I
Esta noche no hay luna llena. Aunque si la hubiera no podría verse, pues está oculta tras el frente de nubes que repta por el cielo y que refleja, duplicándola, la luz del atardecer, una débil claridad púrpura, como carne golpeada. Pero no hay luna llena, ni siquiera al otro lado de estas nubes, de modo que no será su influjo un pretexto para los tres, la tramposa coartada de la que se sirvan. No hay luna llena esta noche: nada se interpone entre ellos y sus actos.
Hoy es el último sábado de agosto, el último sábado del verano. El aire asciende algo fresco del embalse, ahí abajo en el valle, y manifiesta ya la rugosidad propia de la sierra. La pesadumbre por el final del verano se deja sentir en ellos con la cualidad frustrante de la primera juventud, cuando los arranques melancólicos más adolescentes son reprimidos por un aplomo que todavía no está bien armado y tiene algo de pantomima, de aprendizaje de futuras serenidades. Esta tristeza posee profundidad existencial, aunque no sean conscientes de ello, aunque se burlarían salvajemente si alguno de los tres —el que está fuera del coche o los de dentro— llegara a saber expresarlo.
Sin embargo, la muerte del verano no explica del todo este silencio. Es un silencio avergonzado y furioso, saturado de una violencia informe, que tiene como origen la humillación sufrida unas calles más abajo, en la parte alta del pueblo. Aún no han podido elaborar un canal que encauce esta violencia líquida, que se derrama. Por el momento, todo son tentativas fracasadas de antemano:
—Estas tías son unas hijas de puta —ha dicho con torpeza el que fuma, sentado de copiloto, mientras la punta de su cigarrillo traza una raya sobre la fosforescencia anaranjada del salpicadero.
El que ha salido del coche es el idiota. El antiniebla derecho, innecesariamente prendido, siega sus piernas a la altura de la rótula y hace centellear, como atrapado por un rápido obturador de cine, el chorro entrecortado de orina. El resto de su figura está muy velado por la oscuridad, pese a la radiación negra de los faros contra el alquitrán y a la luminosidad turbia que emanan las farolas del pueblo, no muy lejanas. Así, no pueden identificarse los rasgos del idiota: su corpulencia mansa, la envergadura arácnida de sus manos, sus largas piernas zambas, la inalterable expresión perpleja de su cara, la feliz y dulce simpleza. El chorro todavía no se interrumpe, parece avivarse con las sacudidas.
De reojo, el que conduce vigila cómo el copiloto suelta descuidadamente una larva de ceniza en el cenicero. Detesta que lo haga, que no tire la ceniza por la ventanilla abierta o que no aplaste bien las colillas y humeen, esa deliberada incuria. Y sabe que lo hace para joderle, para compensar de alguna extraña forma que no tiene coche ni sabe aún conducir, que es el más bajo de los tres y que no siempre lo consideran el más guapo. Por eso también el que fuma ha insultado hace un instante a las chicas: está todo el rato compensando. Pero el que conduce no le dirá nada. El que conduce es un cobarde. Y aunque odia casi todas las cosas que hace su amigo (y este lo sabe y por esa razón las continúa haciendo) no le dice nunca nada. Llevan el verano entero así, día tras día.
Propagándose en la noche con una lentitud submarina, las campanas de la torre de la iglesia suenan dos pares de veces, dos cuartos, las diez y media. El valle queda cubierto durante unos segundos por este grave manto metálico. Con obediencia de monaguillo, el idiota reacciona a las campanadas subiéndose la cremallera del pantalón y volviendo su sonrisa estólida hacia los faros del coche, que alumbran la desnudez excesiva y obscena de sus encías, donde brillan unos dientes equinos. Estirando los brazos, hace equilibrios sobre el crepitante balastro de la cuneta y alza la barbilla hacia las nubes que se adensan en el cielo. Cuando entra al coche no se le ocurre otra cosa que comentar:
—Han dicho en la tele que hoy se podrían ver estrellas fugaces. Pues con estos nubarrones va a estar difícil, ¿eh?
Ante la evidencia de que solo a ellos dos les ha afectado la humillación de las chicas (excluido el idiota por su propio peso), al que fuma y al que conduce no les cuesta desoír su comentario. Pero por fin se ha roto el silencio furioso y avergonzado. El que conduce, sin dejar de mirar al frente, dice:
—Tal vez deberíamos irnos.
—No. —Replica de inmediato el que fuma, y afirma su postura apagando el cigarrillo de un manotazo y levantando una nube de ceniza.
El dueño del coche contempla el cenicero repleto y, con inusual valentía, insiste:
—No teníamos que haber venido.
El otro, viendo cuestionado su liderazgo, da un salto sobre el asiento y espeta:
—¿Y por qué hostias no teníamos que haber venido? A ver.
El que conduce, que ya no se va a atrever a decir una palabra más al respecto, se limita a tirar del freno de mano un punto más. Así, indirectamente, remarca que su amigo no sabe conducir.
—¿Por qué no teníamos que haber venido? ¿Me lo puedes decir? Esas dos hijas de puta no son las únicas tías del pueblo. Acuérdate de esta tarde en la piscina. Había… yo qué sé, había por lo menos diez que estaban bien. ¿O no?
Este razonamiento despierta en sus cabezas —también en la del idiota— una serie de imágenes fascinantes, sinuosas chicas en bikini que se doblan ante sus ojos como llamas danzantes: vientres temblando de frío al salir del agua clorada, caderas puntiagudas abultando la piel brillante y bronceada de una cintura, finos tobillos con pulseras, audaces tatuajes en la llanura carnosa de los omoplatos, pechos apuntando su cúspide bajo la tela empapada, los deliciosos hoyuelos del final de la espalda, nucas, ombligos y la inigualable palidez de la cara interna de los muslos. El deseo de los tres, que a su edad es casi siempre una forma de la frustración, se alía con la humillación sufrida y con el final del verano y se agita en el interior del coche como un inestable líquido explosivo. El que fuma añade argumentos:
—Hoy es sábado. Es temprano. ¡Todavía estamos en verano, joder! Y el pueblo está lleno de tías. —Saca el brazo por la ventanilla y señala las casas. Los tres fijan la mirada como ante un espejismo—. Tías que nos están esperando. ¡Ahí! ¡Hostia!
—Es-pe-rán-do-nos —repite el idiota, obnubilado, fanático.
—Sí, esperándonos, ¿por qué no? Y vamos a bajar.
El que conduce pisa embrague, mete primera y la dirección asistida multiplica la fuerza de sus brazos girando el volante. La maniobra de dar la vuelta en la estrecha carretera es realizada con mucha menor soltura de la que querría, y por un instante le regresa el miedo a que se le cale el motor, la inseguridad de la autoescuela. Pero una vez enfilado el morro hacia el pueblo, el acelerón es aplicado con firmeza y su combinación perfecta con el embrague produce una briosa salida. El turbocompresor lanza un agudo silbido y los antinieblas barren el firme de lado a lado. El aire fresco que entra a borbotones por las ventanillas les revuelve el pelo.
Una amplia curva ciñe el contorno del pueblo y lo separa del terreno inundable que rodea al embalse. Aunque en su veloz marcha no divisan las aguas, se percibe en la piel la ingente masa agazapada, la fuerza gravitatoria de tantas toneladas en reposo. Lo mismo sucede con las cumbres montañosas que definen el valle: su presencia se nota en la oscuridad creciente de la noche. Dentro de este doble campo magnético, el coche se mueve con aparente libertad.
Abandonan la carretera que los sacaría del pueblo y toman una calle acotada por dos hileras de casas pareadas. Como un reflector antiaéreo, las luces de cruce rastrean sin detenerse en los huecos de las ventanas, en su mayoría cerrados por los postigos de metal que en invierno repelerán la nieve. El pavimento lo forman amplios rectángulos de adoquines, que son atravesados cada tanto por bandas de granito. Los anchos neumáticos de perfil bajo generan un tableteo que es absorbido por los amortiguadores con un ruido afelpado y gaseoso. Los haces verdes que las farolas cuelan en el habitáculo imprimen a las sombras de los tres una rotación fantasmal, repetida una y otra vez, que se desliza por la tapicería como un interminable convoy de vagones.
El que fuma va a encender un cigarro con el mechero del coche, aunque tiene el suyo en el bolsillo. Cuando el dispositivo salta con un chasquido, hacen su entrada en la plaza mayor, desierta salvo por un grupo de niños. La resistencia, al rojo vivo, proyecta un viso siniestro en su rostro, sus mejillas se hunden por la ansiosa calada y se llenan de penumbra, como las cuencas de sus ojos. La esfera del reloj del ayuntamiento copia a la luna llena que hoy no saldrá (y que de todos modos no podría verse). Se oye al idiota tararear una canción.
Circulan algunas decenas de metros pegados al muro de piedra del antiguo convento, una enorme manzana que impone su inquietante presencia en el centro del pueblo. Ninguno se ha dado cuenta de que esta calle lleva sin escapatoria posible hacia la plaza triangular donde están la mayoría de los bares. Lo descubren con bochorno ahora, demasiado tarde. No quieren pasar por delante, pues en las terrazas pueden estar las dos chicas que los han humillado, quienes identificarán el llamativo coche amarillo y los señalarán y difundirán entre el resto de jóvenes del pueblo el ridículo episodio sucedido hace un rato, si no lo han hecho ya.
«Acelera», ordena el que fuma, mordiendo el filtro, y el que conduce obedece, ignorando que reclamarán más atención si cruzan la plaza demasiado rápido. Hunden sus cabezas en los hombros, los cuerpos en los asientos. Se saltan un paso de cebra y giran en la primera bocacalle que aparece.
De repente son conscientes de que van a estar toda la noche escapando de las dos chicas, indignamente, toda la noche moviéndose como nerviosos electrones en torno a un núcleo. Vuelven a bajar las ventanillas y el aire zigzaguea entre sus cuerpos.
Tratan de convencerse de que ellas no han tenido por qué verlos, podían perfectamente no estar en esas terrazas. Y, aun así, ¿qué pasa si los han visto? Fingen la calma que hace un minuto los ha abandonado. Se reafirman sobre nada, sobre un orgullo connatural a su edad, un equilibrio neuroquímico.
Sin embargo, por más que intentan recobrar la euforia, su optimismo choca irremediablemente contra el reloj del ayuntamiento, esa falsa luna llena, que de nuevo surge sin que lo esperen al doblar una esquina. Están otra vez en la plaza mayor. El pueblo es muy pequeño, ¿qué hacen dando vueltas? El que conduce reduce la velocidad y frunce el ceño, como si hubiera errado un itinerario que en realidad no existe. El que fuma se apresura a dar una calada para construir una compostura noble o para dejar que esta se le intuya tras la nube de humo. Pero no sirve de nada: la franqueza del idiota pone las cartas boca arriba:
—Esto… ¿Cómo vamos a encontrar a todas esas chicas de la piscina, Álex?
El aludido saca un codo por la ventanilla y se obstina en fumar, acumulando las náuseas. En un gesto de inequívoca claudicación, el que conduce apaga el motor en una calle angosta y sale del coche dejando la puerta abierta. Las luces se han quedado encendidas.
—¿Eh, Álex? No sabemos dónde pueden estar. —Persevera el idiota.
—¡Cállate, hostia! —exclama Álex, y golpea con el puño las letras japonesas adheridas a la tapa de la guantera—. ¿Quién ha tenido la culpa de que esas tías hayan pasado de nosotros? A ver.
El idiota cabecea atolondrado en el asiento de atrás, como si hubiera encajado un directo a la mandíbula.
—¿Qué es lo que dices, Álex? —masculla.
—Pues eso. Que las tías eran dos y al verte, al ver que éramos tres, se han rajado —explica, con injusto ensañamiento.
—No digas eso, ¿eh, Álex? —suplica desarmado el idiota. Pero en su cabecita se abre paso una elemental lógica aritmética—: Pero en la piscina eran más de tres, ¿cómo íbamos a saber que iban a venir solo dos?
Pillado en su mezquina búsqueda de culpables, Álex le resta importancia con desprecio:
—Mira, déjalo. Da igual, joder.
Y el idiota se siente aliviado por la absolución de su pecado ficticio.
La cita con las chicas no había sido explícita. Ellas solamente habían mencionado que estarían a las diez de la noche en la Casa de Cultura, el antiguo lavadero situado en la parte alta del pueblo. Lo que eso tuviera de invitación les correspondía a ellos sopesarlo. Pero el recuerdo de sus cuerpos en bikini, fulgiendo bajo el último sol de la tarde (del último sábado de agosto), empujó la balanza hacia la más febril expectativa sexual. Habían confiado en que la realidad se ajustase al deseo.
Lo que había ocurrido es que ellas habían sido taimadas, mucho más listas que ellos. Su vaga insinuación de cita les concedía un margen para, llegadas las diez, seguir adelante sin parecer demasiado lanzadas o echarse para atrás acogiéndose a un malentendido. Y si eran ellos los que no se presentaban, ellas no lo asumirían como un rechazo, ellas solo habían comentado que estarían en la Casa de Cultura a las diez. Tenían todas las de ganar.
No podrá saberse, y es inútil que los tres pierdan el tiempo pensándolo, si las chicas los han descartado antes de que aparecieran, arrepentidas durante las horas posteriores al cierre de la piscina. Aunque lo que sin duda no les conviene es envenenarse con la idea de que todo haya sido un juego desde el principio, una burla, y de que ya en la piscina les estaban tomando el pelo.
En cualquier caso, las chicas han sido crueles en la puerta de la Casa de Cultura: esa risita petulante mientras los observaban de arriba abajo y se hacían las ignorantes, «¿Pero vosotros quiénes sois?». Después les han dado la espalda y han caminado, con su ropa cara y sus pañuelos conjuntados, hacia la cancela de una de las casas más distinguidas del pueblo. Y este es, en el fondo, el elemento esencial de la humillación, que ninguno de los tres admitirá ni siquiera en su fuero interno: la sospecha de que los han rechazado por su aspecto, por su ropa, es decir, por su condición social, que en la piscina quedaba al margen por la homogénea indumentaria de los bañadores. De ahí nace la furia, la encapsulada violencia.
El que conduce da una patada a una piedra, que golpea a otra y resuena en el callejón como una tosca carambola de billar. Los rayos halógenos de los cuatro faros envuelven su espalda por detrás y constatan las hechuras de su cuerpo: delgado y sin embargo ancho, de estatura media, con un aplomo que no proviene de su temperamento sino de la armonía del esqueleto. Pero en sus facciones está impreso un rictus de asco, el secreto tormento por su cobardía, por dejar siempre que la contrariedad se le hinche dentro como los miasmas de una putrefacción. Debajo de las uñas tiene restos negruzcos de grasa de motor. Es rubio y por la nuca le baja una delgada coletilla.
No pueden emborracharse, no pueden entrar a un bar y pedir una copa sin riesgo de encontrarse con las dos chicas, con su displicente risita o, peor aún, con su engreída mirada que los salta, que no los ve. Tampoco pueden poner música a todo volumen, acelerada música electrónica que se les clave en los tímpanos, no pueden llamar demasiado la atención. Están condenados a la sobriedad y al silencio. Solo les queda rendirse, marcharse del pueblo. Pero ese acto, en el último sábado de agosto, supondría una doble derrota. No pueden irse todavía, no pueden irse sin… El idiota da un grito que corta en seco los pensamientos sombríos de sus amigos:
—¡Allí! ¡Mirar eso! —dice, y estira su largo brazo entre los asientos delanteros.
Álex, sobresaltado, aparta con el codo el antebrazo del idiota y no se molesta en averiguar qué es lo que señala a través del parabrisas.
—No me grites en el oído, joder.
Pero el idiota insiste en su gesto, cambiando de brazo, y ya ha despertado también la curiosidad del que conduce, que vuelve con pasos lentos por el callejón.
—A ver, ¿qué pasa? —pregunta Álex a regañadientes.
—¡Ahí, ahí! —Solamente es capaz de repetirlo, las palabras se forman muy trabajosamente dentro de su cabeza. Tartamudea—: Hay un… Hay un…
—Estás como para descubrir América, la madre que te parió —dice Álex.
—¡Un bañador! —Escupe por fin.
De frente, en una calle perpendicular a la que no se accede por este callejón, hay una casa blanca de dos plantas, con sendos balcones de aluminio anodizado. Del tendedero de arriba cuelgan las dos piezas de un bikini azul celeste con ribetes azul marino. Tanto Álex como el que conduce lo reconocen.
—Ese lo llevaba la rubia que estaba junto a la piscina de los niños, ¿no? —dice el que conduce.
—Sí, la del piercing en el ombligo. Estaba muy buena. —Corrobora Álex.
Pero la identificación de la liviana prenda no era lo que el idiota, con insólita clarividencia, quería hacerles notar. La deducción tarda aún unos segundos en cristalizar. Es Álex quien consigue verbalizarla primero:
—¡Eso es! Todas las tías que han estado en la piscina habrán colgado los bañadores para que se sequen. Solamente tenemos que buscarlos y daremos con sus casas.
El que conduce da cabezadas de asentimiento y palmea los hombros del idiota a través de la ventanilla abierta.
—Muy bien, Ricky, muy bien. De aquí al Nobel, un paso. —Le felicita con sarcasmo.
Ricky sonríe, derritiéndose de satisfacción y enseñando sus encías relucientes de saliva.
—¡En marcha! —dice el que conduce, sentándose al volante.
El motor arranca con un depurado ronroneo diésel y el piloto de la marcha atrás vierte sobre los adoquines una cobertura lechosa. Ahora sería el momento ideal de poner música a todo volumen, de que los machacones bajos les amasaran gratamente las tripas.
Como desconocen el entramado callejero, dan varias vueltas tratando de encontrar la casa del bikini azul. Pasan por delante de un pequeño autoservicio que tiene los precios de los kilos de fruta escritos a mano sobre cartulinas; por delante del estanco, indicado únicamente por un desvaído cartel con la palabra Tabacos; por delante de la diminuta sucursal de una caja de ahorros. Aunque no lo advierten, el cielo se ha ido acorazando de nubes gibosas, en cuyo interior no tardarán en generarse estallidos eléctricos.
La insospechada idea de Ricky ha dado sentido a la noche, un objetivo, y ha diseminado por el pueblo un número indeterminado de tesoros por encontrar, escuetas banderas de colores que prometen… da igual qué, un motivo para no darlo todo por perdido: la noche, agosto, el verano.
El que conduce apaga las luces antes de detenerse, de modo que recorren a oscuras los últimos metros hasta situarse bajo el balcón en el que ondea el bikini azul. Justo entonces el campanario da los cuatro cuartos y a continuación suenan once tañidos. Y quizá convocada por ellos, o acaso por el ruido del motor que se corta ahora mismo, la cabeza rubia de la dueña de la prenda se asoma al balcón y mira hacia el horizonte y luego hacia abajo, hacia —casi seguro— el coche amarillo de ellos tres. Después, desaparece dejando una leve marejada en la tela traslúcida de las cortinas.
La han visto Álex y Ricky desde su posición, en el lado derecho del coche, pero no han dicho nada, no han avisado al tercer amigo, como quien teme espantar con el mínimo ruido al ciervo que surge de repente en un calvero.
—Soy un genio —dice al fin Ricky, el idiota, borracho de vanidad y éxito.
—¿Qué pasa? —pregunta el que conduce.
Álex, que sabe que debería ser prudente, se suma sin embargo al triunfalismo:
—Pues pasa, Sebas, que la rubia del piercing nos acaba de ver. Y que va a… —Su triunfalismo titubea.
—Y que va a bajar enseguida. —Se tira Ricky al vacío.
—¿Sí? ¿Pero la habéis visto? ¿Y ella? ¿Ella nos ha visto también? —pregunta anonadado Sebas.
Ladeando la cabeza, Álex cobija un pitillo en el cuenco de la mano y lo enciende provocando una larga llama. Después, se encoge de hombros y señala vagamente hacia el asiento de atrás, distanciándose un tanto de la afirmación de Ricky pero sin negarla, de alguna manera expresando un deseo. Porque… ¿quién sabe? Así que los tres, manejando en su interior distintos grados de realismo, observan con intensidad la puerta de entrada de la casa.
Ni siquiera una sola vez se abre el portal. Ni siquiera una sola vez llegan a pensar que es posible lo que aguardan o que depende solamente de la tenacidad con que sean capaces de imaginarlo. No, la puerta permanece cerrada en todo momento, inflexible y hostil a las ilusiones de los muchachos. Transcurren varios minutos silenciosos; se consume el cigarrillo; Sebas ya está arrancando el motor.
De momento, no contabilizan este episodio como un fracaso. Acaban de empezar un proceso cuyo mecanismo apenas conocen y en el que deben ir profundizando con ensayos y errores. No ha sido un fracaso sino un tanteo. Puede haber ocho, diez, una docena de bikinis colgados, balizando la ubicación de otras tantas chicas. Este era solamente uno.
Alcanzan la parte alta del pueblo, la más alejada del embalse. Sebas se aplica a conducir y son Álex y Ricky los que rastrean en busca de bikinis. A su derecha, el dominio del alumbrado público linda con la noche y no trepa por la falda de la montaña. En mitad de esa oscuridad se enclavan los testigos luminosos de los chalets aislados, rectángulos animados por el gélido parpadeo de los televisores.
—¿Qué pone aquí? —pregunta Álex, tocando con los nudillos las letras japonesas de la guantera.
—Yo qué sé. No sé chino —responde Sebas, agotado y paciente. Han tenido esta conversación varias veces a lo largo del verano—. Las puso el anterior dueño.
—Pero algo significarán.
—Su nombre, supongo, o el de su novia. Yo qué sé.
—Igual significa polla, ¿no te parece, Ricky?
Este se ríe, tan entusiasmado como la primera vez.
—O quizá pone «Soy marica y busco marcha». Porque estos japoneses, los cabrones, dicen un huevo de cosas con cuatro rayas. Imagínate que llevas esa frase en tu coche. Yo que tú, la quitaría.
Sebas resopla, exagerando el tedio. Sabe que en este registro absurdo su amigo no es peligroso.
—No se pueden quitar, están pegadas con superglú. Si intentas despegarlas te llevas la parte de arriba del plástico.
—Pues qué putada. —Se conduele falsamente Álex, y rasca con la uña una esquina del ideograma.
Han llegado a la parte de atrás de la iglesia. Contra la vasta pared enfoscada, unos chicos juegan a hacer rebotar un balón de fútbol. El haz halógeno barre sus figuras y las inmoviliza un instante, como si estuvieran ante un paredón o ante el muro interior de una cárcel. Aminoran a la altura del patio de unas viviendas, donde hay varios tendederos con ropa colgada, ningún bikini.
—Nada —dictamina Álex, y echa mano de su paquete de tabaco para sobrellevar la decepción.
Lo ahueca y ve que le quedan solamente cuatro cigarrillos, muy pocos si continúa fumando a este ritmo, y no puede entrar en un bar para comprar otro. Maldice mentalmente y simula que le llama la atención una mancha en el parabrisas, mientras vuelve a dejar el paquete. Sebas mete segunda y rodean la iglesia.
El siguiente bikini cuelga en el recodo que forman dos casas, en el lóbrego exterior de una curva de noventa grados. Al principio lo confunden con un murciélago, pues la tela negra aletea a causa del viento que se arremolina en ese rincón. Después, conforme los faros se aproximan, el efecto óptico se diluye induciéndoles un subidón de adrenalina. Sebas hace la identificación:
—Este creo que lo llevaba esa chica de pelo corto con la que hemos hablado en el bar de la piscina, ¿te acuerdas? Umm, cómo se llamaba, se lo he preguntado.
Frena el coche antes de la curva cerrada, para permitir el giro a los que vengan por la misma calle. Pero no tienen tiempo de hacer memoria sobre el nombre de la chica, porque el ruido del motor se cuela por la ventana abierta y hace salir la cabeza de una mujer de mediana edad. Sebas quita el contacto y en el silencio que se condensa entre las dos casas oyen con claridad que la mujer dice hacia dentro: «Hija, es para ti», y desaparece. Incrédulos, desconfiados de su propia suerte, aguardan paralizados sobre los asientos.
No tarda en asomarse a la ventana una chica guapa de pelo corto. Álex alarga el cuello por la ventanilla y, con desenvoltura, apoya el brazo en el canto de la portezuela. Sebas recuerda ahora el nombre y se lo apunta a su amigo con un susurro: «Clara, se llamaba Clara», y este lo utiliza como si lo conociera desde antes de nacer:
—Qué tal, Clara, guapísima.
La chica emplea varios segundos en reconocerlo y luego, contagiada por su soltura, dice:
—Ah, sois vosotros, hola.
Planta un codo en el alféizar, descansa la mejilla en la palma de una mano y con la otra comprueba distraídamente si el bañador está seco del todo.
—¿Cómo es que estás en casa, hoy sábado? —pregunta Álex, con esa modulación tan suave, hipócrita, que Sebas odia, aunque ahora desea con todas sus fuerzas que haga efecto.
—Llevas razón. Pero es que mi amiga, la que estaba conmigo en la piscina, tiene un cumpleaños familiar y entonces…
—Bueno, pues vente con nosotros y damos una vueltecita. ¡Que se acaba el verano, Clara!
En el brillo de pronto impaciente de los ojos de ella, que reflejan las luces del coche con dos gajos de luna, se aprecia que este comentario impacta de lleno y derriba todo reparo. Aun así, escenifica una prudencia elemental para añadirle valor a su decisión ya tomada:
—No sé, no sé… Es un poco tarde ya.
Álex, con su mejor y más persuasiva sonrisa, exclama:
—¿Tarde, dices? ¡Por favor! ¡La noche acaba de comenzar, Clara!
La chica aparta la mano de la mejilla y pronuncia en tono de concesión:
—Bueeeno. Vaaale. Ahora bajo.
Pellizca la cuerda del tendedero antes de meterse dentro. El bikini, seco desde hace un par de horas, vuelve a aletear como un inquieto pájaro negro.
Ha sido demasiado fácil, lo saben. La situación se ha desarrollado con demasiada fluidez, apoyada sobre la impostada familiaridad que astutamente ha forzado Álex desde el primer momento. No está todo hecho.
—Qué vamos a hacer con ella, ¿eh, Álex? —pregunta Ricky, que se retuerce los dedos de impaciencia.
—Shhhh. —Lo calla Álex con un imperioso gesto del brazo, un bofetón dado al aire—. No abras el pico, ¿de acuerdo? Ni una palabra. Tú ahí calladito y quieto.
Ricky asiente con sumisión de perro maltratado y recoge sus largas piernas para dejar el mayor espacio posible en el asiento de atrás. Álex no se fía de él, pero no sabe si hay tiempo de cambiarle el sitio antes de que la chica baje, ni tampoco si este movimiento puede interpretarlo ella de manera desfavorable. Los minutos discurren enervantes en medio del silencio y la falta de alcohol.
La puerta de la planta baja se abre y la chica queda encuadrada bajo el dintel. Los antinieblas caen a sus pies y ascienden por su ropa: unos pantalones anchos que desdibujan las caderas, una camiseta ceñida a rayas blancas y negras, y encima una chaqueta vaquera. El bolso es un saco de tela sin forma que cuelga de un cordón que hace las veces de cierre. Su rostro se va iluminando conforme gira hacia el coche y camina. Hay algo raro en él, distinto, una fijeza en la mirada: se ha pintado la raya de los ojos, por eso ha tardado tanto. Es delgada, de andares elásticos, como de bailarina, y expresión alegre. ¿Tendrá los dieciocho?
Llega a la altura del morro del coche, y Álex, influido por el humillante rechazo del inicio de la noche, se imagina lo que ella va viendo y la impresión que puede producirle: primero ve a Sebas, que agarra estúpidamente el volante y dice hola con ese temblor cobardón del labio inferior; luego lo ve a él, sonriendo con demasiada complicidad y alzando la mano en un gesto jovial, ridículo; y por último la chica llega a las plazas traseras y a través de la puerta que Ricky ha abierto se encuentra con los infinitos dientes del idiota, que imita a la perfección la sonrisa de un mandril perturbado. Y entonces Álex deduce con rotunda certeza que la chica se va a echar atrás. ¿Cómo demonios se va a montar con ellos en el coche? Y, en efecto, así sucede:
—Anda. Me he dejado el móvil arriba. —Miente ella—. Estoy esperando la llamada de mi amiga. Voy a subir, ¿vale? ¿Por qué no nos vemos luego en los bares?
Desanda el camino de espaldas, como si temiera que fueran a saltar sobre ella. Álex balbucea cualquier cosa:
—Pero… Clara… No tenemos por qué… Podemos…
Ya se ha metido en el portal. Sebas arranca el coche.
—Cierra la puerta, tarado. —Masculla Álex rechinando los dientes. Y cuando Ricky lo hace, Sebas no acierta con los pedales, suelta el embrague demasiado pronto y el motor se cala.
—¡Vamos, Fernando Alonso de los cojones! ¿Dónde te dieron el carné? —dice Álex con una mueca de desprecio.
En el segundo intento, las ruedas chillan contra los adoquines y salen disparados hacia la curva cerrada, que doblan sin tocar milagrosamente ninguna pared.
Ensordecidos por la frustración y la rabia, no escuchan las campanadas que se descuelgan de la torre de la iglesia para marcar las once y media. Álex lanza blasfemias e insultos indiscriminados y se descubre demasiado nervioso para encender un cigarrillo, aunque nada desea más que notar en los pulmones el picante humo dando vueltas. Sebas lucha con los pedales y el cambio, que de repente ha olvidado combinar con suavidad, y escoge calles al azar. Mientras tanto, en las retinas de Ricky reverbera todavía, como la forma de una bombilla mirada fijamente, la silueta de la chica a punto de sentarse a su lado, la franja de piel al aire entre el pantalón y la camiseta, el cuerpo desnudo intuido debajo. Se diría que aún no ha registrado el fiasco, o que lo desdeña; se diría que su simpleza lo protege como la más sabia de las inteligencias.
—¡Putas tías de este puto pueblo de mierda! —Profiere Álex, siempre con torpeza.
Sin embargo, la realidad suele prevalecer incluso en las mentes más proclives al autoengaño, neutralizando los excesos de optimismo o, como en este caso, de pesimismo. Y es que el suceso con Clara ha sido, indiscutiblemente, un éxito. Porque no confiaban —salvo acaso Ricky— en que ninguna chica de las que han conocido en la piscina fuera a irse con ellos, fuera a montarse en el coche, y ha estado a punto de ocurrir. Lo que era una fantasía, un impulso ciego que podía estrellarse contra las circunstancias y demostrarse ilusorio, ha resultado ser una posibilidad cierta, a su alcance. Únicamente tienen que hacerlo mejor, no estropearlo.
—Jobar, hemos estado cerca, ¿eh, chicos? —comenta Ricky, de nuevo acertando involuntariamente.
Desde luego que han estado cerca, y la prueba más elocuente ha estado cifrada en un detalle: sus ojos pintados, esa raya negra que se ha molestado en hacerse para ellos. Sienten que Clara todavía los está mirando con esos ojos tan nítidos, de un blancor que eriza la piel.
Pero no es una realidad menos insoslayable el hecho de que no encuentran más bikinis. Recorren por tercera, por cuarta vez las mismas calles y no hay ventana, balcón, terraza o tendedero que no hayan escudriñado. Conocen ya la distribución completa del pueblo, el encaje de unas partes con otras, y no hay más bikinis. Ya no doblan una esquina preguntándose qué hallarán, sino sabiendo que aparecerá el letrero de la mercería o la fachada posterior del ayuntamiento. Además, este monótono deambular ha establecido definitivamente las dimensiones del pueblo, muy pequeñas, y pone de manifiesto que es absurdo que lo recorran en coche y no a pie. Pero ir en coche constituye su estatus, la posición desde la que actúan, no pueden renunciar a él. Al menos tienen suerte y apenas se cruzan con nadie que pueda poner en evidencia su ilógico comportamiento.
—No sé, chicos, la verdad… A lo mejor podemos venir el lunes —dice Álex, dándose por vencido—. El lunes es todavía agosto, treinta y uno, y todavía estarán por aquí casi todas las chicas que veranean.
Sebas detiene el coche en la plaza mayor desierta, junto al muro de piedra del antiguo convento, y dice:
—El lunes no puedo. Trabajo, lo sabéis. Así que como no os traiga en coche otro…
Ante la negativa, Álex recupera su capacidad de exasperación:
—¿Ni siquiera podremos venir a última hora a la piscina?
—No, ya os dije que…
—Pues vaya una mierda de curro.
—Hay mucho trabajo en el taller, es uno de los peores momentos del año, estaré allí todo el puto día. Cuando se acaba el verano todo el mundo trae a arreglar las máquinas cortacésped y las desbrozadoras. Y encima quieren tener listas las motosierras para el otoño.
—Bueno, bueno. No me cuentes tu vida, chaval. —Liquida Álex la conversación con una sacudida displicente de la mano.
De su cigarrillo se suelta una punta de ceniza que se despliega en la caída y se disemina entre los pliegues de cuero de la palanca de cambios. Sebas lo ha observado como si sucediera a cámara lenta y permanece en silencio.
—A lo mejor nos encontramos a Clara y a su amiga por ahí, ¿eh? —comenta Ricky, pero no le hacen caso.
—Voy a mear —anuncia Álex, y sale del coche, no sin antes dejar la colilla a medio apagar en el cenicero. Cierra la portezuela de un empujón.
El muro del antiguo convento está interrumpido por una doble cancela enrejada. Las dos hojas de barrotes están aseguradas por varias vueltas de una cadena de acero, pero el margen entre ambas es de varios palmos. Por ese resquicio, agachando la cabeza, Álex se cuela y desaparece.
Con una determinación inusitada que le brota del estómago, Sebas empuña el pomo del cambio e introduce la primera velocidad. Su pie derecho acciona el acelerador y en los cilindros se inyecta gasoil pulverizado que se prende al atravesar el aire denso y caliente. Como resultado, el coche se desliza sobre los panzudos adoquines. Ricky y él abandonan la plaza, abandonan a Álex.
El idiota teme no haber entendido algo, algún plan de sus dos amigos, y no dice nada. A Sebas le laten las sienes y un cordón de metal incandescente le sube por la columna vertebral. No sabe adónde va, qué está haciendo, pero sus manos y sus pies se mueven y coordinan como si lo supieran. Un rayo estalla en el interior de una nube baja y alumbra en el cielo una infinita escala de grises.
Entre un macizo de jaramagos, Álex orina largamente con ambas manos en la cintura. La oscuridad es casi absoluta, salvo por un haz que se refleja en el único cristal intacto de una ventana de cuarterones del convento. Clava la vista en ella y la luz lo señala, bendiciéndole. La estatura de Álex no es muy baja, pero sí más que la de sus dos amigos, y lo compensa —aparte de fumando y siendo desagradable e iracundo— ampliando la anchura de sus hombros con una pose de forzudo de circo: la espalda recta y el pecho hinchado, andino. Sus extremidades se mueven con rapidez, nerviosas y sibilinas. En su rostro todas estas tensiones se resuelven en una mandíbula afilada, unos pómulos tirantes y una película acuosa en los ojos. Cuando termina, se agacha para coger una piedra del suelo y la arroja hacia el cristal, que se hace añicos. Por ese hueco abierto, sus ojos pueden atravesar el edificio en ruinas hasta la calle que hay detrás. Entonces algo llama su atención contra la fachada de una vivienda: una mancha movediza de color verde manzana.
El que conduce percibe que la valentía lo abandona, como un fluido helado escurriéndose por su cuerpo y dejando en su lugar un escalofrío, un temblor, el tacto de piel de serpiente que tiene la cobardía. Han llegado al camino de grava que va a la piscina y se han parado. El idiota se atreve a expresar su incomprensión:
—Pero… pero… Ahora recogeremos a Álex, ¿eh, Sebas?
Aferrado al volante para controlar la tiritera, el que conduce no contesta y luego dice:
—Voy a mear.
Las suelas de goma producen en el suelo un ruido de cascajo.
En contra de su laboriosa imperturbabilidad, el que fuma se gira alarmado en la plaza para cerciorarse de que sus amigos se han marchado, lo han dejado solo. Masculla varios insultos y aprieta los puños, aunque esto último más por frío: en otro alarde compensatorio, no se ha traído ninguna prenda para ponerse sobre la camiseta. Tampoco lleva encima el tabaco, aunque sí el teléfono en el bolsillo, pero de momento no se va a rebajar a usarlo para llamarlos. Sabe que volverán. O, mejor dicho, no va a tolerar que ellos piensen que quedarse solo le provoca algo semejante a la inquietud, al miedo. No, él desprecia por igual tanto que vuelvan como que no vuelvan. Y una honda calada al cigarrillo sería ahora el subrayado ideal de esta actitud. Lástima.
En el pavimento de la plaza mayor los adoquines son sustituidos por gordos cantos rodados, que forman dos grandes círculos concéntricos alrededor de una alta farola con cuatro brazos. Esta iluminación más abarcadora crea una continuidad en el ámbito de la plaza, sin disociaciones entre la claridad y la noche. En el reloj del ayuntamiento las agujas arrinconan al tiempo en un ángulo cada vez más agudo: las doce menos cuarto.
Junto al antiguo convento hay un buzón de correos y dos cabinas telefónicas, separadas por una fuente construida con bloques de granito sin pulir. Da una patada a la puerta de una de ellas y entra. Maquinalmente, mete un dedo en el compartimento de las monedas, pero no hay ninguna. Descuelga el auricular, lo sopesa; pega el oído y no escucha nada; golpea el aparato varias veces y lo deja colgando. Pero antes de salir siente algo, como un calor a través del cristal de la cabina: siente que alguien lo está observando. Se vuelve y ve una figura inmóvil en el centro de la plaza. Es una mujer delgada que tiene metidas las manos en los bolsillos de un pantalón vaquero. Desafiada por su mirada, ella reanuda su camino hacia una de las calles. Él, desde la pecera vertical de la cabina, ve cómo la mujer evoluciona en el mar de luz diseminado por la farola, hasta que se oculta tras el ayuntamiento. Empuja con el hombro la puerta y sale. En ese momento sus pies son bañados por el chorro de los faros del coche, que penetra en la plaza con el traqueteo muelle y gaseoso de los amortiguadores. Viene directo hacia él y durante una décima de segundo, sin saber por qué, piensa que lo va a atropellar. Frena a dos metros.
El enfado se ha evaporado de su cabeza y súbitamente recuerda lo que ha visto a través del cristal roto del convento. Mete la cabeza por la ventanilla delantera y permite que transcurran unos instantes para que el que conduce piense cualquier cosa, por ejemplo que lo va a golpear por el abandono. Después, ordena:
—Bajaros del coche. Venir conmigo.
El idiota obedece con presteza pero el que conduce se demora en apagar los faros, el motor y en subir las cuatro ventanillas.
—¡Déjalo, hombre! Es aquí mismo.
El que conduce se levanta del asiento y se pone a su lado, adivinando que soportará sin protestar la bofetada o el puñetazo o el empujón que lo tire al suelo. Pero el que fuma echa a andar junto al muro de piedra y los dos lo siguen.
La calle que toman a la izquierda es la que baja hacia la plaza de los bares. La han recorrido solo en una ocasión, antes de que al idiota se le ocurriera la idea de buscar los bikinis. Por esa causa no han visto este, color verde manzana, que está tendido en una barandilla de metal, en la segunda planta de una casita revestida con losas de pizarra.
—No me acuerdo quién llevaba este —declara el idiota.
—Ni yo, pero qué más da —dice el que fuma.
—El caso es que me suena ese verde, pero… —comenta el que conduce.
En el lateral de la casa una frondosa hiedra enmarca el rectángulo de una ventana, que tiene por dentro del cristal una pegatina de un grupo de música. Es la ventana de la persona a la que buscan —a la que han estado buscando toda la noche— y se plantan bajo ella con las cabezas alzadas. Sus sombras brotan de sus pies y se fracturan sobre la superficie irregular de los adoquines.
El que fuma se dobla por la cintura y rastrea el suelo. Coge dos chinas de tamaño inferior a un garbanzo. Tira hacia la ventana una de ellas, que suena contra el cristal. El idiota se ríe guturalmente. Aguardan, pero no sucede nada. Tira la otra, con un poco más de fuerza; si está dentro, tiene que oírlo. Entonces, una voz les llega por detrás y electriza sus nucas:
—¿Qué hacéis?
Los tres se giran simultáneamente y descubren a una chica. Su cara les suena de haberla visto en la piscina, pero no han hablado con ella. Es unos años más joven, tal vez aún no haya cumplido los dieciséis. Y aunque da lo mismo, aunque ya no tiene importancia a estas alturas, la chica es muy guapa. Los mira a los tres con un brillo de reconocimiento en los ojos.
—Ah, es tu casa. —Deduce el que fuma, señalando la ventana.
—Sí. ¿Por qué? —inquiere ella. Pero en sus palabras no hay la más mínima agresividad, sino mansedumbre.
—Es que… —Improvisa el que fuma—. Es que íbamos a dar una vuelta en coche y… no sé. ¿Te vienes?
Por el semblante de la chica sobrevuela fugazmente algo, que se extingue o es reprimido.
—¿Para ver las estrellas fugaces? —pregunta ella.
—Pues… claro. Vente, anda.
La chica cambia el peso de su cuerpo de un pie a otro. Después, sus labios se distienden en una sonrisa que a los tres les duele en el centro del pecho.
—De acuerdo. —Asiente con una mueca tímida que vuelve a corregir.
—Tenemos el coche en la plaza. Venga.
Ya están caminando los cuatro hacia la esquina. Ella va emparejada con el que fuma, y los otros, un metro por detrás.
A ellos les impresiona la delicadeza de las pisadas de la chica junto a las suyas. En el fondo, no confiaban en esto, son conscientes de que no lo merecen, de que es injusto.
Al entrar en el ámbito iluminado de la plaza, el idiota levanta la cara al cielo y dice:
—Pues con estas nubes, las estrellas no…
El codazo en las costillas se lo propina el que conduce, mientras el que fuma le habla a la chica al oído para enterrar las necias palabras del idiota. Con un ademán del brazo la dirige hacia la portezuela trasera y abre para que ella entre; él se cuela detrás y cierra. Las rodillas del idiota, inédito copiloto, tocan en las letras japonesas del salpicadero. Va incomodísimo, pero no dice nada. El que conduce arranca el motor.
—Oye, ¿cómo te llamabas? —pregunta el que fuma.
—Luci. ¿Y vosotros?
—Pues mira, Luci. El que conduce se llama Pedro, este se llama Juan y yo… yo me llamo Eduardo.
Ha ido indicando con las manos a sus amigos. El movimiento final de tocarse el pecho y mentir sobre su propio nombre acaba en la rodilla de ella, quien, inmerecida, injustamente, no la retira.
El que conduce, con suavidad, acelera. Dentro de un minuto sonarán las doce campanadas, medianoche. Las primeras gotas de la tormenta caen en el parabrisas.