Tres

Estuvo un rato en remojo para limpiarse y luego volvió a la orilla.

El sol era tan caliente que en diez minutos se había secado y pudo vestirse de nuevo.

Para pasar de un lado al otro del lago, cortándolo por el medio y nadando a toda velocidad, calculó que emplearía un buen cuarto de hora, ahora que aún tenía poca práctica con el agua dulce. Se tumbó en el suelo.

Alrededor no había más que montañas. Y no se oía ni el más mínimo ruido, a excepción del graznido que hacían los pajarracos negros.

Y, de pronto, comprendió que era lo mismo que cuando se ponía a hacer el muerto en el mar, boca arriba, mirando el cielo.

Aquí se flotaba sobre la hierba en vez de sobre el agua, y en torno a él, en vez de agua, había tierra, pero el silencio era el mismo; allá eran las gaviotas las que chillaban, aquí los pajarracos negros…

Luego oyó una voz:

—¡Eh, tú, arriba!

Se volvió. Era un hombre alto y corpulento con una gran barba rojiza que, a pesar del calor, llevaba una especie de chaquetón de piel de cabra. De un hombro le colgaban dos cantimploras. Con la mano izquierda sostenía un saco sobre el otro hombro, con la mano derecha sujetaba un largo cayado cortado de una rama.

—¿Usted es Damianu?

—Sí. ¿Y tú cómo te llamas?

—Giurlà.

—¿Cuántos años tienes?

—Catorce.

—¿Tienes hambre?

—Sí, señor.

El hombre posó el saco en el suelo, cogió de él una hogaza, la cortó por el medio con un cuchillo que extrajo del bolsillo y se la tendió a Giurlà. Inmediatamente después cortó una loncha de queso de una pieza entera y se la dio.

—Come mientras caminas detrás de mí. Si tienes sed, me lo dices.

¿Era posible que en esta zona se subiera siempre?

¿No se acababan nunca las montañas? Después de media hora de marcha, había terminado de comer, y, entre el ascenso y el queso salado, a Giurlà le entró una gran sed.

—Quiero beber.

Damianu se detuvo y se volvió.

—¿Agua o vino?

—Vino.

Su padre bebía solo un vaso por la tarde, mientras comía, y a él, que lo quería probar, siempre se lo había negado.

—Aún no, tienes que crecer.

Vete a saber por qué, de pronto sintió que había crecido. Damianu le tendió la cantimplora, Giurlà se la llevó a los labios y bebió. El primer sorbo le pareció amargo y, cuando estaba a punto de escupirlo, el sabor en la boca cambio de golpe, se convirtió en algo perfumado y cálido, una caricia de terciopelo, le pareció estar bebiéndose una rosa. Le gustó mucho y tomó otros dos sorbos.

—Basta —le dijo Damianu, estirando la mano para recuperar la cantimplora.

Volvieron a caminar. Enseguida llegaron a una planicie ancha y larga, cubierta por una hierba que llegaba casi hasta la mitad de la pierna.

—Aquí estamos a tres cuartos de monte Giulfo —dijo Damianu—, que tiene una altura de setecientos sesenta metros.

Del lado izquierdo de la planicie, bien al fondo, donde empezaba la pared de una montaña, había un enorme espacio vallado con ramas de árboles entrelazadas. Una parte del recinto, que era casi tan alto como Damianu, se podía abrir y cerrar. Dentro había como mínimo trescientas cabras que montaban un follón de bee bee. Al lado de la abertura del recinto había una especie de cabaña, hecha también con ramas de árbol y totalmente cubierta de paja.

—Esas —dijo Damianu— son las cabras de las que debes ocuparte.

¿Cómo haría para ocuparse de trescientas cabras él solo?

—Y esa —continuó Damianu, indicando la choza—, de ahora en adelante es tu casa.

—Pero ¿estas cabras son todas de don Pitrino?

Damianu se puso a reír.

—Don Pitrino tiene cabras a montones, pero estas son solo la mitad. ¡Es el rebaño mediano! Y luego están las ovejas, los caballos…

—¿Y quién cuida de las otras cabras?

—Cabreros como tú y como yo.

—¿Y usted cuántas cabras cuida?

—Yo soy el vigilante de todos los rebaños. Oye, chaval, esta tarde y esta noche me quedo aquí. Mañana por la mañana llevo las cabras a pastar y tú vienes conmigo, así aprendes el misterio.

Lo primero que vio al entrar en la cabaña fue su hato. Don Sisino había sido de palabra, alguien se lo había traído. Había, en el suelo, un saco ancho y grande lleno de paja que debía de ser su cama, el jergón, y luego, como mesita, un pedazo de tronco de árbol. También había dos bancos hechos con ramas. Encima había una lámpara de petróleo, de esas que se ponían sobre los carros. Una lata de petróleo de reserva estaba al lado de un banco. Del techo colgaban un odre vacío, un saco con algunas cosas en su interior y una cantimplora. Otros tres sacos vacíos estaban encima del saco que hacía de cama, que tenía al lado una caja cerrada.

—Esa caja —dijo Damianu— es de Ramunnu, que la ha dejado aquí.

—¿Quién es Ramunnu?

—El cabrero que estaba antes que tú.

—¿Por qué se fue?

—Lo llamaron para el servicio militar.

—¿Y qué hay en la caja?

—No lo sé. Cosas de Ramunnu. Espera, que te doy la comida.

Extrajo de su saco tres hogazas de pan de un kilo y medio cada una, dos piezas de queso, un gran cucurucho de aceitunas e higos secos y un saquito de sal, y lo posó todo sobre el tronco.

—Cuidado con la sal. A las cabras les gusta mucho.

—¿Dónde meto todo esto?

—Tira del saco que cuelga.

Giurlà tiró del saco y este bajó. Dentro había un plato y un tazón hechos de madera y un cuchillo como el de Damianu.

—Guarda la comida.

Giurlà la metió dentro.

—Ahora tira de la cuerda que hay al lado del saco.

Giurlà tiró de ella y el saco subió.

—Después de comer, debes izar el saco, si no cualquier animal se te lo puede comer todo. Y atención siempre a la luz cuando esté encendida. Basta una nadería para que todo se prenda fuego.

Salió, dejando su saco aún medio lleno dentro de la cabaña.

Giurlà abrió el hato, extrajo la ropa pesada que le había comprado su madre y la metió en uno de los sacos vacíos. Luego extendió la manta de lana sobre el jergón. Por tanto, durante al menos tres meses, por las noches tendría que dormir allí dentro. Se sintió contento. ¡Cuántas veces habían construido cabañas de cañas con Fofò y Pippo! Solo que ahora ya no era un juego. Su padre y su madre habían tenido razón: a esta hora, si lo hubieran entregado al hombre de Alagona, estaría trabajando a cuatrocientos metros bajo tierra, ahogándose sin luz ni aire.

—¡Giurlà! ¡Ven aquí!

Salió fuera. Miró a su alrededor, pero Damianu no estaba a la vista.

—¿A qué esperas? ¡Ven aquí!

El cabrero estaba en el recinto, en medio de las cabras. Se acercó a la entrada, que estaba cerrada con un alambre.

—Entra y cierra.

Abrió, entró y puso el alambre. Comenzó a caminar entre los animales, que no solo no tenían ningún miedo de su presencia, sino que, al contrario, parecía que se ponían delante de él a propósito para no dejarlo pasar. Cuando llegó a su lado, vio que Damianu tenía a una cabra por un cuerno, pero ella no tenía ninguna intención de quedarse quieta.

—Ponte delante de ella, agárrala por los cuernos con toda la fuerza que tengas y no la dejes caminar.

—¿Y si le hago daño?

—Si no estás atento, ella te hará daño a ti, corneándote.

No sabía que tenía tanta fuerza. El hecho es que la cabra se vio obligada a ponerse de rodillas.

—¡Bien! —le espetó Damianu.

Y comenzó a tocarle la tripa a la cabra, a abrirle la boca por la fuerza para mirar en su interior, a meterle un dedo en el culo, a ordeñarla.

—¿Qué tiene? —preguntó Giurlà.

—No me convence. Temo que esté enferma.

—¿Y si está enferma?

—De momento la llevamos fuera del recinto. Hay peligro de contagio.

La miró y la manipuló un poco más, luego la cogió por un cuerno y la arrastró fuera. Mientras Giurlà cerraba el recinto, Damianu ató la cabra con una cuerda a un palo cercano a la cabaña.

De improviso, el sol se puso detrás de una montaña y súbitamente oscureció. Damianu trajinaba detrás de la cabaña y Giurlà fue a ver qué hacía. En el suelo había un círculo de piedras que tenía a cada lado un palito corto de hierro, encima de los cuales había un espetón que se podía hacer girar. Damianu había cogido algunas ramas secas, las había puesto dentro del círculo de piedra y les había prendido fuego.

—¿Sabes hacer brasas?

—Sí, señor.

Damianu se marchó. ¡Cuántas veces había asado sardinas en la playa con Fofò y Pippo! Solo que las sardinas no se podían meter en el espetón y se asaban sobre un canalón de los que servían para cubrir los tejados de las casas. Damianu volvió con un conejo muerto a tiros, aún tenía sangre seca en el codo. La tripa estaba abierta, se ve que le habían sacado las entrañas para que no oliera mal. Llevaba una cantimplora en bandolera.

—A este le disparó al vuelo don Sisino y me lo mandó de regalo.

Sacó el cuchillo, se agachó y comenzó a despellejar el conejo. Era hábil y, al cabo de un momento, el conejo quedó tan rosado como un recién nacido. Tendió la piel a Giurlà.

—Cuélgala de una rama del recinto.

—¿Para qué sirve?

—Cuando venga el frío de verdad, te la pones sobre los zapatos y te mantiene caliente.

Ahora era casi noche cerrada. Cuando volvió, Damianu había ensartado el conejo en el espetón y lo hacía girar lentamente sobre las brasas ardientes.

Giurlà se comió su parte con verdadero placer, el animal había sido asado al punto justo. Al final, Damianu le ofreció la cantimplora de vino y le permitió beber cinco grandes sorbos.

—Las cabras no son ovejas —dijo, de pronto, el cabrero.

«Eso lo sé también yo», pensó Giurlà.

—A las cabras les agrada estar cada una por su cuenta; las ovejas, en cambio, están siempre juntas y donde va una, van las otras. Cada cabra busca su comida, trepa por la montaña hasta que encuentra lo que le gusta. Las ovejas se asustan de los perros; las cabras no se asustan ni del hombre. Para hacerlas volver al redil, necesitas habilidad y paciencia, siempre hay alguna que se escapa y tú debes correr detrás de ella gritando y tirándole piedras. No todas las cabras tienen el mismo carácter: algunas son obedientes, otras te desesperan. Después de un tiempo con ellas, aprendes a conocerlas una a una.

Las brasas se habían apagado. Pero, por prudencia, Damianu metió un pie dentro del círculo y las redujo a cenizas. Luego se alejó para hacer sus necesidades. Regresó.

—Vamos.

Giurlà lo siguió. En cuanto entraron en la cabaña, Damianu encendió la lámpara de petróleo, cogió la manta y se la tendió a Giurlà.

—El jergón es para mí.

—¿Y yo dónde duermo?

—En el suelo —dijo el hombre, sacando de debajo del saco dos pieles de cabra.

Giurlà salió para aliviarse. Cuando volvió a entrar, Damianu estaba tumbado sobre el saco, cubierto por las pieles de cabra.

—Cuando te hayas desvestido, apaga la lámpara —dijo Damianu.

Pero Giurlà no se desvistió. Apagó la lámpara, se acostó en el suelo y se envolvió en la manta.

Después de una hora, aún no había conseguido conciliar el sueño. Damianu roncaba tan fuerte que le temblaban las orejas. Cuando ya no pudo más, salió de la cabaña y fue a acostarse a una cierta distancia de la cabra enferma. Pasados unos cinco minutos, oyó que el animal hacía, despacio:

—Bee…, bee…

¿Se estaba lamentando? ¿O lo llamaba? ¿Qué quería de él? Se dio cuenta de que la cabra, estirando al máximo la cuerda, se había acercado a él tanto como podía.

—Bee…, bee…

¿Era posible que quisiera compañía? Se levantó, fue al lado de la cabra, le acarició el cuello. El animal se dejó acariciar, mudo. Pero en cuanto él apartó la mano, empezó a hacer un bee aún más lastimero que antes.

Entonces cogió la manta y la estiró encima de él y de la cabra, que se arrodilló a su lado y dejó de llorar.

En el sueño, sin darse cuenta, debía de haberse destapado, sacando la cabeza fuera, porque lo despertó algo húmedo que le tocaba la frente, los ojos y la nariz. ¡Un animal! Se levantó, asustado, y con la primerísima media luz del alba se percató de que era un perro que le lamía la cara. Un perro negro, con una gran cabeza y una boca abierta que dejaba ver los dientes puntiagudos. La cabra había vuelto junto al palo. Se quedó inmóvil hasta que Damianu salió de la cabaña y le dijo:

—No te asustes, es un perro de aquí, se llama Piru. Entra la manta. Coge el saco pequeño y echa la comida que necesites, porque aquí no volveremos hasta esta tarde.

Giurlà cortó media hogaza de pan y un trozo de queso y los metió en un saquito de tela, luego cogió la cantimplora y el cuchillo y salió.

Damianu estaba manipulando la cabra que había dormido junto a él.

—¿Cuántos años tiene esta cabra?

—Casi dos años, en octubre puede quedarse preñada.

—¿Y cuántos cabritos tendrá?

—Esta raza tiene dos. Me parece que esta cabra no tiene nada. De todos modos, por prudencia, dejémosla aún aquí.

—¿Y qué comerá?

—Aquí tiene toda la hierba que quiera.

—Pero si aquí hay hierba, ¿por qué llevamos a las cabras a otro sitio?

—Porque comen esta hierba solo por necesidad, no les gusta demasiado.

Damianu fue a abrir la empalizada y las cabras comenzaron a salir.

Cuando estuvieron todas fuera, Giurlà se dio cuenta de que detrás de la gran empalizada había otra mucho más pequeña y dentro había cuatro grandes cabras con la barba más larga que las demás, el cuerpo macizo y los cuernos en forma de sable.

—Son los chivos —le explicó el cabrero—, los machos de las cabras. No les gusta estar en el rebaño con las hembras. Si ves que los chivos se dan cornadas, déjalos. Luchan para establecer quién es el más fuerte.

Mientras, las cabras se estaban dirigiendo hacia la montaña más cercana al redil.

—¿Ves? Conocen el camino, saben dónde deben ir a pastar.

Se pusieron a caminar junto al rebaño, Damianu y Piru delante, Giurlà detrás.

En cuanto la cabra atada al palo comprendió que la estaban dejando sola, empezó a emitir un bee desesperado. Cuatro o cinco animales se detuvieron y le respondieron. Entonces Damianu las pinchó con el cayado y volvieron a caminar. Luego la voz de la cabra se hizo poco a poco más lejana, hasta que ya no se oyó.

A mitad de la cuesta, después de media hora subiendo por un sendero estrecho y lleno de cagadas de cabras, Giurlà oyó un ruido que le pareció de agua. En efecto, poco después, a la izquierda apareció un arroyuelo que era idéntico al del belén, con una cascada que formaba una charca en la que una decena de animales aún estaban bebiendo.

—Cuando volvamos, acuérdate de llenar la cantimplora. Esta agua es la única potable de estos parajes. ¿Quieres lavarte?

—Sí, señor.

—Entonces, hazlo. Después basta con que vuelvas a tomar este sendero y, al cabo de media hora, llegas.

Se solazó debajo de esa agua, que era tan gélida que le parecía haberse convertido en cristal.