9

Jan-Olov Hultin volvió a hacer su entrada desde la misteriosa puerta al fondo de esa sala que Jorge Chávez, no sin cierta ironía, llamaba «cuartel general del alto mando». El ancho caballete de su nariz sostenía unas gafas de media luna. Se volvió hacia los ya reunidos miembros del Grupo A. Todos hojeaban sus papeles y cuadernos.

—Esta mañana ha salido publicado —dijo Hultin áspero—. En todos los periódicos, además. O existe algún tipo de colaboración espontánea entre todas las piezas del aparato de los medios de comunicación o alguien les ha estado llamando. Aún no hemos localizado la fuente de la filtración. Quizá es imposible mantener algo tan grande en secreto. Al menos nos han dado un par de días de ventaja.

Se acercó a la pizarra, quitó la tapa al rotulador y se preparó para disparar. El rotulador era ya su única arma reglamentaria.

—En cualquier caso, parece que hoy se ha producido una actividad bastante febril en vuestros cerebros A. Vamos a ver si ha dado resultado. ¿Norlander?

Viggo Norlander se inclinó sobre su cuaderno azul oscuro y habló:

Modus operandi. He contactado con todos, desde el FBI hasta el servicio de seguridad de Liechtenstein; o sea, llevo todo el día de un lado para otro por la red telefónica mundial. Hay tres grupos en activo que por principios recurren al tiro en la cabeza cuando se trata de verdaderas ejecuciones: una rama de la mafia estadounidense, bajo el mando del capo Carponi en Chicago, ciudad de la mafia por excelencia; un grupo rebelde de la Facción del Ejército Rojo casi extinguida, el comando Hans Kopff; y un pequeño clan criminal ruso-estonio al mando de un tal señor Viktor X, al que podríamos considerar como un segmento de la mafia rusa, sirva para lo que sirva esta denominación. En los tres grupos se trata, en primer lugar, de ejecuciones de traidores o chivatos, pero en ningún caso se hacen dos y sólo dos disparos. Este detalle, que sean exactamente dos disparos en la cabeza, es algo que no he podido localizar en ningún sitio. Sigo buscando.

—Gracias, Viggo —dijo Hultin, que ya había llenado una esquina de la pizarra—. Nyberg, ¿y los enemigos comunes?

El imponente Gunnar Nyberg no parecía estar muy cómodo con el bolígrafo, enterrado en su enorme mano derecha.

—Esto parece ser una pista falsa —dijo escéptico—. No he encontrado a nadie que pudiera considerarse un verdadero enemigo común. Bien es cierto que los dos han pasado por la Escuela de Economía de Estocolmo, pero Strand-Julén tiene siete años más, así que no hay ninguna época universitaria común en la que centrarse; lo que es una lástima, pues creo que es en esa época cuando se ganan amigos y enemigos para toda la vida. Hace unos veinte años, Daggfeldt echó a patadas a un socio de ContoLine, la empresa que habían fundado juntos. El individuo en cuestión se llama Unkas Storm y di con él en una pequeña chatarrería en Bandhagen, gravemente alcoholizado. Seguía odiando a Daggfeldt con toda su alma y me dijo que cuando se enteró de su asesinato «había bailado encima de su tumba». Sin embargo, no conocía a Strand-Julén. Éste tiene una exesposa, Johanna, a la que dejó sin un duro tras su divorcio en el setenta y dos. No se puede estar más consumida de odio que esa mujer; no obstante, se trata de un odio estrictamente personal. Ella deseaba con ansia, cito: «poder comerme su hígado antes de que quemen a ese hijo de puta; algo que, por cierto, deberían haber hecho mientras él todavía podía sentir las llamas asándole». He hablado con las familias, que lamentan en mayor o menor medida la pérdida, y he llegado a la conclusión de que Daggfeldt, pese a todo, es el más llorado de los dos. Tanto el hijo, Marcus, de diecisiete, como la hija, Maxi…

—¿Maxi? —interrumpió Hjelm.

—Por lo visto ése es su nombre —dijo Nyberg haciendo un gesto de no saber por qué con las manos.

—Perdón. Es que el velero de Daggfeldt es modelo Maxi, por eso… Sigue.

—… Maxi, de diecinueve años, parecen echar de menos a su padre a pesar de que rara vez se le veía por casa. Su mujer, Ninni, encajó la pérdida con lo que podríamos llamar ecuanimidad. A propósito del velero, ella me preguntó si era posible venderlo ya. Le he dicho que sí. La misma palabra describe bien a la viuda de Strand-Julén, Lilian, o sea, ecuanimidad. Al parecer ya casi se había mudado del piso de Strandvägen, aunque el divorcio resultaba, según sus propias palabras, «out of the question»[14]. Había visto lo que pasó con su primera mujer, la ya mencionada Johanna. Hizo ciertas insinuaciones sobre las inclinaciones sexuales de Strand-Julén. Dijo: «En comparación con San Bernhard, los pedófilos que van a Tailandia son ángeles de Dios». Esta quizá sea una pista que merezca la pena seguir.

—Yo ya he empezado a tirar de ese hilo —intervino Hjelm—. Capítulo actividades de ocio, si es que has terminado.

—Sólo quería añadir que no he podido dar con los hijos de Strand-Julén: Sylvia, de treinta años, del primer matrimonio; y Bob, de veinte, del segundo. Por lo visto los dos están trabajando en el extranjero.

Hjelm tomó el relevo.

—Al parecer, el barco Swan de Strand-Julén era un yate de placer de lo más placentero. He hablado con uno de los miembros de su tripulación, que siempre estaba compuesta por chicos jóvenes y rubios, y se renovaba constantemente. No sé hasta qué punto queréis asquearos, pero tengo una descripción muy detallada de lo que pasaba en el barco.

Grosso modo —dijo Hultin lacónico.

—Y «grosso» sí que es el modo. Él miraba y daba órdenes, creando pequeños tableaux vivants en los que los tripulantes debían permanecer inmóviles en pleno acto para que él pudiera dar vueltas contemplando la congelada escena; es decir, un chaval podía, por ejemplo, tener en el ano el pene de otro o algún objeto durante un cuarto de hora sin poder moverse hasta que Strand-Julén volvía a permitir la reanudación del acto sexual. Él nunca participó de forma activa, sólo hacía de domador; sin embargo, no parece haber ningún vínculo con Daggfeldt. Sigo buscando. Tengo algunas pistas para dar con el chulo.

—Holm y las amistades —siguió Hultin, cuyos apuntes ya cubrían una parte considerable de la pizarra. Iba reduciendo poco a poco el tamaño de la letra.

El sonoro gotemburgués de Kerstin Holm brotó y llenó la sala.

—Nyberg y yo nos hemos estado pisando el terreno todo el tiempo; en ciertos ámbitos, los amigos y los enemigos son difíciles de separar. Aun a riesgo de caer en un tópico, creo que puede afirmarse que la gente de este nivel social raramente hace amigos porque se caigan bien. Si es así mejor, claro, pero es más que nada un subproducto, una bonificación añadida. En resumen, uno hace amigos porque pueden serle útiles, por el tema del prestigio: para poder mostrar un amplio e impresionante círculo de amigos; por negocios: para extender su red de contactos (algo fundamental); así como por interés sexual: para poder contactar con las esposas, supuestamente insatisfechas, de otros. Mi impresión se parece mucho a la que ya tenía de la parte delantera de Suecia, o sea, de Gotemburgo: que los cambios de pareja, más o menos consentidos, son tan frecuentes que se puede hablar de una consanguinidad y bastardización considerablemente extendida. ¿Os parece que estoy exagerando?

—Sigue —dijo Hultin con un insondable laconismo.

—Ninni Daggfeldt ha insinuado algunas extrañas pero heterosexuales aventuras durante los viajes de su marido por todo el país y, sobre todo, por el extranjero: Alemania, Austria, Suiza. En casa, sin embargo, parece haber sido bastante monógamo. Y las vacaciones las pasaban en familia, sólo la familia, siempre en el famoso barco de vela. Como ya se ha comentado, la hija ha sido bautizada por el tipo de barco que ha estado en su posesión desde principios de los años setenta. El barco era sustituido por un modelo más grande cada tres años más o menos. Ninni odiaba, cito: «el repugnante cacharro», pero ponía al mal tiempo buena cara, y Daggfeldt le hacía siempre la misma broma en el barco.

Kerstin Holm hojeó el cuaderno.

—«Mucha ilusión pero mucho mareo, como todas…» —dijo Hjelm.

Ella lo examinó un instante con la mirada y prosiguió:

—Eso es. Así que Ninni ponía buena cara pero le asqueaba, y vuelvo a citar: «esa pringosa intimidad familiar que debía aparecer de repente como una carta en el buzón dos semanas al año, pero en ningún otro momento». Lilian Strand-Julén resulta aún más explícita. Gunnar ya ha contado lo de San Bernhard, y… ¿Paul, verdad?, ha rendido cuentas de las aventuras del barco Swan con todo lujo de detalles. Naturalmente, podríamos plantearnos la idea de que las dos viudas, ahora libres y económicamente independientes para el resto de sus vidas, hagan lo que hagan, podrían haber contratado a un sicario, en cuyo caso toda la teoría del asesino en serie no se sostendría. El problema es que no se conocen. Tienen un montón de amigos y conocidos comunes (después de todo se mueven en los mismos círculos sociales) pero ellas no guardan ningún recuerdo la una de la otra. Según dicen. Seguiremos comprobándolo, por supuesto. Hay una tal Anna-Clara Hummelstrand, esposa de George Hummelstrand, director ejecutivo de Nimco Finans, que al parecer es íntima amiga de las dos. Ella se fue a Niza esta mañana, detalle de cierto interés quizá. Es posible que la señora Hummelstrand haya desempeñado el papel de una especie de intermediaria entre Ninni y Lilian. En resumen y para terminar, no les faltan motivos a ninguna de las dos, pero no existe una verdadera conexión entre ellas.

—Gracias —dijo Hultin, y terminó de escribir una retahíla de palabras en la pizarra—. Hjelm.

—Si no te importa, me gustaría hacer mi presentación al final, pues tenemos que hablar sobre el turno de esta noche.

—¿Eso quiere decir que tienes un candidato tan sólido como para ponerlo bajo vigilancia ya esta noche?

—Eso es lo que habrá que decidir. Creo que sería mejor si escucháramos antes las demás presentaciones. Si Söderstedt y Chávez no tienen también un candidato, claro está…

Los dos policías mencionados negaron con la cabeza. Hultin hizo un sutil gesto con la cabeza.

—De acuerdo —dijo—. ¿Söderstedt?

—He estado reflexionando sobre la idea del asesino en serie —resonó la voz finlandesa suecoparlante—. Desde un punto de vista internacional todavía es muy pronto, pues en realidad dos asesinatos idénticos no significan otra cosa que dos asesinatos idénticos.

—Cierto —interrumpió Hultin—, pero en las líneas directrices que han trazado Mörner, el jefe de la policía criminal nacional, y el círculo interior de la DGP se insiste, sobre todo, en el aspecto de la protección. Ésa es la razón por la que tratamos esto como asesinatos en serie antes de que lo sean formalmente. Además, yo mismo estoy bastante convencido de que es así. Y, al fin y al cabo, es mi juicio lo que, en última instancia, decide la dirección de la investigación.

Vaya, pensó Hjelm. La primera demostración de poder del comisario Jan-Olov Hultin. Pero Söderstedt no se rindió.

—Yo sólo estaba pensando en que últimamente los asesinos en serie están de moda. Resulta fácil dejarse impresionar por las atrocidades norteamericanas. Hace poco, un loco de nombre Jeffrey L. Dahmer fue condenado a cadena perpetua por asesinar, descuartizar y comerse a diecisiete jóvenes negros. Su padre acaba de escribir un bestseller sobre cómo es ser padre de un monstruo. Tanto el padre como el propio Dahmer se han hecho ricos; numerosos simpatizantes, de Sudáfrica, por ejemplo, entre otros lugares, le envían dinero a la cárcel, y existen varias revistas en Estados Unidos que glorifican los asesinatos en serie y en masa. Naturalmente, se trata de sociedades en plena decadencia en las que un sentimiento de frustración generalizado hace posible que un pueblo entero se identifique con la marginación más extrema y enfermiza. La absoluta ruptura con todas las reglas sociales ejerce una enorme fascinación, tanto que incluso, como acabo de decir, se llega a mandar dinero a asesinos. Un poco de sueldo retroactivo. Pero allí se trata siempre de víctimas insignificantes y débiles, cuyas únicas características mediáticas son precisamente las de ser víctimas. Uno se pregunta sobre los posibles efectos que esta historia podría ejercer en el espíritu del pueblo sueco. No existen acciones aisladas.

Hjelm se sobresaltó.

—Söderstedt, me dijeron en Västerås que tienes tendencia a perderte en digresiones —comentó Hultin de modo neutro—. Al grano en lo que se refiere a las finanzas.

—No hay que perder la perspectiva, eso es todo —murmuró Söderstedt mientras hojeaba un taco de folios impresos—. Como has dicho, Hultin, es una auténtica maraña. Yo sólo he empezado a rascar en la superficie. Daggfeldt tenía dos empresas bastante grandes de su propiedad y de nadie más: la sociedad financiera DandFinans S. A., con cuatro filiales, y la empresa de importación Malackalmport S. A. También era copropietario de otras ocho empresas más pequeñas, de las cuales tres son holdings; y tenía una cartera de acciones a rebosar, principalmente compuesta por valores de cinco de las mayores empresas de exportación del país. La empresa cabecera de Strand-Julén se llama Strand-Julén Finans S. A., a la cual van adheridos toda una serie de holdings con tenencias accionarias cruzadas. Es aún más difícil, si cabe, hacerse una idea de este grupo de empresas que del grupo de Daggfeldt.

—Sólo una pregunta —dijo Hjelm—. ¿Qué es un holding?

El Grupo A pareció observarle como con un solo ojo.

All musties and no brain[15] —añadió para disculparse.

—Un holding es una compañía que posee y administra acciones en otras empresas —contestó Söderstedt.

—¿Eso es todo lo que hacen?

—Sí. La única empresa que he encontrado que tiene algún tipo de relación con lo que solemos entender como vida industrial —o sea, productiva— es la empresa de importación de Daggfeldt, que importa latas de conserva del Lejano Oriente; están en todos los supermercados. Y aun así, sólo es productiva de forma indirecta. Seguimos empleando criterios de la época industrial al considerar el mundo postindustrial. Strand-Julén, por lo tanto, poseía acciones en masse según ese modelo, pero también tenía una cartera personal al estilo de Daggfeldt. No he encontrado ninguna relación directa entre los negocios de los dos caballeros. En cambio, ambos tienen acciones en Electrolux, Volvo y ABB. Algo que no les diferencia especialmente del resto de los suecos. Tal vez el vínculo más claro hasta el momento son unas pocas acciones en la pequeña fábrica de cristal de Hyltefors, en la provincia de Småland. Es posible que allí haya algo.

—¿Has hablado con la policía financiera? —preguntó Hultin.

—Fue lo primero que hice. Resulta que los dos están implicados en juicios fiscales de esos que se prolongan durante años y luego todo se esfuma como si nada, pues las leyes fiscales se van suavizando más y más. Daggfeldt fue llevado a juicio por fraude cuando arruinó a su primer socio, Unkas Storm, del que ya ha hablado Nyberg. Fue absuelto. Aparte de eso, nada.

—Chávez —indicó Hultin—. Los consejos de administración.

—También una maraña —dijo Chávez sumergiéndose en una larguísima lista impresa del ordenador—. Aunque tal vez algo menor. Incluidos los consejos en los que no han coincidido, el número es de diecisiete. Si sólo contamos los consejos en los que han coincidido, son ocho: Sandvik, 1978-1983; Ericsson, 1984-1987; SellFinans, 1985; Skanska, 1986-1988; Bosveden, 1986-1989; Sydbanken, 1987-1991; MEMAB, 1990. Al fallecer estaban en un solo consejo común, uno que no deja de tener un punto irónico: el de la funeraria Fonus, al que pertenecieron a partir de 1990.

—Bueno, así por lo menos las familias sabrán a qué funeraria contratar —comentó Söderstedt.

—¿Eso significa, por lo tanto, que realmente se conocían? —preguntó Viggo Norlander.

—Sí que se conocían —intervino Hjelm.

—Por otra parte —siguió Chávez—, hay bastantes personas en un consejo de administración, y sólo se reúnen un par de veces al año. Se puede estar en un consejo junto con otras personas y no intercambiar nunca una sola palabra, tal vez ni siquiera saber que el otro existe.

—¿No se trata de períodos muy breves? —preguntó Kerstin Holm—. ¿Sólo un año o dos en cada consejo?

—Me refiero a los años en los que coincidían —dijo Chávez—. Luego, por separado, han estado considerablemente más tiempo. Daggfeldt, por ejemplo, permaneció en el consejo de Skanska hasta su muerte, mientras que Strand-Julén lo dejó en 1988; en cambio, éste llevaba allí desde 1979. En los demás casos, se repite más o menos la misma historia.

—¿De modo que la pista de la funeraria Fonus no nos lleva a ninguna parte? —preguntó Norlander.

—A la tumba, posiblemente… Pero está claro que tiene cierto interés que los dos participaran en el mismo consejo en el momento de su fallecimiento. Aunque Daggfeldt llevara ocho años y Strand-Julén catorce.

—De acuerdo —dijo Hultin sin parar de escribir y de trazar flechas en la pizarra—. Turno de Hjelm.

—En el club náutico no encontré ninguna relación; sin embargo, di con un individuo de nombre Arthur Lindviken que en su caja fuerte guardaba un archivo entero con el objetivo de chantajear a la gente. Al parecer, Lindviken ha visto de todo en ese puerto deportivo de Viggbyholm. En el compartimento de la letra S había una postal de lo más excitante —mostró la tarjeta de Dionisos— en la que un chico de nombre Jörgen Lindén había apuntado su número de teléfono al lado de un saludo muy simpático. Fue él quien me contó las aventuras que organizaba Strand-Julén en su barco Swan. En la letra D de Daggfeldt no había nada.

—¿Has detenido a Lindviken y a Lindén? —preguntó Hultin tranquilamente—. Los dos parecen unos delincuentes.

—No —dijo Hjelm.

—Bien —sentenció Hultin.

—En el club de golf tampoco puedo decir que haya encontrado lo que se dice una conexión directa, sólo que los dos eran jugadores asiduos. Sin embargo, he confiscado los libros de visita del club, donde los jugadores apuntan sus nombres antes de salir a jugar. Me queda repasarlos. La tercera actividad común en el tiempo libre de estos señores era la filiación a una pequeña orden de nombre Mimer, que aparentemente se dedica a una especie de rituales relacionados con la mitología nórdica, pero como todo el mundo sabe, ese tipo de ritos son top secret.

Hultin frunció el ceño.

—Hice una visita a sus cuevas en el casco viejo, por supuesto sin que me dejaran entrar en lo más sagrado. El guardián de la orden, un tal David Clöfwenhielm, respetando un lema habitual en la mayoría de las órdenes, el de «obediencia a la autoridad superior», me informó muy amablemente de que había surgido una pequeña facción rebelde dentro de la Orden de Mimer. Se trata de la Orden de Skidbladner, cuyo nombre se debe al barco de Frey, suficientemente grande como para llevar a bordo a todos los dioses, pero aun así tan pequeño que podía doblarse y guardarse en el bolsillo.

—¿Y quién diablos es Mimer? —preguntó Chávez.

—¿No controlas la mitología nórdica? —dijo Hjelm.

—Como comprenderás, controlo mejor la vieja mitología inca.

—Mimer era el guardián de la fuente de la sabiduría, situada en las raíces de Yggdrasil, el árbol del universo. De esa fuente bebió Odín para convertirse en el más sabio de los dioses.

—¡Abrevia! —interrumpió Hultin.

—Doce hermanos de la Orden de Mimer, de un total de unos sesenta, pasaron a formar parte de la aún no consolidada Orden de Skidbladner. Tengo entendido que no todos los miembros de la Orden de Mimer vieron con buenos ojos la iniciativa de crear un nuevo grupo; lo entendieron como una traición a las promesas vitalicias hechas a la orden. El grupo líder, en el momento de la rebelión, lo formaban cuatro personas, una arriba del todo, por decirlo de alguna manera, y tres por debajo; estos tres miembros eran Johannes Norrvik, Kuno Daggfeldt y Bernhard Strand-Julén.

Paul hizo una pequeña pausa intencionada para estudiar la reacción que habían provocado sus palabras. No hubo tal. Continuó:

—El catedrático de Derecho comercial Johannes Norrvik se encuentra estos días de gira académica por Japón, pero el que lideró la rebelión de la Orden de Mimer está ahora mismo en el despacho 304 olisqueando receloso los granos del café colombiano de Jorge. Creo que lo conoces, Hultin. El juez jubilado del Tribunal de Apelaciones, Rickard Franzén.

—Ajá —dijo Hultin enérgico, aunque sin inmutarse.

—¿Qué me dices? ¿Debemos considerar que esta conexión tiene la suficiente solidez como para pasar la noche en el chalet de la familia Franzén en Nockeby? Por lo demás, también hay otro detalle que encaja: Franzén pensaba salir esta noche y volver tarde. Solo.

Hultin permaneció un rato pensativo pasándose el dedo índice por el dorso de la nariz.

—¿Qué os parece? —Hultin lanzó la pregunta al aire.

Un ataque democrático, pensó Hjelm, y dijo:

—No creo que haya ninguna otra pista igual de importante.

—Yo tampoco —reconoció Viggo Norlander.

—En última instancia, supongo que la cuestión es si una pequeña disputa dentro de una de esas órdenes constituye motivo suficiente para un asesinato —comentó Kerstin Holm—. Me parece un poco vago.

—En una situación normal no habría sido suficiente, claro —dijo Hultin—. Pero ahora se trata de tomar medidas esta misma noche.

—¿Söderstedt?

—Una pequeña controversia en el seno de una orden no es tan insignificante como pueda parecer desde fuera. Hay mucho prestigio masculino en juego. En Finlandia hay varios ejemplos de órdenes que se han descontrolado. Yo votaría a favor de una visita a Nockeby.

Chávez dijo que sí con la cabeza. Gunnar Nyberg permaneció callado con la mirada fija en la mesa.

—¿Gunnar? —dijo Hultin.

—Sí, claro —respondió Nyberg—. Lo que pasa es que tenía otros planes para esta noche.

—A ver si te podemos dar la noche libre; ya me lo pensaré. En cualquier caso, los demás nos vamos para allá. Solos y de incógnito. Ni una palabra a nadie. No queremos a la prensa escondida entre los frambuesos de Franzén. Entonces, ¿hacemos pasar al honorable señor juez?

—Usa el interfono —sugirió Hjelm.

Hultin pulsó el 304 y dijo:

—Pase, señor Franzén. Sala 300.

Luego se acercó a la pizarra, repleta de garabatos, y corrió la cortina.

—Lo último que pierden los viejos justicieros es la vista —explicó.

La puerta se abrió y el retirado y algo obeso juez del Tribunal de Apelaciones entró majestuoso. Se acercó a Hultin y le tendió la mano.

—Comisario Hultin —dijo Rickard Franzén enérgica y jovialmente—. Espero que los años hayan curado nuestras comunes heridas.

—Necesito un plano de la casa y de las inmediaciones —se limitó a decir Hultin—. Y una descripción de cómo había pensado pasar la noche. No cambie los planes. Nuestro hombre, sin duda, estará al tanto de ellos. ¿Se puede entrar en la casa por la parte de atrás?

Franzén se le quedó mirando un rato. Luego sacó un bolígrafo del bolsillo, se inclinó hacia delante y se puso a dibujar en una hoja en blanco que había encima de la mesa.

—La casa —señaló con el dedo—. El camino de entrada, la calle, las dos casas vecinas. Los árboles, los arbustos, la verja, la puerta del jardín. Dentro, la escalera, el recibidor, el pasillo y el salón. Mi esposa duerme dos plantas más arriba. Hay una puerta que da a la terraza de la parte trasera. Aquí. Nunca hay coches aparcados en la calle, así que es mejor que eviten aparcar. Voy a estar en casa de mi viejo compañero Eric Blomgren, en Djursholm, a las 1 horas. A él también le conoce, Hultin. Siempre cojo un taxi para ir y volver. Jugamos al ajedrez hasta medianoche más o menos, acabamos con media botella de Remy Martin y hablamos de los viejos tiempos. Me da la sensación de que el tema de esta noche va a ser usted, señor comisario. ¿Eso es todo?

—De momento. Ahora debo pedirle que regrese al despacho donde ha estado hace un rato. Hjelm estará con usted enseguida para tomarle más declaraciones. Gracias por su colaboración.

Rickard Franzén se rió ruidosamente cuando abandonó el cuartel general del alto mando. Todos menos Hultin le siguieron asombrados con la mirada.

—Vale —prosiguió Hultin de modo inexpresivo—. Entraremos por la puerta de atrás, por si acaso el asesino ya estuviera esperando por allí en algún sitio. Supongo que se puede llegar desde una cierta distancia atravesando los jardines de las casas vecinas. Y hay que poner a dos hombres para vigilar a Franzén, en el taxi y en Djursholm, por si se rompiera la simetría del modus operandi. Chávez y Norlander en coche. Esperadle en la carretera de Drottningholm.

Parecían decepcionados. Hultin continuaba dando instrucciones mientras señalaba con el dedo el dibujo de Franzén:

—Dos hombres vigilarán la parte delantera desde fuera, uno desde cada lado de esta calle, ¿cómo se llama?

—Grönviksvägen —dijo Hjelm.

—Grönviksvägen —repitió Hultin—. Söderstedt y Holm, cada uno tras los arbustos equipados con un walkie talkie. Hará frío.

También parecieron decepcionados.

—Hjelm y yo dentro de la casa. También tenemos que vigilar a la señora, la puerta de atrás y las ventanas de la planta baja. ¿Crees que lo podemos hacer solos o necesitamos a Nyberg? Me temo que vamos a necesitarlo. ¿Podrás cancelar tus planes para esta noche?

—Vale —dijo Nyberg, adusto—. Es que tenemos ensayo general.

—¿Cantas en un coro? —preguntó Kerstin Holm.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo también. En Gotemburgo. ¿Qué coro es?

—El coro de la iglesia de Nacka —respondió el enorme y flemático Gunnar Nyberg, al que de pronto le rodeó una nueva luz.

—Lo lamento —dijo Hultin—. El ensayo general está cancelado. Seguro que ya conoces la partitura. Muy bien. Con esto terminamos. Propongo que bajéis al restaurante a comer algo. La operación se iniciará a las 17.30, dentro de poco más de una hora. Hjelm, quédate un momento.

Hultin y Paul se quedaron solos en la sala. Hultin recogió sus papeles y comentó sin levantar la vista:

—Un día lleno de aciertos.

—Las cosas han encajado bastante bien, sí. Si es a eso a lo que te refieres.

—Es a eso a lo que me refiero —dijo Hultin, y abandonó la sala a través de la misteriosa puerta de la izquierda.