10 de enero de 2010

Roma, 10 de enero de 2010

Querido Wilson:

Lo que ha sucedido entre nosotros dos es milagroso. Y ten presente que sólo puedo definirlo así, aunque no crea en los milagros.

Mi madre me contaba que, cuando era pequeña, durante años la agobié pidiéndole que me diera un hermanito «de verdad».

Mamá se enfadaba mucho y a veces me castigaba porque en realidad yo tenía un hermano un año y medio mayor que yo, pero quién sabe por qué no lo consideraba mi hermano. Quizá porque se negaba a jugar conmigo o a escuchar las historias que me rondaban por la cabeza y que quería confiarle.

Se llamaba Paolo y murió cuando aún no había cumplido veinte años.

Conocí a muchos hombres, amantes más o menos fugaces, amigos, pero entre ellos no he conseguido encontrar a mi hermano «de verdad».

Nunca logré colmar este vacío, esta ausencia que extrañamente, con el paso de los años, en vez de pesarme menos se convertía en una herida que nunca cicatrizaba.

Luego apareciste tú. Y precisamente en el momento más crítico de mi vida. ¿Sabes?, cuando iba al instituto, mi profesor de religión decía que el ángel de la guarda nunca tiene alas ni aureola, sino que asume las apariencias más habituales, las de una vieja tía, un mendigo, una persona con la que te tropiezas por casualidad…

No hacía ni media hora que nos habíamos conocido, y te bastó pronunciar mi nombre con la misma entonación que mi padre o que el pobre Giacomo para que dentro de mí sintiera desatarse de golpe un nudo que hasta aquel momento había creído inextricable.

Comencé a hablarte de mí como nunca había hecho con ningún otro hombre. Y advertía que cada palabra mía te llegaba con su sentido más profundo y auténtico.

Tú me has escuchado con todo tu ser, me has entendido tanto como para dejarme entrever una posible vía de escape, una lejana, aunque difícil, solución. Una solución radical para la que hace falta mucho valor de mi parte.

Y en nuestros encuentros sucesivos, en los que has comprendido mi miedo, o mejor, la sensación que tengo de estar siempre fuera de lugar, has sido muy comprensivo pero, al mismo tiempo, has hecho que me adentre por el camino que, precisamente porque una vez tomado ya no permite la posibilidad de un retorno, más me espanta.

Ahora me siento lista.

Y nunca acabaré de agradecerte que me hayas enseñado la vía de la curación, de la salvación.

Necesitaré un poco de tiempo, pero la decisión ya está tomada.

Estoy preparando con cuidado un plan para el que en un momento dado precisaré tu ayuda. Se trata de lo siguiente. Yo haré de modo que