Jueves, 24 de septiembre de 2009

Caminar por la orilla del embalse le estaba resultando muy incómodo. Las huellas de cientos de pies se habían hundido en el barro tierno y quedaron solidificadas cuando este se secó. No había apenas zonas lisas, intactas, y era inevitable pisar sobre las crestas que el barro había desplazado bajo el peso de los cuerpos. Algunas suelas habían estampado un molde perfecto, en el que podían distinguirse los dibujos de la goma, las partes desgastadas y hasta el número invertido de la talla del calzado. También se veían los surcos de los resbalones, los talones clavados para salvar una caída o las manos para levantarse tras ella, nítidamente perfiladas como si fueran un vestigio prehistórico. En esas huellas estaba plasmada la angustia de aquella desesperada búsqueda.

¿Y él qué buscaba en el embalse?

Había salido de la hospedería casi precipitadamente, descartando desayunar en el pequeño comedor por temor a nuevas preguntas de la dueña. Había optado por una sidrería cercana, con la esperanza de que un local más propiamente nocturno escaseara de clientes a esas horas. Y así fue, únicamente había un hombre mayor que se tambaleaba sobre un taburete delante del —al menos— segundo anís de la mañana. Primo pidió un café con leche y una tostada y se sentó en una mesa de espaldas a la barra, desde donde el camarero no le ahorró miradas curiosas. Era esencial que no lo reconocieran.

Pero al terminar, otra vez en la calle, le asaltó el vértigo que había eludido mientras desayunaba: ¿qué iba a hacer?, ¿cuál era el plan, el procedimiento que debía seguir? Y, un tanto irracionalmente, había pensado en el embalse. Hacia él se encaminó sobre el suelo de adoquines, seducido por su raro influjo. La tarde anterior ya le había parecido que sus aguas atraían y se tragaban la luz de alrededor, como un imán o un sumidero. La noche de la gran tormenta también habían atraído, y se habían tragado, a la pobre chica.

Aquella noche, el nivel del embalse subió mucho con la inmensa descarga de lluvia. El agua empujó sus orillas varios metros e invadió la tierra. Pero, al día siguiente, los responsables de la presa decidieron abrir un aliviadero y el nivel volvió a bajar, con el resultado de que toda la tierra inundada durante unas horas se había convertido en una blanda pista de lodo. En ella habían quedado marcadas las huellas de los que buscaron a la chica durante día y medio, todo el pueblo y aun gente de los alrededores, cientos de personas movidas por el deseo desesperado de encontrarla, desesperado y contradictorio, porque querían encontrarla pero no de la manera en que la encontraron.

Tanto la lámina del agua como el cielo tenían un color de acero pálido, y no era fácil decir si el cielo contagiaba su tonalidad al agua o al revés, cuál era el espejo del otro. Para observar la orilla contraria, se hizo visera con la mano y entornó los párpados. El bosque descendía casi hasta el agua en muchas franjas, aunque había una extensa pradera justamente frente a él. También aquella orilla y todo el perímetro del embalse estaban hendidos de duras huellas, de infinidad de pies, por ejemplo los suyos. Aquellos zapatos ya no los tenía, los había tirado a la basura nada más llegar a casa, inservibles por el barro. Se apartó la mano de la frente y se aclaró la vista con tres fuertes parpadeos. Decidió volver al pueblo.

Por encima del pantalón empujó el bulto del teléfono y lo sacó del bolsillo. La cobertura era buena, no completa pero suficiente para recibir una llamada. Así que todavía no lo habían llamado, y eran casi las once. Aunque lo cierto es que no estaba seguro de que fueran a hacerlo, de que esa fuera la vía de comunicación: otra cuestión que no habían acordado, como casi todo lo demás: vago, apresurado, sumario. Le resultaba difícil no pensar que les daba igual, que su estancia allí era una pieza secundaria y sin importancia de un engranaje mayor. Y aun aceptando la hipótesis del castigo, de que le habían condenado al destierro, ¿qué tenía que hacer para congraciarse?, ¿qué esperaban que hiciera? Era como si se hubieran olvidado de él.

Aunque se le ocurrió que a lo mejor habían elegido una vía distinta al teléfono: el correo electrónico. Sí, iba a volver a la hospedería a consultar su cuenta. Salió de la accidentada orilla y cogió el camino. Quinientos metros embalse adentro, dos piraguas se deslizaban sobre su superficie con velocidad constante. Los brazos subían y bajaban como impelidos por un cigüeñal.

Después de andar diez minutos llegó al cementerio. Dejando a un lado el helipuerto, atravesó la carretera por uno de los badenes y entró al pueblo siguiendo el camino de grava que venía de la piscina.

Primo continuaba soslayando la falta de un plan con mínimas labores que ocupaban su horizonte inmediato: el desayuno, el paseo junto al embalse, ahora la consulta del correo… Y aún se le ocurrió una más, comprar tabaco. Pero ignoraba si había estanco en el pueblo o si tendría que ir a un bar. Necesitaba preguntar a alguien, lo cual despertaba de nuevo una de sus principales inquietudes: ser reconocido, que alguien lo recordara de la anterior ocasión en que había estado allí, apenas unas horas. Para ponerlo a prueba, al doblar una esquina el azar le colocó delante a una mujer.

—Perdone. —Se obligó a decirle.

La mujer, que cargaba un paquete con ambos brazos, se detuvo y alzó las cejas para mostrarse receptiva.

—¿Hay estanco en el pueblo? —preguntó. Y permaneció mirándola de frente, exhibiendo su rostro, favoreciendo el reconocimiento.

—Sí. Mire. —Giró sobre sí misma y, como no podía señalar con las manos, lo hizo con la barbilla—. Si sigue esta calle recto, llegará a la plaza de la fuente de los cuatro caños. La cruza y veinte metros después llegará a otra especie de plaza alargada, donde hay un autoservicio. Un poco más adelante, está el estanco.

—Muchas gracias —dijo Primo y sonrió, satisfecho de que hubiera estanco y de no ser reconocido.

En el jardín delantero de una casa pintada de azul, tres viejos Seat blancos descansaban sobre la hierba rala. Sus matrículas de Madrid los clasificaban de mayor a menor antigüedad, indicando que eran los tres sucesivos vehículos de un mismo propietario, obsesionado con un color y una marca. Este cementerio particular de coches casi le distrajo de ver el estanco: un cartel con la palabra Tabacos, desvaído por el sol, estaba colgado sobre la puerta de la casa azul. Nada más hacía pensar que allí hubiera una tienda. Retiró una cortina antimoscas y empujó la puerta de hierro del estanco, que al abrirse hizo sonar una campanilla.

Sobre las losetas desgastadas por el roce de los zapatos, Primo se adentró en un establecimiento tan inusual como anticipaba su aspecto exterior. Un mostrador colocado sobre una vitrina y una vieja máquina registradora constituían la única evidencia de una actividad comercial. Por lo demás, parecía el portal de una vivienda reconvertido en almacén. La mitad del espacio lo ocupaban varias filas de estanterías, con guías perforadas para graduar la altura de las baldas, como las de un cuarto trastero o una ferretería. En ellas no había solamente paquetes y cartones de tabaco, también había periódicos, revistas, álbumes de cromos, cuadernos, bolígrafos, juguetes baratos, golosinas, colecciones antiguas de novelas, recambios de maquinillas de afeitar, juegos de vasos, aceiteras… Todo ello estaba cubierto por una capa de polvo cuyo espesor dependía de la demanda del producto: apenas algunas motas sobre las cajetillas de marcas más comunes y una pátina considerable, que apagaba los colores, sobre unas guías de carreteras del siglo anterior. Si algún elemento moderno se libraba de la obsolescencia general, la luz que se colaba por la ventana de cuarterones se encargaba de unificar el tono, una luz que al filtrarse por los cristales polvorientos se volvía vetusta, como de otra época.

Después de esperar varios minutos, Primo regresó a la puerta y sacudió repetidamente la campanilla. «Ya va, ya va», respondió una voz a través de la puerta que conectaba con el resto de la vivienda. Por ella salió un hombre flaco y encorvado, poco menos que un anciano, que debió de superar la edad de jubilación hacía por lo menos una década. Sin mirarlo, arrastró los pies hasta situarse detrás del mostrador-vitrina. «Dígame», dijo, empleando una voz jovial que desmentía su apariencia. Con poca fe, pues durante la espera había buscado en los estantes, Primo le preguntó por su marca de cigarrillos mentolados. El estanquero arrugó toda la cara, haciendo un esfuerzo de memoria o invocando la existencia de lo que le pedía, y murmuró: «Creo que una vez vi esas cajetillas verdes. Quién sabe». Los ojos de Primo lo siguieron hasta que desapareció detrás de las baldas. Pensó que esta podía ser una buena oportunidad para dejar de fumar.

Sin embargo, la animosa voz del anciano echó por tierra su pesimismo: «¿Cuántos paquetes quiere?». Sospechando que llevarían allí demasiado tiempo y estarían secos, respondió: «Uno, solo uno». Las manos huesudas trajeron hasta el mostrador la cajetilla verde y la toquetearon unos segundos con incredulidad, o tal vez eliminando el polvo. Le dijo un precio bastante más bajo que en Madrid y Primo se sacó un puñado de monedas del bolsillo.

—Usted no es de aquí —afirmó el estanquero—. ¿Está de paso?

Y entonces él, más predispuesto que la tarde anterior, hastiado de antemano por el juego de evadir respuestas, comenzó a satisfacer todas las preguntas del jovial anciano.

—Vine ayer. Me quedaré unos días, no sé cuántos. Una semana, veinte días…

—¿Trabajo?

Se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Está parando donde Belén?

—Sí, en la hospedería.

—Pues mire, me alegro. Porque la pobre ha perdido mucha clientela desde lo del mes pasado.

—Ya supongo.

Primo había contado el dinero, pero no lo puso todavía sobre la madera pulida, curada por el tacto de incontables manos.

—Aunque yo pienso que es absurdo que la gente no venga. Seguramente ahora el pueblo es más seguro que antes. O al menos es el último lugar del mundo en el que esa persona volvería a actuar. Mejor dicho: esas personas, porque dicen que fueron dos. ¿Van a volver a hacer lo mismo aquí? No lo creo —razonó el hombre con la mirada desenfocada en el jersey de Primo. Pero el acento se le endureció—: De todos modos, ya estaría bien que cogieran a esos desalmados, digo yo. La gente se quedaría más tranquila y el asunto podría irse olvidando. Pero mientras tanto…

Volcó las monedas ruidosamente sobre el mostrador, como si pusiera una ficha de dominó que le fuera a dar un triunfo seguro. El viejo enfocó sus pupilas escarchadas y abrió el cajón de la máquina registradora, que emitió un agudo campanillazo. Con una mueca de confusión arrugándole de nuevo la cara, contempló las monedas.

—¿Cuánto le he dicho? —preguntó.

Primo tuvo la tentación de aumentar el precio hasta que fuera más justo, pero al final repitió el que le había dado.

—Estas monedas pequeñajas que no valen para nada… —masculló el estanquero, mientras se desesperaba intentando coger el cambio con sus dedos artríticos—. Aquí tiene, caramba.

Primo se guardó el paquete de tabaco, al tiempo que el viejo recobraba su curiosidad:

—¿Y a qué se dedica? Si me permite la pregunta.

Él frunció los labios antes de decir:

—He venido a trabajar en un libro.

—¿No será usted uno de esos periodistas? —preguntó el viejo con recelo, y le apuntó con un dedo torcido.

—No, no, en absoluto —respondió, subrayando la negación con un movimiento del brazo.

—Ah. Es que estuvieron pesadísimos. Todo aquello de La chica del lago… Peliculeros. ¡Qué sinvergüenzas! —Después de la indignación, volvió su atención a él—: ¿Pero va a escribir un libro sobre la muchacha?

—No, qué va. —Se quitó de encima, otra vez, lo que parecían acusaciones—. Es un libro sobre… Sobre botánica. Estoy estudiando las especies del valle.

—Eso está muy bien, sí señor. —Sancionó el estanquero—. Pues a ver si se queda una temporadita con nosotros. En esa casa viene bien un hombre, porque ese marido que tiene Belén…

Definitivamente, Primo se dijo que tenía que irse.

—Hasta luego.

—Con Dios, joven. Ya nos veremos. Porque tengo todavía ahí un cartón y medio de esa cosa que fuma usted…

Cuando salió a la calle, la campanilla de la puerta quedó sonando con un eco lejano, como bañado también por la luz que reinaba en aquel lugar.

Por primera vez desde que había llegado, escogió el rumbo de sus pasos con plena orientación, sabiendo exactamente dónde estaba su destino y las calles que debía recorrer para alcanzarlo. En la fuente de los cuatro caños había un caballo sin montura que hundía en el pilón sus belfos. Los tensos músculos de su cuello hacían brillar el oscuro pelaje bajo el sol.

Cruzó la plaza mayor por un lateral, rozando la circunferencia de granito que rodeaba la alta farola central. En la puerta del ayuntamiento un par de personas aguardaban para realizar algún trámite administrativo. El reloj pregonaba la proximidad del mediodía. A través de la luna trasera de su coche vio su abrigo en la bandeja y decidió retirarlo.

Con él bajo el brazo, entró por la puerta de la hospedería. En el cristal ámbar de la minúscula recepción se perfilaba el vaho oscurecido de una silueta. Golpeó con los nudillos y a continuación deslizó la corredera. La dueña le buscó la cara sin manifestar sorpresa.

—Hola, Belén —saludó con un carraspeo—. Perdone, pero no sé si tengo que dejar la llave de mi habitación cada vez que salga.

—Como le venga mejor. Yo suelo estar aquí todo el día, pero por las noches… —insinuó Belén—. Por eso el llavero tiene también esa llave cuadrada, es la de la puerta de entrada. Así que…

—Entendido —dijo Primo con cordialidad.

—Y usted, ¿cuándo prefiere que le haga la habitación?

—La verdad es que me da igual.

—No se la he hecho aún —dijo ella mordiéndose el labio inferior.

—Ah, no se preocupe.

—Se lo decía porque, cuando tengo más gente, suele venir a las once una chica a echarme una mano. Pero como ahora lo hago yo sola, puedo encargarme de su habitación cuando le vaya mejor a usted.

—Le repito que… En fin.

—Gracias.

Dio un par de zancadas hacia atrás y volvió a correr la hoja hasta que contactó con la jamba.

Ninguno de los dos, bajo la extrema amabilidad, había dejado de advertir un tinte cómico. Se comportaban como si hubieran acordado un pacto de no agresión a raíz de la ligera incomodidad del día pasado. Y Primo, pensando en la mirada franca e inteligente de la dueña, tuvo la certeza de que no le haría más preguntas que pudieran pasar por indiscretas. Tendría que ser él quien le diera información cuando lo creyera oportuno. Ascendió a la tercera planta saltando los escalones de dos en dos.

Con la luz del día su habitación presentaba un aspecto agradable, acogedor diría, si el motivo de su estancia fuera otro. La madera que revestía el techo inclinado había adquirido gracias al barniz un cálido color miel, que en las vetas y en los nudos se doraba. Las patas de los muebles, robustos y sencillos, se hundían en una enorme alfombra granate, en la que unos dibujos esquemáticos representaban distintas especies de árboles. Bajo ella, al caminar, se sentía el callado crujido de la tarima.

No obstante, atajó su moderado entusiasmo pensando que estaba bajo los efectos del encanto directo, en el fondo vulgar, que provocan siempre las buhardillas, y que desaparecería súbitamente la mañana en que se golpease la cabeza al levantarse de la cama, pues esta se hallaba en la parte en que el techo era más bajo.

Colocó su ordenador portátil sobre el escritorio con gavetas, que estaba arrimado a la ventana triangular, y lo encendió. Apartó de su cabeza, con un esfuerzo que le indujo a sacudirla hacia los lados, la idea de que no le hubieran enviado un correo electrónico. ¿Qué haría entonces? No quiso pensarlo aún.

Tocó con el dedo el recuadro táctil y el ordenador buscó las redes que tenía al alcance de su antena. Encontró tres, todas restringidas por un código, y ninguna cuyo nombre hiciera referencia a la hospedería. Por teléfono, cuando reservó la habitación, se había cerciorado de que dispondría de internet inalámbrico, Belén se lo había asegurado. Pero quizá la señal del router no llegase hasta la tercera planta. Desenchufó el aparato de la corriente y vio que la carga de la batería era del diez por ciento, no podría estar muchos minutos alejado del enchufe. Salió al descansillo y mientras bajaba la escalera hizo una nueva búsqueda de redes. Perdió una de las tres y sumó otra distinta, también restringida. En el rellano de la segunda planta, luchando con el pulposo tubo de una aspiradora, estaba Belén.

—No consigo conectarme a internet —dijo, mirando por encima de la pantalla—. ¿Sabe si hay algún problema?

—Lo siento —respondió ella, chasqueando la lengua contra el paladar. Indicó la puerta abierta de la habitación que iba a limpiar—. Esta mañana me ha dicho lo mismo este chico. Él tampoco había podido conectarse. Pero ayer sí funcionaba.

—Vaya —comentó él, tratando de disimular su contrariedad.

—Yo es que no entiendo de estas cosas, no sé arreglarlo. Pero mañana viernes regresa mi hija de Madrid, donde estudia, y le echará un vistazo.

Primo cerró el ordenador. Conforme lo hacía, se dio cuenta de que con ello transmitía su decepción, cosa que hubiera querido evitar.

—Lo siento —repitió ella—. Pero si le corre prisa, en la biblioteca hay internet.

—¿La biblioteca? ¿Dónde está?

—Aquí mismo, en la plaza. Enfrente del ayuntamiento. Verá el cartel.

Aunque no hubiera tenido tanta necesidad de conectarse —pero la tenía—, igualmente habría seguido esa sugerencia para rebajar el disgusto de la mujer.

—Pues sí, voy ahora mismo. Gracias.

Con el ordenador bajo el brazo se precipitó al último tramo de escaleras.

Su exasperación crecía. Cada tropiezo, cada inconveniente, le iban restando margen para eludir el sinsentido de su estancia allí. Lo que lo salvaba del desaliento era la esperanza en que hubiera recibido un correo, en que se hubieran puesto en contacto con él y todo empezara a cobrar sentido.

Con este ánimo ofuscado salió a la plaza, trastabillándose con los cantos rodados. Localizó la biblioteca y fue hacia ella. Era un edificio nuevo de dos plantas, que hacía esquina con la calle que bajaba al hilo del antiguo convento. Junto a su puerta abierta había una bicicleta de montaña apoyada en la pared, sin ningún dispositivo antirrobo. Entró con la cabeza adelantada, decidido.

—Buenos días. —Lo recibió una voz femenina bien modulada.

La única persona a la vista era una mujer mayor, de espaldas, que pulsaba con un solo dedo las teclas de un ordenador anticuado, con monitor de tubo. No podía haber hablado ella.

—Aquí, aquí —insistió la voz, que ahora situó a su derecha.

Pero en ese lado solamente veía las estanterías, de modo que, sin mover los pies del sitio, avanzó el tronco hasta asomarse al pasillo que quedaba entre dos de las estanterías. Al fondo, una mujer lo miraba con una sonrisa divertida, una pizca traviesa.

—Acérquese. —Hizo un movimiento atrayente con la mano.

Y él se coló por el estrecho pasillo entre los libros, que casi lo obligaba a ir de costado. Las instalaciones eran pequeñas y el espacio estaba aprovechado al máximo.

En un rincón junto a la ventana, inmerso en una luz clara y suavemente líquida, había un pupitre verde de colegio, y tras él estaba la bibliotecaria, una mujer de piel soleada y pelo negro liso. Lo observaba de abajo arriba con un destello de curiosidad en los ojos.

—Dígame.

—Quería conectarme a internet —dijo, a la vez impaciente y cansado—. ¿Puedo con mi ordenador?

—Sí, ningún problema. Me tendría que rellenar…

—Es solo un momento. —Se anticipó Primo con gesto suplicante, de fastidio.

La bibliotecaria debió de comprender su urgencia, o quizá quiso ahorrarse una conversación en la que tendría que ejercer un papel antipático, y transigió:

—Puede sentarse en la mesa de los ordenadores, es la única que hay.

—Muchas gracias. —Giró en redondo y desanduvo el angosto pasillo.

Ocupó una silla junto a la mujer mayor y abrió su portátil. El sistema operativo arrancó con un incordiante aviso acústico, el que informaba del inminente agotamiento de la batería. Cortó el sonido para no molestar a la señora, quien no obstante permanecía absorta, su atención monopolizada por el esfuerzo de manejar aquel chisme. Mientras esperaba a poder conectarse, vio con un hormigueo de aprensión cómo un trozo de papel se deslizaba sobre la mesa hasta tocar su antebrazo. Alzó bruscamente la cabeza y sus ojos se quedaron prendidos de la boca de la bibliotecaria, que silabeó despacio, sin hacer ruido: La clave. Volvió a mirar el papel, que tenía escrita una ristra de signos alfanuméricos. Luego, ya solo vio la espalda de ella metiéndose entre las estanterías.

Sus yemas volaron sobre las teclas para introducir la clave y sintió un ligero mareo cuando abrió el navegador. Después, el chorro de información llenó la pantalla. Estaba conectado.

Antes de que la batería se acabara y la pantalla se fuese a negro, pasaron dos o tres segundos, cinco a lo sumo. Al principio, Primo se agarró a la brevedad de esos instantes para persuadirse de que no había podido verlo bien. Pero un poco más tarde, cuando cerró los ojos y en la oscuridad de sus párpados reverberaron las letras luminosas, se dio por vencido, no podía engañarse: había tenido tiempo suficiente para comprobar que no le habían escrito ningún correo.

Aturdido, sin despedirse, salió de la biblioteca.

En mitad de la plaza, un balón solitario daba botes contra las piedras; no había nadie cerca. Vino a parar a sus pies.