «regresa». Amigo, Get Back no era tan mala como pensábamos… ¡Ah! No vuelvas a ponerte la bandera del Reino Unido cosida a una americana de terciopelo, jodido hortera… —apeló Lennon con un fino hilo de voz.

—Tío, quiero lo mismo que hay en ese gotero. ¿Una americana del Reino Unido? ¡Venga ya! —Paul echó a reír.

—Tenemos que volver, tíos. Hay que regresar a lo más alto, a la cima. Pateemos el culo a todos los niñatos que están reventando las listas. ¿Qué coño se creen? Es hora ya de volver a casa y ordenar la habitación, recoger nuestros bártulos… —chilló Lennon, cada vez más jadeante y con el pulso a mil.

—En serio, yo también quiero otra ración por vena —sugirió Harrison— ¿John Lennon quiere juntar a los jodidos Beatles de nuevo? ¡Estás de coña!

—¿Y Yoko? —preguntó McCartney mientras se desabrochaba los botones de aquel aparatoso abrigo semimilitar.

—Quiero hacerlo antes de estirar la pata, no puedo perdérmelo. Ya hemos perdido mucho tiempo. Demasiado. Ni por todas las mujeres con piernas bien torneadas del mundo —apuntilló cada vez más excitado Lennon. —No podría perdonármelo. Los Beatles podrán vivir contigo, pero no existirán sin mí en La Tierra.

—Pero, ¡cómo vas a morir! ¿Qué es lo que ocurre contigo, amigo? ¿Quién se puede imaginar un mundo sin John Lennon? Es de locos.

—Será como volver a empezar de nuevo, ya sabes. Dicen que la vida comienza a los 40.

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