5

El viernes por la tarde deciden pasar el fin de semana en Monticello para celebrar que, esa misma mañana, Fabio ha defendido su tesis y se ha licenciado con matrícula de honor.

Hace más de seis meses que no van; la última vez fue con motivo de la licenciatura de Giulia.

—¿Vamos con dos coches o paso a recogerte?

La respuesta es previsible, porque a Giulia no le gusta conducir.

—Ven a recogerme.

—¿A qué hora?

—Dime antes si vamos a hacer la compra aquí o en Monticello.

—Mejor en Monticello —contesta Fabio.

—Entonces, pasa a recogerme mañana a las nueve y media. Llama al interfono y bajo.

A las once, Fabio aparca delante de la única tienda de alimentación de Monticello.

—Ten en cuenta que el lunes he de estar en el despacho a las ocho de la mañana como máximo.

Lleva ya un año haciendo prácticas en el bufete de un tío suyo.

—Vale —dice Giulia—. Compramos solo para esta noche y mañana a mediodía.

—¿Y hoy a mediodía?

—Me gustaría ir a la trattoria de Luigino.

Está a unos cinco kilómetros de Monticello; deja un poco que desear en cuanto a higiene, pero, en compensación, Luigino cocina de maravilla.

Hacen la compra, van al chalet, Giulia guarda las cosas en el frigorífico y abre las ventanas para ventilar la casa, mientras Fabio saca sábanas y fundas de almohada para las camas.

—¿Qué tal te va con Destefani? —le pregunta Fabio más tarde, mientras esperan los espaguetis con salsa amatriciana.

—Bien. Me es muy útil.

Destefani es un famoso especialista en derecho civil, con el que ella está haciendo las prácticas.

—¿Y tú sigues con la misma idea?

Fabio ha tenido siempre el propósito de entrar en la fiscalía general.

—Sí. En cuanto sea posible, haré las oposiciones.

El ritual consolidado incluye una siesta, en esta ocasión más justificada si cabe, porque en la trattoria de Luigino se han pasado un poco, en particular con el vino.

Nada más entrar en el chalet, suena el teléfono. Va a cogerlo Giulia.

—¡Sabía que os encontraría en Monticello!

—Hola, Andrea.

—Oye, ¿os importa que vayamos Anna y yo?

—¡Pues claro que no! Pero nosotros tenemos que volver mañana por la tarde.

—Nosotros también.

—Entonces, ningún problema.

—A las siete como máximo estaremos ahí.

Giulia no ha necesitado consultar con Fabio para aceptar la propuesta de Andrea.

Cuando va al dormitorio de Fabio para informarle de la llegada de sus amigos, lo encuentra ya en la cama. Por toda respuesta, Fabio dice:

—Eso significa que luego habrá que ir a comprar algo más. Lo que tenemos no es suficiente para los cuatro.

—¿Puedo dormir contigo? —le pregunta Giulia.

—Claro —responde Fabio, apartándose hacia la pared para dejarle sitio en la cama individual.

El señor Bernardini también quiere celebrar la licenciatura de Rena.

Y con razón, porque no solo le ha dirigido la tesis, sino que ha sido su verdadero, y secreto, autor.

Su relación empezó el día en que Rena fue a decirle que tenía intención de hacer la tesis sobre un tema de su disciplina.

Ya desde las primeras preguntas, Bernardini se da cuenta de que esa espléndida chica no tiene ni pajolera idea de derecho constitucional, y se pregunta cómo se las ha arreglado para llegar hasta el último curso de la carrera.

La respuesta no es difícil de encontrar: no hay más que ver cómo sabe lucir las tetas, cómo mueve las caderas, cómo mantiene entreabierta la boca, casi siempre dejando entrever la punta rosada de la lengua.

¡Y además tiene esos ojos tan verdes que parecen prometer gratitud y reconocimiento!

Al cabo de tres días, después de hacerse de rogar un poco, Rena acepta ir a cenar con el profesor. Bebe mucho. Y acaba desnuda en la cama del picadero que Bernardini comparte con un colega suyo. Ahí es donde se elabora la tesis, de manera bastante dificultosa, todo hay que decirlo, porque Rena se queda desnuda incluso para sentarse a la pequeña mesa a escribir lo que el profesor le dicta. Y, por desgracia, Bernardini se distrae con facilidad.

—Es que precisamente esta noche… hazte cargo, mis padres querían… Solo nosotros tres, ¿comprendes? Mejor lo dejamos para mañana.

Pero al día siguiente es jueves, y a él le corresponde el uso del picadero los días impares.

—¡Mañana es par! —exclama el profesor.

Rena conoce el mecanismo de los pares e impares, pues ha tenido que adaptarse a él; ahora simplemente ha fingido no acordarse. Hay que empezar de inmediato a quitarse de encima a Bernardini.

—Oye, Silvio, voy a intentar liberarme del compromiso. Te llamo hacia las cinco, ¿de acuerdo?

—Y si no puedes, ¿cómo quedamos? ¿Nos vemos el viernes?

—Bueno, en este momento no sé decirte si el viernes podré. Te telefoneo, ¿vale?

Sus padres no han organizado nada esa noche, naturalmente. La fiesta por la licenciatura está prevista para el domingo siguiente. Bernardini también está invitado.

—De acuerdo —acepta el profesor a regañadientes.

Es consciente de que, en lo sucesivo, ya no tendrá ningún pretexto para estar con ella tres días a la semana. De hecho, una vez desaparecida la necesidad, salta a la vista que Rena se ha apresurado a espaciar sus encuentros.

Pero a Bernardini esa chica se le ha metido hasta la médula; no le sucedía algo así desde hacía años, y sabe que le será muy difícil, mucho, dejar de tenerla a su disposición. Y espera que al menos esa noche…

Nada más salir de su despacho se topa con Colloredo, el colega con quien comparte el picadero.

—Venía a verte. Tengo que hablar contigo.

Bernardini mira el reloj. Es casi la hora de comer.

—Oye, mi mujer…

—Es muy importante —lo interrumpe Colloredo.

Han ido a comprar algo más, han vuelto y Fabio ha encendido la chimenea, no porque haga mucho frío sino porque le gusta. Frente a la chimenea, a poca distancia, la suficiente para que el calor no llegue en exceso, hay un sofá y dos silloncitos. Desde allí se puede ver cómodamente la televisión.

—¿Quieres ver el telediario de las siete? —pregunta Giulia antes de sentarse a su lado en el sofá.

—No.

No tiene ganas de voces y ruidos. Ha descubierto que se satura bastante pronto en el transcurso de un día. Fuera se ha hecho un silencio total. Por suerte, en el jardín no hay ningún perro guardián. No se lo ha dicho a Giulia, pero la visita de sus dos amigos no le hace demasiada gracia.

—En el bufete de Destefani, algunos empiezan a mirarme raro —dice Giulia.

—¿Por qué?

—Como se han enterado de que no tengo novio ni amante, y tampoco intención de tenerlos, al final han llegado a la conclusión de que soy lesbiana. —Ríe. Fabio también—. Pero Giovanna, una de las tres secretarias, que sí es lesbiana, se ha apresurado a decirles a todos que, en su opinión, yo no lo soy. Así que, al no poder considerarme ni carne ni pescado, me miran raro y siguen haciéndose preguntas y haciéndomelas de un modo más o menos velado.

—Habría una manera de taparles la boca.

—¿Cuál?

—Diles que eres del Opus Dei.

—¡Es una idea genial! —exclama Giulia, riendo. Y tras una pausa, recuperando la seriedad, añade—: Quiero envejecer deprisa, volverme fea, y así nadie me tocará las narices con este asunto.

Fabio la abraza y Giulia se le acerca hasta apoyar la cabeza en su hombro.

—¿Sabes una cosa? —le dice entonces él—. Ayer, comiendo, mi padre me soltó un discursito. El contenido era, en esencia, que se alegra de que me haya licenciado y que espera alegrarse todavía más en el plazo más breve posible, es decir, cuando le anuncie que he encontrado a una buena chica con la que casarme. Y siguió un interminable panegírico del matrimonio. Lo único divertido fue ver mientras tanto a mi madre.

—¿Qué hizo?

—Se quedó muy cortada, se sonrojó un poco, se le cayó dos veces el tenedor al suelo, volcó la copa de vino y no volvió a levantar los ojos del plato. Hubo un momento en que mi padre puso como ejemplo su matrimonio. ¡Pobre mamá! ¡Me dio mucha pena!

—Pues yo se lo dije abiertamente a mi madre —comenta Giulia.

—¿El qué?

—Que nunca me casaré. Que los hombres me horrorizan.

—¿Y qué dijo ella?

—¿Qué querías que dijera? Palideció y se fue.

—Oye, ¿te importa aclararme una cosa acerca de…? —pide él—. Un detalle… No acabo de entender cómo fue.

—Creo que a ti te lo he contado todo.

—Sí, pero no me quedó claro… ¿Fuiste tú la que le contó a tu madre lo que te estaba pasando?

—Sí, pero dos años después de que la historia empezara. Y ella no me creyó. Perdió el control y llegó a darme una bofetada. Entonces se lo conté a mi padre. Y él me riñó mucho porque me inventaba cosas malas. Dijo que el diablo me había poseído. Estaba desesperada.

—¿Y cómo es que al final se convencieron de que era verdad?

—Porque un día Gemma llegó antes de hora y vio un delicioso espectáculo. A ella no tuvieron más remedio que creerla.

* * *

Gianni, que se licenció hace tres días, ha ido a ver a Matteo, que no se licenciará hasta el lunes siguiente.

—¿Qué has decidido al final? —pregunta Matteo.

—Mi padre ha insistido en que regrese enseguida al pueblo, pero he conseguido escabullirme. Asistiré a tu licenciatura y después me iré. Ah, y nos han hecho una propuesta… pero de eso te hablo luego.

—Me alegro. ¿Qué hacemos? ¿Vamos a cenar fuera o…?

—¿Qué tienes en el frigorífico?

—Ni idea. Ve a ver.

Gianni sale y vuelve al cabo de un momento. Ya se ha puesto el delantal.

—Podría preparar espaguetis con ajo, aceite y aceitunas negras. Y, de segundo, dos filetes a la milanesa.

—Vale. Ve a cocinar.

—¿Qué prisa hay? —pregunta Gianni. Se sienta encima de sus rodillas, lo abraza, le lame una oreja y dice—: ¿Por qué me haces sufrir?

—¿Yo?

—Sí, tú. ¿Qué hacías la otra noche con aquella rubia en el jardín de la universidad?

Matteo le responde con un beso en el cuello.

Anna y Andrea, como de costumbre, llegan con retraso. Pero tienen tiempo de tomarse una copa de vino blanco y después los cuatro se sientan a la mesa.

Anna ya se ha licenciado en Letras; en cambio, a Andrea, que estudia Medicina, todavía le falta.

Después de cenar, Fabio enciende el televisor. Hay un debate con psicólogos, periodistas, abogados y criminólogos sobre un suceso: al parecer, unos profesores han abusado de los niños de su colegio haciéndoles practicar jueguecitos eróticos.

Giulia se levanta en el acto.

—Perdonadme, pero me duele mucho la cabeza y estar delante del televisor no me ayuda. Me voy a mi habitación.

Fabio la mira contrariado. Pero Andrea reacciona con presteza:

—Si es por eso…

Fabio apaga el televisor. Giulia vuelve a sentarse.

—Podríamos jugar a las cartas —propone Anna, que es una excelente jugadora de bridge.

Cuando se encuentran, Rena dice que es mejor saltarse la cena; en el restaurante perderían demasiado tiempo y ella no dispone de mucho.

—¿Por qué? —le pregunta Bernardini.

—Porque les he dicho a mis padres que iba a tomar algo con mis compañeros de clase, y no sería lógico que volviera a casa muy tarde.

En cuanto entran en el picadero, Rena empieza a desnudarse. El profesor se sienta en una silla y no le quita los ojos de encima. Siempre lo hace, porque le encanta mirarla y paladearla mientras se desviste.

Luego, Rena se tumba desnuda en la cama, mientras que el profesor, a diferencia de lo habitual, no se mueve de la silla.

—¿Qué pasa?

—Ha venido a verme Colloredo —dice.

—¿Colloredo? ¿Quién es?

—Lo conoces muy bien. No hemos conseguido entender cómo, pero de algún modo diabólico te enteraste de que él era el de los días pares.

Rena se ríe de un modo que pretende sonar inocente.

—Me había entrado curiosidad por conocerlo, ¿qué tiene eso de malo?

—Y lo chantajeaste.

—¿Yo?

—Sí, tú. Un chantaje agradable, lo reconozco, pero chantaje al fin y al cabo. Lo obligaste a que te trajera a follar aquí.

—¡¿Te ha dicho eso?! ¡Ja, ja, ja!

—¿Por qué te ríes?

—Porque hemos follado tres veces, y las tres aquí, después de que él me lo pidiera amablemente. O sea, nada que ver con un chantaje. Y no hemos seguido porque yo me he negado.

—Da igual. En cualquier caso, tú has demostrado ser una zorra.

Con un rugido, Rena se levanta de la cama y se abalanza sobre el profesor. El violento empujón hace que Bernardini, sentado en la silla, caiga hacia atrás.

El talón desnudo de Rena aplasta sus gafas.

La primera en decir que tiene sueño es Giulia, que sube a su habitación. Poco después, Fabio también se va a dormir.

Anna y Andrea encienden entonces el televisor. Se ponen a ver distraídamente una película bélica.

Pasada media hora larga, Andrea va al dormitorio de matrimonio, que ocupan ellos, baja con una cinta de vídeo y cierra con pestillo la puerta de acceso a la escalera que conduce al piso superior.

Cuando, al llegar, han dejado las bolsas en la habitación, enseguida se han entendido con una mirada. Porque a la izquierda de su dormitorio está la habitación de Giulia, y a la derecha, la de Fabio. Y las paredes son muy delgadas. Hacer el amor allí como lo hacen ellos sería, como mínimo, inoportuno. En cambio, en el salón de la chimenea está el televisor, acompañado además de un flamante reproductor de vídeo.

Andrea introduce la cinta en el aparato.

Anna, antes de acercarse a él, enciende la radio que hay en la repisa de la chimenea. La música, aunque está a un volumen bajo, contribuirá a tapar el ruido que hagan.

Andrea pulsa el mando a distancia. Aparecen las primeras imágenes.

Anna y Andrea comienzan a desnudarse rápidamente.

En la pantalla muda, un hombre desnudo está delante de una chica, desnuda también y atada a una silla. La joven, amordazada, tiene los ojos desorbitados a causa del pánico.

El hombre la agarra del pelo con la mano izquierda y tira hacia atrás.

El cuchillo que tiene en la mano derecha empieza a acercarse al cuello de la chica.

Anna resopla.

Lo que están viendo por enésima vez no es una película, sino la filmación de un asesinato seguido del prolongado descuartizamiento del cadáver. A Andrea le ha costado una suma enorme.

Ahora, Anna está tendida boca abajo sobre la mesa, con la cabeza levantada para ver las imágenes de la pantalla.

Andrea, en cambio, está de pie detrás de ella.

En un momento dado, Anna, para no despertar a sus amigos, se ve obligada a meterse en la boca el pañuelo que estrujaba con una mano.

—Si te fuera mal como abogado, podrías trabajar de cocinero —dice Matteo.

Tanto la pasta como la carne eran dos platos sencillísimos de preparar y de sabor previsible; sin embargo, Gianni ha conseguido darles un sabor distinto.

—¡Lo que cuenta es la mano del cocinero! —exclama Gianni, alzándola en busca de admiración. Y al instante la mete entre las piernas de su amigo.

—Tengo tu regalo de fin de carrera —anuncia Matteo, levantándose.

—¡A ver, a ver! —dice Gianni batiendo palmas.

Matteo va al dormitorio, vuelve y deja sobre la mesa una bolsita de coca.

Gianni se pone en pie, se abalanza hacia Matteo, lo abraza y le cubre la cara de besos, gimiendo.

—¿Me acompañas? —le pregunta.

—No. —A Matteo no le gusta la coca—. Es toda para ti.

Gianni no abre enseguida la bolsita. Despliega una extraña sonrisa y dice:

—Me ha telefoneado Pasquale Vesuviano para que vayamos a su casa mañana. Tiene una atractiva propuesta que hacernos.

—¿Qué clase de propuesta?

—Ya lo verás.

El profesor emite un extraño gorgoteo al respirar. Está tendido en el suelo, en un rincón del picadero, y su cara es un amasijo sanguinolento. Rena ha utilizado una plancha antigua que había como adorno en la repisa de la chimenea.

Rena se mira en el espejo: tiene manchas de sangre en el pecho, los brazos, el vientre, las piernas. Va al cuarto de baño, se pone bajo el chorro de la ducha y se queda ahí un buen rato.

Luego se viste con mucha calma, sale del picadero, entra en la cabina de teléfonos de la esquina y marca el número de Colloredo, que a esa hora estará todavía sentado a la mesa con su mujercita y sus dos mocosos.

El teléfono suena bastantes veces, nadie contesta. Pero Rena insiste. Colloredo no puede sospechar que ella tiene el número de su casa, y, en efecto, finalmente se oye una voz femenina:

—Diga…

Debe de ser su mujer.

—Señora, disculpe, soy una alumna de su marido. Necesito hablar con él.

—¿Le parece que son horas de molestar?

—Diga…

Es la voz de Colloredo, que debe de haberle quitado el auricular de las manos a su mujer.

—Oye, encanto —comienza Rena, segura de que él la reconocerá—, escúchame sin decir nada. Tu amigo Bernardini se ha caído de la cama mientras estaba conmigo y se ha partido la cara. Tienes que venir a buscarlo para llevarlo enseguida al hospital. ¿Me he explicado bien?

—Sí.

—Otra cosa. Dile a Bernardini que no le conviene denunciarme. He grabado algunas cintas de nuestros encuentros; por desgracia, solo de audio. Pero creo que bastarán para destrozarle la familia y la carrera. Y tú también procura portarte bien, porque tengo un pequeño recuerdo de nuestros encuentros. ¿Queda claro?

—Sí.