16

Durante todo el desayuno, la atención de Paul Hjelm se dirigió con total concentración al teléfono móvil, que descansaba encima de la mesa de la cocina como un queso estropeado entre los demás. A pesar de que no desviaba la mirada del aparato ni un instante, sentía los ojos de Cilla lanzándose contra él sólo para ser rechazados una y otra vez. Al final, la mirada de su mujer se volvió tan afilada que Paul se vio obligado a cruzar la suya con ella.

—Tal vez no lo hayan descubierto todavía —dijo, todavía pendiente del teléfono móvil.

Pero la mirada con la que se encontró no era la habitual de hazme-caso-a-mí-también. Se había transformado en otra cosa, en algo que no había visto antes. Unos ojos marcados por una curiosa soledad, como la de una persona definitivamente abandonada. Una mirada desierta. Paul Hjelm no entendió nada. Pero la sensación que le recorrió era la misma que la que le había paralizado al escuchar las cintas de Kerstin Holm: la terrible e insoportable sensación de que nunca seremos capaces de alcanzarnos unos a otros. Nunca jamás. Ni siquiera a la persona más próxima a nosotros.

La vertiginosa sensación de una absoluta soledad existencial.

Y se dio cuenta de que eso era lo que estaba viendo en los ojos de Cilla.

Durante un breve segundo, paradójicamente, esa abrumadora sensación les unió.

Cuando al final fueron capaces de hablar, les quedó muy claro a los dos que lo que estaban diciendo no tenía nada que ver con lo que en realidad querían decir. No había palabras para eso.

Aquella mañana, en la mesa de la cocina, compartieron, sin que pudieran de ninguna manera compartirla, una experiencia casi mística: el propio lenguaje les había asignado unos papeles, que inevitablemente tendrían que representar y de los que no se podía escapar.

Y resultaba imposible determinar si esos momentos compartidos en la cocina les habían llevado más cerca el uno del otro o si, por el contrario, podrían haber abierto una grieta definitiva entre los dos. En cualquier caso, algo decisivo había ocurrido: habían penetrado con la mirada hasta la soledad más íntima y desnuda del otro.

Y tal vez eso constituía el sacrificio más doloroso de toda aquella semana tan cargada de incidentes.

Porque no ocurrió nada más. El teléfono móvil permaneció en silencio durante todo el trayecto hasta el edificio de la policía y a Hjelm le daba igual. Para el resto del Grupo A el día transcurrió sumido en una intensa espera, pero la supuesta nueva víctima seguía brillando por su ausencia; y Hjelm continuaba sin preocuparse. La simetría rota paralizó la investigación; Hjelm por su parte, sufría su propia parálisis, la de la soledad. Hacia el final del día, desde su mesa del cuartel general, Hultin intentó dar una apariencia de normalidad a la situación del grupo:

—Bueno —dijo con tono neutro—. A no ser que haya alguna víctima sin descubrir tirada en algún monumental salón de la ciudad, tenemos que aceptar que estamos ante dos posibilidades: o que el autor, por una u otra razón, ha cambiado de modus operandi; o que esto se ha acabado.

Paul Hjelm no se enteró de nada de lo que dijo Hultin. Se quedó hasta que todo los demás se hubieron ido. Sentado sólo en el cuartel general, se preguntaba qué le esperaría al llegar a casa.

Pero se encontró con una vida familiar bastante normal. Las miradas entre él y Cilla seguramente nunca serían ya las mismas, y nunca dejaría de preguntarse si la normalización era artificial, si quizá contenía una bomba de relojería. En cualquier caso, volvió a recuperar el contacto con la existencia, a pisar tierra después de aquel extraño día en el que había vislumbrado el abismo —aunque seguía preguntándose qué terreno estaba pisando en realidad—, y su interés por el caso volvió a un nivel normal.

Pero no se descubrió nada nuevo. El caso iba normalizándose al ritmo de la existencia de Paul; sin embargo, en ambos aspectos el terreno le parecía igual de resbaladizo.

Era el 5 de abril, casi una semana después del primer asesinato, y, por una vez, Paul Hjelm estaba comiendo en el restaurante del edificio de la policía. Su descuido con las comidas era notorio. Además, también por una vez, toda la tropa se encontraba allí: Söderstedt, Chávez, Norlander, Holm, Nyberg. Los seis formaban una unidad cerrada, sentados en una de las mesas largas, y si hubiesen tenido la menor inclinación paranoica les habría parecido que estaban cercados por miradas hostiles.

Les pareció que estaban cercados por miradas hostiles.

—Así es —determinó Söderstedt mientras pasaba la mano sobre su blanca y casi imberbe mejilla. En la mano sostenía un tenedor con un trozo estropajoso y grasiento de carne guisada del que goteaba salsa—. Los de la policía criminal de Estocolmo nos odian porque les hemos quitado el caso; los de la policía criminal nacional nos odian porque Hultin eligió una pandilla de forasteros de rango bastante bajo para una de las investigaciones más importantes de la historia criminal de Suecia; y todos nos odian porque somos diferentes: un finés, un sudaca, una tía de Gotemburgo, un quintacolumnista, una montaña de carne y un héroe mediático. ¡Casi nada!

—¿Quintacolumnista? —protestó Viggo Norlander malhumorado.

—¿Así que te has identificado en el terrario?

—Yo no he traicionado a la policía criminal de Estocolmo y nunca lo haré.

—Bueno, ya sabes lo que dicen —intervino Hjelm mientras odiaba ese grasiento trozo de carne que acababa de rebotarle en los dientes—. Si entras en la policía criminal nacional ya no saldrás nunca. A menos que sea en el ataúd reglamentario.

—¿Quién coño dice eso? —preguntó Chávez.

—No me acuerdo —dijo Hjelm, y escupió discretamente el trozo de grasa en una servilleta.

Chávez se volvió a Söderstedt.

—¿Cómo te va en el piso, Arti?

¿Arti? De repente Hjelm se dio cuenta de que se había perdido bastantes cosas. ¿Cómo diablos habían tenido tiempo para hablar de su vida privada?

Miró a su alrededor. Su existencia en común había sido exclusivamente de carácter profesional. ¿Quiénes eran en realidad estas personas con las que él pasaba sus eternos días laborales? De nuevo, le recorrió una fría ráfaga de esa sensación que tuvo al escuchar las cintas y que luego volvió a experimentar en la cocina de Norsborg: la imposibilidad de llegar a comprender jamás a otra persona. Y muy al fondo vislumbró, sólo por un fugaz instante, a Grundström, que decía: mire dentro de su corazón, Hjelm.

Se sacudió el recuerdo.

En fin, ¿cómo era la vida de sus compañeros? El ritmo de trabajo se había reducido algo, surgía así una posibilidad de ver a los miembros del Grupo A como algo distinto a las piezas de una máquina.

Jorge Chávez era simpático; trabajaban bien juntos. Un policía moderno, hiperprofesional, bien vestido dentro de un estilo informal, sólido y, sobre todo, joven. Si el tiempo lo permitiera, podrían llegar a formar un equipo muy compenetrado. Quizá eran demasiado diferentes en su vida privada. De Jorge sólo sabía que era soltero, completamente libre, y que acababa de abandonar uno de los apartamentos del edificio de la policía, dónde había estado instalado de forma temporal. No contaba nada acerca de su época en el distrito policial de Sundsvall. Cada intento que hacía Hjelm encallaba. Le daba la sensación de que se trataba de una pesadilla de la que Chávez no quería hablar. A veces, le parecía que Chávez se sentía ahora como en el paraíso.

¿Qué más? Gunnar Nyberg, el anterior Míster Suecia, el bajo del coro de la iglesia de Nacka, casi se había convertido en un amigo. Por lo menos, compartían coche por las mañanas. Le gustaba pensar en esa expresión, «compartir coche»; hacía que se sintiera bueno. Pero la verdad era que tampoco conocía a Nyberg. Divorciado después de haber maltratado a su mujer durante una época en la que tomaba anabolizantes —Hjelm suponía que era así como debía interpretar sus insinuaciones—, Nyberg no había visto a sus hijos desde que eran pequeños. En realidad, sólo vivía para cantar. Por lo demás, su enorme aparición se parecía más que nada a la de un saco de patatas; pero Nyberg, a su manera, también era un policía extraordinariamente eficaz. Del modelo potencial para palizas brutales.

A Viggo Norlander no llegaba a saber muy bien por dónde cogerlo. Un tipo formal y cumplidor, de la vieja escuela. Estocolmiano de pura cepa. Daba la impresión de tener afición por los reglamentos y los decretos, de creer en la ley como los religiosos creen en la Biblia. Llevaba trajes que fueron modernos hacía veinte años y que ahora sólo olían a polvo y sudor. De constitución fuerte pero algo lento. Suelto. Como soso. Difícil llegar a conocerlo más en profundidad. Quizá no había nada que conocer.

Bueno, y luego estaba Kerstin Holm. Paul no podía evitar sentirse atraído por ella. En muchos sentidos, era lo opuesto a Cilla. Morena de los pies a la cabeza. Ojos morenos, pelo moreno, ropa morena. Con una increíble… integridad, ésa era la palabra. Inmensamente profesional. Hjelm no podía olvidar las cintas y la elegancia con la que Holm había llevado a cabo las entrevistas; la conversación con Anna-Clara Hummelstrand, por ejemplo, debería estar en una novela. Holm vivía con algún familiar en Estocolmo y se negaba tajantemente, de forma igual de radical que Chávez, a hablar de su pasado. Hjelm entendía que algo había pasado en Gotemburgo, algo desagradable que no se podía tocar. Aún así, se dio cuenta de que, tarde o temprano, habría que tratar ese tema. La miraba de reojo. Una mujer fabulosa.

Y luego estaba Söderstedt. Arto Söderstedt. Un tipo singular. Nunca jamás había visto un policía igual. El finés blanco, tal y como se llamaba a sí mismo, era una creación absolutamente propia. No podía quitarse de la cabeza la idea de que Söderstedt no era policía; no porque mostrara poca profesionalidad, todo lo contrario, sino más bien porque actuaba y hablaba como un… bueno, intelectual es la palabra, como un intrépido académico que, sin el menor recato, aireaba sus teorías políticas en plena reunión. Justo cuando este último pensamiento le pasaba por la cabeza, Söderstedt contestó a la pregunta de Chávez, que Hjelm apenas recordaba:

—Yo la verdad es que no lo llamaría piso, pero está bien situado. En Agnegatan. Un estudio con cocina americana. La familia se ha quedado en Västerås. Tengo cinco hijos —añadió en dirección a Hjelm.

La sensación de excluido que tenía Hjelm creció en dimensiones astronómicas. Intentó ignorarla.

—¿Cinco? —exclamó, y le pareció que su voz sonaba convincente—. ¿Tan aburrido es Västerås?

—Ya lo creo. Pero dos están hechos en Vasa.

—Anda, ¿así que has trabajado en Finlandia? ¿Cómo es eso?

—No, bueno… no era policía entonces. Me hice madero bastante tarde en mi vida. Y los hay que dicen que todavía no lo soy de verdad.

Hjelm se sentía bastante contento por haber acertado con su intuición e intentaba interpretar las reacciones en torno a la mesa. Quizá Söderstedt se refiriera a algún colega de Västerås, quizá a alguien de la mesa. No había manera de saberlo, pero le dio la vaga impresión de que todo el mundo menos él sabía a quién aludía Söderstedt. Sin embargo, no tuvo que esforzarse para averiguarlo.

—Lo único que decía era que no tenías por qué pronunciar un discurso electoral a favor de los comunistas —murmuró Viggo Norlander algo tenso, con el tenedor temblando ligeramente en su mano.

—¿Cómo que era lo único que decías? —protestó Söderstedt, y clavó la mirada en Norlander.

—No seáis críos —soltó Kerstin Holm de repente.

Norlander echó el tenedor a la bandeja, se levantó y se marchó sin pronunciar palabra, llevándose la bandeja consigo. Incluso en ese momento de monumental rabia, introdujo la bandeja en el mueble correspondiente, dobló la servilleta y la tiró en la papelera adecuada.

Hjelm recorrió la cantina con la mirada. Se topó con alguna que otra sonrisa abiertamente sarcástica desde las mesas del alrededor. Sonrió adusto.

De nuevo le dio la sensación de estar marginado incluso entre los excluidos.

En medio del ojo de la tormenta.

Kerstin Holm se dirigió a Söderstedt:

—Déjalo ya. Tenemos cosas más importantes que hacer que pelearnos como críos en la arena del parque.

—Me pegó un puñetazo en los morros —murmuró Söderstedt gruñón y, por un instante, fue como si le vieran con el cubo y la pala en las manos. Cuando dejó sus juguetes continuó—. Y me soltó la típica charla de que si los extranjeros… Le faltó poco para dirigirme un insulto muy feo…

Söderstedt se pasó la mano por su fino y blanco pelo.

Hjelm se echó a reír. No sabía por qué, pero se le unió Nyberg. Söderstedt también se carcajeó un poco. Holm mostró su sonrisa irónica y Chávez también. La pipa de la paz iba de mano en mano alrededor de la mesa.

—Pero tenéis que reconocer que ignorar los aspectos políticos de este caso es como cortarlo por la mitad —dijo Söderstedt al final—. Que alguien esté de acuerdo conmigo, por favor…

—Yo estoy de acuerdo contigo —intervino Chávez—. Pero hay distintas formas de relacionarse con ese hecho. Venga, anda, cuéntanos qué pasó en Vasa.

—No, no, no —se rió Söderstedt—. Así de íntimos no somos todavía. Por cierto, ¿cómo te va en tu piso?

Eso no es un piso. Es un cuarto en casa de una vieja en la esquina de Bergsgatan con Scheelegatan. Como cuando era estudiante —dijo Chávez, y añadió en español—. Volver a nacer.

—¿Y Kerstin? —preguntó Söderstedt—. ¿Dónde vives tú, amor mío?

—En casa de la exnovia de mi exnovio, en Brandbergen —dijo Holm—. Nos llevamos muy bien. Nos une un odio común y muy fructífero.

Se volvieron a reír. De todo y de nada. De que se habían llegado a conocer un poco mejor. De que nadie había sido asesinado en varios días. De sí mismos y de la absurda posición que ocupaban dentro del edificio de la policía.

Nyberg se levantó y se fue, seguido por Chávez y Söderstedt. Kerstin Holm apuró lo que le quedaba de su cerveza sin alcohol y estaba a punto de levantarse cuando Hjelm le preguntó:

—Kerstin, ¿has podido contactar con George Hummelstrand?

Se dejó caer en la silla de nuevo mientras le lanzaba una oscura mirada.

—La verdad es que no me ha gustado mucho que te atribuyeras el mérito de la pista Hummelstrand —dijo.

—Ya te he pedido perdón. Además, tampoco creo que se trate de una cuestión de méritos. Yo estaba todavía muy metido en la pista de la Orden de Mimer. Te vuelvo a pedir perdón, si quieres, una vez más. Y otra. Y otra.

Una sonrisa se iba dibujando con esfuerzo en los labios de esa cara tan condenadamente hermosa.

—Y otra vez —siguió sintiéndose un poco más contento—. Bueno. ¿Cómo te ha ido con George?

La sonrisa se esfumó de repente. La oscura mirada parecía estar examinándole con rayos X.

—¿Estás felizmente casado? —le preguntó ella.

—¿Qué? —dijo él, y de pronto la desierta mirada de Cilla se interpuso y le cubrió todo el campo de visión.

—¿O sea, felizmente? —insistió Kerstin Holm con absoluta seriedad—. ¿Feliz de verdad?

—¿Por qué preguntas?

—No sé quién eres —dijo ella inescrutable, y le dejó.

Hjelm se quedó en la silla mientras la imagen de Cilla iba palideciendo poco a poco.

Al final, el mundo entero se había quedado pálido.