3
Se despierta de mal humor porque ha dormido mal, ratos de media hora de sueño alternados con ratos de media hora de ojos como platos, estos últimos dedicados más que nada a imaginar la muerte repentina por infarto del profesor Fasanotti, que debería producirse esa misma mañana mientras cruza la puerta del aula. Y luego, al difunto expuesto en el aula magna. Y los solemnes funerales entre el duelo general.
Cuando abre la ventana, el sol le corta la cara con la violencia de un sablazo y se queda unos instantes deslumbrado. A finales de febrero, un día así está totalmente fuera de lugar, es un regalo inesperado.
Y su mal humor crece, porque en una mañana como esa es simplemente absurdo, contra natura, ir a encerrarse en el instituto, donde lo espera el examen oral ante Fasanotti, que se guardará mucho de caer redondo en el umbral del aula.
Que el profesor Fasanotti es un facha no admite discusión. Pero es que además hay un agravante: es un cabrón de mucho cuidado. Di Giacomo, por ejemplo, es indudablemente un facha, pero también un hombre inteligente con el que incluso se puede hablar.
No es que no haya estudiado; en realidad, en los últimos días no ha hecho otra cosa. Se siente preparado. Con otro profesor, seguro que sacaría una nota alta. Pero Fasanotti, por el gusto de joderlo, a saber qué mierda de preguntas le hará; quizá ni siquiera el propio Hegel estaría en condiciones de contestarlas.
Se lava, se viste, va a la cocina a desayunar.
Su padre ya se ha ido, como de costumbre. Su madre, mientras calienta el café con leche, le pregunta:
—¿Qué te pasa?
—Nada. He dormido mal.
—¿Por qué? ¿Qué comiste anoche?
Ya empieza. ¡Qué pelmaza!
Como la noche anterior fue con unos amigos a una pizzería, su madre va a hacérselo pagar. No soporta que nadie coma fuera de casa; según ella, ir a un restaurante, aunque sea de cinco tenedores, o a una pizzería para multimillonarios, significa envenenamiento casi garantizado.
—Mamá, ¿a ti qué te parece que se come en una pizzería? Pizza, ¿no?
Sale y monta en el escúter. Está un poco distraído a causa de Fasanotti, y a menos de cien metros del instituto casi choca con otra moto. La de Giulia.
En vez de continuar juntos hacia el instituto, paran, con un gesto casi simultáneo ponen un pie en el suelo, se sonríen.
—Hola, Fabio.
—Hola, Giulia.
* * *
—Date prisa, o perderás el autobús —le dice su padre saliendo deprisa para ir a la oficina.
Es su padre quien le prepara el desayuno todas las mañanas, porque su madre se queda en la cama hasta tarde. Pero Andrea sabe que la frase paterna es solo algo ritual. Mejor dicho, una de las innumerables tocadas de cojones que idea a diario.
Todavía dispone de cinco minutos para coger una a una, entre el índice y el pulgar, las miguitas de los dos brioches que ha comido y metérselas en la boca. Hace lo mismo en la comida y la cena con las miguitas del pan. Recoge incluso las más minúsculas arrastrando la hoja de un cuchillo por el mantel. Es una fijación, una manía, de acuerdo, pero no puede evitarlo; no consigue levantarse de la mesa hasta que todas han desaparecido.
Cuando sale, el autobús se aproxima a la parada, así que tiene que echar a correr. La mochila se le engancha con algo mientras está subiendo y por poco acaba devuelto a la acera. Por fin, la puerta automática se cierra a su espalda. Está jadeando.
Anna se sienta siempre en una de las plazas que hay justo detrás del conductor; la otra la reserva para él.
Y, en efecto, ahí está, indicándole con un gesto que se acerque. Se quita la mochila y se sienta. Se sonríen.
Medio edificio del instituto, prácticamente toda el ala derecha, fue declarado inhabitable hace seis meses, y ya han montado los andamios para empezar las obras, pero todavía no se ha visto a un solo albañil. Parece que han descubierto una irregularidad en el concurso público para la adjudicación de la contrata, y por eso está todo paralizado. Una decena de clases se han trasladado a otro colegio.
Matteo fuma paseando solo por el patio. Entre los compañeros de clase no tiene más que un amigo, al que conoce desde que empezó el instituto. Desde entonces son inseparables. Los compañeros están repanchigados al sol inesperado, charlan y ríen. Están todos, solo falta Gianni.
¡A ver si resulta que hoy se salta la clase! Ayer por la mañana le dijo que no se encontraba muy bien. Por la tarde no se vieron. Debería haberlo llamado. Suena el timbre, los estudiantes empiezan a entrar, casi de mala gana, estaban tan bien fuera… Cuando el patio se queda prácticamente vacío, llega Gianni corriendo.
—¿Qué te ha pasado?
—El tráfico.
Se sonríen.
Renata, a quien llaman Rena, puede quedarse a holgazanear por lo menos hasta las nueve.
Durante dos años no ha estado en condiciones de ir a clase; una larga y variada serie de enfermedades se ha ensañado con ella, obligándola a ir y venir de su cama a una de hospital.
Por eso, una vez recuperada, sus padres han decidido que tome clases particulares para poder presentarse por libre al examen de bachillerato.
—¡Vamos, arriba! —exclama su madre, entrando en la habitación y abriendo la ventana—. ¡Levántate! ¡Hace un día espléndido!
Rena se incorpora a medias y su madre le coloca las almohadas a la espalda. Luego sale, regresa con una bandeja y se la pone sobre las piernas. Lo de desayunar en la cama es un privilegio heredado de los años de enfermedad.
—A partir de mañana irás a desayunar a la cocina —dice, sin embargo, su madre.
Café con leche, zumo de naranja, tostadas con mermelada. Tarda media hora larga en tomárselo todo. Después deja la bandeja encima de la mesilla de noche y va al baño. Está sentada en la taza mirándose los pies, consciente de que los tiene muy bonitos. Como todo el cuerpo, por lo demás. Es curioso que dos años de enfermedad no le hayan estropeado el físico; al contrario. Luego deja caer el camisón al suelo, abre el grifo de la ducha y se pone bajo el chorro.
Se queda bastante rato; necesita sentirse limpia porque ayer por la noche, antes de dormirse, se acarició largo rato.
¿Y si mandara a tomar por saco a Fasanotti?
La idea se le ocurre de repente cuando está a diez metros de la verja del instituto. Hay que tomar la decisión rápido. Venga: ¿dentro o fuera? Fuera. Ya está. Pasa de largo, se para, se vuelve para ver qué hace Giulia. Ella, que lo ha visto continuar, se detiene. Está mirándolo sin decir nada. Entonces él echa a andar de nuevo, pero despacio. Giulia se le acerca.
—¿Qué quieres hacer?
—Me voy unas horas a Monticello. ¿Te vienes?
—Vale.
Sus padres tienen un chalet en Monticello, en pleno campo, donde pasan algunos fines de semana. Alrededor de la casa hay una hectárea de tierra con muchos árboles frutales, de los que se ocupa un campesino que vive cerca.
Se llega en una hora. Fabio tiene un juego de llaves.
Van hablando de una profesora, la señora Anselmi, que tiene cincuenta años y acude al instituto vestida como una actriz de cine mudo, cuando el autobús frena tan bruscamente que Anna sale despedida y se golpea la cabeza contra la mampara de cristal que delimita el espacio del conductor. Los pasajeros protestan. Por suerte, iban todos sentados.
—¿Te has hecho daño?
—Un poco, pero no es nada.
Entretanto, el conductor, maldiciendo y con el semblante descompuesto, abre la puerta automática y baja de inmediato. Andrea se levanta y va tras él. Anna se apea también, seguida de los otros pasajeros.
Antes de entender lo que ha pasado, Andrea oye gritos desde las dos aceras y ve que algunas personas corren hacia el autobús. Da unos pasos y entonces lo ve: el conductor, arrodillado en el suelo, se tapa la cara con las manos y se balancea adelante y atrás diciendo palabras incomprensibles. Uno de los presentes se apresura a pedir una ambulancia.
La rueda delantera derecha cubre parcialmente el cuerpo aplastado de una mujer. A juzgar por la ropa, debe de ser bastante mayor.
—Pero ¿cómo ha sido? —pregunta alguien.
—¡Ha aparecido delante del autobús de repente! —balbucea el conductor.
Un ancho hilo de sangre roja y densa empieza a salir de debajo del vehículo; la calle tiene un poco de pendiente, el reguero toma velocidad sobre el asfalto y pasa tocando los zapatos de Andrea, que, sin embargo, no se mueve.
Súbitamente, la mano de Anna agarra la suya, las uñas se le hincan en la muñeca. Ella ha apoyado el cuerpo contra su espalda, le aplasta con fuerza los pechos duros un poco por debajo de sus omóplatos, tiene la boca entreabierta a la altura de su oreja, jadea cada vez más deprisa, empieza a quejarse despacio hasta que termina con una especie de gemido sofocado.
Después permanece pegada a él, inerte. Andrea ha tardado menos en alcanzar su goce.
Matteo y Gianni se sientan en el mismo banco. El último de la segunda fila.
La señora Porcu ha llamado a Arturino Filo a la pizarra. Es una verdadera sádica. Es imposible que no advierta que Arturino lo tiene tan poco preparado que ni siquiera entiende las preguntas que le hace, pero continúa torturándolo en lugar de mandarlo a su sitio con un dos.
Insiste con una sonrisa divertida, una sonrisa que empieza a tornarse maliciosa a medida que Arturino está cada vez más sudoroso, moviendo los pies y las piernas como si se le escapara el pipí.
—Esa cabrona está machacándolo —susurra Matteo.
—Es una venganza —dice Gianni.
—¿Por qué?
—Ella se apellida Porcu, y el apellido de Arturino es Filo, ¿no? O sea, que es una venganza de los puercos contra el filo de los cuchillos que los degüellan.
A Matteo le entra una risa que solo consigue contener a medias. La profesora se vuelve y lo mira con ojos gélidos.
—¿Te ríes de la ignorancia de tu compañero?
—¡No me estaba riendo!
—¿Ah, no? ¿Y qué hacías?
—Estornudaba.
—¿Estás resfriado?
—Un poco.
—Si es así, podrías contagiar a los demás. Sal y quédate fuera hasta que acabe la clase.
Matteo se levanta y sale. La señora Porcu continúa martirizando a Arturino. Diez minutos antes de que termine la clase, Gianni pide permiso para ir al lavabo. Matteo no está en el pasillo. Pero Gianni sabe dónde encontrarlo.
Rena sale del portal de casa, llega a la esquina, gira a la derecha y enseguida ve el biplaza deportivo de Mauro parado junto a la acera. Poco antes de llegar a la altura del coche, la puerta se abre. Pero ella sigue andando sin hacer caso de la invitación.
Al cabo de un momento, Mauro está a su lado.
—¿Qué pasa? ¿No quieres que te lleve?
—Esta mañana no me apetece. Prefiero andar un poco. Perdona.
—Como quieras. ¿Puedo hacerte compañía?
Ella no responde; se encoge de hombros.
—¿Me has cogido manía?
—¿Por qué iba a cogerte manía?
Mauro no contesta. El día anterior, cuando se detuvo ante la casa del señor Ribechi, el profesor que le da clases particulares a Rena, le metió la mano entre las piernas y luego, en vista de que ella no decía nada, se aventuró a subirla un poco más.
—¿Cuándo acabas?
—A la una.
—Oye, ¿no puedes arreglártelas para salir una hora antes?
—Tal vez.
—Entonces hazlo.
—¿Por qué?
—He descubierto una pastelería siciliana donde preparan unos cannoli…
—No sé… —Pero, sin darse cuenta, se ha relamido rápidamente los labios. Es muy golosa, le encantan los dulces.
Mauro está seguro de haberla convencido.
—Ahora voy a la oficina y a mediodía vengo a recogerte, ¿de acuerdo?
Ella vuelve a encogerse de hombros y entra en el portal. Mauro regresa deprisa hacia el coche. Tiene muchas cosas pendientes en la empresa que dirige, pero, aunque él pasa de los cuarenta, esa chica, hija de un amigo suyo, tiene el poder de trastornarlo. Es la primera vez que le sucede algo así. ¡Y mujeres ha tenido muchas!
Mientras Fabio cierra la gran verja, Giulia se dirige hacia un sendero que desemboca en una glorieta con dos bancos y una sencilla fuente en el centro. Escoge el banco que está completamente expuesto al sol. Fabio se reúne con ella y se quita el jersey porque hace calor. Giulia lo imita, se tumba en el banco y apoya la cabeza en las piernas de Fabio. Tiene los ojos cerrados.
Dos guardias municipales han cortado la calle para que no pasen coches. A lo lejos se oye la sirena de la ambulancia.
—Tenemos que ir a pie —dice Andrea.
—Vale.
Salen a codazos del grupito de curiosos congregados delante del autobús, y empiezan a andar sin cruzar una palabra sobre lo sucedido. De vez en cuando se miran, ambos perplejos y maravillados.
Ha sido como un cortocircuito violento e inesperado.
Se mantienen cuidadosamente alejados uno de otro, pues saben que el mínimo contacto físico podría tener consecuencias imprevisibles.
O, mejor dicho, muy fácilmente previsibles.
* * *
Gianni recorre deprisa el pasillo y sube la escalera que conduce al tercer piso. Allí hay otro pasillo interrumpido por un tabique de madera, más allá del cual empieza el ala desmantelada del instituto. A un lado del tabique, una puertecita también de madera, cerrada. Basta con empujarla para que se abra.
La última puerta de la izquierda es la de su antigua aula. Matteo está allí, sentado en un banco.
Está haciéndose un canuto. Antes de encenderlo, le pasa la bolsa y el papel de fumar a Gianni.
Por suerte, Mauro no conoce a Ribechi. Cuando le preguntó por él, Rena, a saber por qué o sabiéndolo de sobra, se lo describió como un viejo aburrido que, entre otras cosas, se lavaba poquísimo. Sin embargo, Ribechi posiblemente tiene unos años menos que Mauro y desde luego es más atractivo. Les da clases particulares a ella y otras dos chicas, Norma y Lietta, a cual más antipática.
Pero es evidente que Ribechi tiene predilección por Rena. Vive con su madre, que debe de estar muy encima de su querido hijito, porque de vez en cuando se asoma a la habitación a echar un vistazo.
—Profesor, hoy debo irme a mediodía porque tengo una visita de control.
Ribechi sabe que ha estado enferma mucho tiempo.
—Está bien. Por cierto, chicas, mañana no podré daros clase. Nos vemos pasado mañana.
A Rena se le ocurre enseguida no decírselo a sus padres. Total, no se enterarán. Así podrá salir como si fuera a clase y se irá por ahí sola. Ojalá haga también un día espléndido. O quizá le diga a Mauro que la acompañe. Ya verá. Según como le dé.
Gianni se levanta. Matteo se sube la cremallera de los vaqueros. Se sonríen.
—¿Volvemos a clase o nos quedamos? —pregunta Gianni.
—Volvemos.
Salen del aula. Gianni abre con cautela la puertecita del tabique. Nadie a la vista. Todos han preferido ir al patio a disfrutar del sol. Mientras bajan la escalera, suena el timbre del final del recreo.
—Ve tú delante —dice Matteo.
—¿Por qué?
—Es mejor que no nos vean siempre juntos. Empiezan a pitorrearse de nosotros, ¿no te has dado cuenta?
Pero, al poco, andar uno al lado del otro se vuelve también insoportable. Sienten que sus cuerpos reclaman con urgencia no un abrazo, sino algo más, un enfrentamiento, una lucha violenta.
—Espera un momento —dice Andrea, deteniéndose delante de una puerta medio arrancada donde pone: «Prohibida la entrada a toda persona ajena a la obra».
Entra, permanece a la escucha. No se oyen ni pasos ni voces. La garita está abandonada, se nota por la puerta de cristal abierta. Dentro de la garita hay otra puerta, pero cerrada.
Andrea entra, gira la manilla y la puerta se abre. El cuartito está vacío.
A continuación sale, se reúne con Anna en la calle, la coge de la mano, jadeando como si hubiera corrido un buen rato, la lleva hasta el interior del cuartito, cierra la puerta. ¡Todavía está la llave! Nadie los molestará. Se vuelve para mirar a Anna, que emite una especie de gemido mientras se desnuda.
Giulia duerme profundamente, pero Fabio decide despertarla. El sol le ha enrojecido la cara, pues tiene una piel delicadísima.
—Despierta, Giulia. ¡Giulia! —la llama, acariciándole la frente.
Ella abre los ojos.
—¡Madre mía, estoy ardiendo! —dice tocándose la cara.
Se levanta, corre hacia la fuente para refrescarse. Vuelve al banco goteando.
—Estoy toda sudada. Me daría una ducha.
—Yo también.
Se dirigen hacia la casa. Fabio abre la puerta.
—Tú ve a la de arriba.
Él va al cuarto de baño de la planta baja. Tarda poco. Se viste y se dirige al piso de arriba. La puerta del baño está abierta de par en par. Giulia está peinándose. Luego deja caer al suelo la toalla que la cubre.
Fabio se agacha, recoge del suelo el sujetador y las bragas, se los tiende.
* * *
Mauro ha conseguido aparcar justo delante del portal. En cuanto ve aparecer a Rena, le abre la puerta. Pero ella no sube al coche, sino que se inclina un poco hacia él apoyando las dos manos en el techo.
—Oye, he cambiado de idea.
—¿No vienes?
—No.
—Entonces, ¿por qué has salido una hora antes?
—Porque estaba medio decidida a ir a comer los cannoli, pero en el ascensor he cambiado de idea.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Mauro baja, rodea el coche. Ella no se ha movido.
Como hace calor, lleva la chaqueta doblada sobre un brazo. Los vaqueros le moldean un trasero impresionante.
—Estoy aquí, detrás de ti —le dice Mauro.
Ella se vuelve y lo observa como si fuera la primera vez que lo ve.
—¿Sabes qué he pensado?
—No.
—Que un cannolo no estaría mal —responde subiendo al coche.
Mauro arranca, acelera. Tardan unos veinte minutos en llegar.
La manera que tiene Rena de comerse el cannolo vuelve loco a Mauro.
Sujetándolo entre el índice y el pulgar, se lo acerca a la boca, saca la lengua, la mete dentro del cannolo, la retira con un poco de ricotta, se la come, saca de nuevo la lengua, ahora perfectamente rosada, y vuelve a meterla en el cannolo, pero esta vez girándola ligeramente.
Cuando se ha comido toda la ricotta accesible con la lengua, decapita el cannolo con una dentellada seca y empieza de nuevo la operación desde el principio.
Se come dos seguidos.
En el coche, durante el camino de vuelta, Mauro le pone la mano entre los muslos.
Ella parece no percatarse; continúa lamiéndose los labios.
—¿Sabes qué? —dice—. Mañana por la mañana no tengo clase.