5

Me quedé mirando la pantalla del móvil. Había dos posibles jugadas. Una, ignorar el mensaje hasta que estuviera emocionalmente exhausta. Y dos, llamarlo y dejar que la voz de Wes me arrancara la serpiente que se había enroscado en mi corazón tras la mierda que había desencadenado entre Tony y Héctor. Esperaba que pudieran solucionarlo. Lo último que deseaba era interponerme entre dos personas que se querían, y ellos se querían. No era justo que no pudieran ser libres para ser ellos mismos. O, al menos, que así lo viera Tony. Tal vez pudiera trabajar con él para hacerle ver que salir del armario era lo mejor, que estar con Héctor, planificar y construir la familia que ambos deseaban lo conduciría a la felicidad. Lo que Tony estaba haciendo acabaría por destrozar a Héctor, y al final iba a perderlo. Esa historia me la sabía porque yo era experta en largarme.

Tomé la decisión y pulsé un par de teclas en mi móvil. Lo cogió a la primera.

—Hola, nena. ¿Es muy tarde para ti, allá donde estés?

Su voz era profunda, gutural, y me recordaba a promesas hechas en la oscuridad, a gemidos y a noches llenas de pasión sin barreras. Con Alec me lo había pasado muy bien, pero Wes era especial. Todo él transmitía sexo, sexo profundo, penetrante y salvaje y hacía pensar en dos monos cachondos. Con la noche que había tenido, me moría por perderme en él.

—No es tan tarde. Estoy en Chicago.

—La ciudad del viento. ¿A qué se dedica el tipo?

No estaba segura de que hubiéramos llegado a ese punto en nuestra amistad en el que pudiéramos hablar de nuestras respectivas conquistas con naturalidad. No obstante, como no tenía intención de acostarme con Tony, no veía ninguna pega.

—A la hostelería.

—Ah, sé lo mucho que te gusta la comida casera.

Al instante lo vi sin camisa, preparándome el desayuno. Su cuerpo esbelto, musculoso, con el pecho moreno del sol de California…, estaba para comérselo. Entero. Wes siempre olía a arena y a surf. Delicioso.

Me di cuenta de que llevaba un buen rato callada.

—Sí, ya, bueno… Sabes que me encanta comer.

—Lo sé. ¿Cocina para ti?

—Todavía no, pero espero que lo haga.

Un largo suspiro llegó del otro lado y pasaron unos momentos eternos sin que nadie dijera nada.

—¿Estás con él como estabas conmigo? —preguntó Wes y, aunque me dolía que sintiera que tenía que preguntármelo, yo no le debía nada.

—¿Eso qué importa? —susurré con ternura tumbándome en la cama con el móvil pegado a la oreja.

—A mí me importa.

—No, y no voy a estarlo.

—¿Por qué? Si no me equivoco, y creo que te conozco bien, tienes una libido muy sana. —Notaba que lo reconcomía la curiosidad.

Wes había dispuesto de un mes para conocerme. Y había llegado a hacerlo demasiado bien. Había derribado todas mis defensas y había excavado un agujero en mi corazón. Esa parte sería suya para siempre. Aunque no pensaba decírselo.

—Porque no creo que a su pareja, Héctor, le haga ninguna gracia que me tire a su hombre.

Una sonora carcajada atravesó la distancia. Dios, cómo echaba de menos su risa. Era el tipo de risa capaz de conseguir la paz mundial.

—Y ¿por qué iba un gay a contratar a la chica más sexi de la historia?

—Lameculos —le respondí. Él volvió a reírse, y el sonido resonó por la línea telefónica, directo a mi corazón. De repente, la noche ya no me parecía tan horrible—. La verdad es que es complicado. Mantiene una relación estable, como si estuviera casado, con un chico maravilloso. Pero se siente obligado por la familia y por el bien de la empresa a fingir que es un duro hombre de negocios italiano, familiar y boxeador.

—Mierda. Me parece que tiene muchas responsabilidades. Desde el punto de vista profesional, entiendo que quiera conservar su privacidad. Pero si puede permitirse Exquisite Escorts es que está forrado y la prensa lo tiene vigilado. —Respiró hondo y pude oír cómo el aire salía como un silbido de su boca; seguramente tenía el móvil demasiado cerca—. Mia, en serio, tener dinero está muy bien, pero conlleva el hecho de no tener intimidad y no poder llevar una vida tranquila.

Pensé en la comunidad cerrada en la que vivía Wes, con cámaras de seguridad y vigilancia veinticuatro horas al día, en los estrenos a los que tanto odiaba asistir y en la necesidad de tener que contratar a una chica de compañía para los eventos importantes a fin de poder hacer contactos y relacionarse en la industria en paz. Sí, Wes sabía por lo que Tony estaba pasando, salvo por lo de la orientación sexual.

—También es por la familia. Es el único varón, el heredero de la fortuna familiar y, si no tiene hijos, el apellido morirá con él.

—¡Joder, qué presión!

Asentí a pesar de que no podía verme.

—En fin, ya hemos hablado bastante de mi cliente. ¿Cómo te va a ti? ¿Qué tal tu película?

—La verdad es que muy bien. Gina está fantástica en el papel. —Parecía encantado, y empecé a ponerme celosa—. Entiende muy bien el personaje. Me alegro de que decidiéramos llevarlo por otros derroteros.

Me mordí el labio e intenté contener una mala contestación acerca de cómo me había reemplazado por ella. Sabía que no era justo. Lo que había hecho, ponerle mi nombre a su personaje, había sido muy honorable. Dulce, incluso. Era un regalo, y así era como debía recordarlo, en vez de dejar que lo estropeara el monstruo de los ojos verdes. Además, no tenía ningún derecho sobre él, sólo éramos amigos… con derechos.

—Entonces os lleváis bien Gina y tú, ¿no? —Puse los ojos en blanco y traté de mantener mi tono tranquilo.

—Sí, es maja, aunque no tan bonita como su tocaya en el guion —dijo en tono sugerente.

—¿Ah, no?

—No.

—Pero te lo estás pasando bien con ella… Quiero decir, dirigiéndola.

—No tanto como me gustaría poder dirigirte a ti.

—¿Sí? Y ¿qué me harías hacer? —Justo entonces la conversación tomó un rumbo distinto, uno que no había probado nunca pero que estaba dispuesta a explorar.

Wes chasqueó la lengua contra el paladar justo cuando dejé de hablar.

—Pues, primero pondría las manos en tus rodillas y te ordenaría que las abrieras y te mostraras. ¿Te acuerdas de cuando hicimos eso, Mia? Todavía puedo sentir lo caliente y mojada que estabas en mis dedos.

Con la mano libre, me toqué la rótula y dibujé en ella un pequeño círculo.

—Me acuerdo. ¿Qué más?

Gruñó y solté el móvil un segundo, cogí el bajo de mi vestido y me lo quité en un solo gesto. Lo lancé a la otra punta de la habitación y volví a llevarme el aparato a la oreja.

Pillé a Wes a mitad de frase.

—… mis manos se deslizarían por tus piernas para mantenerlas abiertas y así poder mirarte, ver cómo te mojas más y más. Luego, con el dedo, te tocaría la punta del clítoris. ¿Te gustaría, nena?

Me mordí el labio y gemí en voz baja.

—Joder, pues claro.

—¿Qué llevas puesto? —me preguntó.

—Me he quitado el vestido cuando has empezado a decirme guarradas. Ahora estoy en la cama, sola en casa, sin nadie cerca. Solos tú y yo, con mi sujetador verde esmeralda y mis bragas a juego. Y ¿tú qué llevas puesto? —Cerré los ojos, estaba mareada y flotando en el aire. No me podía creer lo que estábamos haciendo pero, joder, cómo me ponía.

Wes gruñó al aparato.

—Sólo unos pantalones de pijama de cuadros. Ya sabes cómo son.

Vaya si lo sabía. Los pantalones de pijama de Wes eran del algodón más suave jamás conocido. Cuando estábamos juntos me encantaba ponérmelos tras haber follado a primera hora de la mañana. Incluso le había robado un par. Cosa que no pensaba confesar.

—¿La tienes dura, amor? —Intenté usar un apelativo cariñoso. Me gustaba cómo se deslizaba por la lengua. Había cosas que me habrían gustado más, pero estaba a más de tres mil kilómetros de distancia.

—Joder, Mia, me va a explotar. Tengo la punta chorreando.

—Frótatela con el pulgar. ¿Te acuerdas de lo que sentías cuando te cogía la polla con la mano?

—Claro que me acuerdo.

—Pues hazlo. Cierra los ojos y sube y baja la mano, despacio. Imagina que soy yo quien te la menea, desde los huevos hasta la punta. Con el pulgar, esparce las gotitas por la raja, especialmente por el desnivel del glande, por donde me gustaba lamerte en círculos con la lengua. Si estuviera allí, te la chuparía entera, hasta abajo, antes de pasar a la parte más sensible justo debajo de la punta.

Wes gimió al teléfono. Podía oír cómo se le aceleraba la respiración.

—¿Qué vas a pedirme que haga? —le pregunté.

—Quítate las bragas —ordenó. Lo hice y las tiré a mis pies—. ¿Ya te has desnudado, nena?

—Sí. —Levanté las caderas como si tuviera a un Wes fantasma encima y tratara de tocarlo con mi cuerpo.

—Cógete el coño con la mano como lo haría yo si estuviera allí. Cógelo con fuerza, como sabes que me gusta.

—Posesivo —conseguí decir mientras echaba la cabeza atrás y hacía lo que me ordenaba. El placer, extremo, recorría mi cuerpo como una descarga eléctrica.

—Eso es. Voy a poseer ese coño chorreante. Y, mientras rotas las caderas intentando correrte, te voy a meter dos dedos a la vez. Tú sígueme, Mia.

Hice lo que me pedía y me metí dos dedos dentro. Oleadas de calor azotaron mi útero, mi vientre y mi pecho. Tenía las tetas llenas y duras. Las cumbres gemelas estaban erectas y raspaban el satén verde. Exquisito. Maravilloso.

—¿Te acuerdas de cuando me apoderé de tu coño el día que montamos en tu moto? —Gemí en respuesta; gruñidos sin sentido escapaban de mi boca mientras recordaba sus dedos gruesos entrando y saliendo de mí, encorvados justo en el punto adecuado, llevándome hacia su cuerpo desde atrás, sujetando mi zona más sensible—. Curva los dedos bien al fondo, nena, igual que lo haría yo.

Lo intenté, y fracasé.

—No llego. Te necesito —resoplé frustrada pero sin dejar de acariciarme hacia la perdición.

En mi mente estábamos otra vez en la moto, en el garaje de Wes, con su mano en mis pantalones, follándome sin piedad, hasta el fondo, como siempre lo hacía.

—¿Te vas acercando, nena?

—Sí, pero me faltas tú, Wes. Te quiero dentro…

Del otro lado de la línea llegó una letanía de maldiciones y se le aceleró la respiración. La mía empezó a ser tan rápida como la suya mientras los dos nos dábamos placer, perdidos en la pasión del recuerdo del otro.

—Si estuviera contigo, apretaría con los dedos ese punto que tienes muy adentro y te haría cosquillas ahí. Añadiría la lengua a la ecuación, dándole vueltas a ese clítoris que parece una cereza. Lo tendrías duro y abultado tan pronto como lo envolviera con los labios y lo chupara hasta que tu coño se cerrara alrededor de mis dedos y te corrieras en mi mano.

—Wes, voy a correrme. Amor, voy a correrme a lo bestia y te quiero aquí… —Eché la cabeza más atrás; todos mis sentidos, mis neuronas y los poros de mi cuerpo estaban concentrados en el placer entre mis muslos.

—Estoy aquí, nena. Son mis dedos los que tienes dentro. Ahora frótate el clítoris con el pulgar. Joder, yo también voy a correrme, aquí y ahora, contigo. Me gusta tanto contigo, Mia… Nunca ha sido mejor. ¡Dios! —rugió al teléfono.

Hice lo que me decía, y con mis jugos y con el pulgar tracé círculos alrededor de mi clítoris. Era el empujoncito que necesitaba. En una ráfaga de luz y de energía, me corrí. El cuerpo se me tensó y un grito escapó de mis pulmones como si estuviera poseída. Oleada tras oleada de placer blanco y ardiente me sacudieron hasta el núcleo de mi ser. Por el auricular oí a Wes gritando durante su propia liberación.

Tras unos instantes, ambos nos calmamos. Sólo se oía nuestra respiración trepidante.

—Mia —dijo entonces él con adoración. Mi nombre era una bendición en su lengua, y quería besarla, empaparme en ella, hacerme una vida a su alrededor.

—Joder, Wes, ¡qué bien se te da el sexo telefónico! —dije. Se echó a reír—. No lo había hecho nunca —confesé después.

—¿De verdad? —Parecía asombrado o sorprendido. Me entristeció un poco el modo en que lo preguntó, por lo que implicaba.

Suspiré, tiré de la manta y me metí debajo. Había sido un día muy largo y, tras un orgasmo como ése, lo único que quería hacer era acurrucarme junto al hombre que me lo había provocado y dormirme con el latido de su corazón.

—Sí, de verdad —dije. Bostecé y cerré los ojos.

—Espero que podamos repetir la actuación.

Otro bostezo.

—Yo también.

—Te echo de menos, Mia.

Sonreí y me pegué el teléfono todo cuanto pude a la oreja para poder escuchar todos los matices de su respiración. Me hacía sentir segura, como si lo tuviera a mi lado.

—Siempre te echaré de menos, Wes —dije ya medio dormida, imaginándome cuándo volvería a verlo.

—Dulces sueños… —fue lo último que oí antes de quedarme dormida.

Cuando desperté a la mañana siguiente, todavía tenía el móvil en la mano. Se había quedado sin batería. Me di la vuelta y miré el techo pensando en la noche anterior. El día entero, la cena, el sexo telefónico con Wes… Había sido una montaña rusa. Al menos, había acabado de un modo satisfactorio. Me pregunté si Tony y Héctor habrían solucionado su situación. Estaban muy enamorados. Lo suyo era para siempre. No eran el artista francés que una se folla durante un mes y al que nunca volverá a ver ni ninguna clase de amor de ese tipo. Aunque echaba de menos a mi francés. Le estaba muy agradecida a Alec por lo que había aportado a mi vida el mes que pasamos juntos. No sólo ambos habíamos creado maravillosas obras de arte, sino que además me había enseñado muchas cosas sobre mí misma, sobre el amor y sobre la vida. Siempre le estaría agradecida por el tiempo que me dedicó. Quizá pudiera usar lo que había aprendido de esa experiencia para ayudar a Tony y a Héctor. Al final, el amor era el amor, y uno no elegía de quién se enamoraba ni cuánto iba a durar. Como el suyo era un amor para siempre, caería por su propio peso.

En eso estuve pensando mientras me duchaba, me vestía e iba a la cocina. Olí el aroma del beicon y los huevos friéndose. Mi estómago rugía como un león cuando me senté en el taburete.

Renaldo me miró.

—Me parece que su estómago se alegra de verme, ¿sí?

—¡Sí! ¿Qué tal estás, Renaldo?

—Perfecto como un melocotón, señorita Mia. ¿Y usted? Parece haber dormido muy bien. —Las comisuras de sus labios dibujaron una sonrisa y me guiñó el ojo mientras le daba la vuelta al beicon.

—Así es. —Sonreí recordando la llamada con Wes.

Dios de mi vida, aquel hombre sabía decir guarradas como nadie. Me había puesto como una tea y había pasado de cero a mil en un par de minutos. Me había quedado tan a gusto que me había dormido con el teléfono en la oreja. Al maquillarme por la mañana todavía se veían las marcas del móvil en un lado de la cara. En cuanto se cargara la batería, le enviaría un mensaje. Le diría lo mucho que había disfrutado con nuestra conversación, no sólo del sexo. Me gustaba hablar con Wes. Me hacía sentir de lo más normal, como si fuéramos amigos de toda la vida o amantes malditos. Él simplemente hacía que todo fuera fácil. Esperaba que siguiera así lo que quedaba de año. El tiempo lo diría.

Renaldo me sirvió un plato humeante de huevos revueltos, beicon y fruta, y tenía la boca llena cuando Tony y Héctor entraron en la cocina. Tony había apoyado el brazo sobre los hombros de Héctor y mostraba una mirada muy satisfecha en la cara. Sonreí y ladeé la cabeza.

—Me parece que no he sido la única que ha pasado una buena noche. —¿Por qué había tenido que decir eso? Ni idea. Aquellos dos tenían algo que me obligaba a ser sincera. No era propio de mí.

Las cejas de Tony llegaron hasta el cielo y Héctor se sentó a mi lado. Apoyó los codos en la mesa y se llevó la cabeza a las manos.

—¿Tú crees? Yo te cuento toda mi noche —sonrió—, si tú me cuentas cómo es que la tuya ha sido tan chachi piruli si te mandamos a casa directamente desde el restaurante.

Me quedé pensando y me metí otro bocado de huevos en la boca, acompañándolo con un trago de café.

—Hecho.

Y así fue como Héctor y Tony supieron de Wes.