1 de julio de 2010
—Mattia, ¿eres tú?
—Sí. ¿Quién es?
—Mattia, soy Ignacio, Ignacio Torres.
—¡Hola, Ignacio! ¿Cómo estás?
—Estoy bien, gracias.
—¿Estás en Italia?
—No, te estoy llamando desde Madrid. ¿Cómo va todo, viejo amigo?
—¿Cómo quieres que vaya? Habrás sabido que mi mujer, Laura…
—Lo sé todo, lo sé todo. Y es por eso por lo que he considerado pertinente llamarte. Tengo una buena noticia para ti.
—¿Sobre Laura?
—Sí. Está viva y se encuentra bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé porque la he visto.
—¿Dónde?
—Aquí, en Madrid, en la estación. Esta mañana a las diez.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
—Pero ¿cómo puedes…?
—Porque la llamé por su nombre y ella se dio la vuelta.
—¿Le has hablado?
—No he podido.
—¿Por qué?
—Ahora te explico. Estaba partiendo para Toledo y, mientras me despedía del amigo que me había acompañado, por la ventanilla vi a Laura en el andén. La llamé y se dio la vuelta.
—¿Te reconoció?
—¡Claro! ¡Me sonrió!
—Pero ¿no podías…?
—¿Cómo? En aquel momento el tren comenzó a moverse.