Lunes, 5 de octubre de 2009
Cuando un chico de pelo rapado y pantalones azules de trabajo se acercó al Seat León, Primo no estaba dormido, y sin embargo no reaccionó a tiempo. Sacó los puños de los bolsillos de la cazadora y se desenrolló la manta de las piernas mientras veía cómo el chico pulsaba el mando a distancia, los intermitentes parpadeaban y se metía en el coche con la agilidad de los actos cotidianos, mecanizados. No pudo por tanto interceptarlo antes de que arrancara el motor. Estaba abocado a perseguirlo.
Esperó a que desaparcara y a que pasara a su lado y puso en marcha su coche. De un manotazo conectó los limpiaparabrisas, que barrieron las hojas secas de la luna, y apretó el acelerador. Más tarde pensaría que en su lenta reacción no solo habían influido sus reflejos anquilosados por la inmovilidad y el frío, sino también una especie de interés morboso, impropio de un policía, por descifrar en el rostro de ese chico alguna traza dejada por el acto de violar y asesinar a una niña de quince años. No la había encontrado. Parecía un chico completamente normal, incapaz de una monstruosidad semejante.
Cuando entró por arriba a la plaza del ayuntamiento, vio a través del quiosco de música que el León salía de ella por abajo. Iba bastante rápido, conocía a la perfección la anchura de las calles, cuánto podía pegarse a los troncos-jardinera sin tocarlos. Primo en cambio sufría un denso torpor en sus reflejos y temía a cada instante que alguien saltase a la calzada y él pudiera atropellarlo. En un paso de cebra, tuvo que frenar para que cruzara una mujer a la que el León no había respetado. Tamborileó en el volante mientras esperaba. Vamos, vamos, vamos, murmuró. En el cielo progresaba una gradación infinita entre el naranja y el azul, producida por un sol recién salido que sin embargo era invisible desde el valle, escondido tras la montaña. No pudo evitar que las ruedas chirriaran brevemente contra los adoquines al acelerar con brío. Los objetos del asiento del copiloto se deslizaron hacia atrás sobre la tapicería.
Al localizar de nuevo el León, veinte metros por delante, decidió mantener esa distancia, que aumentaría si salían del pueblo. Esto parecía bastante probable, pues estaban ya en las afueras, sobrepasando el cuartel de la Guardia Civil. El lugar de trabajo del chico está en otra localidad, pensó Primo, y se abrochó el cinturón de seguridad. Pero, sin dar antes el intermitente, el coche giró a la izquierda justo en la ferretería para jardín, antes de la gasolinera. Inquieto por haberlo perdido otra vez de vista, aumentó la velocidad y dobló la misma esquina.
El León estaba aparcando en un lateral del comercio, bajo los letreros luminosos de motosierras y máquinas cortacésped. Ahora, dijo Primo en alto. Giró el volante con la palma de la mano y se detuvo lentamente detrás del León, cruzado, atajando una posible huida. Se desabrochó el cinturón.
A través del cristal fijó los ojos en la portezuela amarilla, esperando con la respiración suspendida a que se abriera. Con la mano derecha, a ciegas, tanteaba el asiento contiguo en busca de su pistola. Dio con la fría culata al mismo tiempo que la portezuela del León se abría y la pierna izquierda del chico se plantaba en el suelo. Sobre el bolsillo del pantalón, a mitad de muslo, había una palabra bordada en hilo naranja: la misma marca de motosierras del cartel: trabajaba en la ferretería. Todavía esperó a que saliera del todo, accionara el mando, mirara un segundo hacia el coche de Primo —que no le extrañó ahí parado, pues estaba en la misma explanada de la gasolinera— y echara a andar. Solo entonces, Primo agarró el tirador de la puerta y bajó.
—Perdona —le dijo al chico por la espalda, con voz elevada y firme, que no podía no oír.
Este dejó de andar y se volvió.
—¿Qué?
Primo tuvo que hacer un esfuerzo para no escudriñar otra vez sus rasgos, para no intentar leer, para no buscar. Su expresión, incluso antes de adivinar lo que iba a suceder, transmitía un curioso retraimiento, un temple acobardado que moldeaba la tensión de sus labios.
—¿Es tuyo este coche? —preguntó Primo, sin señalarlo, sin moverse.
—Sí —contestó el chico primero, maquinalmente. Luego empezó a adivinar—: O sea, no. No es mío. Me lo ha dejado un amigo.
Primo se complació en observar cómo la cobardía de sus labios se borraba, para inmediatamente después aflorar más intensa y trepar por sus mejillas, sus pómulos e inundar las cuencas de sus ojos. Vengativo, sin piedad, Primo torció muy ligeramente el tronco y dejó que el chico encontrara la pistola en el extremo de su brazo, apuntando al suelo. Continuó en silencio unos segundos más, asistiendo al temblor empavorecido que sacudió el cuerpo del chico y que, por si tenía alguna duda, probaba su culpabilidad.
—Te has cortado el pelo, Sebastián. No llevas esa coletilla rubia que tenías este verano. De todos modos, ya ves que no te ha servido de nada.
La contracción de su cara llegó al paroxismo y sus hombros avanzaron violentamente. Primo, previendo un ataque, dio un salto hacia atrás y alzó el brazo con la pistola, sin apuntarlo, el pulgar en el resorte del seguro. La cintura del chico se dobló y, con un gemido, arrojó al suelo una bocanada de vómito. Siguió un rato dando arcadas, escupiendo, salpicándose de bilis los zapatos. Primo bajó el arma.
La gasolinera estaba desierta, no había rastro de ningún empleado; casi con seguridad, nadie había visto la escena. Una furgoneta salía del pueblo por la carretera e incrementaba la velocidad. Caminando hacia atrás, vigilando a Sebastián de continuo, fue hacia el maletero del coche, lo abrió y de un compartimento lateral sacó unas esposas. El tintineo metálico sirvió de reclamo para que el chico se incorporara. Su cara estaba blanca y desfigurada, como si una descarga eléctrica hubiera alterado todos sus músculos expresivos. Pero en sus ojos creyó distinguir una luz calmada, un sosiego, no solamente debido a la liberación del vómito. Primo se preguntó cuántas veces habría anticipado este momento, temiéndolo, deseándolo.
—Tengo que avisar a mi jefe —dijo con la garganta pastosa.
—No vas a avisar a nadie —replicó Primo, y cerró de un golpe el maletero—. Dame tu teléfono.
Sebastián alargó la mano hasta el bolsillo del muslo y extrajo su móvil.
—Ahora, tíralo a mis pies.
Obedeció. El aparato, después del impacto, se arrastró medio metro boca abajo, la pantalla arañándose contra el suelo. Primo lo recogió, lo apagó y se lo guardó en un bolsillo.
—Abre la puerta trasera de mi coche y quédate ahí, sin meterte, mirando hacia ese depósito blanco.
El chico se movió despacio, a impulsos temblorosos e inseguros, como si sus extremidades se resistieran a las órdenes tímidamente, también con cobardía. Ocupó de pie el ángulo entre la puerta abierta y el coche. Primo se acercó a él por la espalda y, manteniendo la pistola empuñada contra la cadera, le colocó la mano izquierda sobre la cabeza y presionó para que se sentara en el borde del asiento, las piernas y medio tronco fuera del coche. Le tiró las esposas en el regazo.
—Ciérratelas sobre una de las muñecas, pasa el extremo por debajo del agarrador de la puerta y átate la otra muñeca.
Sebastián tardó unos segundos en procesar las instrucciones, aturdido por la realidad tangible y simbólica de aquel objeto metálico. Luego hizo lo que le había mandado, de modo que quedó con las manos esposadas entre sí y a la vez sujetas a la puerta del coche. Primo comprobó con un tirón la firmeza del dispositivo y ciñó más las argollas a ambas muñecas apretando un punto el mecanismo de carraca.
—Mete las piernas —dijo por último. Y después cerró la puerta.
Echó una ojeada nuevamente en derredor. Al otro lado de la calle había un hombre subido a una escalera podando un ciprés. Un todoterreno con las luces encendidas sobrepasó la gasolinera, la ferretería y continuó hacia delante. Del casco del pueblo llegaba el ruido repetitivo de un martillo hidráulico.
Introdujo la cabeza por su puerta, que permanecía abierta desde que se había apeado del coche, y cogió su paquete de tabaco y el mechero. No miró al chico. Oyó la respiración agitada brotando de su mutismo crispado y expectante. Notó el olor agrio de su aliento tras el vómito. Cerró la puerta con el codo.
Al insuflarse en sus pulmones, el humo de aquel tabaco diferente le produjo un mareo instantáneo. Fue el elemento que purgó la extraordinaria presión de las últimas horas. La vista se le nubló, una oleada de calor le recorrió la cara y se tuvo que apoyar en la aleta del coche para no tambalearse. Juntó los párpados y se frotó la nuca con la mano helada. El peso de la pistola dentro de la cazadora se le hizo tan sensible que parecía palpitar contra su estómago.
Cuando percibió el frío seco de la mañana envolviéndole el cuerpo, consideró que se había repuesto del mareo. Tiró el cigarrillo impulsándolo con la uña. La brasa dibujó en el aire una espiral descendente.
Ahora que había atrapado al primer chico, toda su energía, que había volcado íntegra en lograrlo, retornaba a él y le demandaba el siguiente objetivo. Pero ocurría que, más allá de este punto, no había planeado nada. O, mejor dicho, sabía lo que quería hacer pero había aplazado su decisión hasta que pudiera evaluar las condiciones en que tendría que llevarla a cabo. Y mirando a aquel chico, esposado en el interior de su coche, comprendió que no podía hacerlo solo, que necesitaba ayuda. ¿Pero a quién pedírsela? Porque proceder como estaba estipulado, es decir, avisar a la comisaría, era lo último que iba a hacer.
En varias ocasiones, el día anterior sin ir más lejos, el policía municipal se había ofrecido incondicionalmente a ayudarlo. Pero recordó la forma torpe en que había manejado la situación de su pistola, cuando Belén la encontró, y no le pareció el más adecuado para una operación delicada, pese a su buena voluntad. ¿El alcalde? Seguro que gestionaría mejor los imprevistos, pero necesitaba a alguien que pudiese manejar un arma. Dio unos pasos hacia delante y se asomó a la carretera. Allí, le vino a la mente una de las pocas personas que lo había tratado respetuosamente desde el inicio del caso. Y no podía tenerlo más cerca.
Aunque podía ir andando, no era buena idea dejar al chico dentro del coche, a pocos metros de su lugar de trabajo; alguien podía salir, verlo y complicar las cosas. Así que volvió a montar, arrancó el motor y pisó embrague. La voz de Sebastián lo interrumpió en el gesto de engranar la marcha atrás.
—¿Qué me va a pasar? —preguntó, el temblor de su cuerpo contagiado a sus cuerdas vocales.
Primo soltó la palanca de cambios, pero no dijo nada.
—Le juro que yo no…
—Cállate.
—La chica se…
—¡Cállate, he dicho! —gritó Primo, dando un golpe en el volante—. A mí no tienes que contarme nada.
Con parsimonia, Primo revisó los espejos y manejó la palanca de cambios, primero para avanzar hacia atrás y después para abandonar la explanada de la gasolinera trazando un círculo. Se incorporó a la carretera pavimentada con adoquines. El traqueteo entre elástico y gaseoso se prolongó a lo largo de unas decenas de metros, hasta que estacionó en una callejuela perpendicular, pegado a la valla baja del cuartel de la Guardia Civil. Sin decir una palabra, salió del coche y cerró con llave.
Cabizbajo, impelido a la audacia no por su fuerza de voluntad sino por la fatiga, Primo penetró en el recinto del cuartel a través de la entrada de vehículos. Por encima de su cabeza, la bandera flameaba soplada por el viento, que también sacudía las hojas amarillas de una hilera de lilos. Franqueó el portalón abierto y se dirigió a una ventanilla, tras la que se hallaba un joven guardia civil de uniforme.
—Buenos días —saludó Primo.
—Buenos días. Dígame.
—Estoy buscando al teniente Serena.
—Pues le acabo de ver entrando al almacén —le informó el guardia civil, sacando el brazo para apuntar a una puerta—. Pero no está aún de servicio. ¿Para qué le necesitaba?
Primo se rascó el mentón, donde empezaba a brotarle la áspera barba, y observó la puerta durante unos segundos, los suficientes para que esta se abriera y por ella saliera la figura angulosa del teniente Serena. Vestía unos pantalones vaqueros y un abultado forro polar granate. Cuando vio a Primo, sus pobladas cejas se encaramaron a lo alto de la frente, denotando el reconocimiento.
—Gracias —le dijo Primo al guardia civil joven y se encaminó hacia Serena.
Fueron a encontrarse en el centro del zaguán. Primo le alargó la mano, que el otro estrechó con una sonrisa amistosa.
—¿Me recuerda, teniente Serena?
—Cómo no, subinspector…
—Enríquez.
—Eso es, Enríquez. Al final, se libró de salir en todos los telediarios. Tuvo suerte, después de todo.
—Sí, bueno.
—¿Qué hace por aquí?
—Lo cierto es que llevo dos semanas por la zona.
—Ah. ¿Sigue en el caso de la chica?
—Sí. De hecho… —Se acercó al guardia civil y bajó la voz—. Necesito su ayuda, teniente.
—Mi turno no comienza hasta las diez. Faltan casi dos horas.
—Mejor, mejor. Pero le necesito ahora mismo.
En lugar de arquearse por la incomprensión, las cejas grises fueron descendiendo despacio sobre los ojos de Serena hasta acentuar una mirada sagaz.
—Explíquese. Me temo que no le entiendo —dijo con tono suave—. Parece cansado.
Por encima de su hombro, Primo se cercioró de que la ventanilla había quedado vacía, de que no los miraba nadie, y permitió que la fatiga se convirtiera ahora en franqueza, prescindiendo de los rodeos.
—Afuera, en mi coche, tengo a uno de los responsables de la muerte de la chica. Son dos más, y pretendo que el detenido me lleve hasta ellos. Pero estoy solo y necesito a alguien. Y he pensado en usted, teniente.
—Pero… pero… —balbuceó el guardia civil, noqueado por el estupor—. Pero… ¿por qué no avisa a su comisario?
—¿Mi comisario? Usted conoció a Garray. Pudo darse cuenta de cómo es. Temo que lleve a cabo otra de sus maniobras mediáticas y…
Dar explicaciones aumentaba su agotamiento. Lo invadió el desánimo, quizá se había equivocado reclamando la ayuda del guardia civil.
—No sé, teniente. Si no le parece buena idea, concédame unas horas, no diga nada a nadie hasta dentro de un buen rato. La prensa está merodeando. Intentaré hacerlo yo solo. Aunque… ¿podría prestarme dos pares de esposas?
Las palabras de Primo, que traslucían una cierta incoherencia, un principio de desvarío, tuvieron en Serena el efecto de una argumentación sólida, paradójicamente. Su rostro compuso un gesto de aplomo y sus labios dijeron:
—Espéreme fuera, ¿de acuerdo? No tardaré.
Primo asintió como agradecimiento y lo vio desaparecer tras una puerta del fondo del zaguán.
En el patio, se acercó a uno de los lilos atacados por el otoño y contempló una de sus hojas entre los dedos. Las orugas habían cortado dos semicírculos perfectos junto a los bordes y le habían dado la forma de una extraña pieza de puzzle. La vibración de su teléfono lo sacó de este ensimismamiento al que el cansancio lo había empujado. En la pantalla iluminada vio un número largo, generado por una centralita. Reconoció parte de la ristra de dígitos: era el número de la comisaría. Habían pasado unos minutos de las ocho y supuso que Garray, recién llegado, lo llamaba para coordinar la cuestión de la Brigada de Homicidios. Sacudió la cabeza, como si espantara un mal recuerdo o un escalofrío, y silenció el teléfono sin remordimiento.
No oyó al teniente aproximándose por un lateral. Se percató de su presencia atraído por las franjas fosforescentes de unas zapatillas de correr. Se volvió. Una de las cejas grises apuntó hacia la entrada de vehículos y abandonaron por ella el recinto del cuartel. Cerca de su oreja, Serena le informó:
—No puedo llevar pistola, sin estar de servicio.
—Lo supongo, lo supongo. No se preocupe. Tengo la mía —dijo Primo, tocándose por fuera el bolsillo de la cazadora.
—Sí he conseguido las esposas. Aunque me puedo meter en un buen lío —dijo Serena, tocándose a su vez el forro polar, que emitió un ahogado sonido de hierros.
Primo no le dio las gracias, creyendo innecesaria toda retórica ante el juicioso teniente, y lo guio hasta su coche.
Aunque justo después comprendería que era previsible, Primo no supo anticipar la reacción de Serena al ver al chico esposado a través de la ventanilla. El guardia civil lo agarró fuerte de la manga hasta pararlo y lo hizo retroceder unos pasos en la callejuela. Su rostro esbozaba tal estupefacción, que fracasó en varios intentos antes de conseguir hablar:
—No puede ser, no puede ser. ¡Sebas! ¡Es Sebastián! Conozco a su padre, conozco a toda su familia… ¡No puede ser él! ¿Está seguro, subinspector? ¿Está completamente seguro de que Sebastián está involucrado en esto? —Y sin esperar respuesta, sabiendo que sería positiva, se lamentó—: ¡Cielo Santo!
Más para darle un tiempo que para convencerlo, Primo le puso una mano en el hombro y dijo:
—Créame, teniente. No tengo la menor duda. No la tenía antes y menos ahora. Él no lo ha desmentido, poco menos que se ha acusado. Comprendo su sorpresa, pero no hay ningún error.
Durante más de un minuto, Serena permaneció callado, con la boca torcida. En su frente se pudo seguir la tortuosa lucha interna, la anonadada toma de conciencia respecto al impactante hecho: uno de los responsables de la muerte de Lucía Moreno era un conocido suyo, al que había tenido a diario a unas decenas de metros, a quien quizá había visto crecer desde que era un niño. El proceso acabó cuando su fisonomía se distendió y en sus pupilas quedó depositado un residuo endurecido, un destello implacable y desolado. A partir de ese instante, el guardia civil no iba a preguntar más, antepondría la confianza en Primo a su colosal estupefacción. Se dejó conducir otra vez hasta el vehículo.
En el silencio que siguió a la entrada de Primo y Serena en el habitáculo, se hizo audible un castañeteo, tal vez el de los dientes del chico entrechocados por su mandíbula temblorosa o bien el de los eslabones de las esposas agitadas por el temblor de sus manos. Sebastián había visto al teniente por el cristal y ahora esperaba, con la cabeza rendida, que comenzara a increparlo, que le pidiera explicaciones desde la autoridad de ser amigo de sus padres, más temible en primera instancia que la de su profesión y su rango. Pero Serena no dijo nada, mantuvo los labios apretados y la barbilla cerca del pecho. La situación era muy indeseable también para él.
—Escúchame, Sebastián —empezó Primo, buscando los ojos del chico en el rectángulo del retrovisor—. Nos vas a llevar al lugar en el que estén tus dos amigos.
Primo no le había expuesto antes su propósito para que el chico no reuniera fuerzas y argumentos para negarse. Ahora, ante la imponente presencia de Serena, le sería más complicado elaborar una posición de resistencia. Desplegó los detalles que conocía de sus amigos para inculcarle la idea de que su detención era inevitable:
—El más bajo de tus amigos, el que fuma, se llama Álex. Pero el otro, el alto, ¿cómo se llama?
En el espejo solo divisaba su coronilla rasurada.
—¡Mírame! —exclamó Primo—. ¿Cómo se llama el otro? ¡Mírame!
Por fin los ojos del chico, velados por la vergüenza y el miedo, se asomaron al reflejo del retrovisor.
—Ricky… O sea, Ricardo.
—Ricardo, bien. Pues nos vas a llevar hasta Álex y Ricardo. ¿Trabajan? ¿Estudian? ¿Dónde están ahora mismo?
—No.
—¿No qué?
—Que no trabajan ni… Estarán es sus casas, supongo.
—¿Aquí, en Rascafría?
—Sí. Bueno, la casa de la madre de Álex está en la carretera del Paular, saliendo.
—Entonces iremos antes a por Ricardo. ¿Dónde vive?
—Al lado del ambulatorio.
Uno de los brazos del guardia civil se elevó e indicó la calle principal del pueblo. Dijo:
—Sé dónde es. Está a dos minutos.
Primo arrancó el motor y dio marcha atrás hasta que las cuatro ruedas estuvieron sobre los adoquines. La velocidad, el desplazamiento de las casas ante su vista, le proporcionó una inmediata embriaguez. De pronto no se sentía cansado.
El sol bajo proyectaba sobre los adoquines la sombra fluctuante del vehículo, que rotaba alrededor de él con cada cambio de dirección, como un sudario negro que la carrocería arrastrara por el suelo. En las aceras del pueblo había cierta actividad: gente entrando y saliendo de bares, el cartero empujando su carrito amarillo, furgonetas comerciales descargando frente a negocios pequeños, grupos de mujeres en chándal caminando rápido. Esta cotidianidad era captada desde el interior del coche a través de un filtro distanciador, de irrealidad, que los mantenía ajenos a ella, inmersos en una atmósfera incompatible.
Flanqueados por las jardineras hechas con troncos, se introdujeron en el núcleo del pueblo. Pero enseguida lo dejaron a la derecha y se alejaron por una calle que discurría paralela a un torrente, en cuyo fondo culebreaba un exiguo curso de agua entre rocas de granito. El teniente iba señalando el itinerario con un leve movimiento de su dedo índice —izquierda, derecha, recto—, que parecía administrar bendiciones a lo largo del recorrido. Cruzaron por una pasarela al otro lado del torrente y junto al ambulatorio, bajo un letrero blanco con la palabra Urgencias en rojo, Serena mandó parar. Su dedo se quedó estirado apuntando a una casa enfoscada de una sola planta.
—Es ahí.
—Sí —corroboró Sebastián sin que nadie le preguntara.
Una valla blanca, con su cancela de entrada abierta, protegía el seto ralo y descuidado del estrecho jardín de la fachada. Una acacia sacaba sus ramas por encima del seto. Había esparcido por la acera y la calzada una alfombra delgada de hojas color membrillo. Las dos ventanas a la vista tenían sus persianas bajadas, a un palmo del alféizar. Los postigos de metal para la nieve lucían una pintura verde descascarillada, con rodales de óxido.
—¿Conoce a la familia, teniente? —quiso saber Primo.
—El padre trabaja en el monte. Casi seguro que no está ahora en casa. La madre sí estará, no trabaja. En cuanto al hijo, lo sabrá mejor Sebas… Sebastián.
—¿Tú qué dices? —inquirió Primo al chico, reclamando sus ojos en el retrovisor.
—Hace semanas que no le veo —explicó Sebastián con la mirada huida—. Pero supongo que estará en casa. ¿Qué va a hacer fuera a estas horas?
—Bien. Le diré lo que vamos a hacer, teniente. Llamaré yo al timbre y usted se quedará a un lado, escondido. Si nos abre la madre o el padre, si oye alguna de sus voces, usted se asomará despacio para que le vean y confíen. Si me abre el chico, diré su nombre para que usted me oiga y no le daré tiempo de reaccionar, le inmovilizaré como pueda y esperaré a que usted entre con las esposas. ¿Le parece bien? ¿Se le ocurre algo mejor?
Primo no preguntaba al guardia civil para que le diera la razón, ni por cortesía, sino porque en verdad dudaba de su propio criterio para ponderar la situación. Después de la noche en vela, las cosas le producían una impresión tenuemente desorbitada.
—No, no. Está bien —convino Serena, todavía bajo el impacto sufrido hacía unos minutos.
—¿Listo, entonces?
—Cuando quiera, subinspector.
Simultáneamente, abrieron sus respectivas portezuelas e ingresaron en el aire frío de la mañana, que tenía la calidad seca e inclemente de la sierra. El policía conmutó el cierre centralizado, que dejaba aislado al primer detenido, y el guardia civil sacó de su forro polar uno de los pares de esposas, cuyo ruido acalló apretándolo contra la palma de la mano. El primero, dado que su papel era el más oficial (sin serlo del todo), avanzaba dos pasos por delante.
Traspasaron la cancela blanca de la casa. A la izquierda, en un rincón del estrecho jardín, había una caseta de perro toscamente construida con ladrillo visto. La cadena suelta, enrollada en el suelo, y un montón de hojas otoñales en el interior indicaban que el perro había muerto tiempo atrás y no había sido reemplazado. Cuando Primo se plantó ante la puerta de la casa, Serena, sigiloso sobre sus zapatillas de correr, lo sobrepasó hasta situarse junto al paño de fachada que había a continuación. Después de obtener con un guiño la anuencia del guardia civil, Primo pulsó el interruptor de la pared. El áspero sonido de chicharra se dilató en un eco de varios segundos. Después, todo transcurrió con una extraordinaria fluidez, cada hecho sirviendo de detonante del siguiente, como si ellos no intervinieran.
No hubo preámbulo, ningún indicio que anunciara que la puerta iba a ser abierta. Sin más, se abrió. Ante Primo, haciendo visajes de miope, surgió una mujer en bata de unos cincuenta años, con una mano en alto rechazando la claridad de la calle y la otra agarrando una magdalena parcialmente ensopada en café con leche.
—¿Qué pasa? —dijo ella, con la vocalización deformada por la mueca de deslumbramiento de los labios.
El guardia civil ya había salido a la vista —aunque la mujer no debía de ver demasiado— y dijo:
—Herminia. Soy Federico. ¿Podemos pasar?
—¿Federico? ¿Qué Federico?
Primo no mostró su placa, no se presentó. Por el hueco entre la jamba y el codo levantado de la mujer, simplemente se coló, agachando la cabeza, y se adentró unas zancadas en el pasillo. Empuñó la pistola, sin preocuparse de cubrirla a los ojos enceguecidos de la mujer.
—Oiga —protestó ella, girando sobre sí misma.
—Su hijo Ricardo. Dígame dónde está su hijo Ricardo —dijo Primo, acuciante, para no dejarle pensar.
—¿Qué? —replicó aturullada.
—¿Dónde está su hijo? —pronunció él, sílaba a sílaba.
—Su hijo, Herminia —insistió Serena.
—¿Mi hijo? Durmiendo, en su habitación. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Con la punta de la pistola, Primo fue abriendo puertas. La primera daba a una oscura estancia que olía a polvo y a humedad, cuyo lateral estaba forrado por un mueble mural pasado de moda con un televisor de pantalla abombada. Al otro lado del pasillo, había una sala de estar con una mesa camilla de faldones grisáceos y un hule transparente encima; en la pared, varias tablas de aglomerado exhibían una colección de chapas de refrescos. En un barrido con su pistola, Primo vio al fondo la cocina, algo más iluminada que el resto; en el centro había una mesa de formica blanca y sobre ella un vaso de cristal humeante lleno de café con leche. Fue consciente ahora de que el frío en el interior de la casa no era mucho menor que en la calle. Disgregó un segundo su atención para oír a su espalda la voz de Serena dando explicaciones a la mujer, apaciguándola, siseando para que bajara el tono.
La siguiente habitación a la que se asomó fue su dormitorio, con una cama de matrimonio deshecha, un armario empotrado y una cómoda, en la que reposaban un joyero de marquetería imitada, una foto de bodas y otra de un niño corpulento vestido de primera comunión. Ya solo quedaba una puerta, cerrada del todo. Primo bajó el picaporte con la mano izquierda y rasgó con el cañón las primeras capas de oscuridad.
La luz menguada del pasillo, como gastada por un uso excesivo, se escurrió por el suelo de la habitación hasta colmar las dimensiones de un trapecio. La persiana echada filtraba los aguijones del sol, que se hincaban en un gran bulto central y establecían su relieve montañoso. Era la cama, ocupada por una persona. Mientras aguardaba a que sus ojos se aclimataran, sus oídos percibieron dos sonidos: una respiración honda y pausada, en el extremo opuesto a la consciencia, y un débil chirrido regular, como de un grillo, que no supo identificar. Tranquilizado por el evidente sueño de Ricardo, rodeó la cama y alcanzó la ventana pisando prendas de ropa. Deslizó los dedos por la cuerda de la persiana hasta agarrarla lo más arriba que pudo y a continuación tiró fuerte. La persiana, con los topes rotos, no solamente subió entera sino que fue tragada por el cajetín. A la luz violenta que irrumpió por la ventana, Primo captó tres cosas: el brillo acerado de las esposas del teniente, quien había llegado ya a la puerta de la habitación y permanecía en guardia, con ellas colgando de una mano; el monótono giro de una rueda dentro de una jaula, propulsada por las patas de un hámster, que producía el chirrido que antes no había identificado; y captó también, bajo esta luz reveladora, la inmovilidad absoluta del bulto que respiraba pesadamente bajo las mantas, desapercibido de la irrupción en su cuarto del policía y del hiriente sol, narcotizado por el sueño, completamente ignorante. Primo intercambió una mirada de extrañeza con Serena, no exenta de un humor remoto, y después alargó el brazo hacia el borde de las mantas y las descorrió enérgicamente hacia atrás, lanzándolas al suelo. Sobre el desnudo colchón, en posición fetal, quedó al descubierto el enorme cuerpo en pijama de Ricardo, que no cabría estirado en aquella cama de adolescente y que por fin acusaba la injerencia con un lento rebullir de brazos y piernas.
—Creo que será mejor esposarle ahora, teniente —indicó Primo al guardia civil.
Este asintió. Plantó un pie dentro del dormitorio y otro encima del colchón, en el espacio entre las pantorrillas y el culo del chico. Desde esa postura pudo manipular con facilidad el cuerpo aletargado: le sacó un brazo de debajo de la almohada, lo dobló hacia la espalda y a él le juntó el otro, que estaba aprisionado entre los muslos. Cerró hábilmente las esposas alrededor de las muñecas y se retiró de nuevo hacia la puerta, dando otra cabezada de asentimiento dedicada a Primo. El chico, ahora, empezó a parpadear con la cara contraída. Primo decidió esperar un poco. Mientras, se preguntó cómo habría conseguido Serena que la madre no estuviera cerca, protestando, llorando, dando gritos.
El regreso progresivo de Ricardo a la vigilia provocó en él una serie de forcejeos contra la traba de las esposas, de pataleos sobre la sábana arrugada, de convulsiones que a partir de un momento se acompañaron de un gemido semiarticulado. Los ojos miraban las piernas de Primo pero no ascendían de ahí. Así que él se agachó para que le viera la cara.
—Ricardo. Ricardo. ¡Eh! Escucha.
El chico tardó en enfocarlo.
—Escúchame, Ricardo.
—Sí —dijo él, transformando el gruñido en un monosílabo.
—Soy policía, ¿entiendes?
—Sí.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Sabes qué estoy haciendo aquí? ¿Sabes por qué te he puesto unas esposas?
—Sí —repitió él, aunque su rostro, donde destacaban unos dientes de caballo, no transmitía inteligencia alguna.
—Dime, ¿por qué?
—Porque le hicimos aquello a la chica —respondió con entonación de colegial.
Primo vio de reojo que Serena echaba los hombros hacia delante y agudizaba su atención, vivamente interesado.
—Vale —cortó el policía—. Ahora te vas a venir con nosotros.
—Sí.
Tras esta breve conversación, la resistencia animal de Ricardo, que habría hecho muy difícil manejarlo, se convirtió en una total mansedumbre. Se dejó incorporar por el guardia civil, al que saludó con un llano hola. Metió los pies en unas pantuflas a cuadros que le colocaron en el suelo. Le dio las gracias a Primo cuando este le cubrió los hombros con una chaqueta. Y salió de la habitación sin necesidad de que tuvieran que agarrarlo, dócil, activo, como si lo llevaran a un lugar nuevo que deseara conocer.
Recorrieron el pasillo sumidos en una rara calma, el detenido entre ellos dos. La luz de las sucesivas estancias se derramaba sobre ellos como la de un convoy que pasara a su lado, lento e imparable. Llegaron al final y el teniente, que marchaba primero, abrió la puerta. Una vez fuera, achicaron los ojos, levemente heridos.
Antes de cerrar, Primo volvió la cabeza y al fondo, en la cocina, vio a la madre. Estaba sentada en el borde de una silla, ante la mesa con el vaso enfriándose. Miraba hacia la pared de delante, inexpresiva, y seguía teniendo en la mano la magdalena, que había perdido el trozo empapado en café. ¿Qué le habría dicho Serena?
Mientras atravesaban el jardín pisando hojas de acacia, Primo revisó la pantalla de su teléfono móvil. Tenía siete llamadas del comisario.
En la cancela, el guardia civil cogió del brazo a Ricardo, que lo superaba en casi treinta centímetros, y ladeó el cuello para consultar con Primo:
—Le sentamos también detrás, ¿no, subinspector?
—Sí, teniente. Y átele a la puerta como al otro —dijo Primo. Pero sintió reparos por estar dando órdenes a un teniente de la Guardia Civil, y añadió—: Pero déjeme a mí.
—No se preocupe —se apresuró a replicar Serena con una sonrisa, haciéndose cargo del apuro del policía pero actuando de la manera que creía más adecuada, cumplidos al margen.
—Gracias.
Habían llegado hasta el coche y Primo accionó el cierre centralizado. Cuando el guardia civil se agachó para abrir la puerta trasera derecha, Primo pudo ver que en su espalda, enganchada a la cintura del pantalón, tenía una funda de nailon verde con una navaja de cazador.
Mientras Serena se buscaba la llave de las esposas, las miradas de los dos chicos se toparon la una con la otra, no acertaron a esquivarse. Algo los llamaba en el rostro del amigo, la atracción que producen los propios ojos descubiertos por sorpresa en un espejo, un reconocimiento. La contemplación silenciosa duró hasta que Serena terminó su operación y empujó el cristal con la mano.
Detrás del coche, vigilando la calle, Primo le entregó a Serena su pistola.
—Llévela usted mientras conduzco. No creo que den problemas, pero quizá estando juntos… Además tienen las piernas libres. Será suficiente con que la mantenga fuera y ellos la vean.
—De acuerdo —dijo el guardia civil, tomándola.
—Y si le parece, deme a mí el otro par de esposas.
—Claro. —Las cejas grises de Serena bascularon en su frente, como si tantearan diversas posiciones hasta lograr un equilibro.
Una vez que hubieron intercambiado los objetos, se montaron en el vehículo. Dentro, pudieron escuchar el final de una conversación entre los dos detenidos. El grandullón Ricardo decía:
—… y yo no sabía ya qué hacer, tío. Menos mal, menos mal.
—Ricardo, a ver —lo llamó Primo.
Pero él no contestó de inmediato, paralizado al hallar la fascinante forma de la pistola semiautomática sobre las rodillas del guardia civil.
—Ricardo.
—Sí, sí. Dígame.
—¿Dónde queda la casa en la que vive vuestro amigo Álex? —preguntó Primo, con la intención de cruzar las informaciones suministradas por los dos y dar con un posible engaño.
—Pues en la carretera de las Presillas —contestó el chico, como si fuera una obviedad. Su voz sonaba innegablemente alegre.
Primo torció los ojos hacia Serena para que confirmara si era la misma carretera que Sebastián había denominado de otro modo. Asintió.
—¿Conoce la casa, teniente?
—No, este Álex no sé quién es. Pero la carretera se coge aquí atrás.
—Bien.
Arrancó el motor y dio varios pisotones al pedal. La aguja del tacómetro subió hasta la zona roja. Quitó el freno de mano.
Los cuatro juntos, callados, partieron a por el último chico.
En cuanto se alejaron un poco de Rascafría, los laterales de la carretera se poblaron de una vegetación espesa, invasiva. Los guardarraíles evitaban que el firme sin arcén fuera engullido por los árboles y los arbustos. El aire que desplazaba el coche levantaba remolinos de hojas que, tras su paso, volvían a caer balanceándose como plumas de nieve dorada.
—La casa de Álex es bonita. Está en un sitio muy chulo, ¿eh, Sebas? —comentó jovialmente Ricky—. No falta mucho.
Sebas no movió la barbilla, clavada en el pecho. Primo observó un instante su fisonomía en el retrovisor y no supo interpretar su estado. Podría atribuírsele humillación, miedo, exasperación por la palabrería de su amigo… o nada. Si debía inquietarse por el comportamiento de alguno, sería por el suyo.
—Después de esa curva, al pasar esos arbolitos, empieza el camino que lleva a la casa —informó Ricky, y chaqueó la lengua contra el paladar.
El guardia civil, manteniendo una sosegada alerta, repartía miradas entre la carretera, el rostro de Primo y los dos chicos esposados.
Donde Ricky había dicho, el guardarraíl se interrumpía y el asfalto se rebajaba para enlazar suavemente con el camino. Lo tomaron. Aunque la tierra estaba apisonada por el tránsito de vehículos, los charcos se sucedían; cuando las ruedas se metían en uno, las cuatro cabezas bamboleaban dentro del habitáculo; y si la hondonada era profunda los detenidos, muy próximos a la ventanilla a causa de las esposas, se golpeaban en la frente con el cristal.
«Ay», se quejaba Ricky, como si recibiera un capón por parte de un profesor del colegio.
Tras una curva cegada por un matorral, surgió ante el morro del coche la perspectiva de una casa de dos plantas. Era de piedra, con tejado de lascas de pizarra, y no tenía un cercado que la separara del bosque de pinos en el que estaba integrada. Ninguna de sus ventanas tenía bajada la persiana ni corrida la cortina, y los vidrios oscuros, que apenas devolvían la luminosidad mortecina del bosque, daban la impresión de mirar al visitante con una fijeza hostil, intimidatoria. Aunque no parecía abandonada, tampoco cumplía del todo con el aspecto de un hogar habitado.
Primo fue calcando con su coche las rodadas marcadas en la tierra, que eran de un mismo tipo de neumático que había recorrido ese tramo infinidad de veces. Se detuvo cuando estas se cortaban. El terreno en ese lugar tenía trazado un rectángulo en el que la hierba era de un color ligeramente distinto: a falta de garaje, el vehículo de la casa permanecería allí aparcado.
—¿Quién vive aquí, aparte de Álex? —preguntó Primo, quebrando el silencio que la estampa de la imponente construcción había provocado en los cuatro.
—Vive solamente con su madre —contestó Sebastián, decidido a que su amigo no continuara con sus palabras, que eran de un tono inapropiado, inconsecuente con la situación—. Pero no está el coche, así que su madre se habrá ido a trabajar.
—¿Y él?
Por respuesta, Sebastián se encogió de hombros, y Ricardo lo imitó.
Dubitativo, Primo miró a Serena, por si tenía alguna sugerencia que hacerle, pero sus cejas estaban alzadas.
—Voy a echar una ojeada —resolvió al fin Primo, y apagó el motor.
Al salir del coche, fue recibido por una vaharada del perfume de los pinos. Como consecuencia, notó un latido en su cerebro. Se presionó las sienes con una mano. Su fatiga había entrado en la fase en que el agotamiento físico se sostiene gracias a la actividad redoblada de los nervios: sentía un chispazo atravesándolo desde el cráneo hasta la punta de los pies. Se llenó los pulmones de aquel aire balsámico, denso como la resina.
A ras de suelo, un manto de vapor violeta se rompía muy lentamente en jirones sobre las hojas aciculares de los pinos. Dentro de la atmósfera seccionada por los troncos, diminutos insectos danzaban agónicamente para capturar el calor de las franjas de sol, el último de sus vidas. Contagiado por aquella quietud envolvente, caminó hacia la ventana más próxima.
El cristal oscuro dejaba fuera la claridad del bosque, como si estuviera tintado, y Primo se acercó a él con una mano sobre los ojos. Poco a poco, sus pupilas se dilataron y permitieron la visión. El contorno de una bicicleta estática, futurista y decadente, dominaba el centro de una amplia sala, cuyo mobiliario estaba compuesto por dos sillones dispares entre sí, una vitrina acristalada con trofeos, una mesa larga de banquete y una única silla de tapicería desfondada. No había rastro de persona alguna. Se separó de la ventana, miró un segundo hacia el coche, del que Serena se había apeado, y se desplazó hacia la siguiente ventana.
Este segundo vano coincidía con la sombra de un tronco y por ello no obtenía apenas luz del exterior, solamente un gajo triangular que iba a morir sobre una estufa de hierro. Afinó los párpados para intentar apreciar si tras el hollín de la compuerta había fuego, un indicador inequívoco de que alguien se encontraba en la casa. A mitad de camino entre Primo y la estufa, el gajo de luz fue cortado de repente por una masa. Sobresaltado, enfocó los ojos en un rostro juvenil, de barba rala e irregular, que lo miró durante un instante con no menor pasmo y luego se sumió en la penumbra.
—¡Eh! —exclamó Primo, para arrancarse a sí mismo una reacción.
Sin embargo, sus piernas tardaron en responder a la súbita urgencia. Dio un salto sobre el sitio y se lanzó primero hacia la puerta de entrada, pero en el trayecto comprendió que estaría cerrada, sería inútil, y cambió de sentido. Recorrió la fachada entera y se asomó a la esquina de la casa. A treinta metros, alejándose, Álex huía corriendo sobre un promontorio del terreno. Había escapado por una puerta trasera.
Fulminante, le llegó un grito por la espalda:
—¡Enríquez!
Cuando se giró, vio a Serena arqueando un brazo hacia atrás y tirándole la pistola, que describió una parábola en el aire que finalizaba en la palma de su mano. La agarró con rabia. Espoleado por la intervención del guardia civil, equilibrado por el sólido peso de su arma, echó a correr detrás del chico.
Los músculos de sus piernas se endurecieron por la súbita exigencia de la carrera y apretó la mandíbula. En la pendiente, las suelas de su calzado perdían tracción sobre la pinaza, por lo que acortó la zancada aumentando su frecuencia. Los ásperos troncos de los pinos pasaban raudos por su lado y tenía la sensación de que le cerraban el camino, de que se interponían. Cuando el chico culminó la elevación, Primo lo perdió de vista.
Siguió esquivando árboles en la cuesta arriba, respirando por la boca abierta, y al alcanzar la parte más alta se detuvo para localizar al chico y saber hacia dónde tenía que seguir corriendo. Lo vio un poco a la derecha, atravesando un pequeño calvero. Se hallaba más lejos aún, había duplicado su ventaja durante el tiempo que había permanecido oculto. Abocado a una única opción, Primo abrió las piernas, asentó firmemente los talones en el suelo y levantó la pistola con las dos manos. Mediante el ojo que no guiñó, hizo que el punto del extremo del cañón se desplazara por el paisaje, buscando un objetivo. Como si él no escogiera, vicariamente, el punto de metal quedó prendido de la espalda del chico, que corría en línea recta. Quitó el seguro con el pulgar, rozó con el índice el gatillo, y en el último momento desvió el cañón unos grados. El estallido del disparo saturó el ámbito del bosque y el chico cayó derribado al suelo. Sobre su cuerpo, arañándose contra la corteza de los pinos, persistió varios segundos la reverberación del tiro.
Cuando la picante nube de pólvora se disipó ante Primo, el chico seguía en el suelo, inmóvil. Estaba seguro de no haberle apuntado, pero la bala podía haber rebotado en un tronco y haber impactado en él. Después de comprobar que la boca del cañón no quemaba, se guardó la pistola en el bolsillo de la cazadora. Abrió y cerró las manos varias veces, para neutralizar la explosión que todavía vibraba en sus huesos, y descendió la loma con un trote ágil.
Según se iba aproximando al cuerpo caído, su reposo adquiría una presencia cada vez más elocuente en el centro de aquella inmensidad. Pero la cercanía también hizo nacer de él un aullido, que fue aumentando paulatinamente.
—Álex —lo llamó a unos diez metros.
El cuerpo estaba encogido, aplastado contra la alfombra de pinaza. Los brazos, alejados del tronco, no protegían la cara, que estaba pegada contra el terreno.
—Álex —repitió, ya encima de él.
El aullido continuaba, solo interrumpido por convulsivas aspiraciones. Se acuclilló junto a él.
—¿Me oyes, Álex? ¿Estás bien? ¿Te he dado?
La cabeza, que Primo veía desde atrás, palpitó, acaso rotó unos milímetros sobre el eje del cuello.
—¿Te he dado?
Ahora, más nítidamente, la cabeza negó. Sin contemplaciones, Primo cerró fuerte la mano alrededor de su hombro. Volteó el cuerpo y la cara quedó al descubierto, manchada de barro, de babas, de agujas de pino, de lágrimas. Álex lloraba con la boca abierta.
El policía volvió a girarlo hacia el suelo, le plantó una rodilla al final de la espalda, descargó ahí su peso y lo obligó a unir los brazos. Ajustó las esposas alrededor de las muñecas y apretó el mecanismo todo lo que pudo.
—¡Au, au! ¡Me hace daño! ¡Me hace mucho daño! —protestó Álex, su llanto cortado en seco.
—Vamos, levántate —ordenó Primo, y lo agarró de los codos.
—¡Eh! ¡Eh!
Una vez de pie, se colocó detrás de él y le dio un empujón en la espalda.
—Camina.
De frente, en lo alto del montículo, vio surgir la figura angulosa del guardia civil.
—¿Todo bien, subinspector? —le preguntó, haciendo bocina con las manos.
—Sí, teniente —contestó sin demasiada energía, complementando el mensaje con un gesto de la cabeza.
Serena cerró el puño, extendió el pulgar hacia arriba y dio media vuelta, regresando al coche.
Álex ahora tosía, escupía granos de tierra, briznas de ramas. Se aclaró la garganta para decir:
—Han sido esos putos chivatos, ¿verdad?
Primo no contestó.
—¿Verdad? —insistió el chico.
Le dio otro empujón:
—Camina.
Despacio, fueron remontando la elevación, que parecía abalanzarse como una ola coagulada sobre la casa de piedra y pizarra.
Cuando llegaron a lo alto, Primo divisó su coche. El guardia civil estaba de pie delante de la puerta trasera abierta, lo que obligaba a Ricky, el de ese lado, a sacar fuera medio cuerpo tras sus muñecas encadenadas. El busto de Serena oscilaba cada cierto tiempo y sus brazos gesticulaban. Estaban hablando. Los enormes dientes de Ricky, blancos y brillantes, lucían intermitentemente cuando abría la boca.
Unas cuantas zancadas más adelante, Primo empezó a escuchar palabras sueltas de la conversación: «embalse», «la chica», «mucha lluvia», «de noche», «una pierna». Se detuvo y agarró a Álex del hombro para que también se detuviera.
Pensó que aquel era un buen pago al guardia civil por la extraordinaria ayuda que le había prestado: le iba a permitir que satisficiera su curiosidad acerca de lo que había sucedido exactamente aquella noche de agosto. Pero pensó también que él no quería oírlo, no quería saber. No era asunto suyo.
Presionó la nuca de Álex para que se sentara en el suelo y lo dejó ahí con las piernas cruzadas. Retrocedió varios pasos sobre la pinaza, hasta que volvió a no entender las palabras que se generaban junto a su coche. En ese punto, se paró.
Miró las palmas de sus manos. No tenía ganas de fumar.