Miércoles, 30 de septiembre de 2009

Había colocado la almohada a los pies de la cama, la había doblado para apoyar la cabeza y contemplaba abstraído la ventana triangular de la buhardilla. La claridad del mediodía chocaba blandamente contra el techo inclinado e iba perdiendo intensidad sobre las tablas barnizadas, como una ola en la suave pendiente arenosa de una playa.

¿Hasta cuándo?, se preguntó, ¿hasta cuándo iba a estar así, no sabiendo qué hacer y sin que nadie se lo reprochara? La investigación había entrado en una vía muerta. Primo había perdido el optimismo —la ingenuidad— que días antes lo impulsaba al menos a salir de la habitación y pasear junto al embalse o por las calles, esperando que se le ocurriera algo, cualquier cosa. Pero no servía de nada, ya no podía engañarse por más tiempo. Estaba en el lugar en el que habían sucedido los hechos, sí, pero los rastros se habían borrado y nadie recordaba ningún detalle significativo, sus memorias habían sido arrasadas también por la tormenta. ¿Qué iba a hacer fuera que no pudiera hacer allí tumbado en la cama?

Debería llamar al comisario y plantearle con franqueza la situación: su estancia allí resultaba inútil, no estaba haciendo nada, no podía hacer nada. Pero si no llamaba a Garray era por varias razones, aunque no lograba confesarse cuál de ellas prevalecía. Cínicamente, no llamaba porque sería de estúpidos fastidiarse aquel plan: estaba como de vacaciones, sin que nadie lo controlara, cobrando su sueldo por pasar unos días en ese agradable pueblecito de la sierra. Pragmáticamente, no llamaba porque estaba convencido de que no haría cambiar de idea al comisario, el cual insistiría en que permaneciese allí e hiciera lo que creyera oportuno, que improvisase, y ahora quizá añadiría algún comentario ofensivo. Cobardemente, no llamaba por si su petición era satisfecha y tenía que regresar a casa, junto a Andrea, con quien no había vuelto a hablar desde que se separaron el lunes. Pero también había una razón más noble: de algún modo había contraído un compromiso con Lucía y, desde ayer, también con Sandra, y no podía quebrantarlo hasta que agotara todas las posibilidades. La cuestión era que tal vez se habían agotado ya.

Precedido por el zumbido de la vibración, su teléfono empezó a sonar sobre el escritorio. Pensó primero en el comisario, que le llamaba para acabar con su situación, luego pensó en Andrea, lo cual le produjo un fugaz ahogo de pánico. Respiró con energía, encogió las rodillas sobre el pecho y estiró las piernas para impulsarse y ponerse en pie. En la pantalla iluminada del teléfono había un número que desconocía.

—Sí, dígame.

—¿Es usted el policía… Enrique? —preguntó una voz femenina, como asustada, que Primo recordó pero no reconoció aún.

—Enríquez es mi apellido, sí —corrigió, dejando margen para que pareciera que no lo hacía—. Dígame.

—Pues… Soy la madre de Sandra.

Le vino de inmediato a la cabeza la imagen de sus ojos levemente desorbitados, impresionados sin pausa.

—Ah, Mari Paz, buenos días.

—Buenos días. ¿Le pillo… ocupado, tal vez?

—No, no, en absoluto. Cuénteme.

—Pues… le llamaba porque mi hija me ha dicho que le llame. Quiere hablar con usted.

—Muy bien. Estaré encantado de charlar con Sandra. Siempre es un placer hablar con una chica tan inteligente.

Primo se anticipaba a las posibles reticencias de la madre empleando el método que había aprendido de la alguacil Petri: elogiar a la hija.

—¿Cuándo le parece mejor? Ahora mismo, si quiere. ¿O más tarde?

—Cuando usted tenga tiempo.

—Ahora, pues —resolvió Primo.

—Vale.

—Entonces, en diez minutos estoy en su casa.

Cortó la comunicación y, ligeramente deslumbrado, parpadeando, miró a través de los cristales de la ventana. La punta de la torre de la iglesia se quedaba a muy poca distancia del vientre de las nubes, abombadas y grises. Fue hasta el cuarto de baño con las piernas algo entumecidas.

Mientras bajaba despacio los escalones de la hospedería, un mecanismo automático, que solía disparársele en todas las investigaciones, le reclamó prudencia, no cegarse con las expectativas. Aunque, bien pensado, en estas circunstancias ese reflejo era innecesario, cómico. No creía que Sandra pudiera aportar nada interesante a lo que le había contado el día anterior, también estéril de hecho.

El cielo tan bajo, entenebrecido, ejercía una opresión casi física que inducía a hundir la cabeza entre los hombros y apresurar el paso. Se abrochó la cremallera de su abrigo de entretiempo y se instó a recordar luego que tenía que acercarse al estanco para comprar tabaco, dos de esas cajetillas resecas de sus cigarrillos mentolados.

Al pasar junto al grueso poste de la farola, el eco de unas pisadas a su espalda rebotó en el metal y llegó a sus oídos. Sin detenerse, giró la cabeza y vio a la bibliotecaria Yolanda trotando hacia él. Hasta que ella no dijo «Primo», no se dio por aludido. Paró.

Como todas las malas experiencias, su mente había enterrado el recuerdo de la conversación de la noche anterior, que ahora le retornó íntegro junto con una agria carga de remordimiento. Su torpeza había sido insuperable. Para incrementar su mortificación, no pudo evitar fijarse en su pelo recogido, que resaltaba nítidamente la armonía de sus rasgos.

—Hola —dijo ella al alcanzarlo.

—Hola, Yolanda. Qué tal —correspondió Primo, tratando de enmendar su torpeza en el bar.

—Uf, llevo toda la mañana junto a la ventana por si te veía cruzar la plaza —explicó Yolanda.

—Oh —musitó él. Y se temió lo peor: una conversación entre una amante de la literatura y el primer escritor al que conocía en persona. Maldita cerveza negra.

Pero la cara de ella, que le abrumaba desde tan cerca, fue recorrida por un pulso sombrío. Sus labios, lívidos en comparación con la noche anterior, se movieron muy lenta, precavidamente, como si hubiera estado sopesando una y otra vez lo que le iba a decir:

—Va a sonar un poco raro pero… me gustaría hablar contigo, si tienes un rato.

Primo dominó como pudo la corriente de perplejidad que amenazó con arrugar su frente.

—Claro, cómo no.

—¿Cuándo? —exigió ella.

—Pues…

—Cierro la biblioteca a la una y media, ¿te viene bien?

Primo consultó el reloj, las doce y media.

—Creo que sí. Tengo que hacer ahora una cosa, pero seguramente acabaré antes. De todos modos…

—Bueno, si a la una y media no estás aquí, entenderé que se ha alargado esa cosa y nos vemos en otro momento. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Estupendo —dijo Yolanda liberando una sonrisa—. Hasta luego.

—Hasta luego.

Ella se dio la vuelta y caminó con prisa hacia la biblioteca. Primo se obligó a no contemplarla de espaldas como la noche anterior, ya no contaba con la eximente del alcohol. Reanudó su marcha y se concentró en no especular con la conversación que acababa de concertar, a todas luces inapropiada.

Entró en la plaza de la iglesia, rebasó la esquina del consultorio médico y subió de dos en dos los escalones de granito que lo auparon hasta la casa de Sandra. Llamó al timbre y se desabrochó el abrigo. Tardaban en responder a su llamada pero no se inquietó, pues escuchaba dentro el ajetreo de una persona.

Por fin se abrió la puerta y Mari Paz apareció poniéndose encima un grueso forro polar.

—Vaya, qué rápido —dijo ella con una sonrisa—. Pase, señor Enrique.

Él le devolvió la sonrisa y entró. Esta vez fue ella quien le ofreció la mano. Primo siempre temía apretar demasiado cuando le estrechaba la mano a las mujeres.

—Le agradezco que me haya llamado.

—Cosa de mi hija —comentó la mujer alegremente.

La puerta seguía abierta y ella terminó de ponerse el forro polar y se subió la cremallera.

—Yo tengo que salir a comprar unas cosillas para la comida, pero usted pase. Mi hija le espera en la cocina, ya sabe dónde está.

—Perfecto.

Le complació la actitud confiada de la madre, opuesta a la del día anterior, no solo porque le ahorraba la labor de convencerla, sino también porque significaba que Sandra había encajado bien la conversación sobre su amiga muerta.

—Si le apetece una infusión, dígale a mi hija que se la prepare, ¿eh?

De un perchero que había en el recibidor la mujer cogió una bolsa de tela estampada con flores. Luego, salió.

—Gracias —dijo Primo antes de que se cerrara la puerta.

Liberado de un obstáculo con el que contaba, avanzó por el interior de la casa notando un hormigueo de alivio en la planta de los pies. Las sucesivas estancias que daban al pasillo descargaban en él la luminosidad fosca de la calle, una neblina sin fuerza que no conseguía alcanzar los rincones. Sobrepasó la escalera de subida y penetró decidido en la cocina.

—Hola. —Le recibió la voz animosa de la chica.

—Hola, Sandra.

—¿Tampoco se ha traído su pipa hoy?

Él chasqueó dos dedos y dijo:

—Sabía que se me olvidaba algo.

Sandra estaba sentada a la mesa de la cocina y descansaba las manos sobre los azulejos esmaltados que cubrían el tablero. Delante tenía un vaso vacío, empañado por restos de cacao, y un plato de postre en el que se podían contar tres moldes de papel rizado, de los que recubren las magdalenas. Su hermoso pelo rojo, que brillaba al trasluz de la ventana, caía sobre los hombros de una sudadera que tenía una mora bordada en hilo de colores; no le quedaba demasiado holgada. La satisfacción por el éxito de su broma reverberó un rato en la comisura de sus labios.

Primo se sentó en una silla, frente a ella, y cruzó los brazos sobre la mesa.

—Soy todo oídos.

Sandra se puso seria y tardó en arrancar:

—Después de estar hablando ayer, después de que usted se fuera, me quedé pensando en todo lo que habíamos hablado. En concreto, usted me había insistido mucho en si vimos a alguien extraño o nuevo aquellos días. Hice un esfuerzo, pero no me acordé de nada. Pero esta mañana me ha venido a la cabeza una cosa, sin pensarlo, cuando me estaba vistiendo. A veces pasa, te obsesionas en recordar algo, un nombre o una palabra, y no te sale, y luego te olvidas y clin, se te aparece de golpe. Pues eso, que me he acordado de que aquel día había tres chicos raros en la piscina. Bueno, no eran raros, eran normales, pero de fuera del pueblo.

—¿Seguro que eran tres y no dos?

—Tres, segurísimo.

—¿Y hablasteis con ellos? ¿Os hablaron?

—No, estaban en la otra punta de la piscina, ni se acercaron.

—Ajá. Y luego los visteis en el pueblo, por la tarde o por la noche. —Se anticipó Primo.

—Pues… no.

—Ah. Los visteis solo en la piscina y no hablasteis con ellos.

—Eso es —contestó Sandra, y su mano derecha, nerviosa, se puso a jugar con las migas del plato.

Para ocultar su decepción, Primo abismó la mirada y asintió varias veces con la cabeza, como si repasara mentalmente los puntos de un razonamiento. Pero no engañó a la chica:

—Igual es una tontería, no sé.

—No, está bien, Sandra. Cualquier cosa puede ser importante. ¿Es frecuente que venga a la piscina gente de fuera?

—No mucho. Es decir, al principio del verano vinieron personas de fuera, de los pueblos de alrededor sin piscina, porque nuestra piscina era nueva este año. Pero a esas alturas era raro.

—Ya.

Del bolsillo de su camisa Primo sacó un lápiz corto de punta roma y una libreta minúscula. Pasó las hojas hasta hallar una en blanco.

—¿Qué edad tenían esos tres chicos?

—Algunos años más que nosotras. Dieciocho o diecinueve. Por ahí.

—¿Cómo eran físicamente? Uno por uno.

—No me voy a acordar uno por uno.

—O lo que recuerdes.

—Pues recuerdo a uno muy alto, muy grandote, así como desgarbado. Y de los otros dos… solo recuerdo que uno tenía una de esas coletillas feas.

—Pelo largo.

—No, no pelo largo. Pelo corto en toda la cabeza pero por detrás como un mechón, una trenza finita. Ah, y era rubio.

—¿Y recuerdas algo del tercero?

—Umm… No, lo siento.

—Bueno —dijo Primo repasando lo que había anotado—. Estaban solos, entonces.

—Sí.

—Con vosotras no, pero ¿hablaron con alguien?

—Me parece que sí.

—¿Con quién?

—Me parece que estuvieron hablando con las chicas mayores. O por lo menos estaban muy cerca de ellas, por la misma parte de la piscina.

—¿Las chicas mayores? ¿Las mismas con las que Miguel y sus amigos estuvieron… tonteando?

—Sí, más o menos. Ese grupo, las de dieciocho.

—Vale, vale, vale.

Los dedos de Sandra recorrían las llagas entre los azulejos. Sus rizos pelirrojos, con la inclinación de la cabeza, habían ido cerrándose poco a poco sobre el óvalo de la cara. Así, su voz salió más grave, gutural:

—Aunque… cómo iban a ser ellos, digo yo.

—¿Por qué no? —preguntó Primo para que hablara, no porque no estuviera de acuerdo con ella.

—No sé. A veces pienso en… en quienes le hicieron eso a Luci, y siento miedo. No puedo salir sola a la calle, y es por ese miedo. Siempre me acompaña mi madre o mi padre. Y sé que es absurdo, cómo iban a hacerlo de nuevo aquí, de día, pero no puedo evitar ese miedo. En cambio, si pienso en esos tres chicos de la piscina no siento ese miedo.

—Comprendo.

Su barbilla había tirado de su cara hacia arriba, había empujado su pelo otra vez hacia atrás y sus ojos lo miraban con una película acuosa muy débil, que sería barrida por el siguiente pestañeo.

—¿Algo más, Sandra?

—Creo que no, Primo —contestó ella, con un humor sutil y reconfortante.

—Entonces me voy a ir —dijo Primo, guardándose la libreta y el lápiz—. Pero insisto, llámame para cualquier cosa, cualquier detalle que recuerdes, aunque te parezca insignificante.

—Muy bien.

Apoyó las palmas en el canto de la mesa y se levantó de la silla.

—Oye, me dijo tu madre que a lo mejor seguías las clases del instituto desde casa.

—Sí, quizá empiece la semana que viene, eso espero. —Se le despertó un brillo en el rostro—. Una amiga me traería los apuntes. Y con los apuntes y los libros digo yo que no puede ser muy difícil.

—Seguro que no.

—Y de aquí a un tiempo, quién sabe, podría ir a clase.

—Sería buenísimo. ¿Tienes pensado qué estudiar después, qué te gustaría ser?

—Umm… policía.

—¿Ah, sí? —preguntó Primo asombrado.

Como respuesta, la chica dejó que una sonrisa traviesa cruzara su cara de oreja a oreja.

—¡Eh! —exclamó Primo—. No sé si sabes que es delito burlarse de la autoridad.

Ella reía bajito, con una mano delante de la boca.

—Medicina quizá —contestó cuando se calmó.

Primo asintió, manteniendo aún el rictus indignado, y caminó hacia la puerta.

—Me marcho.

Desde el pasillo, escuchó cómo Sandra recogía el vaso y el plato de la mesa, los ponía en la pila y abría el grifo.

Mientras descendía de uno en uno los peldaños de granito se abrochó la cremallera. Miró la hora; tenía tiempo de sobra para ir al estanco antes de su cita con la bibliotecaria.

La información que le había dado Sandra carecía de interés: tres chicos de fuera del pueblo que habían estado esa tarde en la piscina, como decenas a lo largo del verano, y no era seguro que hubieran visto siquiera a Lucía. Nada los situaba unas horas después cerca del embalse o en el casco del pueblo. Y, aunque así fuera, ¿cuántas personas habría como ellos, cenando en alguna terraza o tomando copas en los bares? Desde ese punto de vista, resultaban muchísimo más sospechosos el novio de Lucía y el chico de la piscina, Samuel, y eran inocentes. Además, debía reconocer que, como la propia Sandra, no conseguía ver a esos tres chicos, ni a nadie menor de veinte años, como autores de la doble violación y el homicidio.

Con ritmo de paseo, llegó a la casa azul en la que se encontraba el estanco. Retiró con una mano los flecos de la cortina antimoscas y empujó la puerta metálica. El acogedor sonido de la campanilla sirvió de fondo a su avance sobre las desgastadas losetas del suelo. El día nublado atravesaba costosamente los vetustos cristales de la ventana y empastaba en el interior una oscuridad en la que apenas se presentían los volúmenes. Un destello apagado situaba la vitrina del mostrador en el espacio. Encima, Primo distinguió una silueta humanoide.

—Hola, joven —le saludó una voz vivaracha.

—Buenos días —respondió Primo, abriendo mucho los párpados para que sus ojos se acostumbraran a aquel racionamiento de la luz.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el anciano, que comenzaba a aflorar entre la espesura de grises.

Le pidió dos cajetillas de su marca.

—No, de esos no tengo.

—La semana pasada le quedaban varias.

—¿De verdad? Entonces sí que tengo —rectificó el estanquero—. Déjeme ver.

Su figura encorvada abandonó su puesto bajo la proyección de la ventana y se sumió en la zona lúgubre de las estanterías con un siseo arrastrado de sus pies. Desde allí, fue pronunciando un soliloquio con las distintas marcas de tabaco.

—¡Eureka! —profirió—. Tenía usted razón, joven. Dos me ha dicho, ¿verdad?

—Sí, dos.

A su vuelta, puso sobre el mostrador una de ellas y estudió la otra con curiosidad, por todas sus caras.

—Caramba. Estos son unos pitillos bien elegantes. Distinguidos, sí señor. ¿Cuánto le cobré la última vez?

Primo sumó el precio que le costaban en Madrid con los céntimos de menos que pagó la semana anterior y le entregó un billete.

—Ya me acuerdo de usted, joven —dijo el estanquero mientras le iba dando una a una las monedas del cambio—. Estaba en el pueblo trabajando en algo. Déjeme pensar. Algo especial… ¡Ya está! Una película, estaba usted haciendo una película.

—No exactamente. —Agradeció estar amparado por la sombra—. Es un documental.

—¡Eso, eso, un documental! ¿Pero sobre qué trataba?

—Sobre… Sobre el paso de los pueblos bárbaros por toda esta zona del valle.

—Cierto. Muy bonito tema.

—Bah. —Soltó Primo con humildad.

—Pues mucho ánimo, ¿eh, joven?

—Gracias, hará falta. Pase un buen día.

—Igualmente.

En la calle, las nubes habían bajado aún más y habían empezado a destilar una humedad finísima, un vapor frío que iba impregnando muy lentamente la ropa y hacía sudar a las piedras, volviéndolas resbaladizas.

Aunque le cabían los dos paquetes en un bolsillo del abrigo, prefirió llevarlos en la mano, a la vista, para que sirvieran de aviso subliminal a la bibliotecaria sobre la brevedad de la cita: no podía andar mucho tiempo de acá para allá con el incordio de las cajetillas en la mano. Además, con suerte, el tabaco cogería algo de la humedad que saturaba el aire.

Al rodear por detrás el ayuntamiento y entrar en la plaza, la vio. Todavía no era la una y media pero ella estaba ya allí, en la puerta de la biblioteca, esperándolo. Lo saludó moviendo el brazo, gesto que Primo copió con menos énfasis, y se arrancó a andar hacia él, hacia un encuentro en mitad de la plaza. Llevaba un vestido recto y sencillo sobre unos zapatos planos y una cazadora oscura que ella misma se cerraba a la altura del cuello con la mano. Las líneas simplificadas por el pelo recogido hacían destacar su sonrisa. En ese momento, Primo supo que no iba a ser capaz de mantener ante ella la idiota tapadera del escritor. Pero enseguida sabría que no iba a hacer falta.

—Me alegro de que hayas podido venir. Gracias —dijo ella cuando confluyeron en la farola.

—No importa —dijo él, sintiéndose ahora absurdo con las cajetillas en la mano.

—Podemos pasear un poco, si no empieza a llover.

—Bien.

Permitieron que la gravedad decidiera por ellos y se encaminaron hacia la calle en cuesta que discurría junto al muro de piedra del convento.

Como no era Primo quien debía hablar, no se sintió incómodo por el prolongado silencio que los acompañó durante los primeros doscientos o trescientos metros. Fue el preámbulo adecuado a la afirmación que hizo después la bibliotecaria:

—Sé quién eres.

Aunque había entendido perfectamente, no pudo menos que preguntar:

—¿Cómo?

—Que sé que eres policía.

Torció la cabeza hacia ella, que miraba el suelo con la mandíbula tensa, pero no se resolvió a detenerse. En el fondo, le aliviaba no tener que continuar con la ridícula mentira. Siguieron caminando, el silencio de nuevo instalado entre ellos.

—Te vi hace un mes, el día en que se supo que la niña no se había ahogado, que no había sido un accidente. —Inició Yolanda su explicación—. Fue un poco más arriba, en la plaza donde están los bares y el kiosco de prensa. No sé, me fijé en ti, cosa nada rara porque ibas de uniforme. Pero además me fijé en que parecías enfadado, completamente absorto. Estuviste a punto de chocarte contra una farola. Me hizo gracia. Sin embargo, créeme si te digo que la semana pasada, cuando entraste en la biblioteca con tu ordenador debajo del brazo, no te reconocí. Ni siquiera estoy segura de que me sonase tu cara.

Primo se cambió de mano las cajetillas de tabaco, abrió el automático de un bolsillo y se las guardó.

—Pero ayer sí me sonó tu cara en el bar, desde que entraste. Me sonó pero no te reconocí. Y me despistó que dijeras que era la primera vez que estabas en el pueblo. Me puse a pensar dónde te podía haber visto fuera de aquí. Quizá en Madrid, pero no voy mucho. O en algún viaje, pero hace tiempo que no viajo y me sonabas de una fecha reciente. Y entonces me dijiste lo de escritor y yo te pregunté por Primo Levi y te liaste. Que si sí, que si no, en fin, muy raro. O no eras escritor y te estabas haciendo el interesante, o estabas loco… Bueno, quiero decir… —se interrumpió ella, temiendo haberse excedido.

—Sí, sí, un loco de remate —dijo Primo abiertamente.

—Pues sí —rio más relajada—. Tampoco ayudaba tu aparición de la semana pasada en la biblioteca, perdona.

—Y fue entonces, al pensar que era un loco, cuando me asociaste al uniforme de policía, ¿no? Tiene lógica —comentó Primo con ironía.

—Más o menos, más o menos. En realidad fue un poco después, por la noche, en la cama. No sé cómo, zas, recordé a aquel policía serio que casi se traga la farola y eras tú, el falso escritor del bar. Y claro, me dije, ¿qué estará haciendo en el pueblo? Y supuse que… bueno… No tengo derecho a preguntártelo —se cortó.

—Sí, supusiste bien. Estoy aquí para seguir con la investigación sobre la muerte de Lucía Moreno.

Entonces, Yolanda se quedó parada. Primo lo hizo dos metros más adelante. Ella había metido las manos en los bolsillos de su cazadora y lo miraba con ojos ligeramente entrecerrados, intensos.

—¿Sí? —dijo ella, apretando los labios—. Vale. Porque en ese caso tengo una cosa que decirte. Aunque no sé si será útil, a lo mejor no tiene importancia. Por eso quería hablar contigo en realidad. No era para demostrarte que soy muy lista y que te había descubierto.

—Dime, dime —pidió Primo con súbita ansia.

—Pero vamos a subir por aquí.

Yolanda dio tres pasos hacia él, lo cogió suavemente del codo y lo orientó hacia la plaza triangular de los bares. Habían llegado a ese lugar siguiendo la carretera que bordeaba el pueblo y subía hacia la montaña. La apretada coleta oscura de la bibliotecaria tembló cerca de la cara de Primo y empujó hasta su nariz un tenue perfume fresco, frutal.

—Lo recordé hace unos días, tal vez más de una semana. Pero no sabía a quién decírselo. Y no me parecía lo suficientemente importante como para llamar a la Policía, aunque he estado a punto de acercarme al cuartelillo de Rascafría. Bueno, pero tú estás ahora aquí y te lo cuento. Fue la noche en que ocurrió todo, la gran tormenta y la desaparición de la chica. Después de cenar decidí no salir, pese a que era viernes, y me puse a mirar unas cosas en el ordenador, en internet, tonterías. Pero me quise guardar unos archivos en mi pendrive y no lo encontré. Me lo había dejado esa mañana en la biblioteca. Era tarde pero me apeteció pasear.

—¿Qué hora era, aproximadamente?

—Entre las once y las doce, no puedo precisar más.

—No llovía, entonces.

—No, empezó después.

—Continúa.

—Pues fui a la biblioteca y cogí mi pendrive. Y al salir vi que había alguien dentro de esta cabina.

Ya fuera coincidencia o una medición exacta del ritmo del paseo, el caso es que justo acababan de entrar nuevamente a la plaza mayor, ahora por arriba, y Yolanda apuntaba a una de las dos cabinas telefónicas que flanqueaban la fuente de granito. Se detuvieron al lado.

—No presté mucha atención al principio, aunque recuerdo que me extrañó que alguien usara todavía los teléfonos públicos, habiendo móviles. Pero un poco después oí unos golpes y volví a mirar. El chico que estaba dentro…

—¿Era un chico? —La interrumpió Primo, los nervios de punta.

—Sí.

—Vale, vale. Perdona, sigue.

—El chico se puso a dar golpes con el teléfono… O sea, con el auricular en el teléfono. No sé, seis, siete golpes, y luego lo dejó colgando. Yo me quedé mirándolo. Entonces él se giró y me vio. Pero no le dije nada, no me atreví, ahora los chicos contestan de cualquier manera. En realidad creo que me dio miedo, sencillamente.

—Te dio miedo —subrayó Primo, y se acordó de lo que había dicho Sandra.

—Sí, no sé. Percibí mucha violencia en esos golpes, y también en la forma en que me miró. Así que seguí caminando y volví a mi casa. Ya está.

—De acuerdo. Pero antes de los golpes, ¿él estaba hablando por teléfono?

—Supongo.

Aunque Primo sabía que un mes después no habría huellas, que estarían sepultadas por otras o confundidas —al igual que todas en este caso—, no pudo reprimir el impulso de entrar en la cabina y observar el aparato, como si fuera el primero que veía. Después descolgó el auricular y le dedicó idéntica atención.

—¿Con qué mano cogía el auricular? —preguntó él.

—A ver… —meditó Yolanda, cerrando los ojos—. Creo que con esa, con la derecha. Sí, seguro.

—Algo le enfadó de la llamada. Le colgaron o quizá no se lo cogían. Y se puso a dar golpes, rabioso —conjeturó Primo, y salió de la cabina.

—¿Crees que es importante? ¿Crees que ese chico podía ser…?

—No lo sé, no lo sé. Pero en esta esquina de aquí —señaló Primo el chaflán redondeado del convento, a escasos metros— Lucía se despidió de su amiga y nadie la volvió a ver. Es justo aquí donde se pierde su pista. Más o menos a esa hora.

Impresionada, la bibliotecaria tuvo un escalofrío y se estrujó la piel de la cazadora sobre el pecho. Primo bajó la cremallera de su abrigo para poder sacar del bolsillo de su camisa la libreta y el pequeño lápiz.

—¿Cómo era el chico? —prosiguió—. ¿Alto, corpulento?

—No, no muy alto. Un poco más bajo que tú, ahora que te he visto dentro.

—¿Pelo largo, pelo corto?

—Corto.

—¿Moreno, rubio?

—Ay —dijo ella, con un principio de agobio—. Había poca luz, y además lo vi a través del cristal. No creo que fuera rubio. Castaño o moreno o incluso pelirrojo. No sé, más bien oscuro, pero no sé decirte.

—De acuerdo. ¿Recuerdas algo de su ropa?

—Me temo que no. No llevaría nada raro, nada llamativo.

—¿Había alguien más en la plaza o en los alrededores?

—No. Me parece que ni siquiera salió nadie de La Bodeguilla en ese rato, en ese minuto o menos.

—¿Cruzaste la plaza hacia arriba?, ¿vives por allí?

—Sí. Vivo encima de la tienda de Betty.

—No verías a las chicas… —insinuó Primo, con un pudoroso tacto.

El rostro de Yolanda se contrajo:

—No. Y conozco bastante bien a Sandra, viene a menudo a la biblioteca. La habría saludado.

—Ya.

Imperceptiblemente, las gotas de humedad habían engrosado su calibre y ya se notaban en la piel como agua pulverizada, como la racha que lanza una ola al estrellarse contra la escollera. Primo se tocó el pelo y se mojó la mano. El de Yolanda, ceñido y liso por la coleta, brillaba como si estuviera fijado con gomina. Cerró la libreta.

—Parece que no, pero al final va calando —comentó ella, deseosa de espantar los pensamientos que las últimas frases habían invocado.

Él forzó una breve sonrisa. Estaba afectado también por la conversación, aunque en otro sentido. Miró el borde de su vestido, pensó que se estaría empapando; luego subió por su cazadora hasta la mano que se cerraba sobre la prenda, los nudillos blanquecinos por la presión o el frío; y después vio sus labios y los recordó cárdenos, como estaban la noche anterior por la tintura del vino.

—Gracias por todo esto que me has contado, Yolanda.

—No, gracias a ti. Me quedo mucho más tranquila que antes, cuando pensaba que a lo mejor era algo crucial para la investigación y que por mi culpa…

—Y respecto a lo otro, respecto a… En fin, a que me hayas reconocido, te pido que…

—Tu secreto estará a salvo conmigo. —Se adelantó ella con falsa grandilocuencia.

—La verdad es que tuve ese temor los primeros días, la semana pasada. Iba por la calle y pensaba que todo el mundo me iba a reconocer e iba a descubrir lo que estaba haciendo aquí. Pero ya se me había pasado. Aunque ahora…

—Por eso no te preocupes. Yo es que soy buena observadora.

La imagen de ellos dos frente a frente, mojándose cada vez más, sintió Primo que se alargaba demasiado y decidió zanjarla.

—Nos estamos empapando. Me vuelvo a la hospedería —dijo, e inició el movimiento de girarse.

—Ah, estás donde Belén —comentó ella, queriendo prolongar el diálogo.

Pero él estimó que haber amagado su retirada cubría un posible pecado de descortesía y se despidió:

—Hasta la vista.

—Adiós —dijo la bibliotecaria, inmóvil sobre las piedras mojadas del suelo.

Primo metió las manos en los bolsillos de su abrigo y atravesó la plaza con zancadas rápidas.

La puerta de la hospedería estaba abierta pero se demoró restregando a conciencia las suelas contra el felpudo. Al alcanzar la altura de la recepción asomó la cabeza. Un hombre a quien no conocía estaba detrás del mostrador.

—Hola —dijo este con tono seco. Y, como Primo tardaba en reaccionar, añadió—: ¿Quiere una habitación?

—No, no. Ya estoy alojado aquí.

—Ah. ¿La llave?

—No, la tengo, la tengo.

—¿Entonces? —preguntó el hombre con una sacudida de los hombros, una especie de desplante.

—Nada. Subo.

Se quitó de la puerta y continuó hacia el fondo del pasillo.

Solo cuando subía los primeros peldaños de la escalera se le ocurrió que debía de ser el marido de Belén. ¿Quién le había hablado de él? Belén no había sido pero no recordaba quién, aunque sí recordaba que el comentario había sido negativo.

En el rellano de la última planta, ante la mirada opaca del ojo de buey, tuvo que quedarse quieto, con la llave colgando de sus dedos, porque un poderoso impulso lógico fundía en su mente las dos informaciones que había conocido hoy, la de Sandra y la de Yolanda. Por separado eran poco relevantes —muy poco la de Sandra—, y no les habría dado crédito si hubiera sabido de ellas con varios días de diferencia. Pero juntas se reforzaban, se apoyaban la una en la otra y formaban una construcción de un peso mayor que la suma de ambas. Incluso tuvo la impresión de que una llenaba los huecos de la otra: el hecho de que la descripción que la bibliotecaria había realizado del chico iracundo de la cabina no concordara con ninguno de los dos chicos que Sandra había descrito podía significar que se trataba del tercero. A la vez, la violencia que Sandra no había percibido en los tres chicos de la piscina estaba en el testimonio de Yolanda, en esos golpes sin sentido contra el teléfono, en su miedo. Ahora era capaz, él, Primo, de ver en esos tres chicos de menos de veinte años a los potenciales autores de la doble violación y el homicidio, aunque al final no lo fueran, daba igual. Era importante ser capaz de imaginarlo.

Y había otra conclusión, que despejaba un enorme campo en el que poder trabajar: si esos tres chicos estuvieron hablando en la piscina con las chicas mayores, entonces todo se había jugado ahí, en el pueblo, entre un grupo no muy grande de adolescentes y jóvenes, los que aquel día estuvieron en la piscina y después rondando por las calles del pueblo. Por lo tanto Sandra se había equivocado en algo: no había sido un rayo, no había sido algo absolutamente externo y arbitrario, no. Y él, Primo, se encontraba en el sitio adecuado, donde debía estar, en el pueblo.

Introdujo la llave en la cerradura, pero otra vez se quedó paralizado. ¿Quiénes eran esas chicas mayores, en concreto? ¿Veraneantes solamente, como Lucía? ¿Cómo hablar con ellas? Y acaso porque acababa de ver a su padre, se acordó de Gema, la hija de Belén. Tenía esa misma edad y podría hablar con ella fácilmente, bien porque viniera el próximo fin de semana, dentro de dos días, o porque Belén le proporcionara su teléfono. Sí, Gema debía de recordar a aquellos tres chicos.

Terminó de abrir la puerta y tiró las cajetillas sobre la cama. Aunque la luz no había variado su tonalidad ofuscada, Primo sintió que el día daba un rotundo giro.

Por fin tenía algo por donde empezar.