Capítulo I

Míster Carlton carraspeó y procedió a la lectura del testamento a todos los miembros de la familia reunidos a su alrededor. Leía con evidente placer, deteniéndose en los pasajes de más oscura fraseología y saboreando sus complicaciones técnicas.

Llegó al fin, se quitó los lentes y, después de limpiarlos con un pañuelo, dirigió una mirada a sus oyentes, como invitándoles a hacer las preguntas que creyeran pertinentes.

—Todas esas frases legales son difíciles de comprender —dijo Harry—. ¿No podría explicarnos su significado de una manera más sencilla?

—Sin embargo, es un testamento muy fácil —declaró míster Carlton.

—¡Dios mío! —exclamó Harry Lee—. Pues, ¿cómo serán los difíciles?

El notario le dirigió una fría mirada.

—El testamento es muy sencillo. La mitad de las propiedades de míster Lee, pasan a su hijo, míster Alfred. El resto debe dividirse entre los restantes hijos.

Harry soltó una desagradable carcajada.

—Como de costumbre, Alfred ha tenido suerte —dijo—. ¡La mitad de la fortuna de mi padre! No está mal.

Alfred enrojeció e Hilda se apresuró a intervenir.

—Alfred se portó como un hijo leal con su padre. Durante muchos años él ha llevado el peso de los negocios, y suya ha sido toda la responsabilidad.

—Sí, ya lo sé. Alfred siempre ha sido un buen muchacho.

—Puedes darte por dichoso —replicó Alfred—. Mi padre no debía de haberte dejado nada.

Harry soltó una carcajada, echando hacia atrás la cabeza.

—Te hubiera gustado mucho más, ¿no?

Míster Carlton carraspeó. Estaba ya muy habituado a aquellas desagradables escenas que seguían a la lectura de los testamentos. Deseaba marcharse antes de que la pelea familiar llegara a su punto culminante.

—Creo que esto es todo —dijo levantándose—. Me…

—¿Y qué hay de Pilar? —preguntó Harry.

Míster Carlton volvió a carraspear.

—Su nombre no figura en el testamento —dijo.

—Pero ¿no le corresponde la parte de su madre?

—Si la señora Estravados hubiera vivido, habría compartido con los demás hermanos la fortuna —explicó el notario—. Más habiendo muerto, su parte pasa a engrosar la de los otros.

—Entonces…, ¿no me toca nada? —preguntó Pilar.

—Nosotros cuidaremos de ti, querida —se apresuró a decir Lydia.

George Lee intervino.

—Podrás vivir aquí, con Alfred, ¿no, Alfred? Eres nuestra sobrina… y es nuestra obligación cuidar de ti. —Nosotros tendremos un gran placer en que Pilar viva con nosotros— dijo Hilda.

—Debiera recibir su parte —dijo Harry.

—Bueno… yo… tengo que marcharme —dijo el notario—. Si necesitan consultarme…

Y se alejó apresuradamente. Su experiencia le anunciaba que allí estaban dispuestos todos los ingredientes para una buena pelea familiar.

Al cerrarse tras él la puerta, Lydia dijo con voz clara.

—Estoy de acuerdo con Harry. Creo que Pilar merece la parte de su madre. El testamento fue redactado muchos años antes de la muerte de Jennifer.

—Tonterías —gruñó George—. Ésa es una manera de pensar muy ilegal, Lydia. La ley es la ley. Debemos atenernos a ella.

—Es pura mala suerte —intervino Magdalene—. Todos lamentamos lo que le ha ocurrido a Pilar, pero George tiene razón. La ley es ley.

Lydia se puso en pie y tomó la mano a Pilar.

—Todo esto debe de ser muy desagradable para ti. Sal un momento, mientras arreglamos esto. Y no te preocupes. Yo cuidaré de que todo se resuelva bien.

Entretanto, la discusión entre Harry y George se había agriado hasta llegar al insulto personal.

—¿Es que no podemos discutir con menos gritos? —preguntó Hilda, levantando ligeramente la voz.

Lydia le dirigió una mirada de agradecimiento.

—¿Por qué hablar de cosas tan desagradables como el dinero? —se lamentó David.

—Nos estamos portando como chiquillos —insistió Hilda—. Alfred, tú eres el cabeza de familia…

Alfred pareció despertar de un sueño.

—Tanto grito me confunde las ideas —dijo. Lydia intervino:

—Alfred debe hablar primero, puesto que es el mayor de todos. ¿Qué crees que se debe hacer con Pilar?

—Desde luego debe quedarse aquí —declaró Alfred—. Y debemos hacerle un legado. Claro que no tiene ningún derecho al dinero que correspondía a su madre. Debemos recordar que no es una Lee, que es española.

—Puede que legalmente no pueda reclamar nada —dijo Lydia—. Pero moralmente le corresponde una parte de la fortuna. Según el testamento, Harry, David, George y Jennifer debían recibir cada uno una parte igual de la fortuna. Jennifer murió el año pasado. Estoy segura de que cuando nuestro padre llamó a míster Carlton lo hizo con intención de incluir a Pilar en el testamento. Incluso es muy posible que hubiera hecho mucho más por ella. Debemos recordar que es la única nieta. Y lo menos que podemos hacer es reparar la injusticia que nuestro padre iba a borrar.

—Muy bien, Lydia —declaró Alfred—. Estaba equivocado. Creo, como tú, que Pilar debe recibir la parte de Jennifer.

—¿Y tú qué dices? —preguntó Lydia a Harry—. También estoy de acuerdo, Lydia; has expuesto muy bien el caso.

—¿Y tú, George? —siguió preguntando Lydia.

—¡De ninguna manera! Que se le disponga un hogar y se le pase una pensión decente para vestirse. Creo que ya es bastante.

—¿Te niegas a cooperar? —preguntó Alfred.

—Sí.

—Y haces muy bien —intervino Magdalene—. Ya es una vergüenza que su padre no le dejara una mayor cantidad, puesto que es el único de todos que ocupa un lugar importante en el mundo.

—¿Y tú, David? —inquirió Lydia.

—Creo que tienes razón —contestó David—. Es una lástima que por una cosa así se entable una discusión tan desagradable.

—Bien, de toda la familia sólo George se niega a ayudar —dijo Harry—. Está en minoría.

—No se trata de mayorías ni menorías —dijo George—. Mi parte de la herencia es absolutamente mía. De ella no cederé ni un penique.

—Si quieres librarte de hacer una buena obra, nadie te obligará —dijo Lydia—. Los demás cubriremos tu parte. Al salir de la habitación, Hilda y Lydia quedaron rezagadas. Cuando salieron al vestíbulo descubrieron a Magdalene junto a la mesita, con un paquete entre las manos.

—Debe de ser algo que monsieur Poirot compró en el pueblo —dijo mirando a sus cuñadas—. Me gustaría saber qué hay dentro.

Miró a derecha e izquierda, y luego, riendo, abrió un poco el paquete.

—Echaré sólo un vistazo —dijo.

De pronto Lydia e Hilda, que se iban a retirar, se detuvieron, asombradas ante lo que Magdalene sostenía con los dedos.

—Es un bigote postizo —dijo Magdalene—. Pero… ¿Por qué…?

—¿Un disfraz? Pero… —empezó Hilda. Lydia terminó la sentencia:

—Pero monsieur Poirot posee un magnífico bigote natural.

Magdalene rehízo el paquetito.

—No lo entiendo —declaró—. ¿Por qué habrá comprado monsieur Poirot un bigote postizo?