CAPÍTULO 2
Julieta abrió los ojos con los primeros rayos de luz. Miró a su alrededor, confundida. No recordaba exactamente cómo había llegado hasta allí. Había vagado durante horas por las afueras del bosque y por la carretera, ocultándose de las numerosas patrullas policiales que se habían distribuido por la zona. Finalmente, sus pasos la habían llevado hasta un pequeño cementerio que colindaba con el bosque. Había encontrado la verja cerrada. Se había quedado inmóvil frente a la puerta durante un buen rato, tratando de encontrar el modo de acceder. Necesitaba encontrar algún lugar donde refugiarse del frío de la noche. Estaba completamente helada. Entonces había reparado en una de las macetas que adornaban la entrada. No supo cómo, pero en ese instante tuvo la certeza de que bajo la planta se ocultaba una llave. Cuando tuvo el objeto metálico entre los dedos, no pudo salir de su asombro. ¿Cómo lo había sabido? ¿Conocía aquel lugar? Decidió entrar en el camposanto sin darle más vueltas. Caminó entre las tumbas cubriéndose el cuerpo con los brazos, intentando conservar el poco calor que le quedaba. Al fondo del todo, encontró los panteones de las familias más adineradas del pueblo. Muchos estaban cerrados con llave, pero después de buscar durante un rato, encontró uno con aspecto algo más descuidado que el resto. La puerta estaba abierta. Aunque se le erizaron los cabellos de la nuca tan solo de pensar en pasar la noche allí, sabía que no tenía otro remedio. Llevaba horas a merced del frío del invierno con un simple vestido y no aguantaría mucho más tiempo fuera. Entró en aquel lugar tenebroso y cerró la puerta tras ella. Se hizo un ovillo en un rincón y cerró los ojos, intentando que el cuerpo sin vida de la joven que había descubierto aquella noche no acudiera a su mente. Finalmente, el sueño se había apoderado de ella.
Cuando amaneció, Julieta se levantó y estiró sus brazos entumecidos. Todavía temblaba de frío. No tenía ni la más remota idea de lo que iba a hacer a continuación. No recordaba quién era, ni por qué alguien la había enterrado en el bosque. Tampoco sabía por qué parecía conocer el cementerio. Tan solo estaba segura de su nombre. Pensó en ir al pueblo y empezar a hacer preguntas, pero temía que la persona que había querido deshacerse de ella la reconociera y volviera a intentarlo.
Entonces, recordó haber escuchado al inspector hablar sobre un balneario. Quizá pudiera encontrar un trabajo allí. Inventaría otra identidad para que nadie supiera que ella era la misteriosa Julieta que había llamado a la policía la noche del asesinato de Lorena Ibáñez.
* * *
Enzo miró fijamente a los padres de Lorena, que se encontraban sentados en el pequeño sofá del salón de su casa. Estaban el uno junto al otro, muy cerca, como si ese fuera el único modo en el que pudieran afrontar aquel momento. No sabía decir cuál de los dos se encontraba más desolado por la pérdida de su hija e, incluso él, sintió lástima por aquella pareja que lo había perdido todo la noche de fin de año. Se aclaró la garganta antes de hablar.
—Siento mucho su pérdida —dijo. Los padres no dijeron nada, se limitaron a asentir levemente con la cabeza—. Sé que es un momento muy difícil para ustedes y me gustaría dejarles tranquilos lo más pronto posible, pero antes necesito que me aclaren algunas cosas para poder encontrar al culpable.
—Lo que sea con tal de atrapar a ese… monstruo —dijo el padre con la voz entrecortada. La madre los miró con gesto de horror, como si hablar del asesino hiciera todavía más doloroso aquel suceso.
—Verán, necesito saber si Lorena tenía enemigos en el pueblo, alguien que quisiera hacerle daño.
La mujer gimoteó.
—Nuestra hija es… era querida por todos —dijo el padre con la mayor entereza de la que fue capaz—. No puedo imaginar a nadie que quisiera… que quisiera hacer algo así.
—¿Saben si salía con alguien?
—¿Se refiere a su novio? —preguntó entonces la mujer, arrugando el entrecejo.
—Sí.
—Oh, Dios mío. ¿Cree que fue él? —preguntó tapándose la boca horrorizada ante aquella idea.
—No he dicho eso, señora —aclaró rápidamente Enzo—, pero no podemos descartar ninguna hipótesis. ¿Me puede decir el nombre del chico?
—Lucas Vázquez —contestó—. Vive a unas cuantas casas de aquí.
—¿Sabe usted si ayer quedó con él para celebrar la noche de fin de año? —preguntó el inspector.
—No lo sé, supongo que sí. Llevaban poco tiempo juntos, pero solían quedar casi cada día —explicó.
—Lorena trabajaba en el balneario del pueblo, ¿no es cierto? —cuestionó después de anotar aquellos nuevos datos en un pequeño cuaderno que había sacado del bolsillo interior de su abrigo. Ambos asintieron—. ¿Saben si tenía problemas con algún compañero o compañera?
—No, Lorena era muy buena chica, no solía dar problemas —aclaró de nuevo el padre—. Tenía buenas amigas allí.
—¿Me puede decir el nombre de alguna de ellas?
—Sí. Con la que más solía ir se llama Beatriz Montes.
—¿Detectaron algún comportamiento extraño en su hija en las últimas semanas?
Los padres se miraron unos instantes antes de contestar.
—Si se refiere a compañías raras o trasnochar más de la cuenta, no, pero sí es cierto que trabajaba muchas horas en el balneario últimamente.
—¿Saben si le habían aumentado las horas de jornada laboral?
—Supongo que sí —aclaró la madre—. Tampoco nos dijo mucho al respecto.
—De acuerdo, con esta información podré empezar a investigar. Les mantendré informados si surgen nuevas pistas. Si recuerdan cualquier cosa que nos pueda ser de utilidad, por favor no duden en llamarme —añadió, tendiéndoles una tarjeta con sus datos.
* * *
Julieta observó a la dueña de la tienda desde el escaparate de la calle. La vio distraída con unas cajas cerca de la trastienda y pensó que sería un buen momento para entrar. Accedió sigilosamente al local, procurando que la puerta no hiciera ruido. Caminó de puntillas por el primer pasillo y llegó hasta la zona de cuidado del cabello. Cogió un champú, unas tijeras y un tinte de color oscuro y lo escondió todo como pudo bajo su vestido raído. Respiró hondo, tratando de mantener la calma. No sabía si era la primera vez que robaba, pero la sentía como tal. No le gustaba en absoluto aquella sensación, pero no había tenido otro remedio. No tenía dinero, ropa ni ningún sitio adonde ir. Miró hacia la tendera por una rendija y vio que seguía ocupada con las cajas. Entonces, Julieta se acercó hasta la caja registradora. La activó rápidamente y cerró los ojos horrorizada cuando escuchó el tintineo que hizo al abrirse. No se atrevió ni a mirar hacia la tendera.
—Eh, ¿qué haces? —escuchó que le gritaba. Julieta cogió un buen fajo de billetes y salió corriendo de allí. Oyó los gritos de la mujer a sus espaldas, pero no se detuvo a escucharla y se perdió en la calle. Vio como algunos transeúntes la observaban todavía sin comprender la escena y tan solo fue capaz de correr más deprisa, profundamente avergonzada por lo que se había visto obligada a hacer. Se coló por un callejón entre un par de edificios estrechos y cuando estuvo segura de que nadie la seguía, se detuvo para recuperar el aliento. Se apoyó contra la pared y miró hacia el cielo, despejado de nubes. Después, dirigió la mirada hacia el fajo de billetes al que aún se aferraba. Frunció el ceño al no reconocer los billetes. No eran pesetas. ¿Qué diablos estaba pasando? ¿Por qué se pagaba con otra moneda? Tragó saliva, aún más desconcertada. Decidió que debía empezar a encauzar su vida y dejar de esconderse por miedo a que alguien la reconociera, así que optó por buscar un lugar digno en el que descansar, darse una ducha y pensar en lo que haría a continuación.
Dejó pasar un tiempo prudencial y, cuando creyó que era seguro, salió de nuevo a la calle. Se apresuró en andar hasta el final de la avenida principal y se topó con una tienda de ropa. Miró aquel extraño fajo de billetes y deseó que hubiera suficiente para comprarse algo de abrigo. Estaba helada. Entró y la dependienta la miró con una mezcla de curiosidad y disgusto. Julieta era consciente de su aspecto, llena de barro y con un vestido de verano prácticamente hecho a jirones.
—Lo siento, he tenido un accidente —se disculpó, bajando la mirada. Como si hubiera pronunciado las palabras mágicas, aquella mujer la miró con lástima y se acercó rápidamente hasta ella.
—Oh, ¿estás herida? —se apresuró en preguntar.
—No, creo que no —respondió.
—Necesitas algo de ropa, muchacha —murmuró, observando la escasa ropa que la protegía del frío de aquel mes de enero—. Toma, llévate esto y ve a casa a darte una buena ducha. ¿Necesitas que llame a la policía? —le dijo, tendiéndole un pantalón, un jersey y un buen abrigo largo.
—¡No! —dijo, tratando de ocultar el histerismo en su tono de voz—. No se preocupe, iré a casa, estaré bien. Vivo cerca.
—No te había visto nunca por aquí —contestó la mujer, entornando los ojos.
—Soy nueva en el pueblo —contestó intentando dedicarle una sonrisa.
—Está bien, si necesitas cualquier cosa me lo dices.
—Gracias. ¿Cuánto es?
—¿Por la ropa? No te preocupes, ya me lo darás otro día —contestó amablemente.
Julieta la miró con un agradecimiento infinito y se colocó el abrigo con un escalofrío.
—Muchas gracias.
Salió de nuevo a la calle y caminó algo desorientada por las calles de aquel pueblo. Vio una posada en la lejanía y decidió acercarse hasta allí. Con el dinero que había conseguido, quizá pudiera pagarse una habitación.
Llegó al hostal sintiéndose un poco más tranquila, abrigada con aquella larga chaqueta y los billetes en el bolsillo. Aún así, cuando entró, el posadero la miró de arriba abajo, detectando el barro en su piel y el cabello sucio.
—¿En qué… puedo ayudarla? —preguntó, probablemente debatiéndose internamente sobre si debía o no echarla de su negocio.
—Disculpe, no soy de aquí y he tenido un accidente —explicó, usando la misma excusa que tan bien había funcionado con la mujer de la tienda de ropa. La expresión del hombre cambio al momento.
—¿Está bien, señorita? ¿Necesita un médico?
—No, no, estoy bien. Solo necesitaría una habitación para pasar la noche —explicó, sacando unos cuantos billetes del bolsillo y tendiéndoselos al posadero.
—Con 40€ es suficiente —dijo el hombre, escondiendo una sonrisa condescendiente y devolviéndole a la chica el resto de billetes que le había dado. Poco después le entregó una llave—. Es la habitación número 17. Suba las escaleras y la primera que encuentre a mano derecha.
—Muchas gracias.
Julieta entró en la habitación y cerró los ojos aliviada al notar que la calefacción estaba puesta a una temperatura bastante elevada. Así podría entrar en calor. Se quitó el abrigo y dejó la ropa limpia sobre la cama. Sacó el tinte, las tijeras y el champú de su escondite y se deshizo de aquel vestido viejo para tirarlo inmediatamente a la papelera. Accedió al pequeño baño que se encontraba dentro de la misma habitación y recibió el agua caliente de la ducha como una bendición. Se lavó el cabello y la piel a conciencia, para eliminar cualquier resto de barro o tierra. Cuando terminó, se cubrió con una toalla y se miró al espejo, como si se viera por primera vez. Le devolvía la mirada una chica joven, de apenas veinticinco años, con unos grandes ojos de color miel, que destacaban sobre los finos rasgos de su rostro. El cabello de color castaño le caía suavemente por la espalda hasta la cintura con unas suaves ondas. Tragó saliva antes de tomar las tijeras que descansaban sobre el mueble del lavamanos. Se recogió el cabello en una cola y lo cortó con un movimiento rápido y certero. Observó con cierta lástima los restos de su larga cabellera. Se alegró de ver que la melena corta le daba un aspecto notablemente distinto, apenas parecía la misma chica. Decidió darse un semblante aún más diferente para no correr riesgos y se cortó el flequillo para enmarcar su rostro. Después, se aplicó el tinte oscuro que había robado de la tienda. Cuando terminó, se dedicó una sonrisa de triunfo. Ni ella misma se hubiera reconocido. El color negro de su cabello contrastaba con el avellana de sus ojos, dándole un aspecto sofisticado que no había tenido antes. Se dirigió de nuevo a la habitación y se colocó el jersey y el pantalón que aquella mujer le había regalado. Se asombró al comprobar que había acertado con la talla. Se tumbó en la cama y suspiró aliviada de verse al menos con el aspecto de una persona normal. Clavó los ojos en el techo mientras pensaba en sus siguientes pasos. Lo primero que debía hacer era pensar en un nombre. No podía seguir usando el suyo, la persona que la había atacado podría encontrarla. Tampoco quería arriesgarse a que la policía se acercara a ella haciendo preguntas. No sabría qué responder. Tampoco estaba segura de hasta qué punto estaba implicada en el asesinato de aquella chica, Lorena. ¿Era casualidad que la hubieran enterrado tan cerca del cadáver de la chica? ¿Y si tenía algo que ver? ¿Y si el asesino era el mismo que la había enterrado a ella en medio del bosque? ¿También la había intentado matar? ¿Y si decidía terminar lo que había empezado?
Se incorporó nerviosamente ante aquellos pensamientos. Ya lo había decidido, se haría llamar Elena Guzmán y aquella misma tarde iría al balneario a buscar empleo. Lorena había trabajado allí, quizá acercándose al entorno de la chica asesinada lograra averiguar algo sobre el crimen o sobre su propia identidad sin que el asesino la reconocería gracias a su cambio de look. Además, trabajando allí ganaría algo de dinero, que falta le hacía. No quería volver a robar jamás.
* * *
A Julieta no le costó demasiado encontrar el balneario. Un autobús que recorría todo el pueblo y que paraba frente a la posada en la que se estaba alojando la había llevado directamente hasta allí sin dificultad.
Cuando bajó del vehículo, miró hacia la derecha y descubrió el cementerio en el que había pasado la primera noche que recordaba. Sintió un escalofrío al pensar en ello. Decidió adentrarse por el camino de la izquierda, el más alejado del camposanto, y recorrió un floreado camino que la llevó hasta una majestuosa entrada. Balneario Fontaine. La recibieron unos preciosos jardines perfectamente cuidados con una enorme fuente en el centro. Avanzó hacia la puerta principal analizando cada detalle de aquel lugar que, de algún modo, le resultaba familiar. Aunque no podía recordarlo, estaba segura de que no era la primera vez que estaba allí. Se detuvo ante el edificio principal y observó con admiración aquella majestuosa construcción del siglo XIX tallada en piedra blanca y con bonitas columnas corintias y adornados capiteles. Subió las escaleras y pronto accedió a la recepción, en la que un par de chicas de su edad estaban atendiendo a unos clientes. Aunque las muchachas trataban de dedicarles sus mejores sonrisas, saltaba a la vista que estaban preocupadas. Probablemente la noticia de la muerte de una de sus compañeras ya había llegado a sus oídos. Julieta esperó pacientemente su turno, hasta que una de la jóvenes le hizo un gesto para que se acercara.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla?
—Verá, venía a ofrecerme para trabajar aquí, ¿podría hablar con la encargada, por favor?
La recepcionista miró a su compañera con gesto de duda, pero la otra asintió.
—Sí, claro, espera aquí un segundo.
La joven se metió en el interior de los despachos que se encontraban tras el mostrador y volvió al cabo de unos pocos minutos con una mujer de alrededor de cuarenta años de aspecto severo, que llevaba el cabello anudado en un moño a la altura de la nuca.
—Buenas tardes, soy Leticia Vega. Me comentaba Noelia que estás interesada en trabajar aquí.
—Sí, señora —respondió formalmente.
—¿Cómo te llamas?
—Elena Guzmán.
—¿Tienes experiencia? —preguntó directamente. Julieta tragó saliva, sin saber qué contestar.
—No, pero aprendo rápido y tengo muchas ganas de trabajar —contestó al fin, prefiriendo ser sincera que levantar cualquier sospecha con una mentira.
Leticia arqueó una ceja con cierto gesto de desaprobación.
—No es un trabajo encantador —dijo con la intención de ponerla un poco a prueba—. Hay clientes desagradables y a veces te tocará limpiar las instalaciones.
—No es problema, puedo hacerlo, señora.
Leticia la miró con los labios fruncidos, estudiando a aquella joven decidida que no parecía temerle al trabajo. Le hubiera gustado tener tiempo para hacerle más preguntas, pero estaban desbordados. Ya iban cortos de personal y, aunque la desgracia que le había sucedido a Lorena la apenaba profundamente, si lo miraba desde un punto de vista pragmático, su muerte no había hecho más que empeorar la situación. Lorena había sido una de las chicas más eficientes del balneario y con su muerte el mundo no solo había perdido a una gran persona, sino también a una buena trabajadora.
—¿Podrías empezar mañana? —preguntó la mujer al fin. Julieta le dedicó una enorme sonrisa.
—Por supuesto.
En aquel momento, Julieta escuchó el susurro nervioso de quienes se encontraban en la recepción y se volvió para ver lo que estaba pasando. Acababan de entrar por la puerta un par de policías junto al inspector que había visto la noche anterior en la escena del crimen. Se le heló la sangre cuando los ojos de aquel hombre se posaron sobre los suyos en lo que le pareció un momento eterno. Si de lejos le había parecido atractivo, de cerca imponía aún más respeto. Era muy alto y su porte elegante parecía desafiar a todo quien se atreviera a dirigirse a él. Tragó saliva cuando aquellos ojos verdes la atravesaron como si pudiera saber todo lo que estaba pensando. Cuando creyó que no podría volver a respirar, el inspector desvió la mirada hacia Leticia.
—Buenas tardes —saludó—. ¿Es usted Leticia Vega?
—Sí, yo misma —respondió la mujer, sin achantarse.
—Necesitaría hablar con usted unos minutos sobre Lorena Ibáñez.
La mujer asintió levemente con la cabeza y miró a Julieta.
—Nos vemos mañana aquí a las siete de la mañana —le dijo. El inspector volvió a mirarla, pero no dijo nada.
—Hasta mañana, señora —dijo Julieta, bajando la mirada ante el escrutinio del inspector. Dio media vuelta y se marchó del balneario, intentando no echar a correr.
* * *
Enzo siguió mirando desde la lejanía a aquella joven que había salido del balneario prácticamente a la carrera. Le había parecido detectar inquietud en aquellos grandes ojos avellana, como si estuviera ocultando algo.
—¿Quién es esa chica? —le preguntó a Leticia.
—Oh, ¿Elena? Es nueva, empieza a trabajar aquí mañana.
—¿Entonces es la primera vez que la ve por aquí?
—Sí. ¿Por qué pregunta por ella? —cuestionó Leticia, sin comprender qué veía de interesante el inspector en una muchacha que ni siquiera trabajaba allí todavía cuando Lorena había muerto.
—No, por nada. En fin, vayamos a un lugar un poco más tranquilo —dijo Enzo, sintiéndose observado por clientes y trabajadores.
—Sí, claro. Sígame —dijo Leticia, guiándole hasta su despacho tras el mostrador. Cerró la puerta y bajó la persiana para que ningún curioso pudiera escucharles.
—Le agradezco su discreción —dijo Enzo.
—También le agradecería la suya en un futuro —espetó Leticia. Enzo arqueó las cejas, sorprendido—. Se imaginará que un par de coches patrulla en la puerta del balneario no es un bonito aliciente para nuestros clientes. Ya tenemos suficiente con los periodistas que vienen a curiosear sobre la pobre Lorena.
—Tiene razón. Seré más discreto la próxima vez —apuntó, queriéndose llevar bien con aquella mujer. Parecía tener un fuerte carácter y necesitaba tenerla de su parte para conseguir la máxima información posible.
—Siéntese —le invitó Leticia. El inspector se sentó en uno de los sillones y la mujer se aposentó en su silla habitual tras la mesa.
—¿Cuánto hacía que Lorena trabajaba aquí?
—Hace ya cinco años. Empezó muy jovencita, cuando apenas tenía dieciocho años.
—Entonces, todos aquí la conocían.
—Oh, sí, era una de las veteranas.
—¿Tenía problemas con algún compañero?
—No, era un encanto y se llevaba bien con todo el mundo.
—Ya veo —repuso Enzo, llevándose la mano a la barbilla—. Verá, los padres de Lorena me comentaron que últimamente hacía muchas horas extra y que pasaba más tiempo del habitual aquí.
—¿Disculpe? —preguntó extrañada Leticia, inclinándose hacia delante.
—¿No es cierto? —preguntó Enzo, arrugando las cejas.
—Tenemos picos de trabajo en algunos momentos del año y es cierto que alguna vez Lorena había hecho horas extra, pero de eso hace meses. Últimamente hacía su jornada habitual de 40 horas semanales.
Enzo la miró fijamente unos segundos, tratando de detectar si mentía, pero Leticia le pareció sincera. Ahí lo tenía. Un primer hilo del que empezar a tirar.
—¿Me podría dar su horario de los últimos dos meses por favor?
—Por supuesto —contestó Leticia, buscando lo que le pedía en el ordenador. Apenas unos minutos después, el inspector tenía la tabla de horarios impresa en sus manos.
—Muchas gracias por la información. Me gustaría hablar con Beatriz Montes, tengo entendido que era una buena amiga de Lorena.
—Sí, se llevaban muy bien —comentó Leticia—, pero me temo que Beatriz no vendrá hasta mañana.
—Está bien, volveré mañana entonces —dijo Enzo, levantándose de la silla. Leticia se puso en pie para acompañarle—. No se preocupe, sé dónde está la salida.
* * *
Lucas Vázquez era un joven delgaducho que debía tener la misma edad que Lorena. Parecía devastado por la pérdida de su novia, pero Enzo no se ablandó. Sabía que, por desgracia, muchos de los asesinatos de aquel tipo solían ser el fruto podrido de una pareja celosa.
—Buenas tardes, Lucas.
El chico le hizo un gesto con la cabeza y lo miró con unos asustados ojos rojos. Sus padres se encontraban en el salón, mirando a su hijo y al inspector con preocupación.
—¿Saben ya quién lo ha hecho? —preguntó el chico con la voz entrecortada, ahogando un llanto.
—No. Por eso estoy aquí, para que me ayudes a encontrar al culpable.
—No sé quién pudo hacerle algo… algo así a Lorena —repuso, hipando.
—¿Qué estuviste haciendo anoche entre las once y las doce?
—¡No creerá que nuestro hijo…! —espetó la madre, horrorizada.
—No nos pongamos nerviosos, señora. Lucas, ¿puedes responderme?
—Estuve celebrando el fin de año.
—¿Aquí?
—Sí, con mis padres y mis tíos —musitó.
—¿Puedes demostrarlo?
—¿Cómo se atreve? —gruñó el padre.
Lucas lo miró espantado y sacó el teléfono móvil. Le mostró una fotografía de la noche anterior al inspector, en la que se le veía con las uvas en la mano. Enzo se ajustó las gafas y miró la hora que aparecía en el televisor, al fondo de la instantánea. Eran las 23:57 cuando habían tomado la fotografía. Lucas estaba diciendo la verdad.
—Muy bien, necesito que me envíes la fotografía a este correo electrónico, por favor —le dijo, tendiéndole una tarjeta en la que aparecían todos sus datos—. ¿Anoche quedaste con Lorena para salir después de tomarte las uvas?
El chico miró a sus padres, inseguro. Enzo supo que temía contarle la verdad.
—Sí —acabó diciendo con un hilo de voz—, pero nunca llegó.
—¿Dónde habíais quedado?
—Aquí, se suponía que debía venir a tomar las uvas con nosotros.
—¿Y no te extrañó que no se presentara?
—Sí, aunque últimamente pasaba mucho tiempo en el balneario. Simplemente pensé que se habría quedado allí otra vez haciendo horas extra.
—¿Cuánto tiempo llevaba trabajando tanto? —preguntó Enzo, con la mosca detrás de la oreja. Tanto Lucas como los padres de Lorena le habían dicho lo mismo. Sin embargo, Leticia lo había negado.
—No lo sé, un par de meses —contestó.
—¿Sospechas de alguien que quisiera hacerle daño a Lorena? —preguntó el inspector.
—No, Lorena es… —se detuvo un doloroso instante— era una gran persona.
—Está bien. Es tarde, les dejo que descansen. Si recuerdas cualquier cosa, llámame.
Enzo salió de aquella casa sabiendo a ciencia cierta que el novio de Lorena no había tenido nada que ver con su asesinato. A parte de una cuartada muy bien fundamentada, no podía imaginarse a un chico enclenque como aquel arrastrando un cadáver y decorándolo con flores a sangre fría.
* * *
Enzo miró la hora en el reloj de su lujoso coche y comprobó sorprendido que ya eran prácticamente las diez de la noche. Estaba cansado y volver a casa a esas horas le pareció absurdo si a la mañana siguiente debía volver a investigar en el balneario, así que buscó una posada cercana y se alegró de ver que en la calle principal se encontraba un pequeño hostal. Dejó el coche en el parking y se dirigió a la recepción, en la que un hombre de unos sesenta años, delgado y enjuto, le atendió amablemente.
—Buenas noches, señor. ¿Necesita una habitación?
—Sí, por favor —dijo, poniendo un billete sobre el mostrador.
El hombre se giró y pronto le tendió la llave de una habitación. La número 15.
—Que pase buena noche.
—Gracias.
Enzo escuchó que alguien bajaba por las escaleras y automáticamente se dirigió al lugar del ruido, sin esperar encontrar nada interesante. Se sorprendió al toparse con una cara conocida. Aquellos ojos de color miel lo miraron espantados. Era la chica que había visto en el balneario. Elena Guzmán. La joven dio media vuelta dispuesta a alejarse de él.
—Espere. ¿Elena Guzmán?
La joven se detuvo y pareció inspirar profundamente antes de volverse hacia él de nuevo.
—Hola, eh… inspector —saludó, sin saber qué decir ni cómo dirigirse a él.
—Me llamo Enzo —repuso él, tendiéndole la mano. La joven la tomó y se extrañó ante la calidez de su piel. Por su aspecto gélido y distante, había esperado que estuviera frío como un lagarto—. ¿Qué hace en la posada? —preguntó él—. Pensé que era del pueblo.
—No, soy nueva en Lagarza —contestó, temiendo que aquel hombre empezara a investigar sobre ella.
—Entiendo que va a quedarse más tiempo, Leticia me dijo que empezará a trabajar en el balneario mañana, ¿no es cierto?
—Sí, así es —aclaró.
—Sé que es un nuevo trabajo y no quiero meterla en problemas, pero necesito que me haga un favor —dijo Enzo, viendo aquel encuentro como una oportunidad perfecta para el caso.
—¿Un favor? —preguntó Julieta, sin comprender.
—Necesito que sea mis ojos allí. No quiero asustarla, no corre usted ningún peligro, pero si ve cualquier cosa extraña, avíseme.
—Ah… está bien —dijo Julieta, pensando que le convenía llevarse bien con él.
—Gracias, Elena.
Con esto, el inspector emprendió el paso hasta su habitación. Julieta se volvió para mirarle y comprobó, horrorizada, como el hombre entraba en la habitación contigua a la suya. Resopló maldiciendo su mala suerte y continuó su camino hasta la recepción.
—¿Se conocen? —preguntó el posadero, que había presenciado la escena desde la lejanía.
—Oh, tan solo de vista —contestó Julieta evasivamente—. Verá, venía para preguntarle si cabe la posibilidad de que me alquile la habitación por un tiempo, mensualmente.
—¿Va a quedarse en el pueblo?
—De momento, sí —respondió con una sonrisa tímida.
—Por supuesto, no hay problema. Nuestra tarifa mensual es de 450€. Podrá pagarme el último día de cada mes.
—Muchas gracias —contestó Julieta con una sonrisa aliviada. Por lo menos tendría donde vivir y con lo que ganara en el balneario podría pagarse la estancia.