III
Aún no había comenzado noviembre, pero Nueva York ya mostraba su cara más gélida de forma implacable. Amy se refugiaba de la persistente ventisca bajo capas y capas de ropa polar. Solo su mano izquierda permanecía congelada mientras apuraba las últimas caladas de un cigarrillo. Por mucho esfuerzo que hubiera realizado por dejar atrás cualquier vestigio de su alocada adolescencia, el tabaco siempre acababa resistiendo la purga. Entornó los ojos, tratando de dilucidar qué le resultaba familiar de la silueta que, tras salir del edificio de Beta Theta Pi, cruzaba la calle hacia ella. Estaba demasiado cerca cuando comprendió que era Parker y que ya no tenía sentido ocultarse de él.
—De todas las personas del mundo que me podía imaginar que fumaran, Amy Morgan, tú eras la última de la lista. —Le sonrió con franqueza. Sus pullas habían recorrido un largo camino desde la inicial intención de molestarla hasta el inocente flirteo actual.
—De todas las personas del mundo que me podía imaginar viviendo en la fraternidad más pija de Columbia, Parker Sullivan, tú eras el último de la lista. —Amy le siguió el juego.
—Quizá siendo un pijo consiga que aceptes salir a cenar conmigo algún día. —Ya estaba dicho. Parker llevaba semanas buscando una situación que le diera el pie para pedirle una cita, y esa podía ser tan mala como cualquier otra. Hacía tiempo que quería meterse bajo las bragas de aquella chica, y pretendía conseguirlo antes de que su jodido subconsciente siguiera insistiendo en que era algo más que interés sexual lo que sentía por ella.
—Me voy a clase —zanjó Amy con premura. Tenía que escapar de aquella conversación o no encontraría fuerzas para huir de lo realmente aterrador: lo difícil que le empezaba a resultar resistirse a aquel macarra reconvertido en miembro de fraternidad.
—Eh, eh, perdona… —dijo Parker, saliendo tras ella. La cogió de la muñeca con suavidad, y ella se giró hacia él—. No quería molestarte.
—Déjame, Parker. Además, te estás saltando la prohibición de fumar —replicó ella, en cuanto cruzaron los límites del campus.
—Pues quédate conmigo. Es aburrido fumar solo en una acera.
—No me queda tabaco.
—Yo te invito.
‖
A Parker le costó veintitrés días y dos paquetes y medio de Marlboro Red derribar las barreras que Amy llevaba cuatro años levantando. Acababan de regresar del fin de semana de Acción de Gracias cuando ella, al fin, aceptó ir a cenar con él.
Parker eligió un restaurante anodino. Todas sus discusiones académicas estaban presididas por las palabras rico y pobre, y las pocas conversaciones personales que habían tenido, por las menos diplomáticas pija y macarra. La elección del restaurante no era un asunto menor.
‖
—¿Podemos no hablar del maldito proyecto por una vez? —le preguntó Parker cuando comenzaban el segundo plato. Hacía dos meses que se veía con Amy casi a diario, y no sabía absolutamente nada de su vida. A él nunca le había gustado hablar demasiado de su vida privada, pero algo en su cabeza le hacía desear saber más sobre aquella chica misteriosa.
—¿Y de qué quieres que hablemos?
—Vamos, Amy… ¿En serio crees que no tenemos nada de que charlar que no sean temas de clase?
—No lo sé. —Ella se ruborizó.
—Por Dios santo, ni siquiera sé de dónde eres.
—Soy de aquí, de Nueva York. Una neoyorkina auténtica. —Ella sonrió e hizo el signo de la victoria con los dedos.
—¿Vives con tu familia, entonces? ¡No tenía ni idea!
—Sí. Con mi madre y con mi hermana.
—Una auténtica chica del Upper East Side[1], ¿me equivoco?
—Bastante. Te equivocas bastante, Parker. —Amy se puso seria—. Parece que siempre te equivocas a la hora de juzgarme. Vivo en Harlem[2], en realidad.
—¡No te enfades! —Sonrió él. Y, a continuación, se puso serio—. Tienes razón. Me paso la vida luchando contra los prejuicios y he sido el primero en caer en ellos. ¿Has vivido siempre en Harlem?
—Sí. Mi madre me tuvo muy joven, y, bueno, mi padre se desentendió de todo cuando yo nací. Lo único que tengo de él es su apellido. —La lengua de Amy parecía confiar en Parker más que su prudencia en ocultar durante años aquellos datos de su biografía que prefería que nadie conociera—. Cuando yo era muy pequeña, mi madre se casó con otro hombre. Es lo más parecido a un padre que tuve. Él vivía en Harlem, y así es como acabamos allí. Murió hace unos años, pero nosotras ya nunca llegamos a marcharnos. Allí está nuestro hogar, supongo. Y, dime, ¿qué pintas tú viviendo en Beta Theta Pi?
—Tradición familiar. Mi padre y mis tres hermanos fueron miembros. Toda mi familia ha estudiado en Columbia.
—Ah…
—Pensabas que me había escapado de un parque de remolques y que estaría en Columbia por algún tipo de beca social, ¿no? Por los tatuajes, el piercing y todo eso…
—¿Por qué tengo la sensación de que toda nuestra relación está corrompida por un montón de prejuicios estéticos?
—Eso suena como el inicio de un debate.