3.3.1.— La Batalla de Pidna.

Para ambientar la batalla de Pidna, diremos que Roma hacia el 188 a.d.C. había confiado en mantener dividida Grecia y equilibrado el poder en Asia. A esta distancia histórica, y conociendo el carácter griego, esa pretensión no puede menos que resultarnos ingenua. Se libraron continuas batallas diplomáticas que fueron enrareciendo el ambiente hasta que en el 172 a.d.C., el intento de asesinato de Eumenes por criminales a sueldo de Perseo de Macedonia provocó la Tercera Guerra Macedónica.

De hacer atacado entonces, Perseo (que se había estado preparando a conciencia para la guerra) podría haber puesto a los romanos en situación harto crítica. Más se limitó a esperar el ataque enemigo, adoptando una actitud defensiva. El ejército macedónico de Perseo formaba una falange de dieciséis filas, armados los hoplitas con una lanza larga (sarissa) de más de seis metros. Aquel inmenso y lento puercoespín blindado era formidable en terreno llano..., pero Grecia lo es todo menos llano; si no se elegía cuidadosamente el campo de batalla, la legión podía abrir brechas en la falange y destrozarla.

El mando romano se mostró particularmente inadecuado. Durante 3 años, P. Licinio Craso, Aulo Hostilio Mancino y Q. Marcio Filipo dieron cumplida muestra de su incompetencia militar y de la incapacidad del Senado para nombrar generales hábiles en vez de políticos militarmente estúpidos. Por fin, en un rasgo de sensatez, el Senado eligió para un segundo mandato a Lucio Emilio Paulo, cuñado de Escipión el Africano y que se había distinguido extraordinariamente en España y Liguria, tenía sesenta años por entonces y, según su contemporáneo Polibio, era uno de los pocos romanos de relieve capaz de resistir la tentación del dinero.

Su primer acto fue enviar una comisión a Grecia para aclarar la situación; tres delegados, a cuyo frente se encontraba Gneo Domicio Enobarbo, triunfador de Magnesia. Una vez regresaron e informaron de la caótica situación, Paulo recibió autorización para nombrar los tribunos de sus dos legiones, reclutó cuatro legiones más y partió para Delfos. Prohibió a los centinelas llevar armas “porque su misión no era luchar sino vigilar”, organizó un sistema de relevos, asignó trabajos a todos y repuso las escasas existencias de alimentos y agua. Reunió a los oficiales y, tras estudiar su estado de ánimo, empezó a trabajar secretamente en sus planes.

La idea de Paulo era atacar de frente a Perseo a la vez que efectuaba un movimiento de diversión con la flota para amenazar las comunicaciones septentrionales de su enemigo. Entre escaramuzas, maniobras, marchas y contramarchas pasó un buen lapso de tiempo que el romano aprovechó para afianzarse sobre el terreno y conocer a su adversario. Por fin, tras el eclipse de luna ocurrido la noche del 21 al 22 de junio del 168 a.d.C., tuvo lugar la batalla decisiva.

Según Livio y Plutarco, los dos campamentos se surtían de agua en el Leucus, que en aquella época del año debía estar convertido en un riachuelo. Para proteger a sus columnas de aguada, los romanos habían establecido un destacamento de dos cohortes y dos agrupaciones de jinetes en la orilla occidental del rio, mientras otras tres cohortes y dos escuadrones de caballería vigilaban el campamento macedónico. Es de suponer que los de Perseo hicieran lo mismo, así que la corriente fluvial dividiría a los contingentes enemigos.

Sobre las tres de la tarde del día 22, un caballo romano se soltó y empezó a galopar hacia la orilla griega, seguido por tres soldados. El agua les llegaba a las rodillas. Dos tracios del ejército macedónico quisieron capturar al animal, resultando muerto uno de ellos. Aquelló irritó tanto a un cuerpo de 800 jinetes tracios que se lanzaron a la lucha, siendo imitados por las dos cohortes romanas. Ante el ruido, Paulo salió de su tienda para averiguar qué pasaba. El romano pensó que lo mejor sería aprovechar el ardor de sus soldados y convertir en oportunidad favorable lo que no era sino un motivo casual. Nasica, al tiempo, anunció a Paulo que Perseo estaba formando en orden de batalla a sus soldados.

No sabemos con exactitud el orden de batalla de ambas fuerzas; sin embargo, teniendo en cuenta que la falange solía ocupar el centro, puede conjeturarse más o menos lo siguiente: los tracios se colocaron a la derecha, en el centro la falange de los leucáspidas y la de los calcáspidas y, por último, los mercenarios, que ocuparían el ala izquierda, con la caballería a un flanco o en los dos. Sobre los romanos podemos aventurar que las dos legiones se hallaban en el centro, con los aliados latinos a la derecha, los griegos a la izquierda y la caballería en ambos flancos. Se ha dicho que en la batalla intervinieron también algunos elefantes, colocados a la derecha de la formación romana.

Según el informe de Nasica, recogido por Plutarco, las cosas se desarrollaron aproximadamente como sigue: “Primero avanzaron los tracios, cuyo aspecto, según Nasica, era terrible por tratarse de hombres de aventajada estatura, vestidos con túnicas negras que destacaban bajo el color blanco de sus resplandecientes armaduras y escudos, enarbolando en la diestra hachas de combate, con grandes hojas de hierro. Siguiendo a los tracios, los mercenarios avanzaron. Su equipo era variado y mezclados a ellos iban los peonios. Seguía una tercera división (falange de los leucáspidas), hombres escogidos, la flor de los macedonios tanto por su vigor juvenil como por su valentía, muy vistosos con sus brillantes armaduras doradas y sus túnicas escarlatas. Mientras éstos ocupaban su lugar en la línea, salieron a la palestra los componentes de la falange de los calcáspidas, con escudos de bronce, que llenaron la llanura y las montañas circundantes con el refulgir de sus armas y con sus tumultuosos vítores y gritos.”

El ataque de Perseo fue muy rápido porque, según afirma Livio, “los primeros muertos cayeron a doscientos cincuenta pasos del campamento romano”. Según eso, los macedonios debieron cruzar el Leucus y avanzar hasta la ladera del monte Olocrus. Paulo, sorprendido antes aquella muralla de lanzas, disimuló su agitación y, sin proteger cabeza ni cuerpo, dispuso a sus hombres para la batalla. Los pelignos, de origen sabino, iniciaron el contraataque sin conseguir abrir brecha en la falange. En vista de ello, Salvio, su comandante, arrojó el estandarte en medio de la formación enemiga, se luchó encarnizadamente y la legión debió retirarse en desorden hacia el monte Olocrus. Esta retirada arrastró al resto de la línea y el ejército entero buscó la protección de la montaña. Es evidente que siempre y cuando el terreno resultara favorable a la falange, nada podían los romanos contra aquel muro de acero. Pero el avance empeoró las condiciones para los macedónicos: su frente empezó a curvarse y hendirse hasta presentar algunas brechas debidas “tanto a la irregularidad del terreno como a la gran longitud del frente..., haciendo que quienes intentaban ocupar posiciones más altas se vieran separados contra su voluntad de quienes quedaban más abajo que ellos...”.

Según Plutarco: “Ante aquello, Paulo dividió sus cohortes y les ordenó lanzarse contra los intersticios y espacios abiertos en la línea oponente, entablando así combate cuerpo a cuerpo, aunque no librando una batalla general, sino muchas de ellas separadas y sucesivas. Las instrucciones dadas por Emilio a sus oficiales pasaron de éstos a los soldados, los cuales apenas se introdujeron entre las filas enemigas, separando a los grupos, atacaron a algunos de ellos por los flancos, es decir, allí donde su armadura no podía protegerlos, y a otros por retaguardia. Una vez quebrantada su unidad, la falange perdió toda fuerza y eficacia.”

Livio, aunque de modo algo confuso, deja claro que además de las pequeñas brechas mencionadas, se había producido una considerable entre el centro y el ala izquierda macedónica. El motivo probable fue el de que al perseguir a los derrotados pelignos, el ala izquierda se adelantó algo al centro, que aún seguía combatiendo con las dos legiones romanas. Dice así Livio: “Luego que Emilio hubo ordenado a sus cohortes introducirse como cuñas en las hendiduras, se puso a la cabeza de una de sus dos legiones y la situó en el espacio comprendido entre los mercenarios macedónicos y la falange, rompiendo así la línea enemiga. Tras él se encontraban los mercenarios armados con escudos y a su frente la falange de los calcáspidas. Simultáneamente, Lucio Albino lanzó a la segunda legión contra la falange de los leucáspidas, mientras los elefantes y algunas cohortes de caballería aliada avanzaban contra los ahora aislados mercenarios macedónicos. Como el ataque no dio el resultado apetecido, intervinieron los aliados latinos que obligaron a ceder al ala izquierda griega. Entretanto, en el centro, la segunda legión de Emilio cargaba contra la falange de los calcáspidas, dispersándola.”

Al ver la batalla perdida, Perseo huyó hacia Pella con su caballería y desapareció de la Historia. Cuando las noticias de la victoria llegaron al Senado, éste resolvió que todos los Estados implicados en la campaña, amigos o enemigos, serían despojados de su fuerza. Macedonia desapareció, en toda Grecia se incoaron procesos por alta traición, cuantos sirvieron en el ejército de Perseo fueron liquidados, se saquearon setenta ciudades y se vendió como esclavos a 150.000 epirotas. Grecia triunfó al fin con su cultura, que gracias a Roma se expandió por todo el Mediterráneo, pero perdió cualquier protagonismo político..., lo que no se puede menos que considerar un avance, dado el precio en sangre pagado por su desunión e individualismo.