23
Paul Hjelm bajó del tren en la estación de Växjö y se dirigió a la cafetería, donde se tomó un sándwich y un café mientras miraba un plano de la ciudad. Se había perdido el desayuno en el hotel Savoy de Malmö. Por décima vez, sacó la carta que Kerstin le había dejado en la recepción e intentó descifrarla.
«Paul. Gracias por ayer. Estabas durmiendo tan dulcemente cuando me fui que he preferido escribirte esta carta. Salgo a buscar a los herederos de Robert Granskog, según lo convenido. Nos vemos en nuestro famoso centro de mando. Un abrazo, Kerstin».
¿Gracias por ayer? ¿Estabas durmiendo cuando me fui? No tenía forma de saber siquiera si ella había estado en su habitación durante la noche. Sin duda todo podía haber sucedido en su calenturienta imaginación. La verdad es que no lo sabía.
«Gracias por ayer» podía referirse sólo a la cena y «Estabas durmiendo tan dulcemente cuando me fui» al hecho de que él no contestó cuando ella llamó a su puerta por la mañana. Por cierto, ¿cómo podría haber entrado en su habitación? No tenía llave. Aunque tal vez no había echado la llave a la puerta…
Odiaba no saber con certeza, se trataba de un instinto profundamente arraigado en su ser, aunque al mismo tiempo había cierto atractivo en todo eso. Era la primera vez que algo dentro de él renunciaba de forma voluntaria a buscar una respuesta definitiva. Se contentó con eso.
De momento.
Estudió el plano y localizó la calle donde estaba ubicado el restaurante Hal & Mal. Seguramente servirían comidas a mediodía, así que era posible que pudiera dar con Hackzell enseguida. Estaba a sólo una manzana de la estación; el centro de la ciudad de Växjö no era muy grande.
Se trataba de un restaurante bastante pequeño y la hora punta de la comida ya casi había acabado. Eran cerca de las dos. El local parecía bastante amplio; un jukebox, unas escopetas cruzadas en la pared, una diana para jugar a los dardos, unos letreros publicitarios anunciando diversas marcas de cerveza y un par de pósters de Andy Warhol. Una decoración relativamente convencional. El hombre que estaba tras la barra del bar, ancho de hombros y con bigote, irradiaba tal autoridad que estaba convencido de que se trataba de uno de los propietarios, o Hackzell o Malinen.
Era Roger Hackzell en persona.
Hjelm le preguntó por Guido Cassola, el Café Ricardo y el Café Tregua. Recibió respuestas ariscas, aunque afirmativas.
Luego preguntó por la cinta del modo más detallado que pudo. Echaba en falta los conocimientos expertos de Kerstin y de Jorge. Mientras Hackzell reflexionaba sobre la respuesta, a Hjelm de repente le dio por pedir un vodka solo. Hackzell miró asombrado al policía, sin duda gravemente alcoholizado, y le sirvió una buena cantidad de vodka en un vaso normal de una botella sueca auténtica de la marca Absolut. Luego murmuró, igual de malhumorado que antes:
—Voy a ver si encuentro esa cinta. No sé nada de jazz, pero he guardado la mayoría de las malditas grabaciones de Guido. Espera un momento.
Hjelm contempló el vaso que tenía delante. Olió escéptico el contenido. Justo cuando los últimos clientes habían abandonado el local, se acercó a una mesa, cogió una botella vacía de Ramlösa y volvió a la barra. Echó el vodka a la botella, cogió un corcho de vino que había en una cesta sobre la barra, tapó la botella y se la metió en el bolsillo de la cazadora. Al cabo de un rato, Hackzell volvió.
—Lo siento —dijo—. No encuentro ninguna cinta de esa clase. Puede que se haya perdido en la mudanza.
Hjelm asintió con la cabeza, pagó el vodka y salió al sol.
Se dirigió al Systembolaget y preguntó a la dependienta, que parecía aún más ignorante sobre el tema que él mismo:
—¿Se pueden diferenciar los distintos tipos de vodka, o saben todos igual?
—No tengo la más mínima idea —respondió la dependienta con un marcado acento de Småland.
—Podría hablar con el encargado, por favor —dijo enseñando la placa, como siempre la manera más rápida y expeditiva.
Un individuo trajeado con semblante serio se acercó al mostrador. Hjelm repitió su pregunta.
—La verdad es que no lo sé —admitió el hombre—. El vodka es el licor más puro y menos mezclado que existe. Yo diría que la única manera de determinar una diferencia sería la graduación del alcohol.
Dio las gracias al encargado de la tienda y salió a la calle. Estaba muy cansado. Se sentó en un banco que había delante de Systembolaget y cerró los ojos.
No se le había escapado que Roger Hackzell se dio un buen susto cuando Hjelm le enseñó su identificación policial y le empezó a hablar de la policía criminal nacional. Al mencionar la cinta, el temor, sin duda, fue en aumento.
Cuando Hjelm volvió a abrir los ojos, a su lado, en el banco, se había sentado un alcohólico bastante joven que Hjelm casi podría haber confundido con un culturista bien entrenado. Echó una ávida mirada al abultado bolsillo de Hjelm.
—¿Tienes algo? —quiso saber el musculoso alcohólico en el más puro de los dialectos de Småland.
—Sí —dijo Hjelm—. Una pregunta. Supongo que eres un experto. ¿Se puede diferenciar las marcas de vodka o saben todas igual?
—Cuando me he echado al cuerpo un tercio, entonces sí puedo empezar a concentrarme en el sabor, tío —dijo el joven alcohólico astutamente—. Está usted hablando con un auténtico experto etílico.
—Si te compro una botella…
—… me enfrentaré con mucho gusto a pruebas más sofisticadas.
A Hjelm le dio la impresión de que el individuo no era el típico alcohólico bocazas, de modo que entró de nuevo en Systembolaget y compró media botella de vodka Explorer. El alcohólico culturista se lo tragó en seis minutos, tras lo cual se le aclaró la mirada considerablemente.
—A ver esa prueba tuya —dijo el hombre dejando la botella vacía de Vodka Explorer.
Hjelm sacó la botella de Ramlösa y quitó el corcho. El alcohólico esteroide olió el contenido, sacudió la botella, se echó un trago y dejó que el líquido circulara por la boca como un catador de vinos profesional.
—Mezclado con agua —constató—. Aunque la graduación es la normal.
—¿O sea, se trata de un vodka más fuerte que se ha diluido con agua? —preguntó Hjelm.
—Eso es —asintió el hombre antes de echarse otro trago—. Mejor que el Explorer, eso está claro.
—Sale de una botella de Absolut…
—No, no, Absolut no es, en absoluto. El Absolut tiene una punzada más directa. Éste no es sueco. Y no es finés. Y tampoco es esa mierda americana de Smirnoff. No, esto es un auténtico vodka del Este con un toque de fábrica química. Lo más probable es que sea de sesenta grados. Y luego diluido, claro.
—¿Sabes de verdad de lo que estás hablando o sólo estás haciendo el tonto hasta que te lo termines de beber?
El enorme alcohólico dio la impresión de sentirse inmensamente ofendido.
—Oye, si quieres lo dejamos —saltó mosqueado.
—¿Puedes añadir algo más?
—No. Es ruso, lituano o estonio. De sesenta grados. Más una considerable cantidad de agua.
Hjelm le dio las gracias asombrado y se dirigió a la comisaría. Tuvo que esperar un poco antes de poder ver a un oficial. El hombre que salió a su encuentro se presentó como el inspector Jonas Wrede y no parecía tener más allá de veinte años. Era rubio centeno, alto y fuerte y con un aire provinciano.
Y, naturalmente, resultó ser un entendido en informática.
—Policía criminal nacional —dijo Wrede soñador cuando se acomodaban en su despacho—. ¿No tendrá que ver con el Asesino del Poder, por casualidad?
—¿Con qué?
—El Asesino del Poder. Pero si es como denomina la propia DGP al asesino de los cuatro empresarios en Estocolmo.
—Vaya —dijo Hjelm asombrado.
—Está en el periódico. La conferencia de prensa con el director del departamento, Waldemar Mörner, y el inspector Algot Nylin.
—¿Quién diablos es el inspector Algot Nylin? —exclamó Hjelm, y se dio cuenta de que no sabía lo más mínimo sobre las intrigas del poder en torno a la investigación del Grupo A.
Él sólo trabajaba. De todos modos, había que decir en favor de los altos mandos que por lo menos habían conseguido mantener la existencia del Grupo A al margen de los medios de comunicación durante un mes y medio.
—¿Tiene que ver con eso? —insistió Jonas Wrede—. No hemos tenido aquí a la policía criminal nacional desde ese incidente en el banco de Algotsmåla. ¿Está aquí por la investigación del Asesino del Poder?
—No estoy autorizado a revelar esa información —fue la respuesta que dio Hjelm con la esperanza de que esa especie de confirmación indirecta, formulada con estilo autoritario-administrativo, le facilitaría la tarea.
Y efectivamente así fue. Wrede se irguió orgulloso.
—¿Qué se sabe acerca de los señores que regentan el restaurante Hal & Mal? —preguntó Hjelm—. Roger Hackzell y Jari Malinen.
—Así a bote pronto, creo que son trigo limpio —comentó Wrede reflexivo—. En cualquier caso, no recuerdo ningún incidente.
Su palabra favorita, pensó Hjelm, y se dejó transportar a un mundo mejor mientras Wrede, con manos diligentes, consultaba el ordenador. En ese mundo mejor había mujeres rubias y morenas que se intercambiaban las caras unas con las otras.
—Sí, los dos son trigo limpio —confirmó Jonas Wrede no sin cierta autocomplacencia—. No hay incidentes, es decir, desde que llegaron aquí, a Växjö.
—¿Y el registro grande? —preguntó Hjelm sin dejar las caras de las mujeres.
—Bueno, eso nos llevará algo de tiempo…
—¿Tengo que insistir otra vez sobre las prioridades? —dijo Hjelm, a pesar de que no había dicho ni una sola palabra sobre las prioridades.
Wrede le observó impresionado y se puso a teclear. Luego se quedaron un rato esperando. Wrede daba la impresión de querer decir algo. En cambio, Hjelm parecía que no iba a decir una palabra más en su vida. Como si se hubiese ido al más allá, simplemente.
Al final llegó la respuesta.
—No —dijo Wrede—. Nada. Los dos son trigo limpio. Aunque hay un asterisco en Malinen que remite a Finlandia. Puede que sea un posible incidente.
—¿Hay alguna forma de obtener esa información?
La cara de Wrede se iluminó. Su pericia informática había sido observada por un pez gordo de la policía criminal nacional.
El pez gordo bostezó con ganas.
—Es posible que podamos encontrar ese dato a través de la red internórdica —explicó Wrede entusiasta—. No hay muchos que sepan cómo hacerlo —añadió.
A Hjelm le pareció que debía darle ánimos. Pero no podía. No podía volver del todo a este mundo.
Wrede tecleaba que daba gusto. Aunque el pez gordo se hallara en algún otro sitio, Wrede, definitivamente, estaba en su elemento.
—Malinen, Jari, 520613. En efecto, aquí hay un incidente: contrabando. Vamos a ver: sí, 1979, en Vasa, Finlandia. Condenado por tráfico ilegal de mercancías. Voy a ver si puedo encontrar más detalles.
—Cojonudo —consiguió pronunciar Hjelm.
—Sí, aquí hay algo que se parece a unas actas del juicio. Malinen fue condenado por dicho incidente el 12 de febrero de 1979, junto a un tal Vladimir Ragin: contrabando de alcohol desde el Leningrado de entonces. Los dos fueron sentenciados a dieciocho meses en una institución penitenciaria de régimen abierto. Malinen fue puesto en libertad al cabo de doce meses, pero Ragin cumplió la condena completa. Luego sólo hay una lista de nombres. Juez: K. Lahtinen; jurados: L. Halminen, R. Lindfors, B. Palo; abogado defensor: A. Söderstedt; fiscal: N. Niskanpää; H. Viiljanen; testigos de la defensa…
—¿Qué? —dijo Hjelm, y se tiró de cabeza a la gélida agua de este mundo—. ¿Cómo se llamaba el abogado defensor?
—A. Söderstedt —repitió Wrede.
—¿Puedes buscar algo más sobre él?
—Bueno, podríamos ver si hay algún registro en el colegio de abogados o algo así —sugirió Wrede poniendo cara de hacker de catorce años que acaba de piratear el sistema informático del Pentágono.
De nuevo un rato de espera. Hasta que se oyó el liberador plin.
—Arto Söderstedt, licenciado en Derecho por la Universidad de Åbo, una carrera de cinco años que terminó en tres, empleado en el bufete de abogados más prestigioso de Vasa, Koivonen & Krantz, justo después de su graduación en 1975, a la edad de veintidós años. De hecho, durante unos meses de 1980 el bufete se llamó Koivonen, Krantz & Söderstedt. Se convirtió en socio con veintisiete años. A finales de ese mismo año, el bufete vuelve a llamarse Koivonen & Krantz. Después de 1980, Söderstedt no figura en el registro.
Hjelm se rió larga y ruidosamente. Escandinavia es un pañuelo, un maldito pañuelo. Wrede le observaba escéptico. Ese hombre, ¿era realmente quién afirmaba ser? ¿El héroe de Hallunda? ¿El investigador del caso del Asesino del Poder?
—De acuerdo —dijo Hjelm secándose las lágrimas. Había vuelto—. Vaya, vaya, creo que te voy a recomendar a mis jefes; da gusto cómo te mueves por el ciberespacio. Te estoy muy agradecido.
El inspector Jonas Wrede le siguió con la mirada desde la ventana mientras Hjelm se dirigía hacia el restaurante Hal & Mal. En sus ojos brillaban ambiciones aún no realizadas.
En un escaparate de la amplia avenida principal que cruzaba todo el centro de Växjö había un espejo. Hjelm se vio a sí mismo y se detuvo. El grano rojo había crecido aún más. Casi le cubría toda la mejilla. Parece un signo de interrogación, pensó.
Hal & Mal no había abierto todavía para el turno de noche, pero Roger Hackzell estaba dando vueltas por dentro limpiando copas como un barman de los de antes. Hjelm golpeó ligeramente el cristal del ventanal. Todo pareció congelarse y convertirse en hielo alrededor de Hackzell, pero consiguió acercarse patinando sobre el hielo hasta la puerta y abrirla.
—Un vodka —pidió Hjelm al entrar.
Hackzell le miró fijamente, regresó a la barra y le sirvió otro vaso de la botella de Absolut. Hjelm olió el claro líquido.
—No —dijo—. Esto no es Absolut Vodka, de Vin & Sprit. Yo diría que es un vodka estonio de sesenta grados diluido, de la fábrica Liviko en Estonia.
Hackzell se quedó perplejo. Fue como si se le cayera la cara sobre la barra, donde quedó tirada haciendo esfuerzos para respirar como un pez fuera del agua mientras Hjelm remataba la faena:
—No tienes antecedentes penales y es probable que estés bastante limpio, al fin y al cabo. Me imagino que es por eso por lo que reaccionas con tanta intensidad. Malinen sin duda se lo habría tomado con más calma, con su currículo. Pero no me interesas, ni Malinen tampoco. Contesta bien a mis preguntas y no perderás el restaurante ni tendrás que pasar por el trullo. Piénsatelo bien antes de responder, porque, como debe de haberte quedado claro ya, sé bastante más de lo que crees, y si te pillo en una sola mentira te detengo y te llevo a Estocolmo para un interrogatorio en condiciones. ¿Has entendido?
El hombre sin cara asintió con la cabeza sin pronunciar palabra.
—¿De dónde procede el vodka? —preguntó Hjelm.
—De un par de tipos que vienen a hacer entregas de vez en cuando. Rusos. Se hacen llamar Igor e Igor.
De repente a Hjelm le invadió una peculiar calma. Había acertado. Incluso podría permitirse soñar un poco durante el resto del interrogatorio.
—¿Sabes algo más sobre ellos?
—No, sólo aparecen de vez en cuando, así sin más. Por razones de seguridad, no tienen fechas fijas de entrega.
—¿No has visto los dibujos de Alexander Brjusov y Valerij Trepljov en los periódicos? Incluso han salido en las portadas.
Roger Hackzell parpadeó asombrado.
—¿Eran ellos? En tal caso, no se parecían mucho.
—Ponía claramente Igor e Igor en el texto.
—No lo he leído, sólo vi las portadas. Pero eso fue por lo del Asesino del Poder en Estocolmo. No tenía nada que ver con ellos. No entendí que hubiera alguna conexión. Lo juro.
—Bueno, por lo menos ahora entiendes la importancia que tiene. Y tú ya estás implicado. Hay policías que te encerrarían para siempre sólo por la conexión que existe entre tú e Igor e Igor. ¿Entiendes?
—¡Joder! —se lamentó Roger Hackzell, y por primera vez sonó auténticamente gotemburgués.
—Y ahora lo esencial: la cinta.
—¡Hostia! —exclamó Hackzell con desesperación en la mirada—. ¡Me cago en Dios! ¡Pero si es verdad! La última vez que estuvieron aquí se llevaron algunas de mis viejas cintas. Para amortizar las deudas, dijeron. Unos bestias esos cabrones. Le he echado una bronca de la hostia a Jari por involucrarnos con esos tipos y sus putos negocios mafiosos. ¿Son ellos los que han matado a todos esos? No me sorprendería lo más mínimo.
—¿Y no sabes nada más acerca de sus contactos suecos, rusos o bálticos?
—Para mí son sólo un par de cabrones muy bestias que aparecen una vez al mes y más o menos te obligan a comprarles el vodka. No sé nada más. Lo juro.
—¿Cuándo estuvieron por aquí la última vez?
—Hace bastante, gracias a Dios. En febrero. Empezaba a creer que me había librado de ellos, y ahora esto…
—¿Y fue entonces cuando se llevaron las cintas?
—Sí. —Hackzell, alterado, se puso a hojear un libro que sacó de un cajón—. Era 15 de febrero. Por la mañana temprano.
—¿Y dónde está Jari Malinen ahora?
—En Finlandia. Su madre acaba de morir.
Hjelm sacó la cinta del bolsillo y se la dio a Hackzell.
—¿Es ésta?
Hackzell la estudió detenidamente.
—Sí, parece que sí. Guido hizo copias de toda una serie de grabaciones entre 1987 y 1988. En casetes Maxell.
—Vale, ¿dónde tienes el equipo de música? Quiero que escuches un tema con mucha atención e intentes hacer memoria, a ver si puedes relacionarlo con algo particular. Lo que sea. Quizá algo que ha ocurrido aquí, dentro del bar. Cálmate, escucha y procura recordar.
La escalada inicial del piano en Misterioso se expandió por el restaurante. Hackzell hizo un esfuerzo por concentrarse en la audición, pero parecía más bien en un estado de profunda conmoción, como si todo su mundo estuviera a punto de desmoronarse. Hjelm lo estudió con detenimiento mientras intentaba imaginárselo como el frío homicida, sentado en el salón de los asesinados financieros. No pudo.
Los diez minutos de Misterioso llegaron a su fin. Durante todo ese tiempo, Hackzell fue incapaz de quedarse quieto ni un segundo. Cuando el tema terminó y llegaron las improvisaciones, Hjelm apagó la cadena de música y Hackzell dijo:
—No. No sé. No sé nada de jazz. A veces los clientes quieren escuchar un poco y entonces lo pongo. No soy capaz de distinguir una canción de otra. Me parece todo igual.
—¿Y no recuerdas a nadie en especial que quisiera escuchar jazz?
Hjelm no sabía muy bien hasta dónde quería llegar. Igor e Igor ya estaban cercados. La cinta, las balas de Kazakstan, Viktor X, las amenazas contra el Grupo Lovisedal.
—No, así de pronto, no —dijo Hackzell con pinta de que, además de la cara, se le hubiera caído también el cerebro—. Tengo que pensarlo con calma.
—De acuerdo, vamos a hacer lo siguiente. Si tienes una cinta virgen, te dejo que hagas una copia de Misterioso, o sea, ese tema de Monk, y tú te lo piensas con tranquilidad. Quiero una lista de personas que hayan pedido ese tema en especial, o jazz en general. No puedes abandonar Växjö bajo ningún concepto. Si lo haces, emitiremos una orden de busca y captura inmediatamente, a nivel nacional y con absoluta prioridad. ¿Entiendes?
Roger Hackzell asintió sumiso con la cabeza y Hjelm le hizo una copia de la cinta. Luego cogió el tren a Estocolmo y se permitió el lujo de estar contento consigo mismo durante todo el trayecto.