8

La semana siguiente las cosas estuvieron tensas en el trío que habíamos llegado a formar. Yo era la extraña y, por primera vez en tres semanas, me sentí como tal. Tony estaba estresado, apenas mascullaba «hola» y «adiós» por las mañanas. Héctor era más amable, más dulce, y aunque también estaba agobiado, no lo pagaba conmigo. Saltaba a la vista que tenía problemas con Tony pero no le apetecía discutirlos, cosa que podía entender. Yo había cogido una pataleta y había montado el numerito la semana anterior cuando mamma había venido a visitarnos. No me sentía orgullosa de mis actos, pero me mantenía en mis trece: alguien tenía que decir lo que yo había dicho. Tanto darle vueltas a lo mismo estaba matando la relación y torturando a ambas partes. Por no mencionar que el estar mintiendo constantemente a la familia debía de pesarles en la conciencia.

Y ahí estaba yo: en medio como el jueves.

En bragas y sujetador, me planté delante del armario para decidir qué iba a ponerme. En marzo hacía frío en Chicago, pero era soportable.

—Ponte los shorts y la cazadora de cuero —dijo Héctor desde el umbral de la puerta, que estaba abierta.

Estaba tan sumida en mis pensamientos que ni siquiera lo había oído abrirla. Entró y se sentó en la cama mientras yo cogía unos vaqueros oscuros de pitillo. Se puso de pie, sacó un jersey fino verde y una chaqueta de cuero de color chocolate que era la bomba. Empecé a ponerme la ropa que me había elegido sin decir nada. Cuando Héctor quería hablar, lo hacía en privado y sin respetar el espacio personal de nadie. Me subí los pantalones, me pasó el jersey y me lo puse.

—Sé que Tony me quiere —dijo mientras sacaba un par de botas altas hasta la rodilla con tiras de cuero cruzadas por todo lo largo. Eran suaves como la seda, y probablemente costaban más que el coche que le había comprado a mi hermana.

En vez de responder, me senté en la cama. Héctor se arrodilló, me levantó el pie y me ayudó a ponerme la bota.

—Pero le da mucho miedo decepcionar a su madre. Antes pensaba que lo que lo asustaba era contárselo a su padre. Joseph Fasano era un hombre muy hombre, un italiano de la vieja escuela. Cuando falleció el año pasado pensé que tal vez… que tal vez se lo diría a la familia. Mona me quiere. Me trata como a un hijo. —Levantó la vista y vi lágrimas en sus adorables ojos castaños.

Me agaché y le cogí las mejillas.

—Su madre te quiere mucho.

—Eso creía yo… —Meneó la cabeza—. Era mucho pedir. Y ahora ya no sé. Contigo aquí y tanto hablar de matrimonio y de niños… Hace que quiera más, ¿sabes? Quiero la vida que debería haber tenido todos estos años.

Una lágrima me rodó por la mejilla. Héctor me la enjugó con el pulgar.

—Mi querida Mia, tú no tienes la culpa de nada.

—¿Tú crees? Estoy aquí.

—Porque te trajimos nosotros —protestó.

—Es verdad. Tienes toda la razón. Yo no tengo la culpa de nada. —Sonreí satisfecha y Héctor se echó a reír, cosa que alivió la tensión.

—Ven, Tony y yo queremos tener una cita contigo. Vamos a enseñarte algo.

Se acercó al armario y sacó una bufanda verde que brillaba mucho. Tanto, que nunca me la habría puesto por voluntad propia.

—¿A qué viene tanto verde?

Héctor abrió unos ojos como platos y ahogó un grito.

—Mía, hoy es San Patricio. Toda la ciudad lo celebra a lo grande y nosotros también vamos a hacerlo. Es nuestra fiesta favorita. Sin penas ni preocupaciones. Hoy sólo tienen cabida la diversión, la amistad y el amor. ¿Te apuntas?

Un gran alivio me llenó el pecho, el corazón y los pulmones.

—¡Ya te digo!

—Vamos, cariño. ¡En marcha!

Una ráfaga de viento me apartó el pelo de la cara en cuanto bajamos del coche.

—¡Menudo vendaval! —les dije a los chicos. Llevaba a cada uno cogido de un brazo.

—Por eso la llaman la ciudad del viento. No te preocupes, el tiempo cambiará dentro de media hora. —Miré a Tony con cara de que me estaba tomando el pelo—. Es verdad, es un fenómeno peculiar. Llevo aquí toda la vida y no ha pasado una sola jornada en el que haya hecho todo el día el mismo tiempo.

—Deberías mudarte a California. Hace un tiempo perfecto todos los días. —Sonreí, y negó con la cabeza.

—Veo un sitio en la baranda. —Héctor señaló más allá de una zona de césped donde, a lo lejos, se veía una barandilla metálica cerca de una extensión de agua. Una muchedumbre la ocupaba entera.

Fuimos hacia allí.

—¿Dónde estamos? —pregunté mirando las olas. El agua estaba agitada y salpicaba las paredes de cemento. Estábamos a más de tres metros por encima de ella, pero se notaba el frío que ascendía.

—Es el río Chicago —dijo Tony con orgullo, el pecho henchido como un pavo.

Miré a Héctor, que puso los ojos en blanco.

—A mí no me mires. Es cosa de Tony. Yo soy de San Diego —replicó mientras se señalaba a sí mismo con una mano enguantada.

Le di un empujón con el hombro.

—No sabía que fueras de California.

Ladeó la cabeza y miró el río.

—Sí, fui a estudiar a Columbia, conocí a Tony y, tras graduarme, me vine a vivir aquí con él.

—¿Columbia? ¡Uau! —Sabía que los chicos eran listos, pero no tanto. Yo no había acabado los estudios. No obstante, ganaba cien mil pavos al mes. No estaba mal para una excamarera de un casino de Las Vegas.

Tony se metió entre nosotros y nos pasó un brazo por los hombros a cada uno.

—Está a punto de empezar. ¡Mira ese barco, Mia! —dijo con la voz cargada de expectación. No lo había visto tan contento en toda la semana. Tenía una sonrisa preciosa, y la había echado de menos. Sus fuertes brazos nos estrecharon a Héctor y a mí con fuerza. De repente, Tony miró a un lado y a otro, escaneó la zona y dijo—: ¡Qué diablos!

A continuación, se volvió hacia mí y me dio un pico rapidito en los labios, de los que un hermano le daría a su hermana. Luego se volvió hacia Héctor y le plantó un señor beso lujurioso en la boca. No acababa nunca. Duró tanto que, para cuando terminó, yo me había puesto roja.

A Héctor se le pusieron los ojos del tamaño de los de un gatito.

—Feliz día de San Patricio, papi —dijo Tony besándolo otra vez en la boca.

La sonrisa de Héctor era de sorpresa, felicidad y amor.

Dicha. Dicha en estado puro. Eso era lo que había en nuestro pequeño círculo cuando el barco atravesó el río Chicago esparciendo algo verde en el agua.

—¿Qué hace contaminando el río con esa porquería? —dije mientras señalaba horrorizada el barco con el dedo.

Tony negó con la cabeza.

—¡Están tiñendo el río de verde! —Estaba dando saltitos de alegría—. Es una tradición y no es venenoso ni nada. —Entorné los ojos esperando que continuara—. La tradición tiene más de ciento cincuenta años. Para celebrar San Patricio, el río Chicago se tiñe de verde. Tardará varios días en volver a su color normal. Usan tinte vegetal, que no les hará daño a los peces ni contaminará las aguas. Lo patrocina el sindicato de fontaneros.

Tenía que reconocer que molaba mucho. El barco esparcía el mejunje verde por el río yendo de arriba abajo. Había remolinos verde fluorescente mezclándose con las olas por todas partes. Me recordó a La noche estrellada de Van Gogh por las espirales verdes en el agua. Nunca había visto nada parecido. Había una ciudad en el mundo que teñía el río de verde para celebrar una fiesta que ni siquiera era festivo nacional.

Meneé la cabeza varias veces, incapaz de asimilar lo singular y aleatorio de lo que estaba viendo.

—¿Qué tiene de especial San Patricio?

Tony nos acercó más hacia sí sin dejar de mirar al agua.

—Es el día en que se celebra la llegada del cristianismo a Irlanda. A pesar de que estamos en Cuaresma, la Iglesia da permiso para beber alcohol y romper el ayuno.

Por un instante me paré a pensar lo que había dicho.

—¿Eres irlandés? —Miré a Héctor, que negó con la cabeza, muy sonriente.

Me volví y miré fijamente a Tony.

—No —contestó él.

—Entonces ¿por qué lo celebras? —La importancia de ese evento no tenía sentido.

Tony señaló el río como si fuera la presentadora de «La ruleta de la fortuna».

—Pintan un río entero en honor a un santo al que mi religión rinde culto. Todo lo relacionado con la Iglesia es muy importante para mí —explicó muy serio, excepto por el ligero temblor de las comisuras de sus labios. Noté cómo me cogía más fuerte del bíceps para intentar contener la risa.

—¡A ti lo que te gusta es ir de fiesta! ¡Confiesa! —Le di un codazo en las costillas.

—¡Ay! —Tony se echó a reír a mandíbula batiente y, con él, también Héctor—. Vamos, Mia. Hay un pub que lleva nuestro nombre.

Abrí unos ojos como platos. El aire frío abofeteó a Héctor con mi pelo.

—Perdona. —Me guiñó el ojo y seguimos andando—. ¿También sois los dueños de un pub?

Tony soltó una carcajada.

—¿Siempre te lo tomas todo al pie de la letra?

—No, pero tampoco suelo relacionarme con tíos ricos. Imagino que todo es posible cuando uno se pasa el día jugando con el dinero como si fueran billetes del Monopoly.

—Venga, es hora de saludar a un irlandés llamado Jameson. —El corpachón de Tony ayudaba a frenar el viento que me impedía avanzar.

—Jameson es un viejo amigo mío. Tengo ganas de volver a verlo. —Sonreí.

—¡Así se habla! —exclamó él con una sonrisa deslumbrante.

Y nos dirigimos al coche.

Los chicos me llevaron a un pub irlandés llamado Declan’s. Entramos por una enorme puerta roja con el marco de madera negra. El cartel era negro con la palabra «DECLANS» en cursiva dorada. Dentro estaba oscuro. Se oía el murmullo de las conversaciones, más alto a medida que avanzábamos entre los clientes hacia la barra. Había tres taburetes juntos y vacíos. Frente a ellos, en la barra, un vaso de chupito contenía una servilleta en la que se leía escrito en rotulador negro: «RESERVADO». Tony apartó uno de los taburetes para mí y me senté.

—¿Asientos reservados en un bar? —Me reí meneando la cabeza.

—Todos los años, muchacha —afirmó Héctor.

—Conozco a un tipo… —dijo Tony con ese acento de italiano de Chicago al que me había acostumbrado en esas tres semanas.

—O eso te crees tú, macarroni. —El camarero le tendió la mano.

Tony se inclinó por encima de la barra, cogió al pelirrojo y le dio un abrazo de oso entre hombres.

—Dec; ¿cómo te trata la vida, pelo panoja? —Tony le devolvió el apelativo despectivo y cariñoso. Entre mujeres habría sido una pelea en toda regla, pero el irlandés se lo tomó a guasa.

—El negocio va bien —dijo extendiendo los brazos hacia el bar lleno.

—Es San Patricio, tontaina. Normal que esté a tope. —Tony siguió metiéndose con el hombre al que había llamado Dec.

—¿Quién es la elfa? Sé que tuya no es. —Los ojos verdes del hombre se posaron un instante en Héctor, quien extendió el brazo y le estrechó la mano.

—Te presento a Mia. Es una amiga de fuera de la ciudad y la hemos sacado a hacer turismo.

—Y tenías que traerla a mi pub porque tenemos la mejor comida y el mejor whisky de Chicago.

—De primera —respondió Tony con un acento marcado como una mala permanente.

—Encantado de conocerte, Mia. Soy Dec, o Declan —dijo el irlandés al tiempo que ofrecía la mano.

Puse la mía en la suya pero, en vez de estrecharla, se la llevó a los labios y me besó los nudillos. Una chispa de excitación corrió por mi mano y mi brazo y se extendió por todo mi cuerpo. Sus ojos verdes brillaban, y enarcó las cejas.

Tony lo apartó de un manotazo.

—Deja de hacer el tonto. ¿Y nuestras copas? De paso, trae la carta.

El pelirrojo se echó a reír, se colgó el trapo de cocina al hombro y nos pasó tres menús. Luego nos sirvió a cada uno un chupito de Jameson y se puso otro para él.

Levantamos los vasos, brindamos y Dec dijo:

—¡Hasta el fondo!

Al mismo tiempo que dejaba el vaso en la barra, el teléfono emitió un pitido en mi bolsillo de atrás.

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

Feliz San Patricio. ¿Sabes lo que dicen de los ojos verdes?

A Héctor casi le llegan las cejas al techo al verme la sonrisa en la cara. Me llevé el teléfono al pecho y leí el mensaje. Héctor se puso a leerlo por encima de mi hombro sin ningún reparo. Me rendí y lo puse entre los dos mientras contestaba.

De: Mia Saunders

Para: Wes Channing

No, ni idea. ¿Qué dicen?

Al instante, respondió:

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

¿Dónde estás?

De: Mia Saunders

Para: Wes Channing

En Declan’s, un pub irlandés por el centro de Chicago. ¿Vas a contarme lo que dicen de las chicas de ojos verdes o qué?

De: Wes Channing

Para: Mia Saunders

Que siempre traman algo. ¿Qué estás tramando?

De: Mia Saunders

Para: Wes Channing

A ti te lo voy a contar… Estoy de copas. ¡Feliz San Patricio!

Esperé unos minutos pero no hubo respuesta. Qué raro. Lo habrían llamado para algo. Héctor y yo nos miramos y él se encogió de hombros. Levantó la mano y señaló los vasos vacíos. Declan se apresuró a rellenarlos.

—¿Quieres una cerveza? —me preguntó.

—¡Sí, por favor! —Empiné el codo y exhalé fuego. La quemazón no era nada comparada con los pensamientos que me rondaban por la cabeza sobre Wes. Pensar en él demasiado y con demasiada frecuencia era una tontería, y yo no era ninguna tonta—. ¡Y más chupitos! —dije.

La hora siguiente, Héctor y Tony me contaron historias de su juventud, cómo conocieron a Declan en Columbia y cómo, por pura carambola, acabaron los tres en Chicago. Eran amigos desde entonces. Entendí por qué Declan había insinuado sutilmente que sabía qué clase de relación tenían en realidad. Debía de ser de los pocos. Resultó que también era uno de los chicos que habían corrido en pelotas por el campo de fútbol americano.

Los tres me tenían muerta de la risa hasta que mi vejiga no pudo resistirlo más. Me levanté del taburete y me volví.

—¿Adónde vas? —Tony me puso una mano en el bíceps.

—A echar la primera —respondí tambaleándome ligeramente.

Tony puso cara de asco.

—No, aguanta un poco. Si no, luego es un rollo. Tendrás que ir a mear cada veinte minutos.

—¡No puedo aguantarme! —Le pegué un puñetazo en el brazo y puso cara de ofendido.

—Eres un peso pluma. —Se frotó el brazo sonriente.

Sabía que le había pegado con fuerza. Con suerte, al día siguiente llevaría un bonito cardenal como recuerdo. Aunque era poco probable, porque tenía los brazos bien prietos. Seguro que le había parecido más un pellizco que un puñetazo. Me escabullí del gigantón cavernícola y me dirigí al servicio.

Hice lo que tenía que hacer y me lavé las manos. En uno de mis momentos más femeninos, me incliné, me eché el pelo hacia adelante y me lo peiné y lo atusé con los dedos para darle más cuerpo. Tuve que agarrarme al lavabo para no caerme. Era hora de comer. Los chupitos me estaban dejando fina y, con el estómago vacío, no tardaría en rodar por el suelo. De peso pluma, nada. Los hombres se creen que son más fuertes que las mujeres. No tienen ni idea. Que me perdonen por ser la mitad de un gigante que puede beberse una botella entera sin notar absolutamente nada. Deberían alegrarse de que les saliera tan barata cuando me sacaban de copas. Memos. Indignada, salí del baño y empecé a abrirme paso entre la multitud.

Había todavía más gente que antes. Ya habían llegado los que habían ido primero a cenar, y el pub estaba hasta la bandera. La música celta sonaba bien alto para mantener el toque irlandés. Empecé a seguir el ritmo cuando me topé con un cuerpo duro como una piedra.

—¡Ay! —Me froté la nariz y levanté la cabeza.

Pese a las luces de colores que lo envolvían como un halo, sus ojos verdes me cautivaron. Ahogué un grito. No podía creer que fuera él, que lo tuviera de pie ante mí.

—¿No vas a decirme nada, nena? —Las capas de pelo rubio ceniza cayeron sobre sus ojos.

—No puedo creer que estés aquí…

Sus ojos verdes recorrieron mi cuerpo.

—Da gusto mirarte. Ven aquí.

Allí estaba yo y allí estaba él. Mi Wes. Sus labios estaban tibios cuando encontraron los míos. Sabía a menta y olía como el océano. Dios, cómo había echado de menos el océano, la brisa salada… a él. Una de las manos de Wes me sujetaba la cabeza mientras la otra me acercaba más hacia él. Nuestros cuerpos chocaron y se fundieron. No existía nada salvo él y la atracción eléctrica que sentíamos el uno por el otro. Le lamí el borde de los labios y él los separó para dejarme entrar.

Perfecto.

Besar a Wes era perfecto. La energía formó una bola a nuestro alrededor mientras la gente nos empujaba hacia un lado y hacia otro. De alguna parte llegaron varios «perdona», pero no paramos. No podíamos. La conexión magnética entre nosotros aumentaba sin cesar. Me besó como en las películas, como cuando el chico regresa de la guerra y por fin vuelve a ver a la mujer a la que ama. Como si yo fuera todo su mundo y, en ese momento, él era el mío.

—¡Joder, suéltala! —La voz de Tony llegó entre la muchedumbre un segundo antes de que me arrancaran de Wes, con los brazos extendidos como una marioneta sin titiritero.

—¡No, Tony, no! —dijo Héctor interponiéndose entre Wes y Tony.

—¿Qué coño te crees que haces? —Wes dio un paso al frente, aplastándonos a Héctor y a mí.

—¡No, no, Wes, no! ¡Es Tony! —Me apreté contra el pecho de Wes intentando echarlo atrás.

—¡Ya, pues más le vale quitarte las manos de encima o vamos a tener problemas! —rugió él con la mirada en llamas, fija en Tony.

—¿Tú crees? —El italiano nos empujó; su cuerpo gigantesco nos aplastaba.

—Parad, chicos. Wes, te presento a mi cliente. Tony, te presento a mi… Mmm… ¡Wes! —grité con desesperación intentando hacerme oír por encima de la música.

Tony achinó los ojos y Héctor lo empujó hacia atrás.

—Amor, es su chico. Te he hablado de él, el surfista que hace cine…

Cerré los ojos y extendí los brazos en cruz para mantener a Wes alejado.

—¿Tu chico? ¿El surfista que hace cine? —Wes se echó a reír y me atrajo contra su costado—. ¿Así es como me llamas? —me susurró contra el cuello, enviando toda clase de alegres cosquilleos a mis terminaciones nerviosas.

Para entonces, el alcohol se me había subido a la cabeza y había anulado cualquier posible filtro.

—Podría haber dicho don Folla-Como-Dios; ¿te habría gustado más eso? —Me abracé a su cuello y me pegué a él todo lo que pude.

Acarició mi frente con la suya.

—Pues sí, eso me habría gustado más. De hecho, espero que se lo digas tal cual a todos tus clientes y futuros novios de aquí en adelante.

Resoplé como un camionero.

—Ya te gustaría.

—Muchísimo. ¿Me presentas como es debido a tus amigos ahora que el grandullón ya no va a enviarme a la luna de un guantazo?

—¡Claro! —Me di la vuelta y Wes me cogió de las caderas. Mis clientes observaban la escena. Héctor sonreía, y Tony tenía el ceño fruncido—. Chicos, os presento formalmente a mi amigo Wes. Wes, él es Tony, y él es su…, él es Héctor —concluí.

—Héctor es mi pareja —admitió Tony en alto, tanto que algunos de los parroquianos lo oyeron, aunque ni lo conocían ni estaban prestando atención. Aun así, era un gran paso en la dirección correcta. Primero el beso en el río y ahora una declaración pública.

Miré a Héctor. Tenía cara de sorpresa y de ilusión, incluso de que se le fuera a caer la baba. Por eso me gustaba tanto. Se me hacía fácil leerlo, y siempre decía lo que pensaba y sentía. Ese tipo de sinceridad brillaba por su ausencia en los círculos que yo frecuentaba.

—Wes, te pido disculpas —dijo Tony—. Ya sabes lo que pasa cuando uno bebe y hay una mujer bonita de por medio: las cosas pueden irse de las manos. Sólo quería cuidar de ella. —A continuación le dio a Wes una palmada en la espalda mientras le estrechaba la mano.

—Te lo agradezco. Es bueno saber que alguien protege a mi chica —fue la réplica de Wes.

«Mi chica.» Lo había dicho cuando estaba con él y ahora había vuelto a decirlo. Madre mía, estaba perdida.

—Ahora que estás aquí, ven a tomar un trago con nosotros —dijo Tony.

—Me encantaría. Vosotros primero. —Wes extendió la mano para que Tony y Héctor se nos adelantaran.

Nos sentamos y Wes acercó su taburete para poder rodearme con el brazo. Era un gesto de posesión, y no sabía qué hacer ni cómo tomármelo. El alcohol que me corría por las venas tampoco ayudaba nada, porque le permití hacerlo sin decirle nada.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte en Chicago? —preguntó Héctor.

—Esta noche nada más. Vuelo mañana a Los Ángeles a primera hora. Pero, ya que estaba aquí, he pensado en venir a ver a Mia. Espero que os parezca bien.

Miré sus ojos verde mar y me perdí. Le brillaban los labios bajo las luces del bar y el pelo le caía en la frente. Se lo aparté. Él me cogió la mejilla con la mano. Sin darme cuenta, apoyé la cara en su caricia. Los dos últimos meses sin su cariño habían sido como sobrevivir a una sequía, y ahora sólo me estaban dando un sorbo. Necesitaba más. Mucho más.

—Mejor que bien —dije.