15

Hjelm contempló su rostro en el retrovisor izquierdo mal colocado y vio que la mancha roja de la mejilla con la piel desescamada se había hecho un poco más grande. Pensó en el cáncer de piel.

El sol extendía una gruesa capa de engañoso verano sobre la bahía de Årsta, a la derecha, y la de Liljeholmen, a la izquierda, cuando el coche subía lenta y fatigosamente por la empinada cuesta del puente de Liljeholmen. La playa de Hornstull y las casitas de la colonia de Tanto se bebían el sol primaveral a lametazos, y Hjelm se preguntó fugazmente si la pista de minigolf estaría abierta. En la otra dirección, el pequeño muelle de los baños de Liljeholmen entraba en el agua justo donde la playa de Bergsund empezaba a ser la de Hornstull.

Una playa o la otra, total, qué más da, todas son iguales, pensó Hjelm absurdamente, pisando el acelerador a fondo para pasar la cima del puente y bajar hacia el barrio de Södermalm. Se encontró con un atasco algo caótico en Hornstull. Un Saab 9000 de un metalizado resplandeciente se había saltado un semáforo en rojo y se había quedado parado en medio del cruce, y el tráfico en sentido contrario le esquivaba haciendo sonar sus bocinas.

—Ya te dije que tenías que haber cogido la autopista de Essingeleden —fue el inoportuno comentario de Gunnar Nyberg mientras Hjelm no paraba de pitar.

Paul había pasado a recoger a Nyberg en su pequeño piso de soltero, junto a la iglesia de Nacka. La bendición de compartir coche, pensó cuando esquivó con un volantazo al desconcertado Saab; hace mucho que ya no hay campañas de ésas.

—Es más agradable este camino —comentó Hjelm, y maldijo con furia a un desequilibrado ciclista que pasaba.

—Sí, es un atasco más agradable —replicó Nyberg—. Tiene un carácter algo distinto.

La caravana de coches estaba prácticamente parada a lo largo de toda Långholmsgatan, y hasta que el puente de Västerbron no se levantó por encima de la pequeña bahía de Pålsund, que separaba Södermalm de la isla de Långholmen, el tráfico no se aligeró un poco. Pasaron por el lugar donde, un verano no hacía tanto, durante una exhibición aérea tristemente célebre, se había estrellado un avión de caza JAS Gripen, accidente del que luego nadie quiso asumir responsabilidades. De hecho, Hjelm estuvo allí con toda su familia; la idea le había gustado incluso a Danne. Se pusieron en cuarta fila, abajo, en la ribera de Söder Mälarstrand, casi enfrente del ayuntamiento, y vieron al avión dar una sacudida allí arriba, a la izquierda; el piloto salió disparado y el avión cayó despacio en picado; luego una nube de humo subió hacia el cielo y se oyó cómo el mortal silencio se convertía en un murmullo agresivo y conmocionado, aunque también aliviado. Otro ataque mortal contra el fundamento de la confianza de los suecos, había reflexionado después; sin embargo, durante todo el incidente permaneció completamente pasivo y desprovisto de cualquier pensamiento, hasta que, al cabo de un rato, Danne quiso librarse de los brazos de su padre, que con un antiguo pero vano instinto de protección al parecer le había cogido los hombros.

—¡Qué guay! —dijo Danne entonces.

—¡Qué bonito! —dijo Gunnar Nyberg mientras dirigía la mirada alternativamente a la bahía de Riddarfjärden, a la derecha, y a la de Marieberg, a la izquierda.

Una bahía o la otra, total, qué más da, todas son iguales, pensó Hjelm absurdamente, y no pudo más que estar de acuerdo con su colega Nyberg. Un espectáculo divino, tal y como su exjefe Erik Bruun habría dicho. El agua de Estocolmo resplandecía débilmente con el sol de la mañana. Ni una sola nube en el cielo, las fachadas de las casas estallaban en colores bajo un sol casi horizontal. Unos cuantos barcos blancos, de los que hacen excursiones por el lago Mälaren, avanzaban traqueteando a paso lento entre el brillo de la luz; y dos veleros madrugadores lucían los colores del arco iris en sus foques de globo. El ayuntamiento se pavoneaba orgulloso, mirando al agua con sus tres coronas doradas brillando. La vegetación empezaba a brotar alrededor del puente, en el lado de Kungsholmen, en el parque de Rålambshov, la playa de Smedsudden y el parque de Marieberg. Los paseos en Norr Mälarstrand ya se iban llenando de gente.

Ninguno de los dos se quejó cuando la caravana de coches se atascó por completo en la cima del puente.

«La vida volvía a la ciudad recién levantada. Trayendo consigo la muerte», pensó Hjelm de manera melodramática.

—Hoy voy a salir a cazar chorizos y rateros —dijo Nyberg—. ¿Me acompañas?

Hjelm puso punto muerto y tiró del freno de mano. Contempló la enorme figura sentada a su lado que hacía que el Mazda se inclinara inquietantemente hacia la derecha.

—¿Confidentes? —preguntó.

—Entre otros. Los distritos policiales han repasado la lista de sus soplones y otros tipos de dudosa reputación y han dado con unos cuantos candidatos.

—¿Con conocimientos sobre la mafia?

—De los asesinatos en general y de los rusos en particular. O sea, candidatos, long shots. Seguramente no tendrá ningún sentido.

De repente el atasco se disolvió. El puente hizo un giro abrupto y el Mazda también. Juntos pasaron sobre el parque de Rålambshov. Pequeñas manchas de gente que por una razón u otra no tenían un lugar de trabajo que reclamara su presencia ese día salpicaban un césped no demasiado verde.

—Bueno, como estos últimos días me han machacado bastante las pistas —dijo Hjelm—, a lo mejor te puedo acompañar. Me vendría bien echar el guante a un tipo que probablemente se mueve por los bajos fondos de la ciudad.

—¿A quién? —quiso saber Nyberg.

—A un tal Johan Stake.

Consiguieron atravesar la plaza de Fridhemsplan, con sus múltiples calles surcándola en todas las direcciones; rodearon el parque de Kronoberg por la derecha y luego bajaron por Hantverkargatan para finalmente enfilar Polhemsgatan. Delante de ellos se levantaba el enorme edificio de la policía. Hjelm aparcó el coche a una manzana de distancia y, junto a su compañero gigante, bajó andando hacia la versión estocolmiana del Taj Mahal, que brillaba intensamente a la luz del sol.

Hultin les miraba como un búho a través de sus gafas de media luna.

—Noticias de las altas esferas. Han localizado a la señora de la limpieza que avisó de la muerte de Carlberger. Una tal Sonya Shermarke, somalí, con sentencia firme de expulsión. Ella y su familia vivían escondidos con unos parientes en Tensta, amparados por la Iglesia. Se dedicaba a limpiar chalets en Djursholm y no tenía papeles. A primera hora de esta mañana, una unidad de un departamento paralelo consiguió dar con ella y arrestó a todas las personas que ocupaban el piso, siete niños y seis adultos, de los cuales uno era pastor de la congregación de Spånga. Todos llevan ya tres horas en los calabozos, sometidos a un duro interrogatorio por parte de nuestros colegas.

—¿Se puede adivinar de qué departamento paralelo se trata? —preguntó Söderstedt.

—No, no se puede —repuso Hultin tranquilo—. En fin, hace un momento tuve la oportunidad de hablar con Sonya Shermarke. Se defendía bastante bien en sueco, de modo que pudimos hablar sin intérprete. Llegó al chalet, como siempre, a eso de las ocho y media, dio una vuelta por el salón para hacerse una idea de lo que había que limpiar, descubrió a Carlberger en medio de un charco de sangre, llamó a la policía identificándose como la «señora de limpieza», luego le entró el pánico y salió corriendo a su escondite. Los colegas siguen en pleno tercer grado, intentando sacar a los miembros de esta pobre familia dónde han escondido las armas rusas.

Hizo una pequeña pausa y luego siguió:

—Haremos una puesta en común muy pero que muy breve. Con toda probabilidad, esta noche la que se hallará en medio de un charco de sangre va a ser la cuarta víctima, así que hay mucho trabajo por hacer. No olvidéis que tenemos a nuestra disposición a muchos policías, en la práctica a todos los policías de Estocolmo. No debería ser necesario que os recuerde que en estos momentos contáis con poderes mucho más amplios de los que en realidad os corresponden por vuestra categoría, pero aun así os empeñáis en hacer todo el trabajo de mierda vosotros mismos. Aprovechaos al máximo de los peones. Por lo demás, quiero añadir que Mörner y sus superiores, por ahora, intentan mantener alejada a la prensa de nuestro grupo. Bueno, antes de empezar: ¿alguien tiene una posible víctima para esta noche?

Ni un solo movimiento en el cuartel general del alto mando.

—Vale. Más de cincuenta palabras y haré la señal de tiempo muerto. ¿Holm?

—Un montón de declaraciones, nada relevante. Pequeñas pistas que hay que investigar.

—Extraordinaria concisión. ¿Hjelm?

Hjelm bajó la vista a su cuaderno. Ahí tenía apuntada una serie de nombres: Lena Hansson, George Hummelstrand, Oscar Bjellerfeldt, Nils-Åke Svärdh, Bengt Klinth, Jakob Ringman, Johan Stake, Sonya X. Tachó el último nombre de la lista y dijo:

—Ni una mierda.

—Un poco más preciso, por favor.

—Nuestras tres víctimas, sólo esos tres y nadie más, jugaron al golf juntos en una única ocasión, durante el otoño del noventa. Si la serie de asesinatos no continúa, sería una interesante pista. Y si Kerstin no ha pensado en ir a por el marido de Anna-Clara Hummelstrand —la amiga de las viudas—, un tal George Hummelstrand, entonces, yo me encargaré de él.

Kerstin Holm se encogió de hombros de manera ambigua. Hjelm intentó comprender el significado del gesto mientras seguía:

—Hummelstrand es uno de los eslabones que queda de la pista de la Orden de Mimer. Luego estoy buscando al chulo de Strand-Julén, un tal Johan Stake. Pensaba acompañar a Nyberg de excursión por el mundo del hampa para localizarlo. ¿Cuántas palabras llevo?

—Unas setenta. Vale, acompaña a Nyberg. ¿Nyberg?

—El día de ayer fue de estrecha colaboración con la policía de Estocolmo. Cotejamos una serie de bases de datos y dimos con unos cuantos suecos de dudosa reputación que podrían haber tenido contactos rusos. También hablé con unos cuantos individuos ya condenados en distintas cárceles; se mostraron todos muy callados al amparo del trullo. Hjelm y yo nos encargaremos hoy de los nuevos: gente de bares, gimnasios, tiendas de vídeos y sitios por el estilo.

—Muy bien. ¿Norlander?

El prudente Viggo Norlander se pasó la mano por la calva con flema y dijo:

—He contactado con las aduanas por el tema del contrabando de la ex Unión Soviética y, en principio, no he encontrado nada. Parece ser que nunca se puede rastrear al remitente, pero tengo algunos destinatarios que voy a comprobar. También he hablado con la policía de Moscú, San Petersburgo y Tallin respecto a la mafia, en general, y el grupo ruso-estonio de Viktor X, en particular. No ha sido nada fácil, pero todo indica que esta banda es, efectivamente, una especie de rama de la mafia rusa y que, de alguna forma, ya están aquí, en Estocolmo. El más complaciente ha sido un comisario de nombre Kalju Laikmaa, de Tallin. Sigo en coordinación con él hoy, y espero que…

Hultin tenía la punta de los dedos de una mano presionando sobre la palma de la otra formando una T.

Norlander se calló enseguida.

—¿Los economistas? —preguntó Hultin.

—Aquí el economista jefe Söderstedt —se presentó Söderstedt—. Hablo por Pettersson, Florén y en mi propio nombre. Chávez tendrá que hacerlo personalmente. Hemos localizado algunas cosas interesantes en la terrible maraña de sociedades que los tres señores han dejado tras de sí. El colegio de abogados estará, sin duda, frotándose las manos: aquí hay trabajo para muchos años. Sin embargo, los delitos con los que nos vamos encontrando son de otra índole, y distan mucho de la violencia directa. Informaremos cuando sepamos más detalles. Lo que podemos decir es que hay más conexiones entre los imperios de los tres caballeros de las que nos parecía al principio.

Hultin estaba a punto de volver a hacer el gesto de tiempo muerto cuando Söderstedt se calló. Chávez le tomó el relevo enseguida:

—Como ya se ha comentado, existen tres consejos de administración de los que formaron parte las tres víctimas a finales de los años ochenta y principios de los noventa: Ericsson, Sydbanken y MEMAB. Estoy comprobando todas las personas —y no son pocas— que participaron en esos consejos durante el mismo período. Ahora mismo estoy con MEMAB, en parte porque era, y es, la junta directiva más pequeña, o sea, por una razón meramente matemática-estadística; en parte porque la pista del golf de Paul está relacionada con MEMAB, una razón más bien intuitiva; y en parte porque parecía haber existido una cierta competitividad, por no decir hostilidad, para alcanzar una silla en esa junta. Así que lo que estoy haciendo es buscar enemigos dentro de las juntas directivas. Hasta el momento no he pescado nada, pero intuyo que el MEMAB va a picar.

Las últimas dos frases fueron muy forzadas, pues Chávez las pronunció mientras observaba cómo las manos de Hultin le pedían tiempo.

—Vale, a por ellos —habló Hultin, levantando las gafas de su enorme nariz para, acto seguido, abandonar la sala a través de su puerta especial.

Mientras salían, Hjelm paró a Kerstin Holm:

—Si te quieres encargar tú misma de George, el caballero andante, de acuerdo. No debería haberlo planteado. Supongo que tengo una fijación con la Orden de Mimer.

—Bien —dijo ella, lacónica en todo el significado de la palabra; y entró en el despacho 303 al mismo tiempo que Nyberg salía con la cazadora en la mano y haciendo un gesto a Hjelm. Como el Gordo y el Flaco, recorrieron los pasillos de la comisaría y salieron al sol.

El día se hizo largo y fastidioso. Hjelm llevaba a Nyberg de un lado para otro, siguiendo una lista que éste tenía apuntada en su cuaderno y que pronto empezó a llenarse de tachaduras. Los nombres tachados formaban parte, por un lado, de un ramillete de soplones bien informados; por otro, se trataba de varios oscuros personajes de dudosa reputación que posiblemente tuvieran contactos rusos para conseguir alcohol y drogas baratos: dueños de pequeños tugurios que se pasaban el día durmiendo, camellos de mala fama, dueños de gimnasios que trapicheaban con anabolizantes, comerciantes de arte no demasiado escrupulosos, propietarios de garitos de juego clandestinos. Todos bien conocidos por la policía pero imposibles de condenar en un juicio.

Nyberg se transformó ante sus ojos. El bajo del coro de la iglesia de Nacka se transfiguró en un instante de afable oso de peluche a furioso grizzlie, para luego, al tachar otro nombre de la lista, volver a su estado inicial.

—¿Cómo coño haces eso? —preguntó Hjelm después de eliminar el octavo nombre, igual de infructuoso que los otros siete.

Gunnar Nyberg se rió.

—Es cuestión de domar los esteroides —dijo, y acto seguido dejó de reír para quedarse mirando por la ventanilla con los ojos perdidos en la lejanía. Al cabo de un rato prosiguió tranquilo:

—Fui Míster Suecia en el año 1973. Tenía veintitrés años y me atiborré con todas las pastillas que me proporcionaba la gente de mi entorno para aumentar la masa muscular. Durante mi época en la policía del distrito de Norrmalm, entre 1975 y 1977, me denunciaron tres veces por brutalidad policial, pero con la ayuda adecuada conseguí escaquearme. Las denuncias «se perdían» durante el proceso burocrático, por decirlo de alguna manera. Dejé el culturismo serio, o sea con drogas, en el año 1977, después de la última paliza, que fue brutal. Incluso yo mismo me di cuenta. No se me olvidará jamás. Durante una fase transitoria luché contra repentinos arrebatos de ira, perdí a mi mujer y todo derecho a ver a mis hijos. Pero he vencido a toda esa mierda. Por lo menos, eso creo. Sin embargo, sigo sin saber si me sirvo de ella para actuar como poli malo cuando me conviene, o si es que me vuelve a dominar por momentos. No lo sé. Aunque lo hago de forma bastante controlada, ¿a que sí?

Hjelm nunca más oiría salir de la boca de Gunnar Nyberg tantas palabras seguidas de una vez.

—Totalmente —asintió Paul. Nyberg jamás se pasaba de raya. Su violencia era indirecta. Con la amenaza de sus ciento cincuenta kilos de paliza potencial, la mayoría de los delincuentes se volvían bastante dóciles.

Siguieron durante todo el día y hasta bien entrada la tarde yendo de un lado para otro de Estocolmo y su extrarradio. Hjelm ejercía más que nada de chófer pero, en general, conseguía intercalar su breve pregunta sobre proxenetas en medio del fuego cruzado de Nyberg. Antes de las tres, Hjelm habló con Hultin, quien decidió suprimir la reunión prevista para las 15 horas; al parecer, no había grandes novedades que tratar. Hjelm le informó de sus escasos resultados:

El propietario de un gimnasio en Bandhagen había comprado grandes provisiones de esteroides anabolizantes a un par de «crueles rusos» que se hacían llamar Peter Ustinov y John Malkovich.

Uno de los más destacados camellos yonquis que rondaba por la plaza del Sergel, había recibido en una ocasión una carga de heroína de la buena en bolsas de plástico marcadas con letras rusas. Eso era todo lo que lograron sacarle antes de que empezara a vomitar sangre.

El propietario de un pequeño restaurante del barrio de Söder había comprado vodka estonio en varias ocasiones a través de una extraña pareja de personajes que se hacían llamar Igor e Igor.

«Una banda de gángsteres de habla rusa» había ofrecido grandes cantidades de dinero a un autodenominado comerciante de arte en Järfälla a cambio de un cuadro de Picasso, entonces propiedad del famoso financiero Anders Wall. El individuo en cuestión se había negado a realizar el encargo.

El dueño de una tienda de vídeos en el barrio de Norrmalm, de ésas que están provistas de cabinas individuales, les ofreció alegremente con una locuacidad cargada de anfetaminas películas de pornografía infantil con subtítulos en ruso a pesar de que le mostraron sus placas. Le detuvieron, pero resultó que su acento no era ruso, aunque lo pareciera. Sin embargo, con treinta películas de pornografía infantil confiscadas no tendrían problema para meterlo en prisión preventiva. Hablarían con él más adelante.

Ésa fue toda la cosecha hasta las 15 horas del día 4 de abril.

Las pesquisas continuaron hasta las siete. Para entonces ya habían tachado todos los nombres de la lista de Nyberg. Ésta última parte de la búsqueda resultó tristemente infructuosa en lo que se refiere a la pista rusa. Sin embargo, en una de las llamadas «conversaciones» con un aterrorizado camello, al que habían estado persiguiendo en una especie de absurda carrera maratoniana todo el trecho que va desde el parque de Tessin hasta el puerto de Värtan, descubrieron que el hombre que se hacía llamar Johan Stake en realidad se llamaba así y que, entre muchas otras actividades, regentaba una agencia de sexo telefónico. La empresa se llamaba JSHB, Johan Stake HandelsBolag, se encontraba en Bromma y salía en las páginas de clasificados de los periódicos vespertinos.

Cuando volvían por el puente de Liljeholmen, las luces de la ciudad ya se habían encendido. Reinaba una odiosa calma que los dos notaron y que, posiblemente, sólo existía en sus cabezas. En cualquier caso, ambos intuían que iban a dormir mal.

Sabían cuándo y cómo, pero no sabían quién ni dónde.

Esa noche otra persona iba a ser asesinada.