CAPÍTULO 25

4 de marzo de 2019

—Entonces, la directora del balneario, Magda Fuertes, ¿fue quien te encargó que mataras a Lorena? —preguntó Enzo, volviendo a la realidad después del largo relato del enterrador.

—Exactamente. La directora creía que la chica sabía lo que estaban haciendo con el manantial, así que me pidió que me deshiciera de ella. Me la encontré medio atontada en la parada del autobús, supongo que la drogarían. No fue difícil ejecutar la orden, pero créame si le digo que no disfruto matando.

—No estamos aquí para juzgar lo que siente, sino para juzgar sus crímenes —contestó Enzo duramente.

—Ya le he dicho todo lo que sé. Con la otra chica fue lo mismo. Magda vino a visitarme diciendo que la amiga de Lorena también sabía algo y no me quedó más remedio.

—¿Y qué hay del agente Mateo García? —inquirió irritado.

—Eso fue distinto —confesó—. Magda me encargó que me deshiciera de la otra chica —dudó unos instantes antes de decir el nombre—, de Elena Guzmán. La directora me indicó el día y hora y cuando la fui a buscar, me encontré con que un policía la estaba vigilando. No pude hacer otra cosa que quitármelo de en medio.

Enzo tuvo que tragar saliva al escuchar lo que estaba diciendo y pensó en Julieta, sola en la posada. Aunque tuviera allí al asesino, no se quedaba tranquilo. En cuanto terminara el interrogatorio, iría a buscarla, aunque ella no quisiera verlo ni en pintura.

—¿Por qué cree que le pidió que matara a Elena Guzmán? —Enzo sintió cómo César estaba igual de incómodo que él hablando de Julieta bajo su nombre falso, pero ambos sabían que no podían descubrir la verdad sin que los tildaran de locos.

—No me lo contó al detalle, nunca lo hacía, pero me dijo que la había visto husmear un par de veces en su despacho, como si buscara información. La veía como una amenaza.

—¿Le pidió Magda que matara a alguien más?

—Sí.

Enzo lo miró sorprendido.

—¿A quién?

—A Raquel Lozano.

—¿La periodista del pueblo? —preguntó alarmado.

—Sí, se estaba acercando demasiado a Elena y Magda temía que descubriera la verdad. Pero esta vez no pude hacerlo.

—¿Por qué no? —inquirió el inspector, aunque ya sabía la respuesta.

—Raquel Lozano es mi hija —admitió—. Cuando era un bebé, después de la muerte de Julieta, la di en adopción. Aunque no lo crea, esa niña probablemente es lo que más he querido en el mundo. No quería que se convirtiera en un arma en manos de Carlos Fuertes para amenazarme aún más. Tan solo quería protegerla de una vida miserable a mi lado.

—Supongo que al menos, eso lo hizo bien —dijo Enzo, dando por concluido aquel largo interrogatorio, que se había extendido hasta el mediodía.

* * *

Julieta estaba tumbada en la cama, con la vista clavada en el techo. Se sentía terriblemente traicionada por la mentira de Enzo. Si le hubiera contado la verdad desde el principio, no se hubiera sentido tan sola, tan perdida. Jamás se hubiera sentido repudiada. Ahora, además, se sentía estúpida por haber pensado que le daba asco a Enzo por haber resucitado. Lo peor era que ella se lo había entregado todo, sus mayores secretos, sus miedos, su corazón. En cambio, él no había sido capaz de hacer lo mismo.

Llamaron a la puerta y se levantó de la cama. Debía de ser el posadero, que solía venir a entregarle sábanas y toallas limpias cada día sobre esa hora. Abrió la puerta y dio un paso atrás sorprendida al ver a dos hombres fornidos en el umbral, completamente vestidos de negro.

—Le rogamos que nos acompañe, señorita Abellán.

Julieta sintió que se le revolvía el estómago al reconocer su apellido. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Y cómo conocían su verdadera identidad? Sin embargo, no dieron pie a más conversación. El hombre de la derecha, algo más alto que su compañero, la agarró con fuerza del brazo para sacarla de la habitación. Julieta gritó.

—¡Suélteme!

A pesar de sus forcejeos, los hombres la arrastraron hasta el parking desierto de la posada, en la que tan solo se encontraba una enorme furgoneta negra. Julieta pidió auxilio con todas sus fuerzas, pero nadie acudió en su ayuda a pesar de tratarse de un secuestro a plena luz de día. La joven, desesperada, dirigió una rápida mirada a la recepción de la posada, con la esperanza de que al menos el posadero la viera en apuros y la ayudara. Sin embargo, tan solo se encontró con el cuerpo del hombre tendido en el suelo, inconsciente.

—¡No! ¿Qué le habéis hecho? —gimió con lágrimas en los ojos.

—Tan solo está inconsciente, estúpida —soltó el más bajito, lanzándola con fuerza al interior del vehículo. Julieta sintió un golpe en las costillas al caer y se quedó sin respiración unos instantes, los suficientes como para que sus secuestradores cerraran la puerta de la furgoneta y la dejaran sumida en una total oscuridad.

* * *

Enzo llegó a la posada por la tarde. Había perdido un par de horas más de la cuenta emitiendo la orden de detención para Magda Fuertes y su marido, pero no podía dejarla escapar por muchas ganas que tuviera de contarle a Julieta que por fin todo había terminado, que César había confesado y que, además, habían descubierto la trama que se ocultaba detrás de los asesinatos.

Cuando bajó del coche, supo inmediatamente que algo no iba bien. La puerta de la recepción, que habitualmente estaba abierta para recibir a los posibles clientes, estaba cerrada a cal y canto. Se apresuró en acercarse y miró a través de la rejilla y pudo entrever al posadero con una bolsa de hielo en la cabeza. Aporreó la puerta nervioso.

—Soy el inspector Barese. Abra, por favor —pidió impacientemente.

El hombre se levantó con ciertas dificultades del sofá en el que estaba postrado y acudió a su llamada. Cuando abrió, Enzo vio horrorizado cómo un abultamiento surgía del lado derecho de su cabeza, en la que había descansado el hielo hasta unos segundos atrás.

—¿Qué ha pasado? —inquirió—. ¿Necesita un médico?

—No, no… —murmuró, dejándose caer de nuevo sobre el sofá—. Acabo de llamar a la policía, pero supongo que aún tardarán un buen rato en llegar. Este maldito pueblo alejado de todo… —masculló.

—¿Va a contarme qué ha pasado? —insistió, arrepintiéndose al momento de haber sido tan seco.

—Sí, claro, lo siento, estoy un poco aturdido.

—Lo comprendo, disculpe mi nerviosismo.

—Estaba preparando las toallas y las sábanas limpias para repartirlas por las habitaciones, como ya sabe que suelo hacer sobre esta hora. Entonces, han entrado dos hombres vestidos de negro con muy mala pinta. Ni siquiera han respondido a mi saludo, se han limitado a preguntar por Elena. Obviamente, no les he dicho dónde se encontraba. Entonces, uno de ellos me ha asestado un duro golpe en la cabeza que me ha dejado aquí tirado no sé cuánto tiempo.

—¡Mierda, Julieta! —gruñó, corriendo hacia el pasillo que daba acceso a la habitación de la chica. Cuando llegó, se encontró la puerta abierta de par en par. Se quedó parado dentro de la habitación vacía durante unos minutos, tratando de acompasar su respiración y pensar con coherencia.

—Se la han llevado —dijo la voz del posadero a sus espaldas, que lo había seguido a paso lastimero.

Enzo lo miró con incredulidad, sin lograr comprender cómo había podido suceder algo así. ¿Quiénes eran esos dos hombres? ¿Y por qué se la habían llevado?

—¿Cómo lo sabe? —logró articular finalmente.

—Cuando estaba ahí tirado, he oído sus gritos de auxilio. He logrado verla por un instante, en el aparcamiento, pero he vuelto a perder la consciencia —explicó avergonzado—. Siento no haberlo podido impedir.

—No ha sido culpa suya —repuso con más entereza de la que sentía—. ¿Logró ver cómo se la llevaban? —preguntó con un nudo en la garganta.

—Sí, la metieron en un vehículo grande, creo que era una furgoneta.

—¿Recuerda el color o algún dato que pueda ser de utilidad?

—Sí, era negra, pero no me dio tiempo a ver el modelo…

Enzo asintió y se dejó caer en la silla del escritorio, con las manos cubriéndole el rostro, sintiéndose superado por la situación por primera vez en muchos años.

* * *

Aquella mansión se les antojó enorme para una pareja sin hijos, pero los dos oficiales de policía no comentaron nada al respecto y se limitaron a hacer su trabajo. Llamaron al timbre, pero no contestó nadie.

—Señora Magda Fuertes, abra la puerta, llama la policía —dijo uno de ellos elevando la voz. Silencio. Miró a su compañero con cara de circunstancias. Este caminó por el jardín y empezó a examinar las ventanas en busca de cualquier indicio de que la casa estaba habitada, pero se encontró con la mayoría de las persianas bajadas y ni rastro de sus inquilinos. Volvió hasta su compañero, que seguía inmóvil en la puerta y negó con la cabeza.

—Tendremos que entrar a la fuerza si no nos abre, señora —insistió el policía. No obtuvo respuesta—. Tenemos una orden de registro del juez —concluyó lanzando al aire un ultimátum. Al ver que sus palabras seguían siendo ignoradas, el policía se apartó un metro de la puerta y de un contundente golpe, la abrió.

Los dos oficiales entraron en la casa, comunicando por radio a la central que habían accedido a la vivienda y cuáles eran sus posiciones.

—La casa parece deshabitada —comentó uno de ellos, avanzando hacia el salón. Estaba decorado con muebles exquisitos que probablemente costaban una fortuna, peros sus propietarios parecían haberlos dejado atrás sin miramientos. Su compañero subió a registrar el piso de arriba y bajó minutos después con el rostro ensombrecido.

—Nada —confirmó—. La cama estaba llena de ropa amontonada, creo que han hecho las maletas y se han largado.

* * *

Enzo tardó más de una hora en reponerse del impacto. El posadero lo había conducido hasta el saloncito de desayuno y le había preparado un café caliente para despejarle las ideas. Cuando aquel líquido amargo recorrió su garganta, pareció hacerle reaccionar.

—Gracias —le dijo al hombre dedicándole una mueca.

El inspector sacó su teléfono móvil del bolsillo y tecleó el número de la comisaría con las manos temblorosas, sin saber qué otra cosa podía hacer más que reportar el secuestro y empezar a buscar pistas de donde no las había. No lograba entenderlo. Si César estaba en la cárcel y Magda detenida, ¿quién diablos se había llevado a Julieta?

—Comisaría —atendió una voz de mujer joven al otro lado del teléfono, probablemente la sustituta de Mateo.

—Soy Barese. Necesito saber si César Dávalos sigue ahí.

—Eh… por supuesto —respondió extrañada—. Sigue en su celda a espera de pasar a disposición judicial.

—¿Y sabe si se ha ejecutado la orden de detención contra Magda Fuertes y su marido? —inquirió.

—Eh, espere, le paso a la directora. —Enzo escuchó unos pitidos al otro lado que le confirmaron que su llamada estaba siendo transferida hacia la otra línea.

—¿Qué sucede, Barese? —preguntó la directora poco después.

—Elena Guzmán ha sido secuestrada —comunicó. La mujer se quedó callada al otro lado—. Necesito saber si Magda Fuertes y su marido ya han sido detenidos.

La directora carraspeó incómoda.

—No han logrado dar con ellos. Parece que se han fugado.

Enzo apretó las mandíbulas y golpeó la mesa con furia.

—¿Cree que han sido ellos los que están detrás del secuestro de Elena? —preguntó la directora, siguiendo su línea de pensamiento.

—Estoy seguro.