CAPÍTULO 16

19 de febrero de 2019

Julieta esperaba algo nerviosa, dándole demasiadas vueltas a su café. Estaba sentada en una pequeña mesa con sillones acolchados en un rincón de la única cafetería del pueblo. Aunque ya se habían visto algunas veces más, quedar con su hija siempre le provocaba un nudo en el estómago. Temía meter la pata y descubrirse. Raquel no debía enterarse jamás de su verdadera identidad. Si lo hacía, estaba segura de que la joven sentiría repulsión, del mismo modo en que lo había hecho Enzo. Y no quería que Raquel terminaría por alejarse de ella también.

Escuchó la puerta abrirse y levantó la mirada para encontrarse con unos ojos de color avellana muy parecidos a los suyos, que le sonreían desde la entrada. La chica se acercó con paso decidido y se sentó frente a ella.

—Disculpa el retraso —dijo acalorada, quitándose la chaqueta—. No tenía pensado ir a la redacción esta mañana, pero me ha llegado una noticia importante y he tenido que pasar por allí.

—¿Una noticia importante?

—Sí. Resulta que el inspector Barese va a hacer una rueda de prensa esta tarde. Responderá a todas nuestras preguntas sobre el caso —explicó entusiasmada.

Julieta recibió aquella noticia como una bofetada. Así que aquel era el motivo por el que no podía ir a buscarla aquella tarde. Enzo no le había dicho nada sobre una rueda de prensa, tan solo había hablado de un imprevisto. ¿Por qué no le había contado la verdad? ¿Acaso ya no confiaba en ella? ¿Pensaba que era tan estúpida que no iba a enterarse? ¿Quizá creía que no era lo suficientemente fuerte para oír hablar del asesino?

—¿Estás bien? —preguntó Raquel preocupada, al ver el cambio en su rostro.

—Sí. Tan solo estoy cansada esta mañana, no he dormido muy bien. Será mejor que me tome este café —dijo, dando un sorbo para disimular.

—¿Crees que revelará algo nuevo sobre el caso?

—No —contestó con amargura.

—¿Por qué estás tan segura?

—Porque no tiene nada —escupió—. Bueno, o al menos no me lo ha contado —añadió, ya no tan convencida de que no hubiera secretos entre ellos.

—Ya, yo tampoco creo que vaya a ser una gran rueda de prensa —se lamentó Raquel—. Estoy convencida que es una artimaña para mantenernos callados por un tiempo. Ese inspector cree que todos los periodistas somos unos metomentodo. Quizá tenga razón —añadió riendo para quitarle hierro al asunto.

—Debes tener cuidado —le dijo a su hija. Sabía que ahora que se habían visto varias veces, Raquel no se tomaría sus palabras a la defensiva—. Temo que el asesino actúe contra ti, como lo hizo con Annie.

—No creas que no lo he pensado alguna vez —confesó Raquel con una mueca—. Aunque creo que si hubiera querido hacerme daño, ya lo habría hecho…

—¿Por qué dices eso?

—Ha tenido demasiadas oportunidades. Vivo sola y vuelvo a casa de noche. A pesar de eso, nunca se me ha acercado nadie extraño ni he visto cosas raras.

—Supongo que Annie tampoco lo vio venir…

—Quizá sí. He hablado con mi compañera Cecilia.

—¿La otra mujer que trabaja en la redacción?

—Sí. Ella conoció a Annie. La chica vino a hacer un intercambio aquel verano. Tan solo iba a quedarse por unos meses.

—Pobrecilla…

—Cecilia me ha contado que Annie tenía miedo. Se sentía vigilada, aunque nunca pudo ver quién la espiaba. —Julieta se tapó la boca con las manos—. Pocos días después de que se lo explicara a Cecilia, apareció muerta en el bosque.

—Entonces sí que sospechaba algo…

—Sí, aunque me temo que no fue suficiente. No creas que no se me ha pasado por la cabeza un millón de veces que yo pueda correr la misma suerte, no voy a engañarte. Aun así, no puedo dejar mi trabajo. Es mi vida y prometí publicar siempre la verdad, costara lo que costara.

Julieta contuvo la respiración y la miró preocupada. Sabía que nada de lo que dijese haría cambiar a Raquel de opinión. Aunque su hija no lo supiera, en eso se parecía a ella. Cabezota y obstinada.

—Ya tienes mi número de teléfono. Si en algún momento te sientes insegura o ves algo extraño a tu alrededor, por favor, no dudes en llamarme —le dijo. Raquel le dedicó una sonrisa suave.

—Claro, gracias Elena.

* * *

Enzo se aflojó ligeramente el nudo de la corbata. Aquel traje que solía llevar con elegancia y que jamás parecía molestarle, se le antojaba ahora como una prisión que apenas lo dejaba respirar.

—Le saldrá bien, inspector —dijo Mateo, que estaba justo a su lado. Enzo lo miró sorprendido. El joven había sido bastante osado al insinuar que estaba nervioso, pero Enzo, en vez de irritarse como hubiera sido habitual, se sintió algo más calmado.

—Gracias, Mateo —contestó con una sonrisa poniendo una mano sobre el hombro del joven.

—Voy a recoger a Elena. Nos vemos mañana —repuso, dirigiéndose a la puerta. Enzo asintió casi imperceptiblemente y el joven oficial desapareció de la sala, dejándole completamente a solas con sus miedos. No estaba nervioso por salir a la palestra en unos minutos, sino más bien por lo que haría el asesino al verlo. Debía ir con mucho cuidado con lo que decía, no quería provocarle y que matara a otra joven por un descuido.

Tomó aire y abrió la cortina que lo llevaría hasta la mesa rectangular en la que tendría que estar sentado por lo menos durante la próxima hora. Un montón de flashes lo deslumbraron y fue incapaz de ver cuánta gente había en la sala. Cuando consiguió encontrar la silla entre las luces centelleantes que parpadeaban ante sus ojos, los fotógrafos se calmaron y logró vislumbrar el público. Debía de haber unas cien personas. Distinguió logos de emisoras locales, pero también de canales internacionales que habían ido hasta allí para cubrir las últimas noticias sobre aquel caso mediático.

—Buenas tardes —dijo Enzo, aclarándose la garganta—. Como ya sabrán, el cuerpo de policía está trabajando constantemente para encontrar pruebas sobre el culpable de los dos asesinatos ocurridos en Lagarza el pasado mes de enero, que podrían estar relacionados con dos crímenes sin resolver de 1988.

—¿Tienen algún sospechoso? —preguntó una voz demasiado aguda para su gusto.

—No puedo revelar esa información —dijo, cubriéndose las espaldas. En realidad, no tenía ni un miserable nombre. Todos los sospechosos que podría haber encontrado resultaban tener coartada para el momento de los crímenes. Leticia, Lucas, incluso César.

—¿Cree que están cerca de atrapar al asesino? —preguntó ahora una voz de soprano que no supo ni de dónde venía.

—Cada día estamos un poco más cerca, por supuesto —contestó con aplomo fingido.

—¿Y si mientras tanto se produce otro asesinato, inspector? —cuestionó otra voz femenina. Enzo miró horrorizado hacia su dueña, una mujer de ojos color avellana que llevaba el cabello recogido en una coleta alta. Raquel Montes.

—Estamos tomando medidas para evitar que el asesino actúe de nuevo —repuso, fulminándola con la mirada. Por mucho que fuera la hija de Julieta, seguía molestándole que se inmiscuyera en el caso. Lo peor de todo, era que siempre tenía razón. Él también temía una nueva actuación del asesino y se levantaba cada día en mitad de la noche temiendo que su teléfono móvil sonara anunciándole que habían encontrado un nuevo cadáver en el bosque.

Las preguntas se sucedieron una detrás de otra, con similares respuestas evasivas por su parte. Quería calmar un poco a la prensa y a la opinión pública pero, por nada del mundo, quería darle ninguna pista al asesino.

El enorme reloj que coronaba la sala marcó las ocho y Enzo decidió que ya había colaborado suficiente con aquella causa. Se puso en pie e hizo un gesto con la cabeza.

—Esto es todo por hoy. Si surgen novedades, les mantendremos informados —mintió.

Salió de la sala dejando a algún que otro periodista con su pregunta sin formular, pero no le importó. Caminó hasta su coche y se sentó en el asiento del piloto. Se apoyó en el volante y entonces soltó un resoplido. No había sido fácil contener la impaciencia de los periodistas, pero lo había conseguido. Al menos, por el momento. Decidió que no quería volver a su ático vacío. Prefería conducir hasta la posada y encontrarse cerca de Julieta. Hablar sobre los asesinatos siempre le hacía recordar que ella estaba tan muerta y tan viva como él. Y con un escalofrío, no pudo evitar rememorar aquella fotografía de su cadáver cubierto de flores en el bosque. Aquella noche quería tenerla cerca de él.

* * *

Julieta se secó el sudor de la frente y miró el reloj. Ya había terminado su jornada laboral hacía más de media hora, pero se había propuesto terminar todas sus tareas y apenas había tenido tiempo. La odiosa Magda había vuelto a hacer su aparición estelar en el balneario ya que Leticia había decidido tomarse el día libre. La noticia le había caído como un jarro de agua fría y, como había hecho todas las veces que había asumido las funciones de Leticia, la directora la había saturado de trabajo. Sus compañeras también habían salido un poco más tarde, pero a aquellas horas ya se habían marchado todas. Se dirigió a recepción para guardar la fregona en el cuarto de la limpieza, cuando se percató de que la puerta del despacho de la directora estaba abierta. Parecía que había olvidado cerrarla. Recordó aquella extraña conversación que había escuchado hacía ya casi un mes y decidió que debía avanzar un poco en su investigación. Desde aquel día no había visto nada sospechoso en el balneario y empezaba a pensar que aquellos asesinatos quizá se quedaran sin resolver. No podía permitirlo. No podía dejar que el asesino se saliera con la suya como había sucedido en el 88. Miró a ambos lados y se escabulló dentro del despacho de Magda. Estaba convencida de que, si estaban haciendo algo ilegal, allí podría encontrar algo de información. El escritorio de roble macizo que probablemente llevaba allí tanto tiempo como el balneario estaba repleto de papeles desordenados. Julieta los ojeó y concluyó que no había nada interesante. Pedidos, facturas, fichas de trabajo y algún currículum. Nada extraordinario. Abrió los cajones y se sorprendió al comprobar que no estaban cerrados con llave. Aquello le llevó a pensar que no había nada oculto allí y le bastaron unos pocos minutos para confirmarlo. No parecía haber nada fuera de lo normal en aquel lugar. Se volvió, dispuesta a marcharse por donde había venido, cuando el suelo bajo sus pies crujió con un sonido hueco. Frunció el ceño y se agachó para examinar la tabla. Vio que estaba algo desgastada por un lado y no parecía encajar bien con el resto de la madera. Hizo un poco de presión con las uñas y logró levantarla. Abrió la boca sorprendida al encontrarse con montones de cartas y algunos libros que parecían tener siglos. Fue a inspeccionarlos, pero escuchó unos tacones que se avecinaban. Frunció el ceño horrorizada y se apresuró en volver a colocar la tablilla en su lugar de origen. Después se puso en pie y sacó un trapo del bolsillo, intentando fingir que limpiaba.

—¿Qué haces aquí? —Escuchó la voz fría de Magda a sus espaldas y contuvo la respiración.

—Estaba quitando el polvo —mintió.

—No vuelvas a entrar aquí sin mi permiso —espetó. Los ojos de Magda la traicionaron y se dirigieron hasta el viejo tablón de madera. Fue entonces cuando Julieta estuvo segura de que allí escondía algún secreto. Un secreto que algo tenía que ver con aquella acalorada conversación telefónica.

—Lo siento —dijo Julieta, bajando la cabeza en un fingido gesto de sumisión justo antes de marcharse.

Julieta se refugió en el vestuario y se dio una ducha caliente, intentando limpiarse el sentimiento desagradable que le provocaba tratar con aquella mujer. Se secó el cabello rápidamente y se colocó un buen jersey. Justo cuando se puso el abrigo para salir por la puerta de servicio que comunicaba el vestuario con la salida, vio un termo con té caliente sobre una de las repisas. Sonrió. No le iría nada mal para terminar de entrar en calor y relajarse después de aquel día tan estresante. Tomó uno de los vasos de cartón de la mesilla y se sirvió una taza. Lo olisqueó con satisfacción y después se lo bebió de un trago, sintiendo el líquido caliente bajando por su garganta. No debía hacer esperar a Mateo, aquel oficial del que Enzo le había hablado estaría harto de esperarla.

* * *

Mateo miró el reloj en el salpicadero y resopló. Las nueve y media. Se suponía que aquella chica terminaba su jornada a las nueve. ¿Qué demonios estaba haciendo tanto tiempo? Empezaba a plantearse la posibilidad de entrar en el balneario a preguntar. Quizá le había pasado algo. Se le pusieron los pelos de punta tan solo de pensar que algo malo hubiera podido sucederle a la chica bajo su tutela. Enzo lo despediría o algo peor.

Escuchó unos pasos acercarse y suspiró aliviado al ver una silueta enfundada en un abrigo oscuro acercarse hacia él. Por fin. Quitó el seguro del coche y esperó pacientemente a que la chica llegara. Frunció el ceño al percatarse de que la silueta era demasiado ancha para ser la de una mujer. Era un hombre. El individuo abrió la puerta del copiloto bruscamente y Mateo se llevó la mano al arma reglamentaria, dispuesto a usarla si era necesario.

—¿Quién es us…? —las palabras se atragantaron en su garganta al sentir el filo cortante de un cuchillo clavándose en ella. Intentó gritar, pero tan solo asomó a sus labios un feo gorgoteo. Miró horrorizado a los ojos de su asesino y supo que aquello sería lo último que vería. Dedicó un último pensamiento a aquella pobre chica. Probablemente el asesino había ido hasta el balneario a por Julieta. Y ahora que él no podía protegerla, la encontraría.

* * *

El frío seguía siendo cortante. Sin embargo, lo notó de un modo anormal, entre brumas. Se sentía ligeramente mareada y tuvo que detenerse a medio camino al ver que todo a su alrededor daba vueltas. ¿Qué le estaba pasando? Logró vislumbrar un coche de color verde oscuro a poca distancia de donde se encontraba. Aquel debía de ser el tal Mateo. Llegó a duras penas hasta el vehículo y se apoyó en la puerta. Movió la maneta para abrirla con dificultades y le dirigió una mirada al conductor, dispuesta a presentarse. Sin embargo, lo que vio la dejó muda. Un joven que no debía alcanzar los veinticinco años descansaba inerte en el asiento del conductor, con la mirada vacía y un abundante reguero de sangre que manaba de su cuello. Julieta se metió en el coche dispuesta a ayudarle. Puso sus dedos sobre la muñeca y comprobó horrorizada que su corazón no latía. Estaba muerto. Salió de allí rápidamente. Buscó su teléfono móvil en el bolso para llamar a Enzo y apenas logró apretar las teclas con las manos temblorosas. Escuchó los tonos con impaciencia, hasta que escuchó la voz segura del inspector al otro lado.

—¿Julieta? ¿Qué pasa? —preguntó extrañado por la llamada—. Estoy llegando al pueblo.

—Él… —balbuceó palabras prácticamente ininteligibles—. Está muerto.

—¿Muerto? —inquirió alarmado—. ¿Quién?

—Mateo.

Julieta no tuvo tiempo de escuchar la respuesta. Un crujido de ramas a sus espaldas la obligó a volverse. Vio la figura de un hombre enfundado en un abrigo oscuro al que no pudo verle el rostro. Vio un cuchillo manchado de sangre refulgir en su mano derecha y entonces supo que era él. El asesino la había encontrado. No se quedó quieta a esperar. Corrió con todas sus fuerzas. Vio el bosque frente a ella y pensó en enredarse entre los árboles para despistarle, pero concluyó que no era una buena idea. Al fin y al cabo, eso era lo que todas habían hecho. Y todas habían terminado muertas. Ella incluida. Así que decidió tomar una opción algo más arriesgada. Correría por la carretera, con la esperanza de encontrarse con alguien que la ayudara. Sentía los pasos del hombre tras ella, corría algo más pesadamente de lo que esperaba, pero aun así iba recortando la distancia poco a poco. Julieta apenas lograba ver el camino asfaltado, seguía mareada, como si de repente el sueño se estuviera apoderando de ella. Los ojos le dolían del frío cortante, de las lágrimas contenidas, de miedo a no volver a ver nunca más a Enzo. ¿Por qué pensaba en él ahora que estaba a punto de morir de nuevo a manos del mismo asesino?

Perdió la cuenta del tiempo que pasó corriendo. Le pareció una vida entera. Aquella carretera se le antojaba infinita e iba perdiendo resuello. No podría mantener aquel ritmo durante mucho tiempo más.

—No corras, Elena. Es inevitable —lo oyó decir.

Aquellas palabras fueron como gasolina para sus pies y volvió a apretar el paso. La había llamado Elena, eso significaba que no la había reconocido. Eso, o que el asesino no era el mismo.

Vio las luces del pueblo en la lejanía y supo que tenía una oportunidad. Si lograba alcanzar las calles de Lagarza sana y salva, aquel hombre no podría hacerle daño. No en medio del pueblo y con tantos testigos. El asesino pareció llegar a la misma conclusión, porque corrió más deprisa tras ella.

—No lo lograrás —gruñó. Julieta sintió sus manos rozando su espalda y soltó un grito espantada. Justo en aquel momento, unas luces los deslumbraron y un coche apareció a toda velocidad desde el final de la carretera. Julieta ya no era capaz de ver más allá de la luz. Sintió que la carrocería rozaba sus piernas, deteniéndose justo a tiempo para no atropellarla. Escuchó la puerta del conductor y unos pasos acelerados corriendo hacia ella. Después, se sintió envuelta en unos brazos cálidos.

—Julieta. Menos mal que estás bien —reconoció la voz ronca de Enzo y se sintió a salvo. El teléfono móvil al que se había aferrado como si fuera su vida se escurrió entre sus dedos y por fin se rindió a aquel sueño contra el que llevaba luchando desde que había salido del trabajo, exhausta—. Mierda, ¡Julieta! —gritó el inspector, sosteniéndola por la cintura e intentando que la joven despertara con pequeños golpes en sus mejillas. Sin embargo, estaba completamente inconsciente. Enzo miró hacia los árboles, que se movieron con un rumor extraño. Había alguien ahí. Tenía que ser él. El asesino. Puso la mano sobre su arma, dispuesto a salir tras él y terminar de una vez por todas con aquel desgraciado, pero lo pensó mejor. No podía dejar sola a Julieta en aquel estado. Estaba claro que la habían drogado. Se mordió el labio y dirigió una última mirada de frustración hacia la espesura, sabiendo que el asesino había vuelto a escapar. Tumbó a Julieta en el asiento trasero de su coche y salió de allí a toda prisa. No sabía si el asesino iba armado y no podía arriesgarse a que volviera a por ella.

Mientras mantenía el acelerador pulsado, descolgó la radio policial e hizo una llamada.

—Aquí agente 911. Tenemos una emergencia en el Balneario Fontaine. Necesitamos refuerzos y dos ambulancias.

Enzo se concentró en la carretera, intentando respirar. ¿Lo había entendido bien? ¿Era cierto lo que Julieta le había dicho? ¿Mateo estaba muerto? No. No podía ser. Tenía que ser un malentendido. Cuando llegó al parking del balneario, reinaba un silencio sepulcral. Miró a Julieta, que descansaba en el asiento trasero y salió del coche. Lo cerró con llave, para asegurarse de que la chica estaba a salvo. Reconoció el coche verde del joven oficial a un par de metros y se acercó con paso pesado. Cuando llegó a su lado, vio el rostro juvenil de Mateo salpicado de sangre. Sus ojos alegres estaban opacos y no miraban a ninguna parte. Enzo cayó de rodillas, derrotado. Soltó un grito desgarrador y, por primera vez en mucho tiempo, sintió las lágrimas saladas mojando sus mejillas. Aquel pobre chico estaba muerto por su culpa. Era él quien debía ir a buscar a Julieta, era él quien debía estar muerto.

Se quedó allí durante horas, velando el cuerpo sin vida de su protegido, echándose en cara sus propias decisiones y preguntándose qué habría sucedido si no hubiera hecho aquella maldita rueda de prensa. No sentía el frío ni el viento. Tan solo un profundo vacío en su interior.

No supo cuanto tiempo había pasado cuando distinguió las luces azules y rojas de sus compañeros acercándose en la lejanía, seguidas por un par de ambulancias. Cuando llegaron hasta ellos, Enzo se sorprendió al reconocer a la directora de la comisaría. Su rostro estaba compungido y miró al inspector con cierto grado de piedad. Se acercó hasta él y lo ayudó a levantarse. Enzo había dejado de llorar hacía rato, pero sus ojos rojos lo delataban.

—Lo siento mucho, Barese —dijo, dando una rápida mirada hacia el interior del vehículo. Un par de médicos se acercaron hasta el cuerpo de Mateo, tan solo para poder certificar su muerte. No había nada que pudieran hacer por él, la herida había sido letal.

—Tendría que haber sido yo, no él —musitó.

—Si hubieras sido tú, probablemente el asesino no se hubiera acercado.

—Supongo que ya no lo sabremos.

—¿Y la chica? Estaba aquí para protegerla, ¿no? ¿El asesino ha…? —dejó la frase inacabada, sin saber muy bien si el inspector estaba en un estado lo suficientemente lúcido para hablar sobre ello.

—Elena está bien. Duerme en el asiento trasero de mi coche. Creo que la han drogado —explicó.

Los médicos asintieron y Enzo abrió el coche para que pudieran atenderla. Julieta no se percató de nada, seguía completamente inconsciente. La cubrieron con una manta para que no perdiera el calor y antes de que Enzo pudiera impedirlo, le sacaron una pequeña muestra de sangre. El inspector apretó los labios, sabiendo que tendría que lidiar con aquel problema más adelante, cuando le mostraran los resultados. Sabía que la analítica de Julieta no sería exactamente como la de una persona normal.

—¿Cuándo viene el forense? —logró preguntar Enzo, intentando sacar su lado analítico para olvidarse de toda aquella tragedia.

—No tienes que ocuparte de eso hoy. Vete a casa y llévate a la chica del pueblo. Hablaremos en un par de días. Tómatelo como un descanso.