CAPÍTULO 5
5 de enero de 2019
Su teléfono móvil sonó como un molesto tambor en su cabeza. Enzo abrió los ojos y lo miró con disgusto, pero se incorporó rápidamente cuando vio que le llamaban de comisaría. Eran las seis de la mañana.
—Buenos días —dijo con voz ronca.
—Buenos días, inspector. —Era la voz de Mateo. Esta vez no se disculpó por llamarle tan temprano y fue directo al motivo de la llamada—. Han encontrado a otra chica.
—¿Qué? —musitó Enzo.
—Parece que es el mismo asesino —contestó el joven—. Ha puesto el cadáver sobre un lecho de flores idéntico.
—¿Dónde está?
—En el bosque, en la misma zona.
—Enseguida voy para allá —concluyó, fingiendo más aplomo del que realmente sentía. Había temido aquel momento desde que había descubierto las flores en la escena del crimen. No se trataba de un crimen pasional y aislado, sino de un asesino que parecía estudiar cada movimiento, un asesino en serie. Y ahora, más que nunca, sospechaba que no se detendría. El asesino volvería a matar.
No tardó en llegar a la escena del crimen. Saludó escuetamente a sus compañeros y Mateo lo acompañó hasta el cuerpo de la víctima.
—¿Quién…? —interrumpió su pregunta sobre la identidad del cadáver y un escalofrío le recorrió la espinada al reconocer aquella cara regordeta y sus ojos asustados tras unas enormes gafas de pasta—. Beatriz Montes —musitó.
—¿La conocía? —preguntó Mateo, sorprendido.
—Estuve hablando con ella ayer por la tarde acerca del asesinato de Lorena. Eran amigas y ambas trabajaban en el balneario.
—No parece una coincidencia —apuntó Mateo.
—Porque no lo es. Beatriz sabía que algo estaba pasando en ese dichoso balneario y vino a contármelo. Estaba convencida de que Lorena había descubierto algo peligroso y que por eso la habían quitado del medio.
—¿Entonces cree que el asesino la mató por hablar con usted?
—Estoy convencido —dijo, fingiendo que no le afectaba. Se sentía terriblemente culpable. Debería haberlo pensado antes, debería haber puesto a un par de oficiales para proteger a Beatriz como testigo. Ahora estaba muerta por su culpa. Contuvo la ganas de gritar para desahogar la rabia que sentía contra sí mismo pero, sobre todo, contra aquel psicópata.
Se acercó al cuerpo de la joven y se arrodilló a su lado, tratando de mantener el semblante calmado.
—Lo siento —murmuró con un susurro casi imperceptible y un nudo en la garganta. Analizó la escena del crimen con atención y sacó conclusiones muy parecidas a la vez anterior. Beatriz descansaba sobre un lecho de flores de almendro y sostenía entre sus dedos un bonito ramo de flores.
—Probablemente murió asfixiada —señaló Mateo, a su espalda.
—Sí. Parece que es el mismo autor —dijo, levantándose—. Pide urgentemente un análisis forense. Necesitamos saber si en su sangre se encuentra la misma droga que le suministraron a Lorena.
Enzo se apartó del cadáver y se fue hacia su coche.
—¿Adónde va, inspector? —preguntó Mateo.
—Al funeral de Lorena. Estoy seguro de que nuestro asesino acudirá al entierro.
* * *
Enzo no se había equivocado. El funeral de Lorena fue multitudinario y, con toda seguridad, el asesino debía de encontrarse entre toda aquella gente. Allí se agolpaban familia y amigos de la difunta, mezclados con la mayoría de vecinos del pueblo, que se habían reunido allí para darle el último adiós.
El inspector estudió cada uno de los rostros de los allí presentes. Los padres y los amigos de Lorena estaban devastados, mientras que los vecinos soltaban alguna lágrima furtiva de vez en cuando. El único que parecía impasible era el enterrador, un hombre alto de algo más de cincuenta años que debía de haber visto de todo a lo largo de su vida y ya nada podía afectarle. Suspiró. Sería difícil detectar algo extraño con tanta gente pululando por aquel lugar. Se fijó en un grupo de jóvenes que estaban algo apartadas. Reconoció entre ellas a Leticia y dedujo que debían de ser sus compañeras del balneario. Se acercó disimuladamente a ellas, pensando que quizá dijeran algo que le diera una pista sobre lo que estaba sucediendo en aquella empresa.
—¿Dónde está Beatriz? —dijo una de ellas, buscando entre la gente.
—No lo sé. Me dijo que vendría. Quizá lo ha pensado mejor…
Enzo frunció los labios, sabiendo que Beatriz ya no podría ir a ninguna parte. Sintió de nuevo aquella punzada de culpabilidad. Debería haber sido más precavido para salvaguardar la seguridad de la chica.
El inspector buscó a Elena Guzmán con la mirada y le extrañó no encontrarla allí. Aunque esa joven fuera nueva en el pueblo y no conociera a Lorena, le pareció en cierta manera irrespetuoso que no acudiera a su funeral.
Enzo se quedó hasta el final, aunque tuvo la tremenda sensación de haber estado perdiendo un tiempo precioso para su investigación. No había visto nada fuera de lugar y todo se había sucedido como de un evento así cabía esperar.
El inspector se alejó del grupo de gente, dispuesto a marcharse, cuando una voz femenina le detuvo.
—Buenos días, inspector. ¿Ha podido avanzar con el caso?
Enzo se volvió y se encontró con una mujer de su misma edad que llevaba el cabello castaño recogido en una coleta alta y que lo miraba inquisitivamente con unos ojos de color miel ocultos tras unas gafas parecidas a las suyas. No la había visto nunca por el pueblo.
—¿Quién es usted? —preguntó bruscamente.
—Me llamo Raquel Lozano. Soy periodista.
Enzo chasqueó la lengua.
—Ya tardaban en meter las narices… —rezongó.
—Tan solo necesito que me responda a unas preguntas, serán cinco minutos.
—No tengo tiempo para esto, señorita —espetó.
—¿Lo dice por el nuevo asesinato que debe investigar? ¿El de Beatriz Montes?
Enzo sintió que se le helaba la sangre y la fulminó con la mirada.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Hay que estar ciego para no ver las patrullas que rodean la carretera. Solo me acerqué llevada por la curiosidad —se defendió.
—Mire, como comprenderá, no voy a contarle nada que comprometa el caso.
—Ni siquiera me ha dejado formularle mis preguntas.
Enzo puso los ojos en blanco.
—Porque no se las pienso contestar.
Y se marchó de allí dejándola con la palabra en la boca. Tenía mucho trabajo por delante.
* * *
—Lo siento mucho —dijo Enzo, sentándose en una silla frente a la madre de Beatriz Montes, que se encontraba en el sofá, todavía entre lágrimas de frustración y tristeza. El inspector observó el notable parecido de la chica con su madre y, de algún modo, eso lo hizo sentir peor.
—¿Por qué alguien querría hacerle daño a mi niña? —balbuceó la madre.
—Eso es lo que voy a averiguar, señora. Pero primero necesito que me responda a algunas preguntas. ¿Dónde está el padre de Beatriz?
—Me quedé viuda cuando ella era aún muy pequeña. Beatriz era mi mundo, inspector —añadió con la voz entrecortada. Enzo cerró los ojos, tratando que sus propios sentimientos no interfirieran en su trabajo. Se aclaró la garganta para que su voz sonara algo más entera.
—¿Cree que alguien quería hacerle daño?
—No lo creo. Mi hija era muy buena, ¿sabe? Era muy callada y no solía meterse con nadie.
—¿Tenía novio?
—¿Mi Beatriz? Qué va, era demasiado tímida para esas cosas.
—Supongo que sí que tenía amigos.
—Bueno, en realidad, siempre la veía con Lorena, la otra muchacha que… Oh, Dios mío, pobrecitas… ¿Quién…? —la mujer se echó a llorar y Enzo le tendió un pañuelo. La madre pareció calmarse un poco y lo volvió a mirar con los ojos enrojecidos—. Beatriz no tenía muchas amigas, inspector. Ella era más bien solitaria. Solo se relacionaba Lorena.
—Muchas gracias por su ayuda, señora —dijo Enzo, poniéndose en pie—. Si recuerda algo, llámeme —añadió, tendiéndole una tarjeta con sus datos a toda prisa. Necesitaba salir de aquella casa y respirar aire fresco, o terminaría por confesarle que él podría haber hecho algo más por proteger a su hija y que había cometido el error imperdonable de subestimar al asesino.