Cuatro

En vez de Beba, fue a su encuentro Filippo, un cuarentón bajo y robusto con el cabello pegado a los ojos y dos orejas tan grandes y largas que parecían las de un asno.

—Qué bien que hayas venido aquí —le dijo a Giurlà—. Así me puedo marchar enseguida, tengo un largo camino para volver a casa.

—¿Novedades?

—¿Qué novedades quieres? Por la mañana sale el sol y por la tarde se pone. Oye, cavé un poco de terreno.

—Ya lo vi.

—Sembré perejil, albahaca, zanahorias, espinacas, rabanitos y calabacines. Quiero decir, que te los puedes comer. Si te hace gracia, a mediados de este mes puedes sembrar nabos y habas. Las semillas están en un cucurucho en la cabaña.

—Oye, la olla, los cubiertos y la azada, ¿te los llevas?

—Si tú los quieres, te los dejo. Ya no los necesito.

—Gracias —espetó Giurlà, tendiéndole la mano.

—Antes debo hacer algo —dijo Filippo, encaminándose hacia el bosque.

Giurlà lo vio regresar poco después con una cabra en torno al cuello. De lejos, le pareció que estuviese muerta, porque colgaba por todas partes y Filippo tenía que sostenerla con las dos manos. De pronto, mientras el corazón se le caía al suelo, sin sabérselo explicar, sintió que aquella cabra era Beba, a pesar de que no se le veía la cabeza porque pendía a la espalda de Filippo. Tuvo ganas de ponerse a correr hacia el cabrero, pero no consiguió moverse, paralizado, empapado en un sudor frío.

—Ahora me despido —dijo Filippo.

Haciendo un esfuerzo, consiguió abrir la boca.

—¿Por qué te llevas esa cabra?

—Ya no sirve, se está muriendo.

—¿Está enferma?

—Damianu dice que no. Solo que ya no quiere comer. Entonces me la llevo y me la como yo.

—¿Le dijiste a Damianu que te la llevabas tú?

—No.

—Entonces no te la llevas. Es una cabra del rebaño. Si falta, tendré que rendir cuentas a Damianu. Déjala en el suelo.

Debió de haberlo dicho en un tono tan firme y resuelto que Filippo, después de pensarse un momento si era oportuno armar bronca o no, decidió obedecer.

—Está bien, está bien, no te enfades. Oye, si no me dejas llevarme la cabra, ¿me das algo por el huerto, la azada y la olla?

Giurlà le dio tres liras, más de lo que valían los objetos, pero deseaba que aquel tipo se quitara de en medio lo antes posible, cosa que Filippo hizo en cuanto tuvo el dinero.

Beba estaba tumbada en el suelo de costado, tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad, el aliento se le quedaba a medias. ¡Virgen santa, cómo había enflaquecido! Le miró el pelo, la nariz, la tripa, le abrió la boca. No tenía signos de enfermedad, seguro que no comía porque ya no tenía ganas de comer. Con los ojos llenos de lágrimas, se echó en el suelo también él boca abajo y comenzó a hablarle al oído:

—Aquí estoy, Beba. ¿Me reconoces? Soy yo, Giurlà. He vuelto, ¿me oyes? ¡Beba, por Dios, abre los ojos! ¡Beba!

Pero ella no lo oía.

Volvió al redil una hora antes de lo habitual, cargando a Beba a su espalda, aunque haciéndolo de manera que la cabeza no le colgara. Dejó el odre en la cascada, pero no se detuvo a llenarlo, no quería perder tiempo. Hizo entrar al rebaño en la empalizada, corrió a la cabaña, acostó a Beba sobre el jergón y la cubrió con la manta. Luego salió, subió hasta la cascada, llenó el odre y volvió a la cabaña. Se vertió un poco de agua en la mano y la pasó en torno a la boca de Beba y luego repitió el gesto otras dos veces.

—¡No me hagas esto, Beba! ¡Ahora he vuelto y ya no me iré!

Tuvo que dejarla porque las mujeres acababan de llegar. La tropa no había cambiado y todas lo abrazaron, contentas de que hubiera vuelto.

—Rosa me dijo que te saludara —exclamó Tanina.

—¿Cómo está?

—Como una papisa. Se deja ver cada día en la quesería, pero ya no trabaja haciendo requesón —dijo Gemma.

—¿Por qué?

—Porque don Tichino se la ha metido en casa. Ahora hace de patrona. Ella, como está preñada de dos meses, le hizo creer que él era el padre. Y ese cornudo reblandecido se lo ha creído.

—También me dijo que te avisara de que quizá mañana o pasado vendrá a verte —espetó Tanina.

Y Gemma, maliciosa, dijo:

El camino ya recorrido no es nuevo,

pero volver a hacerlo da aún más placer.

—¡Basta! ¡Vamos a trabajar! —dijo Giurlà, imperativo.

Finalmente, las mujeres se fueron y él pudo regresar a la cabaña.

Encendió la luz. La respiración de Beba había mejorado, ya no jadeaba.

Nuevamente le mojó el hocico, luego cogió un puñado de sal y se lo esparció sobre la boca. Salió fuera y fue al huertecillo. Había una plantita olorosa que las cabras se peleaban por comer, aunque no sabía cómo se llamaba; la cortó y volvió a entrar. Beba estaba haciendo algo que hizo que renacieran sus esperanzas. Lentamente, como si tuviera un enorme cansancio, se lamía la sal de la boca. Se quedó quieto, temiendo que cualquier movimiento pudiera perturbarla. Cuando ella terminó, él posó despacio la hierba al lado del jergón, cogió su comida y fue a sentarse fuera, con la espalda apoyada en el palo.

Comenzó a pensar que al día siguiente no llevaría a Beba con las demás cabras, no podía caminar. No le quedaría más remedio que dejarla en la cabaña. Pero no tenía puerta. Y si entraba algún animal grande, Beba no estaba en condiciones de defenderse. Recordó que cerca del huertecillo había un montón de ramas, lo había hecho Filippo para tener a mano leña para quemar. Cuando terminó de comer, volvió a la cabaña. Beba estaba quieta, aún con los ojos cerrados. Se sentó en el jergón, a su lado, cogió la planta olorosa y se la puso bajo la nariz.

—¡Mira qué te he traído! ¡Cómetela!

La nariz de Beba, después de un rato, vibró ligeramente. ¡Había notado el olor! Luego Beba abrió la boca y Giurlà comprendió que debía alimentarla, como se hace con los niños y con los enfermos. Consiguió hacérsela comer entera, una brizna por vez. Luego cogió hilo, cuerda y luces y salió fuera para fabricar la puerta con las ramas y las dos pieles de cabra. Trabajó toda la noche.

Tres días después, Beba consiguió ponerse de pie. Giurlà la llevó al huertecillo y la dejó comerse todas las hierbas que quiso.

Ella se solazó. Al día siguiente, Giurlà la hizo ir a pastar con el rebaño. Beba, durante todo el camino, estuvo tan pegada a él que, a menudo, le impedía el paso. Cuando llegaron, Beba se quedó comiendo la hierba y las flores del llano, no fue al bosque con las demás.

El sol de aquella mañana le recordó el sol de Vigàta. Las jornadas septembrinas por aquellos lares no eran las mismas que a la orilla del mar. En septiembre en Vigàta se hacían los mejores baños, porque el agua no estaba tan caliente que después no te quedaban fuerzas de dar un paso ni el sol era tan fuerte que, apenas te secabas, te achicharrabas. En resumen, mientras que en Vigàta el mes de septiembre era el fin del verano, aquí era el principio del otoño. Pero aquella mañana le pareció estar en la playa de Vigàta. Y sintió unas ganas enormes de darse un baño. Decidió ponerse bajo la cascada; total, de las cabras ya se ocuparía Piru. Apenas se levantó de la piedra, Beba alzó la cabeza para mirarlo, alarmada.

—Enseguida vuelvo —le dijo.

En cuanto llegó a la cascada, se desnudó y se metió en el agua.

Estaba tan fría que cortaba el aliento, pero después de un rato uno se acostumbraba. Hacía cinco minutos que estaba así, con los ojos cerrados, cuando algo le rozó la piel, descendiendo del pecho a los bajos. ¡Seguro que era una serpiente! Pegó un salto hacia atrás, resbaló, cayó boca arriba. Había abierto los ojos, pero tuvo que cerrarlos de inmediato porque, en aquella posición, la fuerza del agua le habría hecho saltar las órbitas de los ojos. Pero el instante en que miró había sido suficiente para hacerlo caer en un espanto nunca experimentado. Lo que lo había rozado no era una serpiente, sino un animal grande, una gran masa confusa. Y de pronto, esa masa le cayó encima, lo aplastó bajo su peso. Se sintió perdido. Abrió la boca para pedir ayuda, pero el agua lo ahogaba por momentos. Y luego comprendió que se encontraba debajo de un cuerpo de mujer: reconoció la forma de las tetas contra su pecho, sintió la ternura y la dulzura de los brazos que lo rodeaban, la delicada fuerza de los muslos que estrechaban los suyos. Se rebeló, trató de quitársela de encima, pero lo había inmovilizado. Tenía que hacer a la fuerza lo que ella quería. Sí, estaba inmovilizado, como una vez había visto hacer a una serpiente con una cabra. Había comenzado a oír una cabra que, desde dentro del bosque, daba voces desesperadas. Debía de haberle ocurrido algo, estaba claro que se encontraba en dificultades. Se había levantado, había corrido al bosque guiado por su voz y la había encontrado. Se había imaginado cualquier cosa, menos lo que vio. La cabra estaba tumbada en el suelo, de costado. Una enorme serpiente se había enrollado en torno a sus patas, haciéndola caer e impidiéndole cualquier movimiento. Y ahora estaba con la boca pegada a una de las tetas y chupaba la leche. Por un momento se había quedado mirando, asombrado; luego, con el cayado, le había pegado un gran golpe a la serpiente que, de inmediato, había soltado a la presa y había corrido hacia las matas. La cabra, que solo estaba asustada, se había levantado y había seguido comiendo.

—No podía perderme esta ocasión —exclamó Rosa, riendo y abrazándolo después de que habían vuelto a verse—. Apenas te reconocí, no perdí el tiempo, me desvestí y me metí en el agua.

Giurlà no dijo nada y se liberó de su abrazo.

—¡Venga! ¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿No te gusta?

—No.

—¿Por qué?

—No me gusta así, a traición.

—¿Ah, sí? ¿Vosotros los hombres podéis cogernos a traición y nosotras las mujeres, no?

—¿A qué has venido?

—A lo que hemos hecho.

—Está bien, entonces, dado que has tenido lo que querías, me despido.

—Mira, pequeño, ¡no te hagas el inocente! —exclamó Rosa, picada.

—¡No tenía la intención de hacerlo! —rebatió Giurlà.

—Pero una parte tuya tenía la intención, ¡vaya si la tenía!

—¡Qué tiene que ver, es la naturaleza!

Rosa le dio la espalda y empezó a irse. Él esperó a que la mujer desapareciera, luego se desvistió de nuevo y volvió a lavarse. No quería que Beba pudiera sentir el olor de Rosa en su piel.

Tres noches después sintió un gran deseo de Beba. Ella estaba de pie al lado del jergón y él extendió una mano, le alisó el pelo y después empezó a acariciarle despacio las tetas. No era porque tuviera ganas de Rosa o de cualquier otra mujer, no, la quería precisamente a ella, era ella la que le faltaba, la que lo ponía ansioso. Pero Beba no se movió. Parecía que aún no estaba preparada, no había recuperado por completo su salud. Había que tener paciencia y esperar.

El último domingo de septiembre, fue como de costumbre al lago y luego, con los demás, a casa de Damianu. Comieron y bebieron, Damianu les pagó la semana y después se quedó solo con Giurlà.

—Estate atento, que ahora comienza la época del apareamiento.

—¿Qué debo hacer?

—No te impresiones si los chivos empiezan a luchar a cornadas.

—¿Se hacen sangre?

—No, pero con los cuernos se dan grandes cornadas, o se ponen cuerno contra cuerno y hacen fuerza hasta que el más débil comienza a ir para atrás. Pero a veces luchan por una hembra. En ese caso son más peligrosos.

—¿Por qué?

—Porque si intentas separarlos, puede que los dos te den cornadas a ti. Pero si te parece que existe el peligro de que se hagan daño y es necesario que los separes, recuerda que no debes acercarte demasiado; debes tener siempre a mano un cayado largo y usarlo. Pégales con fuerza, en caso contrario ni te notan.

Llegó el otoño de verdad.

En Vigàta la estación se mostraba tal cual era solo porque cielo y mar se confundían en una única grisura que encogía el corazón y, a menudo, el lebeche empujaba el mar hasta comerse la playa, dejando en cada bocado una especie de baba amarillenta. Aquí, en cambio, el otoño hacía cambiar los colores, el verde cedía el paso al amarillo y al marrón, los tallos de las plantas comenzaban a encorvarse, las hojas se desprendían de las ramas, y también cambiaban los olores, se hacían más intensos, como si en la cercanía del final quisieran estampar su recuerdo en la cabeza del hombre. El bosque, por ejemplo, bañado por las primeras aguas del cielo, ahora soltaba un olor más punzante y resinoso. Parecía un verdadero perfume, por momentos igual al que desprendían las señoras que iban a la iglesia los domingos. Pero mientras en Vigàta el cambio, como máximo, te hacía ponerte una chaqueta, aquí tenías que abrigarte bien, incluso con alguna piel de cabra, porque el otoño de aquí correspondía al invierno más duro de Vigàta.

A principios de noviembre parecía que las cabras comenzasen a volverse locas. Cuando Giurlà las llevaba a pastar, veía que ninguna entraba en el bosque, sino que se quedaban en el llano, a la vista. Giurlà las miraba, encantado. Ya no hacían el habitual beeee apagado, sino que emitían un be…, be…, be corto y continuo, como si pidieran algo a toda prisa. Las colas se movían continuamente, temblaban como por las tercianas. Algunas, en cambio, abarquillaban las orejas. También era posible que dos o tres se pusieran a correr en círculos, con Piru, que iba tras ellas ladrando, desesperado. En resumen, durante algunos días Giurlà se pasó más tiempo de pie persiguiendo a las cabras que sentado en la piedra. Pero lo que verdaderamente le extrañó fue el comportamiento de los chivos. Para empezar, no subieron a la montaña, como hacían siempre, sino que se pusieron en grupo cerca del rebaño. Giurlà había notado que, desde hacía algunos días, habían empezado a apestar tanto que, cuando se encontraba a sotavento, le entraban ganas de vomitar. Pasaban la mitad del tiempo dándose cornadas. Luego, un día, se pusieron en medio del rebaño y comenzaron a mear. ¡Virgen santa, menudo olor se expandió por el aire! Después se revolcaron sobre el terreno mojado por su líquido y corrían a diestro y siniestro detrás de cada cabra, que empezaba también ella a mear, colocándose de modo que el chorro femenino les diese en la cabeza.

Por la tarde, de vuelta en el redil, gastó toda el agua del odre en lavar a Beba, que también se había puesto a hacer lo que hacían las demás cabras. En un primer momento, se había quedado bastante desconcertado y desilusionado. Al verla meando sobre la cabeza de un chivo y cuánto placer experimentaba, se había sentido asqueado y traicionado. Luego había pensado que Beba no hacía más que seguir su naturaleza. ¿Acaso él mismo no había respondido así a Rosa? Pero cuando se acabó el agua, Beba aún apestaba. Entonces cogió la lámpara y empezó a subir hacia la cascada, seguido por el animal. Tuvo que obligarla, cogiéndola por los cuernos, a meterse debajo del agua. Para no mojarse la ropa, se había desnudado. Luego la hizo salir y la secó con una camisa vieja. Por último, llenó el odre. Pero ya habían emprendido el descenso para volver al redil cuando Beba se le puso delante, sin que hubiera manera de hacerla caminar. Entonces comprendió lo que quería Beba de él.

También al día siguiente por la mañana, apenas llegaron al llano, las cabras hicieron como el día anterior, no entraron en el bosque. Los chivos no se pusieron a darse cornadas, sino que se metieron dentro del rebaño, apestando a la vieja y a la nueva mugre incrustada en su pelaje. Pero esta vez comenzaron a montar a las hembras.