V
Cuando Parker volvió a Nueva York tras las vacaciones de Navidad, ambos eran ya conscientes de que estaban metidos en un buen lío. Un lío que incluía la palabra amor en letras de neón y purpurina.
Parker se dio cuenta en la fiesta de Nochevieja, a la que su hermano Preston tuvo que arrastrarlo, cuando su exnovia del instituto –y polvo recurrente en sus regresos a casa por vacaciones– le ofreció todo tipo de facilidades, y él las rechazó.
Amy no necesitó que nadie le abriera los ojos. Las guardias de veinticuatro horas frente a la pantalla de su teléfono móvil, esperando las llamadas de Parker, le dieron una idea bastante precisa de hasta qué punto se había enamorado de él.
Apenas una hora después de bajar del avión y de correr por la terminal como si lo estuviera persiguiendo un coyote, Parker salía al porche de la casa de su fraternidad a recibir a Amy. Los pocos hermanos que, como él, habían adelantado el final de sus vacaciones presenciaron una demostración de afecto quizá algo exagerada para los apenas diez días que habían pasado separados. Amy enlazó sus manos en la nuca de Parker y las piernas alrededor de su cintura. Él la condujo hasta su dormitorio con las manos agarradas con firmeza a la parte baja de sus nalgas.
—Me había olvidado de lo preciosa que eres. —Parker logró colar su frase en uno de los escasos momentos en que se separaron para respirar.
—Tú tampoco estás mal —le respondió Amy, repasando con los dedos los tatuajes de sus brazos.
—Te he echado un poco de menos. —Sonrió él, acariciando su cintura. Sintió como a ella se le ponía la carne de gallina.
—Yo a ti también. Bastante.
—Pues ya estoy aquí. Y soy todo tuyo, pequeña.
—¿Puedo preguntarte algo? —Él asintió, y ella se armó de valor para hacer la pregunta de la que no tenía muy claro si quería conocer la respuesta—. ¿Has estado con alguien estas vacaciones?
—Amy, ¿qué clase de pregunta es esa? —Parker la miró, con gesto serio—. Yo no soy así. Si tengo novia, no hago cabronadas.
—¿Soy… soy tu novia? —A Amy se le abrieron los ojos como platos.
—¿Y qué creías que eras, tonta? —le respondió él, sonriéndole con ternura y pasándole un nudillo con suavidad por la mejilla.
—No lo sé.
—Quieres serlo, ¿no?
—Sería interesante. —Amy ensanchó una sonrisa.
—¿Solo interesante? —le preguntó Parker, apresando entre sus dientes el labio inferior de ella—. ¿Qué puedo hacer para que el adjetivo sea un poco más entusiasta?
—Quizá lo que llevamos posponiendo hacer desde que todo esto empezó —bromeó Amy, tratando de quitar hierro al asunto. Ella era la primera en ser consciente de que, si de Parker hubiera dependido, el asunto del sexo se habría resuelto algún tiempo atrás.
—¿Hablas de lo que yo creo? ¿Estás segura de que te apetece?
—Parker, te puedo asegurar que me apetece desde hace mucho, muchísimo tiempo. Es solo que… no quería hacerlo hasta que esto fuera, no sé, algo serio.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Amy?
—Sí que puedes… La respuesta es no, Parker. No soy virgen —respondió ella, anticipándose a su pregunta y sonriéndole con cierta amargura—. Pero hace años que no estoy con nadie. Ni siquiera soy la misma persona que era entonces.
—Ven aquí.
Parker apretó las nalgas de Amy para acercarla a su entrepierna, hasta dejarle claro cuánto la deseaba. Acercó sus labios a los de ella y exploró con la lengua cada rincón de su boca. Se sorprendió un poco cuando las manos de Amy desabrocharon los botones de sus vaqueros, pero no tardó en reponerse y seguir el mismo camino. Con unas patadas casi idénticas, se deshicieron de sus respectivos pantalones. Parker se llevó la mano al cuello de su camiseta y, más que quitársela, se la arrancó. Se postró de rodillas ante ella y comenzó a lamerle el vientre. Amy aprovechó la tregua para despojarse de la sudadera, la camiseta y el sujetador. Parker hizo bajar poco a poco sus bragas, deslizándolas piernas abajo, e introdujo un dedo entre los húmedos rizos rubios que encontró debajo. La escuchó gemir, él jadeó, y esa sinfonía de sonidos los empujó a ambos hasta la cama. Las pocas barreras textiles que aún los separaban cayeron por el camino. Parker se tumbó encima de ella, apoyado sobre sus antebrazos. Amy observó los tatuajes de sus bíceps tensándose y supo que alguna neurona se le había licuado de puro placer.
—¿Estás segura? —La voz ronca que emitió lo sorprendió hasta a él.
—Si te dijera que no, ¿qué harías? —le preguntó Amy con un tono algo burlón.
—Pararía. Y, después, me moriría.
Se rieron. Él trasteó en el cajón superior de su mesilla y sacó un preservativo. Se lo puso con una velocidad que lo asustó hasta a él y tanteó la entrada de ella con la punta de su miembro.
—Hazlo ya. O seré yo quien me muera —suplicó Amy entre jadeos.
Cuando Parker la penetró, ella sintió un pinchazo de dolor que tardó una fracción de segundo en ser sustituido por el placer más intenso que podía recordar. Ninguno de los dos podría decir después si aquello duró diez minutos o dos horas. Solo eran capaces de recordar sus cuerpos rozándose, chocando, sintiéndose; sus jadeos acompasados, sus gemidos agónicos; la necesidad contradictoria de prolongarlo eternamente y de llegar cuanto antes al final; los gritos con los que anunciaron un orgasmo simultáneo del que hicieron partícipe a cualquier habitante de aquella casa que no padeciera un problema de audición.
‖
—Eres toda una caja de sorpresas. —Parker repasaba con las puntas de sus dedos los trazos negros del tatuaje que había descubierto solo unos minutos antes en la cadera de Amy. Habían compartido un cigarrillo y ahora yacían lánguidos sobre el cubrecama—. ¿Quién es Katie?
—Es mi hermana. Me lo hice cuando nació.
—Es muy bonito. Toda tú eres muy bonita. ¿Estás bien?
—Estoy muy bien. Creo que nunca he estado mejor. ¿Tú?
—Joder, Amy. ¿Cómo quieres que esté? He tocado techo, nena.