CAPÍTULO 21

4 de marzo de 2019

Julieta dormía profundamente, pero su entrecejo estaba fruncido y se movía intranquilamente en la cama, como si estuviera atrapada en sus sueños.

Abrió los ojos, pero ya no se encontraba en la habitación de Enzo, sino a la salida del balneario. Su cabello largo y castaño ondeaba al viento y al instante supo que estaba viendo un episodio de su pasado. Miró hacia abajo y descubrió que llevaba un ligero vestido de verano, azul con flores. El calor era asfixiante, a pesar de la brisa nocturna. Caminó por el lateral de la carretera que colindaba el bosque, sin rumbo fijo y con una sensación de vacío que no lograba comprender, como si toda su vida se hubiera desmoronado de repente.

—¡Julieta! —una voz masculina a sus espaldas hizo que detuviera sus pasos—. ¿Adónde vas?

La chica se volvió y se encontró con un atractivo joven de algo más de metro noventa, que la miraba con unos penetrantes ojos oscuros.

—Eso ya no te incumbe, César —replicó con un tono claramente dolido.

—No puedes marcharte así. ¿Y Valentina?

—Me la llevaré conmigo, no te preocupes por eso.

—No puedes abandonarme —insistió, agarrándola posesivamente por el brazo.

—Y tú no puedes pretender que actúe como si nada. Lo que has hecho es deplorable. Tienes suerte de que no te haya denunciado todavía a la policía.

—Vayamos a dar un paseo por el bosque —sugirió César—. Los dos estamos muy nerviosos y nos tranquilizará.

—Está bien —accedió Julieta a regañadientes.

La joven se adentró en la espesura siguiendo de cerca a su marido. Durante el día le gustaba dar largos paseos por el bosque, pero de noche era otro cantar. El aullido de los lobos y los inquietantes sonidos de otras alimañas nocturnas la ponían nerviosa y no osaba entrar sola. Llegaron a un claro y César se detuvo de repente. Julieta lo observó con atención, esperando a que hablara. Al ver que no decía nada, decidió ser ella la que rompiera el silencio.

—No me puedo creer lo que has estado haciendo a mis espaldas todo este tiempo —dijo la joven.

—Tan solo quería ganar algo de dinero. Entiéndelo, con la niña…

—No hay nada que entender. Lo que has hecho es un delito y al saberlo me he convertido en tu cómplice. Debería ir a las autoridades.

—¡No! No me obligues a hacerlo.

—¿A hacer qué, César? —inquirió, irritada.

—Lo que me han pedido.

—¿Lo que te ha pedido quién? ¿El señor Fuertes? Si es que se le puede llamar señor…

—No puedes contárselo a nadie.

—Y si lo hago ¿qué?

Por primera vez, Julieta vio un brillo distinto en los ojos de César y dio un paso atrás, asustada.

—¿Qué piensas hacer, César?

Sin embargo, él no contestó. En vez de eso, dio un par de enormes zancadas hacia ella y Julieta tan solo pudo echar a correr, todavía sin lograr comprender qué estaba sucediendo. Atravesó varias hileras de árboles, saltando las raíces que sobresalían del suelo con más agilidad de la que esperaba. No sabía exactamente por qué corría, pero aquel brillo inusual en la mirada de César se le había antojado peligroso. Sus pasos apresurados la llevaron hasta otro claro y sintió que las piernas empezaban a pesarle. A su vez, su visión comenzó a tornarse borrosa y notó que la cabeza le daba vueltas. ¿Qué le estaba pasando? Aminoró la marcha un segundo para volverse a ver si su marido la seguía y casi profirió un grito cuando lo descubrió a escasos centímetros de ella. César se abalanzó sobre su diminuto cuerpo y la inmovilizó sin apenas esfuerzo.

—Tú me has obligado —masculló. Julieta trató de adivinar si lo que veía en sus ojos negros eran lágrimas.

—¿Por qué haces esto, César? ¡Suéltame! —gritó, forcejeando.

—Jamás me perdonaré por lo que voy a hacer.

—¿Qué…? ¿Qué vas a hacer? —preguntó con un hilo de voz, sintiendo por primera vez en su vida lo que era el verdadero miedo.

—No puedo dejar que te marches, ni que le cuentes a la policía todo lo que sabes.

—César, por favor, déjame ir…

Sin embargo, el hombre apretó sus manos contra su cuello con una fuerza letal. Julieta apenas tuvo tiempo de tomar una bocanada de aire al sentir la presión en su garganta. No podía creerlo. No podía estar pasando. El amor de su vida la estaba traicionando de la peor manera posible. Puso sus pequeños dedos alrededor de los de César, en un vano intento de aflojarlos para volver a respirar. A pesar de todos sus esfuerzos, fue en vano. El hombre no se movió ni un ápice. Julieta empezó a sentir la vista borrosa y supo en aquel momento que no le quedaban más que unos segundos de vida. Miró por última vez a los ojos de su asesino, que descubrió plagados de lágrimas. Después, le dedicó un último pensamiento a lo único bueno que dejaba en el mundo. Valentina.

* * *

Julieta abrió los ojos sobresaltada y con la respiración entrecortada, como si realmente alguien la hubiera estado asfixiando. Se quedó unos segundos paralizada en la cama, intentando comprender lo que significaba aquel sueño. Estaba segura de que era un recuerdo. Reparó en que el vestido de verano que llevaba en su pesadilla era el mismo con el que había despertado tres meses atrás en medio del bosque. No podía ser una mera coincidencia. Además, muy en el fondo de su subconsciente, sabía que lo que había visto había sucedido realmente. César Dávalos era el culpable de su muerte y, probablemente, el de las otras chicas que la habían seguido. ¿Qué habría descubierto? ¿Por qué la había matado? Julieta se agarró la cabeza en un vano intento por recordar más, pero su pasado estaba en blanco.

Cuando se hubo repuesto ligeramente de aquel descubrimiento, se levantó de la cama y se dirigió hasta el sofá en el que descansaba Enzo. El policía tampoco parecía estar teniendo un sueño placentero, se movía nerviosamente y su respiración era agitada. Julieta puso las manos sobre sus hombros para despertarle y Enzo abrió los ojos alterado. Su cabello, normalmente impoluto y bien peinado, estaba algo revuelto y su camiseta se había descolocado ligeramente. Tardó unos segundos en reconocerla.

—Julieta, ¿qué pasa?

—Sé quién me mató.

Enzo la miró durante un tiempo, pestañeando como si lo que acababa de decir no fuera posible.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Lo he recordado, en un sueño.

—¿Quién fue? ¿Quién fue capaz de hacer algo así? —preguntó impaciente.

—César.

Enzo volvió a quedarse en silencio, comprendiendo lo que aquello significaba, tanto para Julieta, como para el caso. Alargó la mano hasta la chica y la atrajo hasta él. Julieta se dejó envolver en el abrazo y entonces, sin saber muy bien por qué, rompió a llorar. Lloró por lo que le habían arrebatado. Por la infancia de su hija. Por su propia vida. Por la traición del que había creído su amor verdadero. Enzo no la soltó en todo el tiempo y se limitó a secar sus lágrimas.

—Lo siento tanto, Julieta —murmuró.

La joven no dijo nada y se quedó apoyada en su pecho, sabiendo que aquel era el único lugar en el que encontraría la paz. Enzo le acarició el cabello con cuidado, hasta que Julieta se calmó.

—Sé que necesitas que alguien esté contigo en estos momentos, pero debo marcharme urgentemente a comisaría a por una orden de detención. Ese miserable pagará por lo que ha hecho.

Julieta asintió y se separó de él.

—Aquí estás a salvo. Volveré en cuanto lo haya puesto entre rejas —dijo. Sin poder evitarlo, depositó un fugaz beso en los labios de la chica, repleto de dulzura. Cuando Julieta reaccionó, Enzo ya se había marchado.

* * *

Enzo no tardó en llegar a comisaría. Durante el camino había estado pensando en la manera de detener a César sin exponer la verdad sobre Julieta. No podían ir diciendo que la joven había vuelto a la vida y que recordaba que César la había asesinado o se convertiría en un conejillo de indias de algún laboratorio. Eso, en el hipotético caso de que alguien los creyera. Finalmente, había llegado a la conclusión de que la mejor manera de cerrar el caso era señalar a César como principal sospechoso atendiendo a que encajaba perfectamente con el perfil del asesino. Diestro. Medía más de un metro noventa y residía en el pueblo en el momento de todos los asesinatos. Vivía cerca del balneario y podía acudir al lugar del crimen sin necesidad de vehículo. Además, había flores de almendro entre el bosque y el cementerio. Todos los indicios apuntaban a él. De hecho, ahora que lo sabía, se preguntaba cómo era posible que lo hubieran descartado tan deprisa. Se habían basado en una coartada de treinta años atrás, que bien podría haber sido falsa y lo habían dejado de lado. Chasqueó la lengua, sintiéndose imbécil y llamó a la puerta de la directora de la comisaría.

—Buenos días, Barese —dijo la mujer, levantando la vista de unos informes.

—Directora, tengo a un sospechoso. Necesito una orden de detención.

—De eso quería hablarte precisamente. Siéntate. —Enzo obedeció, sin poder ocultar su impaciencia—. Tal y como te comenté, un par de oficiales han estado revisando los datos de los habitantes de Lagarza con antecedentes. Tan solo hay tres que midan alrededor de un metro noventa. Y tan solo uno que encaja con la edad que podría tener nuestro asesino.

—César Dávalos —adivinó.

—En efecto. Aquí tiene la orden —dijo la directora, tendiéndole el papel—. Recuerde, Barese —dijo antes de soltar el folio—. Este hombre es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Tan solo tenemos indicios, pero ninguna prueba lo señala como el autor material de los crímenes.

Enzo se mordió la lengua y asintió. Él sí que estaba seguro de su culpabilidad. En cuanto lo tuviera en la mesa de interrogatorios se aseguraría de hacerle confesar. Costara lo que costara.

—Será mejor que envíe a un par de agentes a buscarle, no vaya a hacer usted alguna tontería —añadió la mujer, leyendo la sed de venganza en los ojos de Enzo.

* * *

La luz de la sala de interrogatorios era lúgubre y las paredes eran de color gris hormigón. Tan solo había una mesa y tres sillas metálicas que parecían diseñadas para ser lo más incómodas posible. Estaba claro que la sala estaba minuciosamente pensada para hacer confesar a los culpables cuanto antes. Sin embargo, César Dávalos parecía tranquilo en aquella silla que parecía diminuta bajo su enorme cuerpo.

Ya era bien entrada la tarde cuando al fin dejaron entrar a Enzo a la sala. El inspector estaba impaciente. Había pasado toda la mañana dando vueltas en su despacho, hasta que había visto entrar al sospechoso por la puerta de la comisaría. Habían cruzado una mirada cargada de malas intenciones, pero ninguno había dicho nada. Después, aún le habían hecho esperar toda la tarde con la excusa de que el acusado necesitaba un abogado antes de declarar.

Cuando entró en la sala, César clavó sus ojos oscuros en los de Enzo, que le sostuvo la mirada en lo que parecía un pulso de voluntades.

—Buenas tardes —dijo finalmente el inspector, tratando de mantener las formas cuando lo que le hubiera gustado hubiera sido abalanzarse sobre aquel hombre para vengarse de Julieta, de Mateo y de todas las otras almas inocentes que se había llevado a su cementerio—. Soy el inspector Barese, aunque supongo que eso ya lo sabe.

—¿Puedo saber de qué se acusa a mi cliente? —dijo una voz al lado de César. Entonces, Enzo reparó en que había alguien más en la sala. Se trataba de una mujer robusta de aspecto germánico, con el cabello rubio recogido en un moño tirante y con unos pequeños ojos claros que parecían tener una vasta experiencia en ese tipo de situaciones.

—Es el principal sospechoso de la muerte de cuatro jóvenes y un agente de policía. Si me disculpa, señora… —dejó la frase inacabada, para darle a la mujer la oportunidad de presentarse.

—Martens.

—Muy bien, señora Martens, las preguntas las haré yo a partir de ahora. Le pido que no interfiera en este interrogatorio si no es estrictamente necesario —espetó, para dejarle claro que, a pesar de la juventud que aparentaba no era ningún policía pueril al que pudiera amedrentar con sus incisivas cuestiones. La mujer frunció los labios en una línea, dejando clara su frustración, pero no dijo nada más.

—No he hecho nada de lo que me acusa, inspector —repuso César con una voz gutural que le pareció la de una bestia.

—Entonces, ¿podría decirme qué hacía ayer merodeando alrededor del balneario?

Enzo sonrió con satisfacción para sus adentros cuando vio que el rostro de César se tornaba aún más macilento de lo habitual. Estaba claro que no podía contestar que había ido a ver a su difunta esposa que resultaba haber resucitado. Su abogada y todo aquel que lo escuchara lo tomarían por loco.

—Salí a dar un paseo —mintió.

—Oh, y ya que estaba por ahí, decidió acercarse a Elena Guzmán —prosiguió con ironía—, la joven a la que el asesino estuvo persiguiendo hace apenas unos días, la misma noche en la que mató al agente de policía.

—Yo no le hice nada a ese policía, ni a la chica.

—¿Niega haberse acercado ayer a ella?

César lo fulminó con la mirada, sabiendo que no podía contradecir la palabra de dos personas.

—No. —La abogada se volvió hacia su protegido con gesto severo, como si se hubiera sentido engañada. Probablemente, César le había ocultado aquella información en su versión de los hechos.

—¿Y para qué se acercó a una joven en un parking en mitad de la noche?

—Tan solo quería preguntarle la hora.

Enzo tuvo que aguantar una carcajada, sabiendo que César mentía descaradamente y que le resultaría obvio a cualquier juez.

—¿Sabe lo que creo yo? Creo que se acercó para terminar lo que había empezado.

—¡No! —gruñó, perdiendo los nervios.

—¿Dónde estaba la noche en la que asesinaron a Mateo?

—Estaba en casa.

—¿Hay alguien que pueda corroborar lo que dice?

—No.

—Entonces no tiene coartada para esa noche. ¿Y que estaba haciendo cuando asesinaron a Lorena y Beatriz?

César negó con la cabeza.

—Mi cliente es un hombre solitario, que no tenga coartada para las noches de los asesinatos no prueba nada —intervino la abogada.

—Sí que tengo coartada para la noche que asesinaron a mi mujer. No puede acusarme de todo esto sin pruebas.

—Lo cierto, César, es que su coartada de hace treinta años no me resulta del todo creíble. Demasiados indicios apuntan hacia usted.

—Usted mismo lo ha dicho, inspector. Está hablando de indicios, no de pruebas. ¿Qué prueba tiene en firme para acusar a mi cliente?

—El juez ya decidirá si todos los indicios se pueden considerar o no una prueba —replicó molesto—. La cuestión, César, es que la persona que mató al agente de policía media más de metro noventa. ¿Y adivine? En todo el pueblo tan solo hay un hombre con antecedente que cumpla con ese requisito y que además tenga la edad suficiente para haber cometido los delitos del 88 y de la actualidad.

—Es posible que el asesino sea un individuo sin antecedentes —insistió la mujer.

—Sí, es posible —admitió Enzo—, pero probablemente no tenga un acceso al bosque y al balneario tan directo como el señor César Dávalos —añadió, con la palabra señor todavía envenenándole la lengua—. Y seguramente, tampoco tenga flores de almendro tan fácilmente al alcance como el acusado, que tan solo tenía que recogerlas de la salida del cementerio para colocarlas en el lecho en el que después depositaba a sus víctimas.

—No tengo ningún motivo para matar a esas mujeres. Una de ellas era mi esposa, por el amor de Dios —contestó César, ofendido.

—Un enfermo no atiende a razones —soltó Enzo, clavando sus ojos verdes en él.

—Le pido que guarde las formas, inspector —advirtió la abogada. Justo en ese momento, el teléfono móvil de la mujer interrumpió la tensa situación—. Es un asunto urgente. —La señora Martens se levantó y con una disculpa salió de la sala.

Enzo y César se quedaron por fin solos y el inspector respiró aliviado de poder desechar la careta de formalidad que tenía que adoptar frente a la abogada.

—Ambos sabemos que fuiste tú, César. Si confiesas, quizá el juez te conceda algún trato de favor en prisión.

—Nunca podrás probarlo —dijo el hombre, sabiendo de sobra que las cámaras que los grababan no registraban lo que decían. No era la primera vez que estaba en una comisaría.

—Julieta lo recuerda todo.

—Sí, y para contar la verdad tendría que exponerse y decir lo que es.

Enzo apretó los puños para evitar estampar uno de ellos en la cara de su interlocutor.

—Si es necesario, lo hará —mintió, sabiendo que jamás permitiría que Julieta corriera el peligro de exponerse.

El rostro de César perdió aún más color y tragó saliva.

—Créeme, lo mejor que puedes hacer es confesar —insistió.

—Lo único que quieres es que me encierren para poder seguir embaucándola con tus encantos —Enzo lo miró sorprendido—. Os vi en el cementerio —aclaró.

—Lo tuyo es enfermizo. ¿Cómo pudiste matarla y ahora sentirte celoso?

—Nunca dejé de amarla.

—Tienes una curiosa manera de demostrarlo. Consulta lo que te he propuesto con la almohada. Mañana volveré. Si confiesas, le hablaré al juez en tu favor —dijo, aunque en el fondo sabía que jamás diría algo bueno de aquel espécimen.

Cuando Enzo salió de la sala de interrogatorios, se cruzó con la abogada, que había terminado de hablar por teléfono.

—Hemos acabado por hoy, señora Martens. Mañana por la mañana volveré a hablar con el acusado. Por el momento, pasará la noche en el calabozo de manera preventiva.

* * *

Enzo entró en su apartamento sin estar muy seguro de lo que le contaría a Julieta. Sí, César estaba detenido, pero no estaba tan claro que pudiera probar su culpabilidad, a no ser que finalmente se decidiera a confesar pensando que el juez le concedería alguna ayuda. Cuando entró, la casa estaba a oscuras. Encendió la tenue luz de pie situada en un rincón del salón y descubrió a Julieta durmiendo en el sofá, con el cabello aún mojado, probablemente de una ducha, y recubierta en una fina manta, con aspecto de estar descansando profundamente por primera vez en días. Enzo se acercó y le cubrió el hombro destapado con cuidado. Sin embargo, el simple roce de su mano hizo que la chica despertara. Lo estudió unos instantes con sus grandes ojos avellana, intentando descifrar cómo había ido todo, pero Enzo se esforzó por ocultarlo tras una sonrisa.

—¿Has cenado? —preguntó él.

—No, te estaba esperando. He preparado una tortilla.

—Muchas gracias.

Fueron a la cocina en silencio y Enzo tuvo que evitar que su vista se deslizara por las piernas de la chica, apenas ocultas tras la camiseta que le había prestado el día anterior. El inspector puso la mesa mientras ella calentaba la cena. Cuando se sentaron a la mesa, el silencio a su alrededor se tornó aún más denso.

—¿Vas a contarme cómo ha ido? —preguntó la joven finalmente.

—César está detenido. Estamos a la espera de que confiese. Si no, tendrá que ser el juez quien decida si los incididos se pueden considerar o no pruebas en su contra.

Julieta asintió y continuó comiendo. Poco después, volvió a levantar la mirada para encontrarse con los ojos preocupados de Enzo.

—Sé que no lo dejarán libre, Enzo —le dijo, convencida.

—Espero que tengas razón, si no… No sé lo que sería capaz de hacer si lo veo por el pueblo.

Julieta recorrió la mesa para encontrarse con su mano y la apretó cariñosamente.

—Tú no eres como él. Encontraremos la manera de que pague por lo que ha hecho sin que nadie se ensucie las manos.

Terminaron de cenar y Julieta se dirigió a la habitación. Cuando aún no se había metido en la cama, llamaron a la puerta.

—¿Puedo pasar? Necesito darme una ducha y tengo mis cosas aquí.

—Sí, por supuesto, estás en tu casa —se apresuró en contestar mientras le abría la puerta—. Disculpa, he sido muy desconsiderada. No he pensado en… —balbuceó.

Enzo no pudo evitar sonreír ante su nerviosismo.

—Tranquila, seré rápido.

Enzo se encerró en el baño y Julieta intentó dejar la mente en blanco mientras oía el agua correr al otro lado de la pared. Cuando escuchó el silencio supo que había terminado y se puso en pie de un respingo, tensa. Enzo salió del baño con unos pantalones de chándal, una camiseta blanca y el pelo mojado, que aún se estaba secando con la toalla. Julieta se ruborizó al verle con menos ropa de lo habitual y rezó porque él no fuera capaz de escuchar los acelerados latidos de su corazón.

—¿Estás bien? Supongo que ha sido un día complicado —preguntó él, malinterpretando su nerviosismo.

—Sí, sí —se apresuró en contestar—. Aunque no te lo creas, saber la verdad me deja más tranquila. Ahora sé que estoy fuera de peligro.

—Por supuesto —dijo, acercándose hasta donde ella se encontraba—. No permitiré que nada malo te pase, Julieta —dijo, acariciando su cabello aún húmedo. La joven alzó la mirada hasta encontrarse con sus misteriosos ojos verdes. Julieta no pudo evitar que su mano se deslizara hasta el brazo de Enzo, que le resultó fresco al tacto.

Enzo se agachó ligeramente hasta ella y, cuando estaba a punto de besarla, Julieta lo detuvo poniendo una mano en su pecho.

—Debíamos mantener las distancias, ¿recuerdas? —murmuró a escasos centímetros de sus labios en un susurro que casi hizo enloquecer a Enzo.

—Supongo que podemos dar por concluido el caso, señorita Abellán. Mi trabajo ya no es un impedimento… —ronroneó.

—¿Y qué hay de su coraza contra las mujeres, inspector?

—Asumiré el riesgo —murmuró, un segundo antes de besarla. Julieta supo que esta vez Enzo no se detendría. La besó apasionadamente, sosteniéndola con fuerza entre sus brazos. Primero, acabaron arrinconados contra una de las paredes de la habitación, para, sin saber muy bien cómo, terminar tumbados en la cama presos de un remolino de besos y caricias. Julieta le quitó la ropa con urgencia, en cambio, Enzo pareció paladear el momento con más calma, como si hubiera estado esperando ese instante demasiado tiempo como para malgastarlo.

—No sabes cuánto he deseado esto —murmuró contra su cuello. Julieta no pudo más que suspirar y apretarlo contra su cuerpo con más fuerza. No podía articular ni un solo pensamiento coherente. Y así, hicieron el amor por primera vez, incapaces de separarse el uno de los brazos del otro. Incapaces de imaginar el peligro que se cernía sobre ellos.

* * *

—¿Por qué crees que lo hizo? —Julieta movió la cabeza que tenía recostada sobre el pecho de Enzo para poder mirarle a los ojos.

—¿El qué? —murmuró él, abrazándola ligeramente entre las sábanas que acababan de ser testigos de su pasión.

—Acabar con mi vida.

—Supongo que un loco no necesita motivos —contestó, depositando un suave beso sobre su frente.

—No sé, Enzo. Creo que hay algo que se nos escapa. La noche en la que me asesinó, recuerdo que no paraba de decirle a César lo deplorable que era lo que había hecho. No tengo ni idea de a qué me refería, pero cuando amenacé con ir a las autoridades fue cuando lo hizo.

—¿Quieres decir que estaba cometiendo algún delito y lo descubriste? ¿Por eso te mató?

—Eso creo. Yo misma mencioné que lo que había hecho era un delito.

—¿Y no recuerdas de qué se trataba?

Julieta se encogió de hombros y negó con la cabeza.

—No importa, lo averiguaremos pronto —le aseguró él, estrechándola de nuevo entre sus brazos y resiguiendo la línea desnuda de su espalda. No podía evitar sentir que debía protegerla aunque le costara la vida y fue en aquel preciso instante cuando comprendió que estaba enamorado por primera vez en su larga existencia. Eso tenía que ser lo que los eruditos de todas las épocas denominaban amor verdadero. Julieta observó maravillada los ojos verdes de Enzo que ahora en vez de distantes le parecían cálidos e íntimos. Incapaz de resistirse a lo que sentía, lo atrajo hacia ella. Enzo cerró los ojos y sintió el sabor dulce de sus labios, aún enrojecidos por la pasión de sus besos. Julieta escuchó la respiración entrecortada de Enzo bajo sus labios y supo que él se sentía igual de abrumado que ella por aquel torbellino de sentimientos que crecía en su interior. Esta vez hicieron el amor pausadamente, disfrutando de cada momento, de cada caricia, de cada abrazo.

* * *

Julieta se despertó en medio de la noche, todavía con los brazos de Enzo rodeando su cuerpo desnudo. Se escabulló como pudo de su abrazo para ir al baño y al levantarse comprobó que la luz de la luna todavía bañaba la estancia con una aura casi mágica. Lo miró unos instantes, todavía sin poder creer lo que había sucedido entre ellos. Por primera vez, tuvo la sensación de que Enzo descansaba plácidamente y no pudo creer lo perfectas que eran sus facciones relajadas. Entonces, la luna posó su luz caprichosamente sobre la mesita de noche, haciendo que una pequeña llave brillara por encima de todo lo demás. Julieta se acercó sigilosamente y la tomó entre sus dedos, analizándola. Sí, era la llave que le había visto colgada del cuello la otra noche. Probablemente, la misma llave que abría la misteriosa puerta metálica que se encontraba al fondo del pasillo. Una voz en su interior le gritó que no lo hiciera, que dejara la llave donde estaba y no indagara en la intimidad de Enzo. Sin embargo, la curiosidad era demasiado fuerte. ¿Qué clase de secreto querría ocultar alguien bajo llave en su propia casa? Finalmente, escuchó la voz maliciosa que pedía respuestas. Recogió su camiseta prestada del suelo para vestirse y salió de la habitación cerrando la puerta con cuidado. Recorrió a tientas el pasillo, sin atreverse a encender la luz por miedo a ser descubierta. Cuando llegó a la puerta, la tocó con cuidado en busca de la cerradura. El tacto era rugoso, como si nadie se hubiera tomado la molestia de pulir nunca el metal. Colocó la llave en el hueco de la cerradura y cerró los ojos con fuerza al escuchar el ruido metálico que produjo al abrirse. Deseó con todas sus fuerzas que Enzo no hubiera sido capaz de escucharlo desde la habitación. Se coló dentro de la estancia y la envolvió un aire helado. Allí adentro no había calefacción. Buscó una luz a ciegas y encontró un hilo colgando del techo. Tiró de él y se encendió una vieja bombilla que apenas lograba iluminar aquel lóbrego lugar. Se trataba de una especie de despacho claramente anticuado, con un escritorio que debía de tener más de un par de siglos y un viejo sillón que no aparentaba tener menos. Las paredes estaban forradas de estanterías repletas de libros viejos en varios idiomas, pero sobre todo en italiano. Frente al escritorio se encontraba un mural con varios recortes de periódicos y enciclopedias. Julieta sintió una nausea al ver una fotografía suya colgada con un interrogante debajo. ¿Qué quería decir aquello? ¿Enzo la había estado investigando en secreto? Sin embargo, su atención pronto se dirigió a un par de fotografías en blanco y negro que debían de ser de los años cincuenta. Abrió mucho los ojos al reconocer a Enzo en ambas instantáneas. No tenía el cabello corto como ahora, sino que lo llevaba algo más largo repeinado hacia atrás con brillantina y vestía un traje de la época. Un poco más abajo, descubrió otra fotografía, esta todavía más antigua. Quizá dataría de los años veinte. Aunque más desdibujado por la mala calidad de la imagen, también pudo reconocer aquí al inspector, con el mismo aspecto y juventud que lucía ahora. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso Enzo no envejecía? Descubrió un viejo cuaderno sobre el escritorio y lo abrió con manos temblorosas, temiendo qué más cosas extrañas podría descubrir allí adentro. Lo primero que encontró fue una partida de nacimiento a nombre de un tal Enzo Pedemonte, que databa de 1757 y había sido emitido en la ciudad de Génova. No era posible. ¿Se trataba del mismo Enzo con el que había pasado la noche? No. No podía ser. Habían pasado más de doscientos años. Además, el apellido no coincidía. Quizá se tratara de algún familiar. Puede que Enzo tan solo estuviera elaborando un árbol genealógico de su familia. Pero entonces, ¿qué eran aquellas fotografías? Posiblemente también se tratara de algún familiar con el que tenía un parecido asombroso, se dijo, intentando racionalizar la situación. Pero si era todo tan normal y fácil de explicar, ¿por qué tenerlo oculto bajo llave? Pasó una página y descubrió un certificado de defunción a nombre del mismo Enzo Pedemonte, que databa de 1787. Tragó saliva al comprobar el lugar de la muerte y sepultura de aquel hombre. Lagarza. ¿De todos los lugares de mundo, por qué aquel hombre había muerto en un recóndito pueblo de España? Pasó una nueva página, a sabiendas que, por mucho que se lo negara a sí misma, Enzo le había estado ocultando un gran secreto, aunque aún no lograra comprender cuál. Encontró más fotografías de distintas épocas y esta vez no pudo negar lo evidente. Enzo era el mismo hombre que aparecía en todas ellas. ¿Acaso Enzo era inmortal? Después encontró multitud de certificados de nacimiento y defunción, con un espacio de tiempo de treinta años cada uno. Todos a nombre de Enzo, pero con distintos apellidos. ¿Significaba eso que Enzo Barese era el mismo Enzo Pedemonte de 1787? Se dejó caer en la silla, tratando de asimilar todo aquello.

—¿Qué haces aquí? —la voz a sus espaldas hizo eco en aquella vieja sala y Julieta dio un respingo. La joven miró a Enzo durante unos largos segundos, sin saber qué decirle.

—¿Quién eres? —logró preguntar con un hilo de voz.

—¿Cuánto has visto?

—Lo suficiente.

Enzo cerró los ojos, maldiciéndose a sí mismo por su descuido. Jamás debería haberse quitado la llave del cuello, pero ahora ya era demasiado tarde para lamentos.

—¿Tu verdadero nombre es Enzo Pedemonte?

—Sí —contestó, sabiendo que negar la verdad tan solo empeoraría las cosas. Ya había pasado por ello con anterioridad.

—¿Cuántos… cuántos años tienes?

—Treinta.

—No te pregunto físicamente.

—Entonces, cronológicamente, supongo que 262 años.

—¿Cómo…? ¿Cómo es posible? ¿Eres inmortal?

—Tan solo soy como tú —contestó.

—No te entiendo.

—Me asesinaron en 1787, Julieta. Y resucité en 1898.

—¿Estuviste 111 años muerto? —preguntó con incredulidad—. ¿Cómo es posible?

—Sé poco más que tú al respecto, aunque he investigado un poco y…

—¿Cómo has podido? —lo cortó, asimilando lo que aquello significaba—. ¡He pasado todos estos meses sintiéndome una apestada, pensando que te daba asco por lo que era! ¡Y resulta que somos lo mismo! ¿Cómo has podido ocultarme la verdad? —exclamó, con lágrimas en los ojos.

—Lo siento, Julieta, pensé que no estarías preparada… —repuso él, poniéndole una mano sobre el brazo—. No es fácil comprenderlo y…

—¡No me toques! —gritó.

—Julieta, por favor, escúchame.

—No quiero escucharte, Enzo. Has tenido meses para contármelo y has esperado a que te descubriera en medio de la noche, entrando en esta sala como una vulgar ladrona. Sabía que ocultabas algo, pero ¿esto?

—Lo siento, no quería hacerte daño.

—Es demasiado tarde para eso. Llévame a casa.

—No. El pueblo es peligroso…

—El asesino está entre rejas, estaré a salvo en la posada. ¿Sabes qué? No importa, iré en autobús.

—No, está bien —accedió abatido—. Te llevaré hasta allí si eso es lo que quieres.