Jueves, 1 de octubre de 2009
Miraba el trazo simple de su cuerpo desnudo, boca abajo en el colchón, y no se decidía a hacer nada. Deseaba fumar uno de sus cigarrillos, pero el paquete estaba sobre la estantería, lejos de la cama, tendría que levantarse, y no quería exponerse a los ojos de ella ni a una nueva burla sobre que fumara tabaco mentolado, como «una mecanógrafa soltera con antecedentes de tuberculosis». Deseaba también marcharse; o mejor: no estar ya allí, no afrontar la incómoda perspectiva de vestirse, intercambiar unas palabras azaradas y despedirse. Y deseaba también, más que nada, abarcar con la mano su cadera, tirar enérgicamente para voltear su cuerpo y, por segunda vez, follar. Pero esto era lo que más trabajo le costaría, consumida ya la brusca ansia inicial. En esta indecisión se hallaba Primo, sin hacer nada, dudando entre deseos excluyentes que sin embargo convivían.
Por el hueco estrecho de la puerta se coló el gato. Su pelaje pardo se comprimió al pasar entre la hoja y el marco y luego volvió a expandirse. Su cola erguida se frotaba contra los cantos de los libros que se iba encontrando apilados sobre el suelo en su camino hacia la cama. Se detuvo por el lado de ella, a la altura del brazo que Yolanda descolgaba por el borde. La áspera lengua lamió audiblemente la mano suelta. Aunque Primo no pudo verlo desde su ángulo, supo que ella tabaleó con los dedos en el aire gracias al bulto de los músculos del antebrazo accionando los tendones, movimiento que se transmitió brazo arriba hasta provocar el débil juego del omoplato bajo la piel. Así que ella no estaba dormida ni lo fingía, y ahora bisbiseó alguna palabra ininteligible para atraer al gato que se marchaba, sus patas remilgadas posándose sin peso en el suelo. Se escuchó, remoto y acogedor, el chasquido de un tronco quemándose en la estufa de la planta de abajo.
La luz de la media tarde entraba por la ventana que Primo tenía sobre su cabeza y alumbraba el interior con una consistencia cruda, que no teñía los colores ni creaba zonas de sombra. Bajo esta claridad sin velos, el cuerpo de Yolanda se presentaba con una franqueza que lo beneficiaba, o que al menos no hacía echar en falta una luz tamizada, más infiel. El pelo negro se desgajaba en dos sobre la nuca y allí arrancaba el cordón nudoso de la espina dorsal, que iba dejando a cada lado unas franjas idénticas. Pero la simetría fallaba hacia el final: en el costado derecho, junto a la cadera, una línea rosada y brillante deprimía la piel, la ceñía como si fuera un fino cable tenso. Esta cicatriz rodeaba el tronco y terminaba en el vientre, no muy lejos del ombligo. Había podido verla hacía unos minutos y volvió a preguntarse por su causa. Del límite de la cintura nacía el volumen lleno de los glúteos, que confirmaba junto con las torneadas piernas ese aire deportivo, de ejercicio frecuente, que había sabido leer en su forma de caminar la noche del bar. Ahora lo asoció con la bicicleta de montaña que había visto en la entrada de su casa hacía un rato.
El gato había ido a enroscarse sobre un viejo sillón desfondado. En la mesita redonda situada junto al reposabrazos descansaban un grueso tomo de pastas azules y el pie de una lámpara modernista de alabastro. De ese rincón partía la estantería que forraba toda la pared de libros, incluido el rectángulo entre la puerta y el techo. Apoyados en los lomos encuadernados, había numerosos objetos dispares: una calabaza para tomar mate, un termómetro digital, un soldadito de plomo, una fotografía de Yolanda acompañada por un hombre con barba, un paquete de pañuelos de papel, un cargador de teléfono, una pequeña maceta de barro usada para guardar bolígrafos y lápices, una postal de un cuadro expresionista, las dos mitades de un elefante de cerámica roto, un cenicero de cristal con un una sola colilla y, al lado, la inalcanzable cajetilla de Primo. Como una crecida de fiebre, aumentaron sus ganas de encender un cigarrillo (y de marcharse, y de follar).
La cabeza de Yolanda rebulló sobre la almohada y con una respiración más vigorosa se volvió hacia la ventana, hacia Primo. El pelo negro se cerraba sobre sus ojos y él no podía saber si lo estaba mirando. Los mechones se espaciaban sin embargo sobre la mandíbula y permitían que los labios afloraran. Había deseado besar esos labios desde el principio, desde antes incluso de encontrarse hoy. Lo había deseado al decidir, engañándose, que tenía que ir a verla.
A primera hora de la mañana, antes de bajar a desayunar, había telefoneado a la comisaría. Sin denotar prisa para no llamar la atención de Garray, pero recalcando que lo necesitaba cuanto antes, había encargado que se solicitara a la compañía telefónica el listado de las llamadas realizadas y recibidas en las dos cabinas públicas de la plaza durante la noche del veintinueve al treinta de agosto, entre las diez y las dos de la madrugada. Con ese dilatado arco temporal, ampliado a las dos cabinas, cubría un posible error de memoria de la bibliotecaria. Nada más colgar, encendió su ordenador, se conectó a la red inalámbrica de la hospedería y abrió su cuenta de correo electrónico. Activó el aviso acústico de mensaje recibido y subió al máximo el volumen de los altavoces. Aunque sabía que era pronto, se afeitó con la puerta del baño abierta, pendiente de escuchar si recibía el correo con la información solicitada.
Bajó a desayunar al comedor y allí estuvo conversando con otro cliente de la hospedería, un ingeniero que había venido a realizar una prueba de carga en la presa y que se marcharía esa misma tarde. Después de terminar, mientras subía a la buhardilla, se encontró a Belén en el distribuidor de la primera planta, parada con el carro de limpieza delante de la habitación del ingeniero. A raíz del episodio de la pistola, la dueña de la hospedería había adoptado una actitud muy respetuosa, aunque con un fondo cohibido, tal vez avergonzado. Interrumpió su labor para saludarlo y permaneció expectante con un plumero en la mano.
Para amortiguar el efecto de lo que tenía que preguntarle, Primo se inventó antes otro tema:
—Ayer se cumplió una semana de mi estancia aquí, así que, si le parece, podría prepararme la factura de este tiempo. Lo liquidamos y nos quitamos eso de encima.
—Como usted quiera, señor Enríquez. A mí no me importa si me lo paga todo al final.
—Lo prefiero así —mintió él.
—Ningún problema —dijo ella—. Le preparo la factura enseguida.
—No me urge en absoluto. Como si me la da mañana o pasado. —Hizo el amago de seguir subiendo, pero con un pie en el primer escalón se giró—. Ah, casi lo olvido. ¿Vendrá su hija al pueblo este fin de semana?
—Sí, mañana viernes —contestó de inmediato. Y luego se atrevió a preguntar—: ¿Por qué?
—Me gustaría charlar un poco con ella, hacerle unas preguntas. Nada importante.
—Claro, claro. Para lo que quiera.
—Pero no le diga nada antes, ¿de acuerdo? No quiero que se asuste sin necesidad, insisto en que no tiene importancia.
—No se preocupe. De todos modos, ella no sabe que usted es…
—Mejor entonces. Hasta luego.
En la buhardilla, subió la pantalla del ordenador y actualizó la página del navegador: ningún mensaje todavía. Se descalzó, dobló la almohada por la mitad y se tumbó sobre la cama deshecha, dispuesto a esperar el aviso de los altavoces.
Esperó durante toda la mañana y el mensaje no llegó. Adoptó todas las posturas posibles sobre la cama, la silla y la alfombra. Intentó repasar los archivos de la instrucción del caso, por si las dos pistas que había conocido el día anterior percutían algún resorte dormido, pero no tuvo la paciencia suficiente. Pensó en fumar, pese a que tenía por norma no hacerlo antes de la hora de comer, pero lo descartó. Como si fuera una historia ajena, estudió el hecho de que Andrea y él no hubieran hablado desde el lunes, cuando él se marchó. Quiso penetrar en su propia motivación para no llamarla y no supo entenderlo, no había sucedido nada pero él no podía llamar. El último rato pasado juntos, haciendo el amor a oscuras, había tomado en su memoria una textura de sueño, de delirio. Algo se había jugado en ello y no acertaba a descubrir qué.
También había pensado durante todas esas horas en el paseo del día anterior con la bibliotecaria. Había repasado las frases significativas del diálogo y, con una hipocresía que rozaba la esquizofrenia, se había censurado la rememoración de datos que no tuvieran que ver estrictamente con el caso: el preciso dibujo de su mentón con el pelo recogido, el corto vuelo de su falda cada vez más ralentizado por el lastre de la lluvia, su intento final de seguir hablando más allá del tema de la cabina…
Recibió el mensaje después de comer. El tintineo electrónico quebró sin dificultad el sopor en que Primo había caído por la digestión. Se incorporó en la cama como si hubiera oído una sirena antiaérea y saltó hacia el escritorio. Abrió el mensaje con un golpe del dedo y descargó el documento adjunto. Cuando le echó un rápido vistazo de arriba abajo, volvió a pensar en la bibliotecaria Yolanda, y en esta ocasión estaba justificado. Ella se había extrañado de que alguien usase hoy en día un teléfono público y tenía razón: nadie había hablado desde las dos cabinas durante ese periodo de cuatro horas, ni llamadas recibidas ni llamadas enviadas, nada. El oficial que remitía el mensaje, ante el nulo resultado de la consulta, añadía que la conexión más cercana a dicho periodo había tenido lugar por la tarde, a las diecinueve treinta y cuatro, una llamada de cuarenta y siete segundos a un número de información telefónica. Y ni siquiera había sido desde la cabina que Yolanda había indicado, sino desde la otra. Apagó el ordenador, se sentó en la cama y prendió un cigarrillo.
En principio, no dudó del testimonio de la bibliotecaria. Tampoco creía probable que se hubiera equivocado de día, ya que lo había fijado con exactitud gracias a la tormenta. Así pues, ese chico se lio a dar golpes al teléfono sin una llamada precedente que los provocara. ¿Cambiaba algo las cosas? No, la violencia seguía ahí, incluso más elocuente, al generarse por una causa interna: había entrado en la cabina sin intención de llamar y se había liado a dar golpes, casi un acto de vandalismo. Que no existiera la llamada complicaba la identificación del chico, pero el hecho, acaecido tan cerca de donde Lucía había desaparecido, seguía siendo relevante. Abrió una de las hojas de la ventana para que saliera el humo.
Se dijo que, si le contaba a la bibliotecaria el resultado de su consulta, a lo mejor ella era capaz de interpretar el comportamiento del chico. A veces basta un cambio en la información sobre la naturaleza de un suceso para que sus detalles cobren otro significado. Era razonable ir a hablar de nuevo con ella, ¿no? En cualquier caso, había estado bastante inquieta por no saber a quién contar ese episodio y ahora estaría pendiente de si había servido para algo. Informarla al respecto la dejaría más tranquila. No era un procedimiento muy ortodoxo pero… la investigación no estaba siendo precisamente ortodoxa.
El horario de la biblioteca era de mañana, así que no encontraría a Yolanda allí. A última hora de la tarde quizá iría a La Bodeguilla, pero faltaba demasiado tiempo y no era seguro. Podía preguntar a Petri cómo dar con ella, su número de teléfono o dónde vivía, pero no le apetecía involucrar a la alguacil en esto. Y de pronto recordó que él ya sabía dónde vivía Yolanda, ella misma se lo había dicho el día anterior de pasada, acaso intencionadamente: justo encima de la tienda de Betty. Primo llevaba lo suficiente en el pueblo para saber que eso quedaba en la plaza alargada del estanco. Se palmeó las rodillas y se levantó de la cama impetuosamente, tanto que se golpeó en la cabeza con una de las vigas del techo. Estuvo un minuto revolcándose en la cama con las manos sobre la zona dolorida.
El día estaba encapotado, pero hoy las nubes eran altas y no soltaban agua, solo servían para difundir homogéneamente una luz sobria. Miró su coche al pasar y calculó que llevaba parado más de tres días, desde el lunes por la mañana, algo insólito cuando estaba en Madrid.
Por la puerta del ayuntamiento salía en ese instante el orondo policía local, que remaba acompasadamente con los brazos para tirar de su voluminosa tripa.
—¿Todo bien, inspector? —le preguntó, bajando confidencialmente la voz en la última palabra.
—Todo bien.
—Ya sabe que para cualquier cosa…
—Gracias, Damián.
—Bueno, voy a ver si le echo un vistazo a una farola que se ha estropeado.
Abrió una furgoneta con el escudo municipal sobre la puerta, arrancó el motor, que lanzó por el escape una nube negra de humo diésel, y se marchó plaza abajo. Primo consultó la hora en el reloj del ayuntamiento: las cuatro y diez.
Tienda Mixta Betty, ponía con pintura granate sobre la fachada blanca del comercio. La vivienda ocupaba las dos plantas siguientes. En la primera había una terraza de lado a lado, a la que daban dos ventanas con cerramiento doble para el invierno. Encima, como si fuera un mirador construido sobre el tejado, había un tercer volumen con otras dos ventanas más pequeñas que partían a ras de las tejas. Una escalera exterior, adosada al lateral izquierdo del edificio, conducía hasta la puerta de aluminio de la vivienda. Al pie de ella, junto a la cancela baja que cortaba el acceso, estaba el timbre. Puso el dedo sobre el interruptor y apretó.
No escuchó el ruido del timbre. El extremo del circuito que había activado estaba demasiado lejos o sonaba demasiado bajo o no funcionaba. Con alivio y disgusto a la vez, pensó que la bibliotecaria no estaba en casa. Después, se abrió la puerta al final de la escalera.
—Hombre. Tenemos visita —dijo Yolanda, sacando medio cuerpo por el hueco. A sus pies asomó la cabeza leonina de un gato.
—Hola —saludó Primo. Y movió el brazo con ligerísima burla, sorprendido por la actitud irónica que le brotaba ante la bibliotecaria.
—Llegas justo a tiempo para el té. Sube. Está abierto.
Primo empujó la cancela pero esta no cedió.
—Tiene un pestillito por dentro… —explicó ella, haciendo con el brazo el movimiento de descorrerlo—. Espera.
La vio bajar la escalera con su elástico caminar. La presencia del gato en su campo de visión le sugirió un paralelismo, pero enseguida lo rechazó por cursi. Vestía unos pantalones vaqueros desgastados y un jersey azul de cuello alto. Llevaba el pelo suelto y, cuando se detuvo al pie de la escalera, los mechones oscilando en el aire desprendieron aquel olor fresco, cítrico.
—Hola —dijo ella con gracia, también jugando a la tenue burla, y le ofreció la mejilla adelantando el tronco por encima de la cancela.
Se dieron dos besos y luego ella abrió el pestillo, cerrándolo cuando él cruzó.
Ascendieron codo con codo la escalera, que bajo sus pesos vibraba con una estridencia grave. Arriba, Yolanda le cedió el paso. Cerró la puerta de aluminio, que en realidad era una contrapuerta para aislar la casa en el invierno, y a continuación una de madera que rozaba en el suelo, deformada por los cambios de temperatura. En el corto pasillo de entrada había una bicicleta de montaña con restos de barro en las ruedas. Primo colgó su abrigo en un perchero de pared.
—Te gusta el té, ¿no? —preguntó Yolanda, haciendo un quiebro con el hombro para invitarlo a que la siguiera.
—Sí, claro —contestó, yendo tras ella.
—Vale. Porque estaba preparándolo de verdad, no era un farol para hacerme la interesante. El de los faroles eres tú, señor escritor.
Primo sonrió mientras atravesaban el distribuidor, del cual partían la escalera y todas las puertas de esa planta. Por una de ellas se escapaba una corriente cálida y el agradable olor de la leña. Entraron en la cocina.
—No es que tome mucho, la verdad —explicó Yolanda, manejando una lata de té y una tetera de hierro colado—. Pero ayer cogí algo de frío en la garganta con la humedad, con aquella lluvia tan fina. ¿Tú no?
—Creo que no.
—Qué suerte. Pues sí, y me he acordado de esta tetera que me regaló un amigo y que aún no había estrenado. Y estaba tan lanzada que también he hecho fuego, el primero de la temporada.
Los muebles de la cocina, incluida una mesa cuadrada de robustas patas, eran de madera sin barnizar. Las paredes estaban alicatadas con azulejos verde oscuro, antiguos pero no anticuados, y el suelo, con baldosas color ladrillo. Por la ventana de doble hoja se veía el campanario de la iglesia y, detrás, la vegetación espesa de la ladera de la montaña.
Desde cierta altura, Yolanda vertió el agua caliente en la tetera, a la que había añadido dos cucharadas más de té, y lo colocó todo sobre una bandeja.
—El azúcar, la miel, la leche… —enumeró señalando con el dedo—. Creo que no falta nada. Vamos al salón.
Primo la precedió al salir de la cocina y en el distribuidor escogió la puerta por la que fluía la tibia emanación del fuego.
El salón daba a la fachada principal y recibía la luz de una ventana grande y de la puerta con cristales traslúcidos de la terraza. El mobiliario estaba compuesto por un tresillo de formas abombadas, una mesa baja, una más alta y estrecha con un equipo de música, una silla de patas curvas y, en el rincón opuesto al tresillo, la estufa de metal negro, por cuyo vidrio ahumado se apreciaba la danza lenta de las llamas, asfixiadas por la restricción de oxígeno del tiro. Cuando Primo se volvió para ver qué hacía su anfitriona, descubrió que aquella pared estaba cubierta por centenares de libros. Soltó una risa.
—Definitivamente, no debí decir escritor.
—Muy espabilado no estuviste, no —dijo ella, llevando la bandeja hacia la mesa baja.
—Pintor, tal vez.
—A lo mejor te hubiera pillado también…
—Tornero fresador, entonces. Oye, se agradece el fuego.
—¿Verdad?
En el tresillo, Primo dejó un espacio de casi una persona entre él y la bibliotecaria. A sus preguntas sobre cómo quería el té fue contestando al azar, alternativamente, y se encontró ante una taza de té con leche y miel.
Empezó a hablar tras el primer sorbo, con los ojos fijos en el fuego que ardía sosegadamente en la estufa:
—He pensado que quizá te interesaría saberlo, ya que fuiste tú quien me puso en la pista —dijo como introducción—. Esta mañana he pedido el listado de las llamadas que se hicieron la noche de la tormenta desde las dos cabinas de la plaza. Y el resultado es cero, ninguna llamada, ni entrante ni saliente. Así que el chico que viste no habló por teléfono con nadie.
—Vaya, pues te prometo que yo lo vi. Aunque hablando no, claro —se justificó ella.
—Ya, ya. No lo estoy poniendo en duda, Yolanda. Te lo digo por si ese dato cambia algo las cosas, por si te hace verlas de otro modo. El chico entró en la cabina y en un momento dado se lio a dar golpes, sin más. No hubo una conversación previa que le pusiera así de furioso. ¿No te parece un comportamiento aún más extraño?
—Sí, ¿no? A ver. —Entrecerró los ojos para concentrarse—. ¿Por qué entró entonces en la cabina?
—¿Para desvalijarla? —propuso Primo.
—Aunque no lo vi bien, no tenía pinta de eso. Además, los golpes no parecían tener un objetivo concreto, eran de rabia. No creo que sea tan sencillo abrir una cabina.
—Estoy de acuerdo contigo. ¿Podía estar borracho? ¿Tú qué crees?
—Uf, mucho me pides, pero… Hombre, borracho de caerse no estaba. Quiero decir que sus movimientos, al golpear el teléfono y al girarse hacia mí, no eran muy descontrolados, no se tambaleaba. Pero podía estar bastante bebido. O drogado.
—Ya.
Primo dio otro sorbo al brebaje dulzón y cogió una pasta de mantequilla cubierta por cristales de azúcar. Yolanda siguió la divagación:
—Supongo que alguna de esas drogas de diseño puede generar tal agresividad. Aunque no sé yo si circulan mucho por el pueblo.
—Circulan por todos los lados.
—Sí, bueno. Pero aquí no hay discotecas ni lugares así, lugares propicios para esas drogas.
—Te entiendo. ¡Eh! —exclamó Primo.
Entre sus tobillos apareció de improviso la cabeza parda del gato. Había salido de debajo del tresillo y se frotaba contra su pierna.
—Suele esconderse ahí cuando hay gente —explicó Yolanda, sin disimular un eco divertido—. Pero le has gustado, porque apenas ha tardado en dejarse ver.
—Vaya.
—Entonces, no te ha sido muy útil mi información —afirmó ella, tal vez con la esperanza de que lo desmintiera.
—Bueno, me sirve para saber que esa noche, cerca de donde Lucía desapareció, había un chico un tanto nervioso, fuera de sí, capaz de no sabemos qué. Pero si no le podemos identificar por la llamada que hizo, o que no hizo, ni tampoco por algún rasgo que recuerdes…
—No, lo siento.
—… pues entonces ese camino se corta ahí. No puedo pasarme a preguntar por él por los bares que había abiertos aquella noche.
—A lo mejor alguno se acuerda de un chico en ese estado.
—Muy difícil. Y en cualquier caso esa pesquisa comprometería mi anonimato aquí, ¿entiendes? Si me decido a actuar a cara descubierta, digamos, tengo que estar más seguro. Ten en cuenta que la investigación lleva un mes en marcha. Y la primera semana ya se interrogó a un montón de gente, sin ningún resultado. Yo no estoy ahora aquí para esa clase de labor rutinaria —dijo en un arranque de franqueza.
—Ajá, ajá —asintió la bibliotecaria, algo impresionada. Pero alejó rápido este tono para insistir—: O sea, que no te ha servido de nada, reconócelo.
Primo la miró de frente, sus ojos titilantes por la fiebre o el reflejo del fuego, y se sintió tentado de continuar con la franqueza, de hacerla cómplice de su investigación, un paso nada ortodoxo que además no tendría vuelta atrás, aunque… ¿no había dado ya ese paso, al venir a su casa para hablarle del asunto de las cabinas?
—La investigación estaba completamente parada. Y yo estaba perdido. No sabes en qué medida, Yolanda. Hasta ayer —dijo Primo observándose las manos—. Ayer por la mañana me llamó Sandra, la amiga de Lucía, porque se había acordado de tres chicos que estuvieron aquella tarde en la piscina, como ellas, tres chicos de fuera del pueblo. Pero no le hice caso. O debo decir que lo juzgué irrelevante. Pero luego me contaste tú lo de ese chico de la cabina y… También era una información irrelevante, si se hubiera dado sola. Pero me pareció, me parece, aunque puedo estar equivocado, que las dos juntas tienen algo de sentido. Sandra solo me pudo describir a dos de ellos, y esas dos descripciones no coinciden con la que tú me hiciste del chico de la cabina, lo cual sería un dato en contra, ¿no? Sin embargo, no sé por qué, igual he enloquecido en estos días perdidos… Sin embargo, tengo la impresión de que, justamente porque no coinciden, sí coinciden. Es decir, que el chico al que tú viste en la cabina es el que Sandra no supo describir, por ser demasiado anodino, por no tener un rasgo peculiar, distintivo… En fin, que sí, que sí me ha servido de algo lo que me dijiste, aunque solo sea para desquiciarme. Yo qué sé.
Resopló y bajó la cabeza. Ya estaba arrepentido de haberle contado todo eso a la bibliotecaria.
A continuación hubo un prolongado silencio. En él se podía distinguir, se palpaba, la corriente emocional de cada uno: el pudor de él por lo que acababa de contar, que era casi una revelación de secretos a alguien ajeno a la investigación; el apuro de ella al percibir ese pudor, pero también su orgullo por haber sido objeto de esa muestra de confianza; y se palpaba —pero había sido así desde el día anterior o incluso desde la noche del bar— el deseo del uno por el otro, ese enrarecimiento del aire que los separaba.
Alertado por el silencio, el gato volvió a salir de debajo del tresillo para ver qué sucedía. Primo, que buscaba cualquier pretexto para romper su inmovilidad, se puso a acariciarle el pelo de la cabeza. La bibliotecaria decidió también dejar atrás la última parte de la conversación:
—Nunca me habían gustado los gatos. Yo era más de perros. En la teoría, quiero decir, porque tampoco tuve nunca un perro, ni siquiera de niña. Pero hace tres veranos una panda de chicos y chicas, entre los que estaba Sandra y supongo que también Lucía Moreno, adoptaron a un gatito que andaba por ahí suelto, hijo de alguna gata del pueblo. Los dueños de los gatos, cuando paren, se deshacen de las crías, ya puedes imaginarte cómo, o mejor no te lo imagines. Sin embargo las gatas aprenden de un año para otro y cuando vuelven a parir procuran hacerlo en algún sitio escondido, distinto al anterior, para tener a salvo a las crías. No lo suelen conseguir, pero este gatito se libró, quizá gracias a los chicos, y ellos lo tuvieron de mascota todo el verano. Era gracioso ver cómo los seguía a cualquier parte, como uno más. Todos le daban de comer y se puso hermosísimo. Pero acabó el verano y ningún chico se lo quiso llevar, o sus padres no quisieron. Sandra intentó convencer a los suyos pero no lo consiguió. Y la pobre vino llorando a mi casa una noche, con el gato en brazos, y… En fin, que aquí está el susodicho elemento. ¿Verdad que sí, Marcel? —El gato lamió con su rasposa lengua la mano de su dueña—. Voy a meter otro tronco.
Yolanda se levantó del tresillo y ese movimiento repercutió en el otro extremo: Primo se hundió aún más en la blanda espuma. Junto a la estufa había un cesto de mimbre con rajas de encina y escogió una. Abrió la portezuela mediante un gancho, las llamas se avivaron instantáneamente y metió dentro la leña. Una vez cerrada, la combustión retornó a su ritmo mortecino y eficiente.
—¿Te importa si fumo? —preguntó Primo, sacando del bolsillo de su camisa el paquete de tabaco.
—Puedes fumar. Pero aquí no hay cenicero. Tengo uno arriba. Vamos, y así te enseño mi guarida —propuso Yolanda.
Él emergió del agujero que su propio peso había formado en el tresillo y siguió a la bibliotecaria hasta el distribuidor. Allí, ante la escalera, Yolanda lo cogió de la muñeca con dos dedos, como si temiera hacerle daño o eludiera un contacto mayor y más significativo, y lo llevó hacia la planta de arriba.
Pero llegados arriba, aún no le soltó la muñeca, y al cruzar la puerta de la única estancia, el angosto hueco los obligó a juntar sus cuerpos y se quedaron como atrapados entre las jambas, mirándose los labios, notando esa fuerte imantación de las bocas, hasta que Yolanda reaccionó, soltó su muñeca y se metió en la habitación.
Primo disimuló dando unos pasos y observando el interior. Se correspondía con el tercer volumen construido sobre el tejado de la segunda planta, una especie de mirador o amplio palomar. Ella fue a sentarse en la cama que allí había, pero en el último momento, percatándose de que sería demasiado alusivo, torció hacia un viejo sillón situado junto a la ventana. Primo fingió no darse cuenta y encendió el cigarrillo.
—Tienes ahí el cenicero, sobre la estantería —dijo ella desde el sillón.
Primo lo localizó y se acodó en la balda de la estantería, de pie.
—Esta es tu guarida.
—Sí, aquí paso muchas horas, leyendo.
El suelo era de moqueta verde. Sobre él reposaban la cama, una cómoda de madera lacada, una silla, el viejo sillón y una mesita que había a su lado, con un grueso libro de pastas azules y una lámpara de alabastro. Toda la pared en la que él se apoyaba estaba forrada de libros. La luz que entraba por la ventana era mineral, inverniza.
—Oye, ¿a qué huele ese tabaco? —dijo la bibliotecaria alzando la punta de la nariz.
Con una valentía de la que otra vez se arrepintió, Primo no hizo más que coger su paquete de tabaco y mostrárselo desde esa distancia, insinuando con ese ademán que se acercara para verlo. Y ella lo hizo. Se puso de pie y vino junto a él.
—Déjame ver —pidió, cogiendo la cajetilla—. Cigarrillos mentolados, válgame Dios. Este es el tabaco que fumaría una mecanógrafa soltera con antecedentes de tuberculosis en la familia.
Primo no rio la frase, su atención entera estaba prendida de la boca de Yolanda, a dos palmos de distancia. Y cuando ella dejó la cajetilla junto al cenicero le sucedió lo mismo, no pudo no mirar la boca de él. El deseo se precipitaba cuesta abajo, el beso era inevitable. Pero Primo aún daría alguna calada más.