Cuatro

En cuanto Anita y Sidonia se marcharon, bajó al lago, se la traía floja si el agua del cielo lo empapaba. También la tienda pequeña, que servía de retrete, había sido arrancada. La orilla estaba llena de cosas de la tienda, desperdigadas: cojines, toallas, cestas, botellas… Parecían los restos de un naufragio. Fue a la barca, cogió a Beba y la llevó a la casa, abrazándola. Luego la dejó sobre el jergón, salió, abrió el almacén, cogió una azada, volvió a la casa y se puso a excavar una fosa justo al lado del jergón, en el sitio exacto donde Beba se echaba cada noche. Le costó mucho, porque la tierra batida se había vuelto demasiado compacta. Al final, al fondo de la fosa extendió un hule, cogió a Beba, la besó largamente en la boca, la metió dentro, la cubrió con el hule y comenzó a llenar de tierra la fosa. Cuando terminó, la pisó para emparejarla, después agarró el jergón y lo posó encima. La fosa no se veía, así podrían seguir durmiendo cerca.

La primera lágrima le brotó en medio de la noche. Hasta entonces, nada. Durante todo ese tiempo se había sentido seco por dentro, árido, un desierto.

Luego debía de haberse dormido más por cansancio que por sueño, y de pronto había hecho el gesto de siempre, el de alargar la mano y acariciar a Beba. Ese gesto en vano había sido como una cuchillada en medio del pecho. Y después de aquella primera lágrima, vino un diluvio.

A la noche siguiente, cuando estaba con los ojos desorbitados en la oscuridad, una pregunta le vino a la mente a traición:

—¿Por qué elegiste a Anita?

Al principio, él mismo no entendió cuál era el sentido de la pregunta que se le había ocurrido hacerse. Se la repitió, no con el pensamiento, sino con la voz:

—¿Por qué elegiste a Anita?

El sonido de sus palabras le aclaró el sentido. Cuando, dentro del agua, había visto a Anita y a Beba cayendo hacia el fondo del lago, había elegido, sin pensárselo, salvar a Anita.

Sí, es cierto, también le había dado un empujón a Beba, pero en su fuero interno sabía perfectamente que no habría bastado para hacerla salir sola a flote.

No, ese empujón solo había sido un descargo de conciencia, mientras que agarrar por el pelo a Anita y estirar de ella hacia arriba había sido, eso sí, una precisa voluntad de salvarla.

Había elegido, no cabía duda, no había que montarse historias. En aquel momento, el ser humano que era había decidido naturalmente salvar a un igual, a otro ser humano. Y esto solo significaba una cosa.

Que en ese instante de verdad, ante la vida y la muerte, Beba había vuelto a ser, a sus ojos, no la criatura amada, la compañera amorosa de los días y de las noches, casi su mujer en los últimos tiempos, sino solamente una cabra, un animal. Pero una cabra a la cual él había negado la posibilidad de ser cabra. La había transformado a la fuerza. No dejándola aparearse con el chivo, como quería la ley de la naturaleza («¿Y qué haces leyendo a Lucrecio?», se preguntó), le había negado la posibilidad de tener crías, de dar leche. La había desnaturalizado, extrañado, vuelto completamente estéril. Y ella nunca se había rebelado ante esta terrible violencia, por amor, sí, el amor que sentía por él. No había otra palabra. Y esta vez lloró, desesperado, por el gran remordimiento que lo azuzó.

Al sábado siguiente, don Sisino le preguntó:

—¿Te sientes bien?

—Sí, señor.

—¿Entonces por qué tienes esa cara?

Él no tenía espejo y desde aquel día maldito no había vuelto a bajar al lago.

—¿Cómo tengo la cara?

—Estás amarillento, con ojeras, la piel estirada…

—Quizá aún no se me haya pasado el miedo.

Era una mentira, no se trataba de enfermedad; el hecho era que, desde hacía seis noches, no conseguía pegar ojo pensando en Beba. Pero don Sisino pareció convencido. Y Giurlà se aventuró a hacer una pregunta:

—¿Cómo está la señorita?

—Parece que bien.

—¿Ya volvió a Suiza?

—Debía, pero dicen que cambió de idea. Oye, el lunes el marqués te espera a las diez de la mañana.

—¿Y qué quiere?

—No lo sé. Quizá quiera darte las gracias.

—¿Y qué necesidad hay de agradecimiento? De todos modos, si quiere hacerlo, basta con que me lo mande a decir con usted.

—El marqués lo quiere hacer en persona.

—¿Vendrá también usted?

—No, te quiere solo a ti.

Como la otra vez, el criado vestido de oro lo acompañó al estudio del marqués. Este estaba sentado en el escritorio leyendo un libro, pero se levantó en cuanto entró Giurlà y fue a su encuentro, tendiéndole la mano.

—Gracias. Sidonia me lo ha contado todo.

—Por favor —espetó Giurlà, que no sabía qué decir.

—Siéntate —dijo el marqués, volviendo detrás del escritorio.

Él se sentó en un sillón. El marqués prosiguió la lectura.

«¿Y ahora qué hacemos?», se preguntó Giurlà después de un rato.

¿Quería decir que el agradecimiento había terminado? Pero, entonces, ¿para qué le había dicho que se sentara? De pronto, pensó que quizá el marqués era tan vergonzoso y de pocas palabras como él. Y quizá no sabía cómo decirle lo que quería decirle. Pero ¿podían continuar así?

—Si vuestra merced me permite, yo… —dijo, comenzando a levantarse.

También el marqués se levantó. Tenía en la mano un gran sobre, de color amarillo.

—Esta es una señal tangible de mi reconocimiento —dijo tendiéndole el sobre, pero sin mirarlo a los ojos.

Sí, debía de ser vergonzoso, a pesar de ser marqués.

Sin duda, dentro del sobre había dinero. Incluso mucho. De inmediato, decidió no cogerlo. Con ese dinero no le pagaba la salvación de Anita, pensó, sino la muerte de Beba. Y esa no se podía pagar ni a peso de oro.

—No, perdóneme, excelencia, no se ofenda, no puedo aceptarlo. Beso sus manos.

Le dio la espalda y salió de la habitación. El marqués se quedó atónito, mirándolo con el sobre en la mano.

Una noche, mientras caminaba campo a través al no conseguir coger el sueño, le volvió a la mente que, la primera vez que lo había visto, el marqués le había preguntado si recordaba algo de Lucrecio y él le había repetido aquellas dos líneas donde estaba escrito que la muerte no es sufrimiento porque quien no existe no lo puede experimentar. Por una parte, tenía razón, pero Lucrecio no había tomado en consideración el sufrimiento de quien quedaba vivo tras haber perdido al ser amado. Y que a veces este sufrimiento se hacía tan fuerte, que uno habría preferido encontrarse en el lugar del muerto. Y lo extraño era que los días pasaban y el dolor por la muerte de Beba, en vez de disminuir, aumentaba.

Ahora estaba lo menos posible en la casa, porque aquella soledad, que antes nunca había advertido, en esos momentos no solo comprendía qué era, sino que la sentía como una especie de enfermedad que le encogía el corazón, hacía que se le quitaran las ganas de comer y le llenaba de repente los ojos de lágrimas. Intentó que se le pasara permaneciendo más tiempo en los rediles para volver a casa lo más tarde posible, solo el tiempo suficiente para lavarse y acostarse. Es más, una tarde no regresó, se quedó a dormir en la cabaña de Giuvanni, pero se pasó toda la noche en vela pensando en Beba, sola en la casa fría.

A menudo, antes de dormirse, se ponía boca abajo y comenzaba a hablarle a Beba, que estaba a medio metro de él, y le contaba lo que había hecho durante la jornada.

Ninguno de los cabreros, cuando iban a las reuniones de los domingos, le preguntó nunca por Beba. ¡Y, sin embargo, habían visto cómo caminaba por la casa y lo encariñada con él que estaba! Pero en el fondo, reflexionó, los cabreros veían cada día a cabras que morían y una más o una menos para ellos no significaba nada.

No sabían que lo que había pasado entre Beba y él había sido algo tan especial que no se podía contar a nadie.

—El marqués, pobrecillo, estos días está muy preocupado —le dijo un sábado don Sisino.

—¿Por qué?

—Por su hija. Desde que la salvaste del lago, ya no come, no duerme y no quiere hablar con nadie.

—¡Pero si han pasado tres meses! ¿Cómo es que está todavía viva?

—Han hecho venir a propósito a un doctor suizo que la trata. Duerme en el palacio. ¿Sabes qué hace para mantenerla viva? Coge la comida y se la pone, líquida, en una especie de enema que acaba metido en una vena del brazo.

—Pero ¿han descubierto cuál es la enfermedad?

—Parece que no. Pero el lunes llega otro médico de Alemania. El marqués se está arruinando para pagar a estos doctores.

Giurlà recordó aquella bonita jornada pasada junto a Anita cuando había ido a comer pescado con él. ¡Tan sana y llena de vida! Lo único era que…

—¿Usted sabe por qué cojea? —Se le ocurrió preguntarle a don Sisino.

—Es así de naturaleza. La conozco desde que nació y siempre la he visto cojear.

Aquella noche le contó a Beba que Anita estaba enferma. Y esa misma noche tuvo un sueño.

Sin saber cómo había llegado, estaba sumergido en el lago, pescando. De pronto, el agua comenzaba a hacerse menos líquida, más densa, un poco gomosa, aunque seguía siendo transparente. Era un agua que mantenía su cuerpo detenido y suspendido a media altura, sin necesidad de hacer el más mínimo movimiento. Los peces habían desaparecido, tampoco estaba la floresta submarina. Tuvo la impresión de encontrarse dentro de esa media esfera de vidrio que, de pequeño, había visto sobre el escritorio de don Pitrino. Estaba llena de agua, dentro había algunas montañitas y, si le dabas la vuelta a la media esfera e inmediatamente después la enderezabas, sobre las montañitas comenzaba a caer la nieve. Tenía la sensación de que el lago había empequeñecido. Se volvió a mirar a su alrededor y, en efecto, notó que el agua por todas partes se volvía redonda, como dentro de una gran esfera. De pronto, vio a Anita y a Beba. Estaban en la misma posición de cuando se habían caído al lago. Las dos caras pegadas, casi en contacto, mirándose con los ojos abiertos. Trató de dar una brazada para ir hacia ellas, pero no pudo moverse, el agua ahora demasiado densa se lo impedía. Pero oyó claramente las voces de Beba y Anita. Porque se estaban hablando, aunque no lo pareciese, dado que ninguna de las dos abría ni cerraba la boca.

—¿De acuerdo? —preguntaba Beba.

—Sí, de acuerdo —respondía Anita.

Entonces pegó un gran grito para llamarlas. Quería saber qué se estaban diciendo. Pero su propia voz lo despertó.

Después de unos quince días se convenció de que quizá habría sido mejor volver a Vigàta durante algunos meses. No iba desde que había pasado la visita del reclutamiento y le había entrado nostalgia, no tanto de su padre o de su madre, sino más bien de su hermana, de cómo había crecido, cómo se había vuelto. Cuando Beba estaba viva, nunca había pensado en ella. Comunicó sus intenciones a don Sisino.

—¿Cuánto quieres estar fuera?

—Un mes.

—Si es solo por un mes, no es necesario llamar a nadie de fuera para tu puesto. Me ocuparé yo.

—Gracias.

—Pero antes se lo debo decir al marqués. El sábado que viene te doy la respuesta.

Se lo contó también a Beba.

—No puedo más, debes creerme. Te echo demasiado de menos. ¿Sabes algo? En el rebaño donde te conocí, todo está igual, la cabaña está como la hemos dejado, el jergón, la lámpara, aún está la caja con las cosas de Ramunnu. Y yo, cada vez que tengo que ir, necesito todas mis fuerzas. A menudo, cuando me encuentro allá, siento que me brotan las lágrimas y tengo que buscarme excusas para estar lejos de los demás cabreros. No puedo continuar así. Tu falta me atormenta, me hace la soledad más solitaria. Me voy solo durante un mes. Y tú puedes esperarme aquí, nadie te descubrirá, estate tranquila. ¿Me prometes que no te enfadarás?

—¿Le contó al marqués que quisiera irme a Vigàta durante un mes?

—Sí.

—¿Qué respondió?

—Ni sí ni no. Me dijo que quiere hablar contigo.

—¿Conmigo? ¿Y qué quiere?

—No lo sé. Te espera el lunes por la mañana, a las diez.

—¿Cómo está la señorita?

—Peor que antes. Dicen que ya no hay esperanzas.

¿Debía decirle al marqués que lo sentía mucho por Anita? ¿O al señor marqués no le habría agradado que un cabrero como él mencionara el nombre de su hija? Tenía esta pregunta en la cabeza mientras iba detrás del criado y no sabía qué camino coger.

Entró en el estudio y el criado le dijo:

—Espera aquí.

Al no saber qué hacer, se puso a mirar los cuadros con las mariposas. Luego se encontró ante la fotografía de Amta de cuando tenía dieciséis años. No había duda de que, al crecer, se había hecho mucho más hermosa. En aquel momento, llegó el marqués y Giurlà se extrañó. Había cambiado mucho desde la última vez. El pelo blanco lo era aún más, tenía la espalda encorvada, una larga barba y, cuando caminaba, arrastraba los pies.

—Beso sus manos —lo saludó Giurlà.

El marqués no respondió, estaba con la cabeza gacha mirando el pavimento. Luego levantó los ojos. Y Giurlà en aquellos ojos leyó desesperación, dolor y rabia.

—Sígueme.

Lo hizo, extrañado. ¿Qué quería de él? ¿Adonde lo llevaba?

Pasillos que no acababan nunca, escalinatas que subían y bajaban. Aparte de ellos dos, parecía que en aquel palacio no hubiese un alma y el silencio era casi igual al que había en el fondo del lago. El marqués se detuvo delante de una puerta cerrada. Le habló sin mirarlo.

—Aunque no quieras, debes hacerlo.

A Giurlà no le dio tiempo de pedir explicaciones cuando el marqués abrió la puerta, lo empujó dentro y la cerró a sus espaldas. Comprendió de inmediato que era la habitación de Anita porque su olor se notaba más fuerte que el hedor de las medicinas, que había en enorme cantidad y todas desperdigadas encima de la cómoda, de la mesilla de noche, de dos mesitas.

Había una cama con la mosquitera levantada. De la joven se veía la cabeza hundida en la almohada y el brazo izquierdo, en el que tenía metido una especie de tubo que acababa en un trípode al lado de la cama. El trípode sostenía una especie de enema, como había dicho don Sisino, lleno de un líquido rojizo que caía gota a gota.

Reflexionó un momento. ¿Qué había querido decir el marqués? ¿Qué debía hacer incluso contra su voluntad? ¿Le estaba pidiendo un favor? ¿Se refería a su hija? ¿Y qué podía hacer él por Anita, si no lo habían conseguido los médicos suizos y alemanes? Desde donde se encontraba no la veía bien. Entonces se adelantó tres pasos y se detuvo.

La carne de la cara de Anita había desaparecido, su piel se había vuelto amarillenta y parecía pegada directamente a los huesos.

Su pena fue tan fuerte que, de golpe, las piernas le temblaron y tuvo que sentarse en la silla que había al lado de la cama, del lado opuesto al trípode.

La notaba respirar. Le costaba, emitía breves jadeos acompañados por un rumor carrasposo. Pobrecilla, ¡cómo se había reducido! En aquel momento oyó que la puerta se abría despacio y se volvió a mirar. Era Sidonia. También ella le parecía más vieja. No le dijo nada, no lo miró, quería ponerse entre la silla y la cama, y Giurlà, para facilitárselo, se puso de pie.

Sidonia sacó de debajo de la manta el brazo libre de Anita, lo descubrió con delicadeza. ¡Virgen santa! ¡Era verdaderamente un esqueleto! Luego Sidonia le hizo señas de que se sentara, cogió la mano del joven, la levantó, la posó despacio sobre la de Anita, que estaba con la palma hacia arriba, y salió.

Giurlà se quedó así, atónito, apenas inclinado hacia delante, temiendo que el peso de su mano pudiera romper los huesecillos de la de Anita, que debían de ser tan frágiles como los de un gorrión.