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La banda inferior de la agrietada capa de altocúmulos teñía de color naranja oscuro aquella noche de principios de verano. Una infinita cantidad de diminutos copos algodonosos, apenas separados unos de otros, bañaba la bahía de Lilla Värtan y la isla de Lidingö de un extraño y resquebrajado resplandor crepuscular con tintes mágicos. Era como si el cielo presionara hacia abajo con una fuerza colosal.

Gunnar Nyberg se encontraba en su coche oficial sobre el puente de Lidingö y le pareció que nunca en su vida había visto semejante luz. Había una música funesta en ella.

Quizá es hora de morir, pensó, para acto seguido apartar esa idea de su mente.

Iba camino del chalet del director de la junta directiva de Lovisedal, Jacob Lidner, en Mölna, el extremo más meridional de Lidingö, donde Arto Söderstedt estaba de guardia esa noche contemplando el agua por los enormes ventanales del salón de un chalet que despedía aversión a la presencia policial. Nyberg no pudo más que simpatizar con el sentir de la casa.

No tenía nada que hacer y había pensado, por iniciativa propia, pasar la noche con Söderstedt. Había compañías mucho peores. Sentía una urgente necesidad de contacto humano. La soledad le había asaltado de repente y con una fuerza casi física le había sacado el aliento de la garganta, obligándole a salir a esa noche tan embriagadora de principios de verano. La belleza que observó en el puente de Lidingö le volvió a cortar el aliento.

Gunnar Nyberg giró a la derecha después del puente y siguió por Södra Kungsvägen hasta Mölna. Al advertir los contornos de la villa palaciega de Lidner, paró el coche y aparcó a una prudente distancia en el pequeño camino de acceso. La noche había caído. La curiosa formación de nubes ya sólo ardía muy débilmente y, en el escaso minuto que tardó en llegar al chalet, se difuminó del todo.

Llegó al seto que rodeaba el jardín. En medio de los arbustos apareció la verja. Estaba entreabierta. La abrió del todo y entró.

Con el rabillo del ojo izquierdo atisbo un indefinido movimiento y, mucho antes de que le asaltara el dolor, oyó un estallido sordo que enseguida asoció al sonido de una pistola con silenciador.

Se tiró de cabeza cuán largo era sobre el sendero de grava del jardín y sacó el arma reglamentaria. Oyó otro disparo, que le pasó justo por encima de la cabeza.

Entonces algo se encendió en los ojos de Gunnar Nyberg.

Se levantó dando salvajes aullidos y echó a correr como un búfalo enfurecido disparando a diestro y siniestro hacia el lugar donde había notado movimiento un par de segundos antes.

Un coche arrancó un poco más abajo. Oyó cómo se acercaba. Tiró la pistola ya sin balas y, sin dejar de bramar, se lanzó como una apisonadora a través del seto y salió a la calzada justo cuando el coche se aproximaba.

Gunnar Nyberg se abalanzó sobre el coche como un jugador profesional de hockey sobre hielo que carga contra otro para detener un ataque.

Embistió con su furioso y gigantesco cuerpo el lado izquierdo del coche en movimiento, que lo levantó en el aire y lo lanzó de cabeza sobre el asfalto.

El dolor le llegó justo cuando vio al coche empotrarse contra una farola a unos diez metros más adelante. Su campo de visión empezó a reducirse drásticamente.

Vio a Arto Söderstedt acercarse corriendo al vehículo con el arma en ristre, arrancar al conductor de su asiento y llevarlo a rastras al otro lado del camino. Lo último que distinguió, antes de que todo se convirtiera en un mar de fuego, fue cómo la sangrienta cara de Alexander Brjusov era arrastrada por el suelo.

Quizá es hora de morir, pensó Gunnar Nyberg justo antes de perder la consciencia.