Viernes, 25 de septiembre de 2009

Desde la carretera que trepaba por la montaña, Primo poseía una panorámica completa del pueblo. Los tejados, según su pendiente y orientación, devolvían la luz del atardecer con distintas temperaturas de color. En cambio el embalse, ahí abajo en el valle, estaba teñido de un violeta unánime, sin brillo, como si el agua se hubiera solidificado en una gelatina ahumada.

No recordaba la posición exacta de la casa de la chica y eligió una al azar. Midió con los ojos su distancia hasta el embalse —un palmo escaso desde su perspectiva alejada— y trató de imaginar el horror, los grados sucesivos de la desgracia, desde la muda inquietud de no recibir respuesta a una voz desde el pasillo y descubrir que la hija no está en su habitación, a la esperanza de que llame desde casa de una amiga para informar de que se quedará allí a dormir. Trató de imaginar el brusco y pavoroso salto entre esa esperanza enturbiada de mal presagio y la confirmación de que ha desaparecido, nadie sabe dónde está, no contesta al teléfono. Y será difícil no pensar luego, cuando se cumple la peor de las posibilidades, que ya se había adivinado al principio, cuando ella no respondió a la llamada desde el pasillo; será difícil no pensar que ya entonces se supo que la hija había desaparecido, y que cuando apareciese lo haría muerta, y que su muerte había sido horrible. Todo esto quedaba comprendido en el escaso palmo que sus ojos abarcaban sin tener apenas que moverse, la línea que iba desde esa casa que él había elegido —pero cualquiera serviría— hasta la orilla del embalse.

Encendió un cigarrillo y tragó con una mueca el primer humo, que le picó en la garganta por estar el tabaco tan seco. Unos cuantos paquetes más de aquel estanco, se dijo, y dejaría de fumar. En la torre de la iglesia las campanas tocaron los cuatro cuartos, las siete. El sonido, escuchado desde un punto alto, tenía mayor fuerza, como si los estratos superiores del aire fueran menos densos, menos resistentes a la penetración de las ondas. Se separó del guardarraíl y comenzó a bajar al pueblo sobre el balastro de la cuneta, que crujía contra la goma de sus suelas.

Abandonó el trazado de la carretera cuando esta empezaba a recortar el pueblo, ajustándose a las fachadas y a las esquinas de las primeras viviendas. Rebasó la Casa de Cultura, habilitada en el antiguo lavadero municipal, y caminó por un sendero entre dos setos altos. Avisado por la atalaya del campanario, no se sorprendió al desembocar ante una de las fachadas de la iglesia, monótonamente enfoscada. Sin ralentizar el paso, contempló la portada de piedra por la que se accedía a la nave principal, que afloraba entre la enorme superficie del enfoscado como una pequeña porción indemne de un cuerpo casi por entero vendado.

Al cruzar por delante del consultorio médico, su puerta se abrió hacia dentro y entonces Primo la vio. Estaba cambiada con respecto a la fotografía, mucho más delgada, y había algo que velaba su expresión. Pero aun así la reconoció. Antes de pasar de largo, mientras su movimiento de avance iba disminuyendo el ángulo de visión, los ojos de la chica rompieron el velo gaseoso que los protegía y se fijaron en él con una cierta viveza, una atención mortecina. Después, Primo siguió caminando. ¿Cómo se llamaba la chica?

En la esquina siguiente se detuvo y sacó otro cigarrillo, aunque no le apetecía. Lo encendió soplando rápido el humo y se apoyó en la pared: así podría parecer que esperaba a alguien, podría disimular que en realidad observaba. Detrás de la chica salieron del consultorio su madre, que posaba una mano en su hombro, y un médico con barba y bata blanca. Permanecieron un rato hablando. ¿Pero cómo se llamaba la chica?

Por el modo en que el médico se movía, con lentas inclinaciones de cabeza para remarcar las frases, y por la dócil receptividad de la madre, era sencillo concluir que el médico les daba una serie de consejos y ellas prometían cumplirlos. La madre, de vez en cuando, volvía la cara hacia la hija y esta tenía que asentir y pronunciar alguna palabra afirmativa.

Si no hubiera asistido a esta escena delante del consultorio y en presencia de un médico, quizá Primo no habría sabido averiguar la causa del vapor que ablandaba los rasgos de la chica, que los sometía como a una presión desmesurada: eran antidepresivos, ansiolíticos. Su sensibilidad estaba amortiguada por un envoltorio químico, como el plástico con burbujas que acolcha a los objetos frágiles, impidiendo su rotura pero distorsionando su forma. Y la hipótesis de Primo quedó confirmada cuando el médico se despidió cariñosamente de ellas (acarició la mejilla de la chica con un nudillo) y las vio caminar hacia la plaza de la iglesia, de espaldas: el brazo de la madre rodeaba ahora firmemente los dos hombros de la chica, casi sosteniéndola, y las zancadas de esta se producían con un visible trabajo, como si tuvieran que romper a cada instante unas pegajosas y elásticas telas de araña. Las piernas bailaban dentro de unos pantalones demasiado anchos y provocaban una lastimosa impresión. ¿Cómo se llamaba la chica?, se volvió a preguntar. Tendría que mirarlo en su ordenador. Tiró el cigarrillo y se despegó de la pared. Siguió andando hacia la zona baja del pueblo.

Cada cierto tiempo, le venía a la memoria la frase que le habían dicho la tarde anterior por teléfono: Haga lo que crea oportuno, improvise. Las palabras se repetían con distintas modulaciones: unas veces con un timbre burlón, otras con un deje indiferente o despectivo, pero siempre dominaba en su cabeza una interpretación netamente desconsiderada, en algún grado ofensiva. Haga lo que crea oportuno, improvise. Se lo habían dicho al final de una breve conversación —la brevedad era parte del agravio— que él había propiciado al llamarlos, después de que ellos no lo hubieran hecho y ni siquiera le hubieran enviado un correo electrónico.

Sin embargo, tras el enfado inicial y el abatimiento que lo siguió (caminó sin rumbo hasta que se hizo de noche), en el ánimo de Primo fue naciendo una liberación. Porque el hecho de que no hubiera un plan, un procedimiento que él debiera llevar a cabo, constituía paradójicamente un plan. Haga lo que crea oportuno, improvise. Exacto, eso iba a hacer. Edificaría una construcción sobre la falta de expectativas. Si no esperaban nada de él, podría actuar, podría salir al fin del bloqueo de estos dos primeros días, dos días perdidos.

Este nuevo estado resolutivo, con el que se sacudía el estupor en que había estado inmerso desde su llegada, le ayudó a tomar una decisión más: volvería este fin de semana a Madrid, con Andrea. En todas sus llamadas ella se lo había preguntado, y él, sintiéndose mal pero no lo suficiente para no mentir, le había contestado que no estaba seguro, que tal vez tendría que hacer cosas el sábado, y el domingo por la mañana, y que no merecería la pena conducir los kilómetros de la ida y la vuelta para unas cuantas horas, para una sola noche juntos. Pero lo tenía claro, cogería ahora mismo el coche.

Pasó la mano por una de las coníferas que había a la entrada de la hospedería y enfiló el pasillo. La puerta abierta de la recepción dejaba escapar un rectángulo de luz y unos ruidos que indicaban la presencia de Belén. La inédita energía con que entró, casi alegría, quedó cortada de súbito al toparse con dos mujeres en lugar de una. El desconcierto lo hizo sentirse autorizado para observar a la desconocida sin cautela, durante varios segundos. Era una joven que rondaría, por debajo, los veinte años. A pesar del pelo largo, que estilizaba su rostro, y del busto menos lleno, la inteligente serenidad de la boca y la mirada despierta remitían sin duda a…

—Le presento a mi hija —dijo Belén, justo cuando él lo deducía—. Gema.

—Encantado.

—Ya le he dicho que hay problemas con internet. Luego se pondrá con ello.

La hija descendió pudorosamente los párpados.

—La verdad es que no hay prisa. He decidido regresar a Madrid este fin de semana. Salgo ahora mismo. Pero volveré el lunes temprano.

—Bien —asintió Belén—. Pero… ¿abandona la habitación?

—Pues pensaba dejar aquí parte de mi equipaje, pero…

—Aunque da lo mismo —le interrumpió ella—. No tengo reservas para el fin de semana. Sus cosas se pueden quedar en la habitación.

Primo frunció la frente.

—Quiero decir —explicó Belén— que no le cobraré las noches del fin de semana aunque deje aquí sus cosas.

—Oh, de acuerdo.

—Y si viniera alguien, le guardaría sus cosas en el almacén.

—Comprendido, claro. Ojalá —se atrevió a desear.

—Eso, ojalá.

Después de los gestos que había hecho al hablar, Belén devolvió las manos al corto mostrador, exactamente igual que su silenciosa hija. Las dos lo miraban con una sutil sonrisa en los labios.

—Entonces subo un momento —dijo antes de girarse y salir.

Cuando afrontaba el primer tramo de escaleras, se dio cuenta de que la hija de Belén le había despertado una asociación de ideas. Esa calma responsable que había en sus ojos, los de una universitaria que regresa el fin de semana junto a su madre, se unía en su cabeza con el flujo mental iniciado mientras oteaba el pueblo desde la montaña e intentaba imaginar el horror de aquella desaparición en el embalse. Luego, subterráneamente, el flujo mental había continuado con la chica del consultorio médico, su penosa delgadez, sus movimientos amortecidos por los sedantes. Era como si un proceso fatalmente malogrado en el primer caso y suspendido en el segundo fructificara con una alentadora solidez en la hija de Belén, como si en cierto modo fueran la misma chica retratada en momentos distintos.

Al llegar al tercer piso, ante la mirada incompleta del ojo de buey, se paró. Acababa de recordar el nombre de la chica del consultorio. Sandra, se llamaba Sandra. Aunque el nombre que no olvidaba, que no podría nunca olvidar, era el de la chica del embalse.

Lucía.