1
—¿Cuándo vuedve papá?
—¡Uf, qué pesado!
—¿Pod qué se ha ido papá?
—Pero si te lo dijo él mismo: «Voy a Palermo por un asunto de trabajo, pero volveré pronto».
—¿Y cuándo es pronto?
—¡Jo, estás insoportable!
—¿Pod qué no me dices cuándo vuedve papá?
—Pero ¡si te lo he dicho mil veces! ¿Cómo es posible que no lo entiendas, tontorrón? Hagamos una cosa: dame la mano.
—¿Cuál, mamá?
—La que quieras. Eso, muy bien. Ahora presta atención. En cada mano hay cinco deditos, ¿ves? El más pequeño, este, se llama meñique; el hermanito que está junto a él, anular; el más largo, corazón; el de al lado, índice; y el más gordo, pulgar. Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Cinco dedos, ¿está claro? Como papá vuelve dentro de cinco días, a partir de mañana, cuando vayas a acostarte, cierras un dedo cada noche. Cuando no te quede ningún dedo porque estén todos cerrados y la mano se haya convertido en un puño, papá volverá a casa. Y ahora ve al baño. Te quitas la ropa, me llamas, y voy a lavarte y acostarte.
En el sueño ha notado los labios de papá sobre la frente. Después llega mamá, que la despierta acariciándole el pelo. Al abrir los ojos, ve su cara sonriente. Como siempre.
—Hola, mamá.
—Buenos días, pequeñina mía.
La coge en brazos. Baño.
—Mira qué vestido más bonito te he preparado para hoy.
El verde. Mamá le ha dicho que ese color se llama verde, como el del césped.
—¿Te gusta?
—Tí
—Bien. Ahora te vas a tu cuarto como una niña buena y te pones a jugar, que mamá tiene que irse a la oficina. Pórtate bien y no hagas ninguna trastada. Dentro de una hora viene Gemma, pero, si necesitas algo, vas a la habitación de tío Eugenio.
Es el hermano de papá, que es muy peludo y tiene una pierna torcida. Nunca sonríe, nunca sale de su cuarto y en la mesa tampoco habla, pero de vez en cuando, a escondidas, le da un caramelo.
A esas horas, el 28 no suele ir tan lleno. Erminia ocupa un asiento junto a la ventanilla y lo acomoda sobre sus rodillas para que pueda mirar la calle. En cierto momento, lo levanta cogiéndolo por las axilas.
—Dame la mano.
La mano de Erminia no es suave como la de mamá. A él no le gusta dársela.
Bajan en la parada habitual, echan a andar por el gran paseo arbolado y llegan a «su» banco de la glorieta. Erminia saluda desde lejos a una amiga y se sienta. Él, en cambio, ha visto que ya están allí Luca, Simone y Mara, sus amigos.
—Quiedo id…
—Ve.
El juego de esta mañana es una carrera de cochecitos de cuerda. Mara es la mejor, siempre gana ella.
Están sentados a la mesa, cenando. En los sitios de costumbre: ella al lado de mamá, y enfrente su hermano Angelo, que es dos años mayor, al lado de papá.
A ella le gustaba escuchar a papá y mamá cuando se hablaban, aunque no entendiera lo que decían.
Pero ahora papá y mamá ya no se hablan; más aún, ni siquiera se miran, como Angelo y ella cuando se han peleado.
De pronto advierte que mamá está llorando en silencio, aunque intenta disimular poniéndose la servilleta delante de la cara.
—¿Qué te pasa, mamá?
—Tengo pupa.
Y, sin decir nada más, se levanta y se va al dormitorio. Al cabo de un momento, papá se levanta también y va a encerrarse en el despacho.
Hace unos días pusieron en el despacho una camita para papá. Mamá dijo que habían tenido que hacerlo porque papá ronca mucho y no la deja dormir.
Ahora oye reír a Angelo y levanta los ojos.
Su hermano está yendo de puntillas hacia la cocina. Al cabo de un momento, vuelve con una enorme porción de tarta entre las manos y empieza a comérsela.
—Ve a coger tú también.
No, ella no hará lo mismo que Angelo. Porque mamá ha dicho que la tarta es para mañana, cuando vengan los tíos, y que por eso no hay que tocarla. Ella es una niña obediente.
Pero ¿por qué Popeo está siempre durmiendo? Nada más comer, se pone a dormir. Se adormece después de hacer sus necesidades. Vuelve a dormir después de dar unas vueltas por la casa. Por la mañana, cuando mamá lo despierta, Popeo sigue durmiendo a los pies de su cama. Y cuando va a acostarse, Popeo ya está allí dormido.
Un día se lo pregunta a mamá:
—¿Pod qué Popeo duedme tanto?
—Porque Popeo, como todos los gatos, es un animal que duerme de día y está despierto por la noche.
—¿Y qué hace?
—Va de caza.
—¿Qué caza?
—Debería cazar ratones, pero como, por suerte, en casa no hay, caza bichitos.
—¿Qué bichitos?
—Pues no sé, arañitas…
¡Adañitas no! Le dan pavor.
—Vámonos a ota casa.
—¿Por qué quieres irte a otra casa?
—Podque aquí hay adañitas.
—Pero ¡si te he dicho que está Popeo! No te preocupes, tesoro, que él se encarga de eso.
Él no añade nada, pero está seguro de que las cosas no son como dice mamá.
Él cree que Popeo también duerme cuando está oscuro.
Y una noche u otra las adañitas treparán por su cama, le morderán la nariz hasta hacerle sangre y se la arrancarán mientras Popeo sigue durmiendo tranquilamente.
Y además, ¿cómo pueden saber los mayores que Popeo está despierto por la noche, si todos ellos duermen?
—Dale un beso a papá —dice llorando tía Anna, la hermana de mamá.
Oye a mamá llorando también en la habitación de al lado y que tía Francesca, la otra hermana de mamá, dice:
—Ánimo, Michela, ánimo, tienes que ser fuerte…
¡Cuántos parientes en casa! Y todos han venido a ver a papá, que está durmiendo en el salón ¡dentro de una caja y completamente vestido de negro! Aunque su aspecto es un poco cómico, porque lleva corbata pero se le ha olvidado ponerse los zapatos.
—Dale un beso a papá —insiste tía Anna, empujándolo hacia delante.
Él se acerca, se pone de puntillas, se estira. La caja es demasiado alta, está apoyada sobre dos soportes; no llega. Entonces tía Anna se da cuenta, lo coge en brazos y lo inclina hacia papá. Él posa los labios sobre su frente.
—¡Papá tiene fdío! —exclama mientras lo dejan en el suelo.
A su tía se le escapa una especie de aullido, como los que profieren los lobos que salen en la televisión.
Le entra miedo y corre hacia el comedor, donde está sentado tío Carlo, el marido de tía Francesca, hablando con otros hombres. Su tío lo coge de un brazo, lo sienta sobre sus rodillas, lo besa en la mejilla.
—Quiedo id con mamá.
—No, no vayas con mamá; tiene cosas que hacer y no quiere que la molesten. Ahora ya eres un hombrecito y puedes estar con los mayores.
Pero él no es un hombrecito y no quiere estar con los mayores.
—Entonces me voy a mi cuadto.
Está sentada en el suelo con la espalda apoyada en el tronco del árbol más bonito del jardín; papá le ha dicho muchas veces su nombre, pero a ella siempre se le olvida. Mira los dibujos de un libro de hadas que le ha comprado mamá. A su hermana Tilde le ha comprado otro casi igual, pero Tilde tiene tres años más y, aparte de mirar los dibujos, también sabe leer. Lo que pasa es que a Tilde no le gusta leer ni mirar los dibujos; a Tilde le gusta gastarle bromas que le dan mucho miedo y la hacen llorar, y aunque en dos ocasiones mamá la ha dejado sin comer pasteles porque la había asustado mucho, Tilde sigue gastándole bromas. Tilde es mala.
Mírala, por ahí viene, pero ella finge no verla.
—¿Qué haces?
No le contesta.
—¿Qué haces?
—No quiero hablar contigo.
—Venga, no seas así. ¿Qué haces?
—Miro las hadas.
—Yo también quiero mirarlas.
Se sienta a su lado y le da un empujoncito con el hombro para conquistar una porción más ancha de tronco. Al cabo de un momento, pregunta:
—¿Por qué esa hada tiene dos narices?
A ella le parece que solo tiene una. Para verla mejor, se inclina hacia el libro que descansa sobre sus rodillas.
Y en ese momento nota la mano de Tilde en la nuca, y al punto algo horrible, una cosa larga y muy fría, empieza a corretear frenéticamente por su espalda, entre la piel y la camiseta. Se levanta gritando y echa a correr hacia la casa. Grita y llora tan fuerte que mamá sale asustada por la puerta de la cocina. Mientras tanto, la cosa fría parece haberse encallado en la goma de las braguitas. Ella se da manotazos en la espalda intentando ahuyentarla.
—¡Está aquí! ¡Está aquí! ¡Ha sido Tilde!
—Espera —le dice mamá, poniéndose detrás de ella.
En un momento, le quita el vestido y la camiseta. La lagartija, que se había quedado atrapada, cae al suelo y corre a meterse bajo una piedra.
—No llores; era una lagartija pequeñita y ya se ha ido.
—Tilde es mala, mamá.
—Ahora me ocuparé yo de ella.
Y empieza a llamarla. Pero Tilde no contesta, no se deja ver.
—¡A saber dónde se habrá escondido! Voy a buscarla.
Mamá lo riñe mucho si algún día se hace pipí en la cama y por la mañana encuentra las sábanas mojadas.
—Si se te escapa, ve al baño.
Pero papá, al oírlo, se enfada con mamá.
—Pero ¿qué dices? ¿Quieres que el niño se levante de noche, con todo a oscuras, para ir al baño? Es demasiado pequeño para andar por la casa solo. ¡Ni siquiera sabe cómo se enciende la luz!
—Sí sé —replica él, orgulloso.
—Pero no llegas al interruptor.
Así que, un día antes de que papá se fuera, mamá le compró un pequeño orinal del mismo color que el cielo. Por la noche, a la hora de acostarse, mamá lo coge del cuarto de baño y se lo pone al lado de la cama, en el suelo.
Precisamente ahora se le está escapando.
Mamá siempre le deja encendida en la mesilla una lámpara que da una luz tenue. Y por eso enseguida se da cuenta de que esa noche a mamá se le ha olvidado llevarle el orinal.
No le queda más remedio que ir al cuarto de baño, que está justo después del dormitorio de papá y mamá.
El baño tiene dos puertas, una que da al pasillo y otra interior, para que papá y mamá puedan utilizarlo sin necesidad de salir al pasillo.
Baja de la cama. Fuera de su cuarto la oscuridad es total, pero a él nunca le ha dado miedo la oscuridad. Además, al final resulta que no está tan oscuro, porque por debajo de la puerta del dormitorio de papá y mamá se cuela una franja de luz. Mamá debe de estar leyendo todavía.
Camina con seguridad, llega al baño y, a tientas, encuentra el tirador del armario: ahí está el orinal.
Pero se le ocurre una idea. ¿Por qué no lo hace en el retrete?
No. Siempre que tiene que hacer pipí, mamá lo coge en brazos porque, si no, el chorro caería fuera; aún es demasiado pequeño. Está a punto de cerrar la puerta del armario con la mano izquierda —no puede utilizar la derecha porque tiene tres dedos cerrados, lo que significa que ya falta poco para que vuelva papá—, cuando oye a mamá hablando en voz baja.
A lo mejor está hablando con papá por el teléfono que tiene en la mesilla de noche.
Pero después un hombre le contesta, también en voz baja. Así que no puede ser el teléfono.
¡Es papá, que ha vuelto!
Le gusta mirarse en el espejo cuando lleva el vestido verde y los zapatos brillantes. Su camita todavía está deshecha; más tarde vendrá Gemma y lo pondrá todo en orden. Coge a Gogghi, que, como siempre, ha dormido con ella, la sienta en la cama de espaldas y empieza a cepillarle la larga melena rubia. Gogghi está desnuda; habrá que escogerle un vestido.
—¿Cómo quiedes vestidte?
No oye la respuesta de Gogghi, pero está segura de que quiere vestirse como ella, de verde.
—Hola, guapísima.
La voz de tío Eugenio la asusta; no lo ha oído entrar.
Se vuelve para mirarlo. El tío lleva pantalones y camisa, y en los pies, solo calcetines. A menudo no se pone zapatos porque dice que le duelen los pies. Está sonriéndole. Se agacha y le da un caramelo. Luego se sienta en la silla grande.
—Sigue peinando a Gogghi.
—Ya he acabado —dice ella.
No es verdad; ha dicho una mentira. Pero a Gogghi no le gusta que nadie la mire cuando la peinan, así que la tapa con la sábana. Le quita el papel al caramelo y se lo mete en la boca. Tío Eugenio sigue sonriéndole.
Esta vez, Mara no ha conseguido ganar; el cochecito ha chocado contra una piedra y se ha parado. Y el suyo y el de Luca han llegado los primeros a la vez, los dos juntos. El de Simone llega el último.
—¡He ganado yo! —proclama Luca.
—¡No, yo! —protesta él.
—Los dos —interviene Mara para poner paz.
Pero Luca no cede:
—¡He ganado yo!
—¡No, yo!
Entonces Luca le pega un empujón en un hombro. Luca tiene su misma edad, pero es más grande y fuerte. Él, que no se lo esperaba, cae al suelo de culo.
Se vuelve para mirar a Erminia, confiando en que no se haya dado cuenta.
Y, en efecto, Erminia no ha visto nada; está hablando con ese marinero que va a verla todas las mañanas y se sienta a su lado.
Algunas veces, el marinero le rodea los hombros con un brazo, pero esa mañana no lo hace; es más, el marinero levanta una mano hacia la cara de Erminia y ella se la agarra para detenerlo.
Nota que Erminia está muy enfadada y está riñéndolo, pero las palabras no llegan a sus oídos.
Se levanta.
—¿Hacemos otda cadeda? —propone Simone.
La despierta un lamento y se asusta. De noche, la lucecita azul está siempre encendida, así que ve a su hermano Angelo medio sentado en la cama. Es él quien se queja.
—¿Qué te pasa?
—Me duele la barriga.
¡Bien merecido lo tiene! ¡Con ese enorme trozo de tarta que se ha comido!
—Voy a decídselo a mamá.
—¡No!
Ella se queda mirándolo. De pronto, Angelo pone una cara rara, baja de la cama, apoya las dos manos en la mesilla de noche y empieza a vomitar.
¡Qué asco! ¡Qué mal huele!
Aprovechando que él le da la espalda, baja de la cama, sale y empuja la puerta de la habitación de al lado, la de papá y mamá, pero la puerta no se abre; mamá debe de haber cerrado con pestillo. Nunca lo había hecho. Entonces va corriendo al despacho para decírselo a papá. La puerta del despacho está abierta y dentro está oscuro.
—Papá… ¿Papá…?
Nadie contesta. Se acerca a la cama plegable y, a tientas, descubre que está intacta. Papá debe de haber salido. Vuelve sobre sus pasos y se detiene delante de la puerta del dormitorio.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Mamá tampoco responde. Le entra miedo, se pone a llorar y gritar.
Popeo, tumbado a los pies de la cama, duerme panza arriba. Él, en cambio, se ha despertado y no consigue volver a dormirse. ¡Quién sabe cuántas adañitas están recorriendo la casa a estas horas! Se le ocurre protegerse la nariz escondiendo la cabeza bajo la almohada, pero no lo hace, pues sabe que es inútil; las adañitas también pueden meterse ahí. No hay nada que hacer. La única defensa sería Popeo, que se come las adañitas. Pero Popeo duerme. ¿Por qué no hace lo que debería? Papá y mamá siempre le dicen lo que tiene que hacer y él lo hace. De lo contrario, no hay golosinas, no hay besito de mamá, no hay nada de nada. Lo castigan. A Popeo nunca lo castigan. Quizá habría que castigarlo. Así se aprende. Pero ¿qué castigo podría ponerle? Ya lo tiene: obligarlo a despertarse, levantarse y recorrer la casa cazando adañitas. En la cama grande, al lado de la suya, papá ronca y mamá duerme. Si se mueve despacio, no hay peligro de que lo oigan. Aparta muy lentamente la manta, baja de la cama. Popeo no se ha despertado ni movido.
Debajo del armario tendría que haber un trozo largo de cordel que él escondió al fondo de todo, donde no llega la escoba. Junto con el cordel hay un corcho, dos monedas encontradas en el suelo y un botón dorado. Pero en este momento solo necesita el cordel.
Papá no debe de haber querido salir de la caja, y a lo mejor por eso al final han venido dos hombres y se lo han llevado. Entonces él se ha quedado solo en casa; se han ido todos menos tía Anna, que le ha preparado la comida. Después le ha dicho que se acostara. Y, cuando se ha despertado, tía Anna aún estaba allí.
—¿Y mamá? ¿Dónde está?
—En su habitación. Se sentía un poco cansada, ha ido a descansar. ¿Quieres ver los dibujos animados?
—Sí.
Lo sienta en la butaca y enciende el televisor. Luego se levanta mamá y lo coge en brazos, lo estrecha muy fuerte, lo besa, vuelve a sentarlo. Más tarde, tía Anna se va y mamá empieza a preparar algo para cenar. Poco después le dice que vaya a lavarse las manos, que la cena está lista.
Como le cuesta mucho llegar al grifo y abrirlo, y en vista de que mamá no está mirándolo, se lava con agua del bidé. Luego vuelve al comedor y se sienta en su sitio. Entonces ve que mamá ha puesto la mesa solo para él.
—¿Y tú, mamá?
—No tengo hambre.
Cuando termina de cenar, mamá enciende el televisor y le dice que se va porque necesita darse un baño. Al cabo de un rato, mamá regresa oliendo muy bien y apaga el televisor.
—Ahora ve a lavarte tú.
Él se lava y se pone el pijama. Después ve que mamá ha recogido la mesa.
—Esta noche duermes en la cama grande conmigo.
Él sonríe, feliz.
—No he conseguido encontrarla —dice mamá, regresando a la cocina—. Pero cuando vuelva va a oírme.
Ella sí sabe dónde está escondida Tilde. Al fondo del jardín, bastante lejos de casa, hay una cisterna seca, y dentro, una escalera de madera muy muy larga que va desde el borde hasta el fondo del pozo. Una vez vio entrar allí a Tilde sin que ella se diera cuenta. Está a punto de decirle a mamá dónde se ha escondido, pero se lo piensa mejor. Se le ha ocurrido una idea. Esta vez va a ser ella quien le gaste una broma a Tilde.