15 de junio de 2010

—No puedo más que agradecerle, abogado Doria, la sinceridad con la que me ha hablado de sus relaciones con la señora Garaudo.

—Si usted hubiera interrogado a Laura sobre sus relaciones conmigo o con cualquier otro, esté seguro de que le habría respondido con la misma sinceridad.

—Ahora le pregunto: ¿usted sabía que la señora tenía la intención de dejar a su marido y marcharse?

—No tenía ni la más mínima sospecha.

—Por tanto, usted, que era el amigo más íntimo de la señora, ¿supo de la fuga a toro pasado?

—No exactamente.

—Explíquese.

—Vino a decírmelo en persona.

—¿Cuándo?

—Se presentó aquí la tarde del día 5.

—¿El mismo día de la desaparición?

—Precisamente. Eran cerca de las cuatro. Se había anunciado con una llamada.

—Deje que lo entienda bien. Una vez que salió de casa, antes de emprender el viaje, ¿acudió a verlo?

—Exacto.

—Por tanto, ¿usted es el último conocido con quien ha hablado?

—Parece que sí.

—¿Le dijo el porqué de esta fuga?

—No. Sólo me dijo que tenía la intención de marcharse. Pero me precisó que no había ningún hombre de por medio.

—¿Y usted la creyó?

—A mí nunca me ha mentido.

—¿Le dijo adónde quería ir?

—No. Ni yo se lo pregunté.

—¿Por qué?

—Porque, si no me lo había dicho, estaba claro que no quería contármelo, y yo respeté su voluntad. En cambio, me habló del apartamento que quería vender y me dio un poder.

—¿Le indicó adónde debía enviarle o ingresarle la suma que se obtenga de la venta?

—Sí, pero no debo enviársela de inmediato.

—Es decir…

—Debo retenerla y luego enviarla a una persona de la que, a su debido tiempo, me darán las señas.

—¿Se las dará la señora?

—No, no será ella, sino alguien que se presentará con una contraseña.

—¿Y cuál es?

—Fra Angelico.

—Sobre el que escribió su tesis de licenciatura.

—¿Sabe también eso?

—¿Hasta qué hora la señora se entretuvo con usted?

—Hasta las nueve de la noche o poco más.

—Perdone la pregunta. ¿Han…?

—No. Yo habría querido, pero ella no… Me lo dijo en latín: «Noli me tangere». Hablamos, luego pedimos una pizza. Nos la comimos, nos dimos un largo abrazo, los dos sabíamos que era una especie de adiós, y después partió.

—¿Sus encuentros dónde se producían?

—A veces en mi casa, soy soltero. Pero más a menudo en su apartamento de via Liberati.

—¿Sabe, abogado?, he tenido ocasión de leer un poco la correspondencia de la señora.

—¿Mattia le ha dado permiso?

—Sí. Ha sido muy comprensivo.

—Mattia, con tal de no leerlas él, dejaría que todo el mundo leyera esas cartas.

—Algunas me han interesado.

—¿Cuáles?

—Una en la que hablaba de sus relaciones con el guarda marina del que se había enamorado, otra de un amante ocasional y la de su amiga Giulia, que mencionaba a otro examante. Había algunas más de este tenor.

—Me lo imagino.

—¿Usted estaba al corriente de que la señora llevaba una vida sexual tan intensa?

—Claro que estaba al corriente.

—¿De manera indirecta? Charlas entre amigos, habladurías, alusiones… ¿Cosas así?

—¡Qué va! Era ella misma quien me tenía informado. Me lo contaba todo cuando tenía ganas. Y, como es natural, de esas cartas habrá obtenido una imagen, como poco, pésima de Laura.

—Con sinceridad, no.

—¿De veras?

—No hago de juez, no tengo vocación, y si piensa que me he escandalizado, se equivoca.

—¿En serio?

—En cambio, me ha dado la impresión de que la señora, en este entregarse continuo, quería…, es difícil de explicar…, quería perderse…

—¿O más bien anularse?

—Eso, anularse, sí, es el verbo exacto.

—Me alegro mucho de que lo vea así, comisario. Es un hombre muy sensible y agudo.

—¿Por qué me dice eso?

—Porque muchos se han hecho una idea equivocada de Laura. Piense que una vez un ex le dijo que sobre ella soplaba el viento del desierto porque ella era el desierto. Laura era, si acaso, una fuente. Un día estábamos en su apartamento y le pregunté el porqué de este dispendio que, además, no le daba alegría ni satisfacción. No me respondió de inmediato. Después de un rato fue a buscar un libro y volvió a la cama. Eran las poesías de Dino Campana.

—Lo conozco.

—¿Ah, sí? Usted no deja de sorprenderme. Mejor, así le resultará más fácil de entender. Me leyó aquella famosa poesía que canta a un abrazo, ¿la recuerda?, y que termina con dos versos extraordinarios, donde el poeta, agarrando la garganta de la mujer, finalmente entra en su patria antigua, «en la gran nada». Entonces comprendí qué buscaba Laura. La gran nada. Era justo a esto a lo que aspiraba. Que es, bien pensado, una forma de absoluto.