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Y ahora la tiene delante.
—No te imaginas cuánto me alegra que hayas querido verme —empieza Matteo.
—A mí también… —dice Rena, y se interrumpe, ruborizada.
Aprendió a ruborizarse a voluntad hacia los veinte años. Es fácil y se le puede sacar bastante partido. En efecto, Matteo pone una mano sobre la suya.
—¿Qué pasa, Rena? —pregunta con voz de confesor, mirándola a los ojos.
Ella aparta la mirada.
—Ahora que estoy aquí… —Se interrumpe de nuevo, se ruboriza más, traga saliva—. Me siento un poco avergonzada.
—Vamos, Rena, ¿desde cuándo nos conocemos?
—Desde que empezamos el instituto. Pero después yo estuve muy enferma y…
—Pero ¡volvimos a vernos en la universidad! ¡Nos conocemos prácticamente de toda la vida! Y, además, ¿qué estamos haciendo para que tengas que avergonzarte?
Ella se da la vuelta para mirarlo. Largamente, tan largamente que Matteo pierde el control, se inclina e intenta besarla en la boca. Rena lo detiene, lo rechaza. Pero con delicadeza.
—No. —Y añade—: Perdona. —Luego, volviendo la cabeza hacia otro lado, dice—: He venido para pedirte consejo.
Matteo se siente decepcionado.
¿Se había equivocado, entonces, en su interpretación de las miradas, los apretones de manos y los besos supuestamente amistosos? ¿Tal vez Rena necesita dinero? ¿O quizá su marido se ha metido en algún lío? A Andrea no está dispuesto a darle ni un euro; a ella, todos los que quiera. Dentro de unos límites razonables, claro. Rena vuelve a hablar:
—He pensado acudir a ti porque con las otras mujeres del grupo… incluso con Anna, lamentablemente…
Así que no se trata de dinero. Pero acaba de decir una gran verdad: todas la detestan, empezando por Anna. La consideran una zorra. Y, la verdad, no andan muy erradas.
—Y, de los hombres, tú eres el único que puede comprenderme.
Él, el elegido, no dice nada; es mejor dejar que siga con su monólogo.
—No creo que tu matrimonio con Anna vaya bien.
Matteo da un respingo. El súbito cambio de tema lo ha sorprendido desagradablemente. ¿Adónde quiere ir a parar?
—Me he dado cuenta. Los demás quizá no, pero yo… —continúa Rena.
Esa costumbre de no terminar las frases es francamente insoportable. Al cabo de un momento prosigue:
—He hecho comparaciones.
—¿Con quién?
—Con Andrea y yo.
—Ah.
Eso significa una cosa inequívoca: que su matrimonio tampoco va bien.
—Estamos exactamente igual.
—Pero ¿tanto se nota que entre Anna y yo no funcionan las cosas?
Está un poco preocupado. No le hace gracia que sus amigos hayan podido advertirlo.
—No; ya te lo he dicho. Solo puede percibirlo quien se encuentra en la misma situación.
Menos mal.
—Perdona, pero Andrea y tú solamente lleváis casados…
—Sí, tres años. Pero las cosas empezaron a ir mal ya en el segundo.
—¿En qué sentido?
—Me resulta difícil incluso explicármelo a mí misma. Pero creo que él sigue queriéndome como el primer día.
—¿Y tú?
—Yo… —Pausa. Suspiro profundo—. Yo he llegado al convencimiento de que casarme con él fue un error. Quizá Andrea debería haber seguido siendo el gran amigo que era. He llegado a decirle cosas que casi no me habría dicho a mí misma. Un verdadero amigo. Pero como marido… ¿Comprendes?
Matteo comprende. Comprende a la perfección. Pero quiere que sea ella quien lo diga. Con esa boca que te hace pensar solo en una cosa. Por eso finge haber malinterpretado sus palabras.
—Creo que sí. Pero, si he entendido bien, no creo que pequeñas desavenencias entre vosotros puedan…
—¿Desavenencias? —salta Rena.
—Bueno, sí, me ha parecido…
Ella saca la punta de la lengua, se la pasa por los labios, se vuelve hacia la ventana. De repente, se vuelve de nuevo hacia Matteo, lo mira a los ojos. Es evidente que ha tomado una decisión.
—Lo cierto es que ya no soporto a Andrea. No lo aguanto más.
—¿En qué sentido?
¡Decídete a decirlo de una vez!
—Quiero decir físicamente. Cuando me abraza, siento… que me cierro por completo. Mi cuerpo lo rechaza. Se me pone la piel de gallina. Después… a veces… voy al baño a vomitar.
Y se ruboriza.
El sonrojo, largamente estudiado, también debería producir un efecto seguro. Esta vez, él le coge las dos manos, se acerca más.
—¿De verdad?
Ella asiente con la cabeza, mirando hacia abajo.
Matteo alarga una mano, la apoya en su barbilla, la obliga a mirarlo.
—¿Te pide que hagas cosas que…?
—También.
—¿Qué cosas?
Ella hace un gesto vago y se da la vuelta.
—Pero incluso cuando… no me pide que haga esas cosas y todo se desarrolla… normalmente, incluso entonces, yo… No sé si me entiendes.
Él la obliga de nuevo a mirarlo y le acaricia una mejilla. Nota que está ardiendo.
—¡Pobrecita!
Y Rena continúa mientras dos gruesas lágrimas empiezan a resbalar por sus mejillas:
—Es una tortura insoportable que se repite todas las noches.
Habla como en una telenovela brasileña. Por lo demás, ese es su nivel. Pero ¿qué ha dicho? ¿Todas las noches? ¿Después de tres años de compartir cama? ¡Pues sí que va fuerte Andrea!
—¿Qué debo hacer? ¿Pedir el divorcio? Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Quién va a tomarse en serio mis razones?
Ahora llora sin contención.
Él abre los brazos en un gesto paternal.
—Anda, ven aquí.
Rena se le echa encima, él la abraza. Empieza a acariciarle los pechos con cautela. Ella se le pega más.
Matteo echa un vistazo al reloj de pared. Todavía dispone de una hora.
Rena ha pegado los labios a los suyos. Beso larguísimo. Cuando se pone en pie, Matteo se ha quedado casi sin aliento.
Pero tiene que ir a pulsar el botón azul que bloquea la puerta; así nadie podrá entrar por error.
* * *
Cuando, al día siguiente, la secretaria le comunica que Gianni ha llegado, Matteo no pulsa el botón de la luz roja; así, Milena sabe que no se trata de una conversación tan reservada que no pueda interrumpirse.
Más vale ser prudentes, solo faltaría que empezaran a circular otra vez los rumores de los tiempos del instituto y la universidad. Entonces podía pasárselos por el forro, pero ahora no, con esa cabrona de Anna que quizá esté esperando una oportunidad para ponerle la zancadilla.
Sale al encuentro del amigo recuperado con los brazos abiertos, se alegra realmente de volver a verlo.
Y Gianni es asombroso, no ha cambiado en absoluto en estos diez años. La misma cara de ángel caído por error en la Tierra, la misma mirada un tanto atónita, el largo cabello rubio, el cuerpo…
Se liberan del abrazo, van a sentarse al sofá.
Se sonríen.
—Te veo muy en forma —dice Gianni.
—Pues tú no te quedas atrás.
Gianni hace un amplio gesto con el brazo que incluye no solo el despacho, sino también a la secretaria personal, la segunda secretaria, los empleados y las tres plantas del edificio que ocupan las oficinas de la empresa.
—No te va mal.
—No puedo quejarme.
—Ahora entiendo por qué es tan difícil conseguir una cita contigo. ¿Mucho trabajo?
—Uf, mejor cambiamos de tema.
—¿Estás casado?
—Sí.
—¿Con quién?
—La conoces, supongo que la recordarás. Una compañera nuestra del instituto: Anna Rovida.
—¡¿Anna?! Pero ¿no…? —Se calla.
—Sí —contesta sonriendo Matteo—, estaba con Andrea. Pero eso es agua pasada.
—¿Tenéis hijos?
—No. Anna no quiere.
—¿Puedo fumar? —pregunta Gianni.
—¡Claro! Voy a buscar un cenicero.
Lo tiene guardado en un cajón para evitar que a alguien le entren ganas de encender un cigarrillo. Detesta el humo. Pero por Gianni está dispuesto a hacer una excepción.
Su amigo, que conoce su aversión al tabaco, se ahorra el gesto inútil de tenderle el paquete.
—Me he enterado de que te presentas a las elecciones —dice Matteo.
—Así es.
—¿Cómo es que te has hecho de izquierdas?
Durante su relación de amistad, pocas veces hablaron de política. Pero, en esas raras ocasiones, Gianni expresaba ideas que claramente tendían hacia la derecha.
—¿Y cómo es que tú te has pasado a las mujeres?
La pregunta se formula con aspereza; mejor no aceptar el desafío. Cuando Gianni saca las uñas, las clava hasta hacer sangre.
—¿Por qué desapareciste?
—Después de licenciarme, como sabes, regresé al pueblo, empecé a hacer prácticas con mi padre y me integré en la vida de allí.
—¿Y cómo te las apañaste? —pregunta Matteo con una sonrisita cargada de intención.
—Nada mal —responde Gianni con una sonrisita idéntica.
—¿Y luego?
—Hace dos años, volví y abrí un bufete aquí.
—¡Menudo granuja estás hecho! ¿Y en dos años no has tenido un minuto para localizarme y llamarme?
Gianni lo mira a los ojos.
—Temía incomodarte.
Matteo ríe.
—Pero ¡qué dices! ¿Incomodarme? ¡En absoluto! ¿Y nunca te has encontrado con algún amigo de antes?
—Un día vi por casualidad a Rena. Desde entonces nos telefoneamos de vez en cuando.
—Qué raro que Rena nunca haya dicho que había vuelto a verte.
—Yo le pedí que no se lo dijera a nadie.
—¿Y cómo es que al final te has decidido a llamarme?
Por primera vez desde su llegada, Gianni parece vacilar un poco.
—¿Vienes a pedirme el voto? —lo presiona Matteo—. En cuestión de política, no he cambiado de ideas, ¿sabes? Así que yo con los comunistas y afines…
—No he venido por eso —lo interrumpe Gianni. Su expresión es ahora sombría.
—¿Cuál es la razón, entonces?
—La razón es esta. —Titubea de nuevo, pero al final se decide—: He recibido una carta anónima.
—¿Y estás preocupado por eso? ¡Yo he recibido decenas!
—Dentro había una foto.
—¿De quién?
—De nosotros dos.
Matteo siente que una especie de descarga eléctrica le recorre el cuerpo, desde la nuca hasta los talones.
—¿Mientras…?
—Sí.
—¡Joder!
De repente está empapado de sudor. Ese asunto puede arruinarlo. Seguramente, Anna pediría el divorcio.
—Pero yo no recuerdo que nos hiciéramos fotos, ni que pidiéramos a nadie que nos las hiciera, cuando…
—Evidentemente, nos fotografiaron sin saberlo nosotros.
Aun así, hay algo que no cuadra.
—Perdona, Gianni, pero ¿por qué te la han mandado a ti? Tú nunca has ocultado ser como eres. A ti no te perjudica. Si se trata de un chantaje, deberían habérmela enviado a mí, ¿no?
Gianni no contesta. Saca un sobre del bolsillo, lo abre, coge la foto que hay dentro y se la tiende a Matteo.
Este la mira y palidece.
Se levanta del sofá y vuelve a sentarse. Luego va hasta la mesa y pulsa el botón que prohíbe entrar. Se sienta de nuevo, se seca la frente.
Es peor aún de lo que temía; lo sacude un escalofrío. Justo ahora que ha llegado a donde quería… ¿Quién puede tener interés en sacar a relucir ese asunto? Desde luego, no aquel crío asustado…
—No… ya no me acordaba de esa historia —balbucea.
—Yo tampoco —contesta Gianni—. Pero aquella tarde habíamos bebido y fumado más de la cuenta.
—¿Y qué dice la carta?
—No hay ninguna carta. El sobre solo contenía la foto.
—¿Por qué te la han mandado a ti?
—Me la han mandado a mí porque estaban seguros de que te la enseñaría.
Matteo se levanta, abre la parte superior de un elegantísimo mueble y saca una botella de whisky.
—¿Quieres?
Gianni rehúsa con un gesto.
—Ya sabes que bebo poquísimo. Soy casi abstemio.
Matteo vuelve a sentarse, con el vaso en la mano.
—¿Cuándo la recibiste?
—Una hora antes de llamarte.
—Pero ¡entonces hace ya cuatro días! ¿No han vuelto a dar señales de vida? ¿No han pedido dinero?
—No.
—Si no recuerdo mal —dice Matteo—, ese episodio se remonta al último curso de la carrera.
—Exacto.
—¿Y cómo es que han esperado hasta ahora?
—Quizá porque mi nombre ha empezado a oírse estos días.
—Pero ¡el mío no! —replica Matteo—. Si quieren dinero, saldrá de mi bolsillo, porque no creo que tú…
—Yo tengo ahorrados unos diez mil euros.
—¿Lo ves? Es a mí a quien se dirigen.
—No sé qué decirte; quizá tengas razón.
Pasados los primeros momentos de ofuscación, el cerebro de Matteo se pone de nuevo a funcionar a pleno rendimiento.
—Intentemos razonar. Reconstruyamos cómo se desarrolló todo el asunto. Recuerdo perfectamente que no fui yo quien tomó la iniciativa. Alguien te lo propuso, tú me hablaste de ello y decidimos aceptar. ¿Fue así?
Gianni asiente con la cabeza.
—Continúo. ¿Ese alguien que te hizo la propuesta no era Pasquale?
—Pasquale Vesuviano, sí.
—Fuimos a su estudio, ¿verdad?
—Sí.
—Y él no participó. La prueba está en que no aparece en la foto. Además, sí, ahora me acuerdo, Pasquale dijo que tenía otro compromiso y se marchó. Así que…
—Acaba.
—Así que solo pudo ser él quien tomó la foto. Nos dijo que se iba, pero no se fue. Debió de esconderse en la habitación de al lado y desde allí, a través de un agujero o qué sé yo, hizo un carrete entero. Hay que localizarlo inmediatamente, no queda otra. Seguro que es él quien te ha mandado la foto.
Gianni enciende otro cigarrillo.
—Yo también tengo cerebro, ¿sabes?
—¿Qué quieres decir?
—Que he hecho el mismo razonamiento que tú, aun sabiendo que no se sostenía.
—¿Por qué?
—Porque Pasquale Vesuviano murió hace tres años en un accidente de coche mientras iba a Nápoles.
Se hace un repentino y pesado silencio, que al final rompe el propio Gianni:
—¿Cómo debo actuar? —pregunta.
—¿A qué te refieres?
—A que si, en lugar de escribirme una carta, me telefonean para pedirme dinero, ¿qué tengo que contestar? ¿Cómo debo reaccionar?
—Tienes que pedirles un poco de tiempo. Encontraré una solución.
—¿No pagarías?
—Pero ¿estás loco? ¡Quién sabe cuántas fotos tienen! ¡Me las mandarían una a una hasta desangrarme!
—Oriéntame un poco sobre lo que debo decir.
—Tú di la verdad. Que me has enseñado las fotos y que, si se trata de un chantaje, no se hagan ilusiones, porque tú no tienes un céntimo. En cuanto a mí, di que te he manifestado mi voluntad de no aflojar la mosca. Consigue todo el tiempo que puedas para convencerme.
A la mañana siguiente, hacia las diez, suena el teléfono mientras está en una reunión.
—Disculpadme —dice, mientras se levanta para contestar.
Solo puede ser Gianni, porque le ha dicho a Milena que no le pase ninguna llamada que no sea del señor Rocchi.
—¿Estás solo? —pregunta Gianni.
—No.
—Entonces hablo yo. Hace diez minutos he recibido otra carta. Contiene una foto, la misma escena, pero… Quizá sería conveniente que nos viéramos.
—De acuerdo. Esta noche, a las diez, en el cafetín. ¿Te va bien?
—Sí.
¿Por qué ha dicho el cafetín? ¿Por qué lo ha recordado? Era el que estaba cerca de la universidad, donde quedaban siempre. Evidentemente, si Gianni no le ha preguntado a qué cafetín se refería es porque también lo ha recordado pese a los años transcurridos.
Pero resulta que el cafetín ya no existe; lo ha sustituido una tienda de ropa vaquera.
Gianni lo espera de pie junto a su coche.
—¿Qué hacemos? ¿Vamos a buscar otro bar?
—No —responde Matteo, abriéndole la puerta de su automóvil—. Sube.
Teniendo en cuenta el tipo de fotos que manejan, es más prudente que no haya gente alrededor.
Gianni sube y Matteo enciende la luz interior.
—Dámela.
Es casi igual que la primera, con la diferencia de que ellos han hecho algún movimiento, porque en esta las caras están frente al objetivo. Perfectamente reconocibles. Incluida la de la tercera persona que aparece en la foto, un niño de seis años conseguido por Pasquale.
—Antes o después nos pedirán un montón de dinero —dice Matteo secándose el sudor. Y añade—: Se me ha ocurrido una idea.
—¿Cuál?
—¿Pasquale tenía familia?
—Ya me he informado. Yo he pensado lo mismo. La madre todavía vive, pero es una octogenaria casi ciega. Y la hermana se casó y vive en Nueva York con su marido.
—Entonces, ¿cómo y por qué pueden haber llegado estas fotos a manos de alguien?
—Pues, o bien las encontraron en la casa que tenía aquí cuando era estudiante, o bien en el despacho-vivienda de Nápoles después de su muerte. Aunque hay otra hipótesis, muy sencilla.
—¿Cuál?
—Que Pasquale se las diera a algún amigo suyo.
—Es posible. Pero yo me pregunto otra cosa: ¿por qué hizo Pasquale estas fotos? A nosotros nunca nos habló de ellas. Por lo tanto, no pretendía utilizarlas para obtener un beneficio. ¿Para qué las quería, entonces?
—A lo mejor para vendérselas a algún coleccionista.
—Ya, podría ser. Pero ¿cómo se las habría arreglado el coleccionista para localizarnos después de diez años? ¡Nuestros nombres no están detrás de las fotos! ¡Y no somos actores de cine o televisión, con caras fácilmente reconocibles!
—En cualquier caso, estamos jodidos —dice Gianni—. ¿Qué hacemos?
—¿Qué quieres hacer? Esperemos a ver cuál es el próximo movimiento.
Mientras está volviendo a casa suena el móvil. Es Rena, que debe darle una respuesta.
—Puedo pasado mañana de cuatro a siete y media.
—De acuerdo.
Ya le ha explicado cómo llegar al pequeño apartamento de las afueras que compró hace dos años para destinarlo a esa finalidad. Y le ha dado una copia de las llaves. Si no para otra cosa, servirá al menos para distraerlo de ese turbio asunto de las fotos.