Tres

La tal Anita, también ella cojeando, entretanto se había acercado a la chimenea y miraba el pescado frito en la sartén.

—Pero ¿quién le ha dado este pescado?

Giurlà, antes de responder, tragó. Tenía la garganta seca.

—Nadie. Lo pesqué yo.

—¿Dónde?

—En el lago.

—¿Hay peces?

—Sí, señora.

—¿Y cómo los pesca? ¿Con sedal?

—No, señora. Con las manos.

—¡¿Con las manos?!

Estaba asombrada. Lo miraba con los ojos verdes, que eran dos lagos, desorbitados. No podía creerlo.

—Me gustaría verle pescar. Si mañana vengo un poco antes… —dijo Anita.

—Como quiera vuestra merced.

Era la patrona, no podía discutir; eso quería decir que no iría a ver ningún rebaño.

—¿Y luego me invita a comer con Sidonia?

Le salió del alma, no pudo contenerse.

—¡Sería un placer!

Se arrepintió de inmediato.

—Pero no tengo mantel…

—No se preocupe, lo traeremos nosotras. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Ven, Beba —dijo.

Y salió, diciéndole adiós con la mano. La cornada de Beba fue tan imprevista como letal. Cogido de lleno en los cojones, cayó al suelo por el tremendo dolor.

—Bee —espetó ella, saliendo detrás de Anita.

Pasó una noche de perros. Ni pensar en ponerse para pescar los calzoncillos ligeros, aunque el problema era el mismo si se ponía unos gruesos de lana.

¿Podía dejarse ver en calzoncillos por Anita? ¿Una joven? ¿Una joven marquesa? ¿Una joven marquesa hija de su patrón? Aparte de que, marquesa o no, de todos modos, le daba vergüenza presentarse en calzoncillos. Era mejor ir a pescar antes de que ella llegara. Pero Anita había sido clara: quería verlo mientras pescaba. ¿Cómo hacía para salir de aquella maldita situación? La solución al problema se le ocurrió hacia las tres de la mañana. Se levantó, cogió un par de pantalones de verano y los cortó con el cuchillo hasta la mitad de la pierna. Se los probó: le quedaban bastante anchos, no le molestarían al moverse. Pero inmediatamente después tuvo otra preocupación. Nunca había comido pescado con el tenedor, siempre con la mano. También el que había quedado en la sartén se lo había zampado así. Si lo hubiera pensado antes, habría podido hacer una prueba con el tenedor. Lo mejor era ver cómo se manejaba Anita y luego copiar lo que hacía ella. Pero lo mejor de todo quizá era esperar que se desencadenara otro temporal y así no tener problemas.

El carruaje llegó a las nueve. En cuanto lo vio, Beba comenzó a correr hacia el lago. Giurlà, en cambio, esperó media hora y luego bajó también él. Delante de la tienda grande, Anita estaba recostada sobre una toalla y Beba estaba de pie, a su lado. La joven llevaba un albornoz ligero, color cielo, debajo se entreveía un traje de baño a rayas azules y blancas que solo le dejaba al descubierto los brazos y la mitad de las piernas. En la cabeza llevaba un gorro celeste de encaje y en los pies, un par de extraños zapatos, hechos de tela azul y sin tacón.

—¿Vamos? —preguntó, levantándose en cuanto vio aparecer a Giurlà. Incluso con los pantalones Giurlà se sentía incómodo delante de ella.

—Sí, señora.

—Hagamos así. Usted comienza a nadar y yo le sigo con la barca.

—Está bien.

Entró en el agua, dio algunas brazadas y luego se volvió para ver en qué punto estaba Anita, la cual ya se había subido a la barquita, pero tenía un problema. Beba también quería embarcarse, mientras que la intención de Anita era dejarla en tierra. Así que Anita la alejaba con el remo, y la cabra, inmediatamente después, volvía a avanzar. Después de cinco minutos adelante y atrás, Anita se cansó y la dejó subir. Al llegar a un cierto sitio, Giurlà se detuvo. Sabía que en aquel lugar había más peces que en otras partes. Esperó a que la barquita llegara a su lado y se sumergió. Debía de estar emocionado, porque enseguida comprendió que iba a poder resistir menos de lo habitual. En efecto, tras agarrar el primer pez, tuvo que subir a toda prisa. Un momento antes de sacar la cabeza, vio a pocos centímetros de su cara la de Anita, que se asomaba de la barca para mirarlo y le sonreía.

—¿Está cansado?

—No, vuestra merced.

Beba, en cambio, que se había vuelto hacia la parte contraria, se quedó así, ni siquiera se dignó a mirarlo.

Había limpiado la habitación a primera hora de la mañana, pero para estar seguro, apenas volver de la pesca, la limpió de nuevo. Después fue al pozo, troceó los seis peces, les sacó las entrañas, con el cuchillo les quitó todas las escamas que pudo y los lavó. Luego encendió el fuego y enharinó los pescados. Salió fuera y dijo:

—Está listo.

Comenzó a freír los pescados solo cuando oyó llegar a las dos mujeres. Sidonia cubrió la mesa con el mantel sacado de la cesta que había llevado consigo. Primero sirvió a Anita, luego a Sidonia. Cuando también él se sentó con su plato delante, Beba se puso a su lado. Pero en vez de quedarse de pie, se acurrucó con la cabeza debajo de la mesa. Anita, que se había cambiado de vestido, comenzó a comer. Giurlà la miró y comprendió inmediatamente cómo debía usar el tenedor.

—Exquisito —dijo la joven—. Como el que comía en Suiza. Y además está muy bien frito, enhorabuena al cocinero.

—Gracias —dijo él, sonrojándose.

Y un momento después se puso aún más rojo. Porque Beba le había mordido la pantorrilla, como si fuera un perro, provocándole un fuerte dolor. Menos mal que también él se había cambiado y se había puesto los pantalones largos, si no le habría salido sangre por aquel tremendo mordisco.

La advertencia de Beba había sido clara como el sol: cuanto menos hables con Anita, mejor para ti.

—¿Sabe cómo se llaman estos peces?

Virgen santa, ¿por qué hacía preguntas?

—No lo sé.

Esta vez el mordisco le hizo pegar un saltito de la silla.

—¿Tú lo sabes, Sidonia?

—No, vuestra merced.

—Está buena esta ensalada. ¿Tiene un huerto?

Pero ¿no podía comer en silencio?

—Sí, vuestra merced.

Esta vez el dolor del tercer mordisco le llegó al cerebro. Se levantó con la excusa de lavar los platos sucios de pescado, pero Anita lo detuvo.

—Ya se ocupa Sidonia.

Giurlà se despidió de su pierna. Si la mujer le hacía más preguntas, seguro que cojearía durante muchos días. ¡Qué buena pareja habrían hecho, Anita y él, los dos cojos! Estimó que era más prudente quedarse de pie hasta que se fueran. Luego se levantó Sidonia y comenzó a lavar los platos. Entonces, Anita dijo:

—Yo bajo. Gracias por el almuerzo. Estaba buenísimo. Ven, Beba.

Fue al almacén, porque don Sisino, el sábado pasado, le había dicho que quería saber cuánta comida quedaba y para cuánto tiempo alcanzaría. Al oscurecer, oyó el carruaje que llegaba y partía. Pero Beba no regresó. Y tampoco se dejó ver a la hora de cenar. Esta vez no se preocupó: sabía que lo hacía aposta, para hacerle pagar el hecho de que él hubiera pasado demasiado tiempo con Anita. Se fue a acostar, dejando la puerta abierta. Y cada tanto, en sueños, tanteaba con la mano para notar si había llegado. Nada.

Solo cuando se levantó a las siete de la mañana para ir a lavarse al pozo, la vio acurrucada al lado de la puerta. No había querido pasar la noche con él.

—No fue culpa mía —le dijo—. Ella me hablaba y yo, en tu opinión, ¿no debía responderle?

—Bee —espetó Beba, desdeñosa.

Se levantó y se encaminó hacia el huerto a comerse la hierba fresca.

El 24 de agosto, que era un domingo, la jornada se presentó traicionera desde las primeras luces. El cielo se cubría de nubes, luego llegaba el viento, las quitaba de en medio como una escoba atareada, y resurgía el sol. Ni siquiera un cuarto de hora más tarde, el cielo se cubría de nuevo. Pero cada vez que las nubes regresaban, eran más negras y pesadas, y parecía que el viento tuviera que esforzarse más para conseguir borrar el negro y hacer reaparecer el celeste. Hacia las nueve de la mañana Giurlà se persuadió de que el carruaje de Anita no llegaría; también en Castrogiovanni debía de hacer el mismo tiempo, aquella no era una jornada para darse un baño en el lago. Y tampoco era una jornada para ir a coger peces para los cabreros; cocinaría pasta con salsa, porque era probable que, de un momento a otro, se repitiera la tempestad de julio. En cambio, menos de una hora después, el carruaje llegó y Beba bajó, contenta, al encuentro de Anita. Mientras esperaba a que llegaran los cabreros, Giurlà salía cada cuarto de hora para ver qué hacía Anita. Estaba inquieto. Pero dado que no la veía en la orilla, se calmaba bastante, pensando que quizá estaría dentro de la tienda grande jugando con Beba. Mejor así. Mientras la barquita estuviera en tierra, no había peligro. Luego llegaron los cabreros y no tuvo más ocasión de salir a mirar, aunque fue lo primero que hizo en cuanto se fueron. En aquel momento, no había nubes y el sol calentaba, pero la barquita seguía en la orilla. Estaba claro que Anita no se fiaba. Volvió adentro y se puso a escribir en el registro el dinero y las cosas que había entregado a cada cabrero. Como las cuentas no le cuadraban, tuvo que empezar de nuevo. De pronto, un gran estruendo lo hizo saltar de la silla: era la puerta, que se había cerrado por un gran golpe de viento. Se levantó, fue a abrir la puerta y le dio un vuelco el corazón. A pesar de que el viento empujaba las nubes con violencia, estas seguían en su sitio, de tan cargadas y turbias que eran. Y en medio del lago estaba la barquita, bailando borracha, con Anita y Beba encima. En la orilla, Sidonia hacía señales y daba gritos desesperados. La joven debía de haberse dejado engañar por el sol, cuando había vuelto a salir, y había decidido coger la barca. Y ahora se encontraba en un peligro mucho mayor. Giurlà echó a correr hacia el lago quitándose la ropa y tirándola al suelo donde cayera, le importaba un pimiento si Anita lo veía en calzoncillos.

—¡Sálvela! ¡Sálvela! —le imploró Sidonia, juntando las manos, mientras él pasaba a su lado.

—¡Voy! ¡Voy! —gritó con todo su aliento hacia la barca, antes de tirarse al agua.

Pero ni Beba ni Anita lo oyeron, quizá porque estaban demasiado asustadas, quizá porque el viento se llevaba las voces.

En las primeras brazadas, se percató de que no sería fácil llegar hasta la barca. La corriente contraria era demasiado fuerte, prácticamente lo mantenía parado y en cada brazada avanzaba, poco más o menos, veinte centímetros. Apretó los dientes, cerró los ojos para concentrarse en sentir su cuerpo, pidió ayuda a toda su juventud, a toda su musculatura y redobló las fuerzas. Cuando calculó que debía de encontrarse a una decena de metros de la barca, se detuvo para descansar un poco y mirar. La situación le pareció mucho peor: el viento pegaba alaridos de mala bestia, las corrientes chocaban como los chivos en celo, le dio tiempo de ver a Beba y a Anita abrazadas y enmudecidas por el miedo. Cerró los ojos y siguió nadando. Ahora le costaba levantar los brazos, era como si pesaran cien kilos. ¿Durante cuánto tiempo más lograría tener la fuerza para moverlos? De pronto, su mano tocó la madera de la barca. ¡Lo había conseguido!

Abrió los ojos y se sintió aún más helado que antes.

La barca todavía estaba a flote, sí, ¡pero se había dado la vuelta! ¡Había volcado! ¡Anita y Beba se habían caído al agua y ahora se estaban ahogando! Sin coger aire, se sumergió. Bajó tan recto que parecía un huso, con los ojos desorbitados mirando a diestro y siniestro, pero apenas se veía, porque las aguas eran demasiado turbias. Confió en que Anita y Beba aún no hubieran llegado a la altura de aquella especie de floresta submarina; si entraban en ella, nunca las encontraría.

Finalmente, las vio.

Iban cayendo hacia el fondo con tanta lentitud que al principio le pareció que estuvieran detenidas, como suspendidas a media altura. El silencio, abajo, era absoluto. Anita, con el pelo abierto en abanico y hacia arriba, las manos a lo largo de las caderas, descendía como si estuviera de pie, sin hacer un movimiento. Beba también parecía que estuviera de pie sobre el suelo, pero había acabado con la cabeza a la altura de la de la joven.

Por eso, las caras de Anita y de Beba estaban muy cerca la una de la otra, se miraban a los ojos como si estuvieran hablando, en confianza, de un secreto que solo ellas sabían.

Durante algunos segundos se quedó quieto mirando la escena, hechizado.

Luego saltó, en dos brazadas llegó a su lado, dio un empujón bajo la tripa de Beba, esperando que sirviera para hacerla subir, mientras con la otra mano aterraba a Anita por el pelo y estiraba de ella hacia la superficie.

Apenas sacó la cabeza fuera del agua, con la mano libre puso la barca del derecho y arrojó dentro a Anita, siguiéndola. Respiraba, estaba viva. Y saber que había conseguido salvarla renovó sus fuerzas. Se zambulló de nuevo, se sumergió disparado hacia el fondo, pero cuando llegó a agarrar a Beba en el límite de la floresta, comprendió enseguida que no había nada que hacer. Estaba boca abajo, con las patas hacia arriba y los ojos cerrados.

Beba estaba muerta.

La abrazó y, apretándola con fuerza, comenzó a subir.

Pero una vez con Beba también dentro de la barca, ya no había sitio para él. Se quedó en el agua, porque lo único que restaba era empujarla desde la popa con las manos, nadando solo con los pies. Comenzó a hacerlo, pero después de un momento la proa, cogida por una corriente contraria, en vez de acercarse a las tiendas, apuntó hacia otra parte de la orilla, mucho más lejana. Por eso, después de cada cuatro o cinco brazadas, debía corregir la ruta, haciendo acopio de todas sus fuerzas. Finalmente, llegó a la orilla, más muerto que vivo. Le faltaba el aire y cada tanto las rodillas se le doblaban, pero consiguió coger entre los brazos a Anita, que seguía desvanecida, y llevarla al interior de la tienda grande, seguido por Sidonia, que ya no entendía nada y, llorando, preguntaba continuamente:

—¿Está viva? ¿Está viva?

—Sí —le respondió cuando posó a Anita sobre una toalla.

De golpe, a Sidonia le fallaron las fuerzas y se cayó al suelo, con un gemido, desvanecida. ¿Y ahora qué hacía sin su ayuda? No perdió el tiempo: se agachó al lado de la mujer y le soltó dos bofetadas.

—¿Eh? —espetó la mujer, abriendo los ojos.

—Debe ayudarme. ¿Tiene vinagre?

—¿Vinagre? —repitió Sidonia, asombrada—. ¿Para qué?

—Para hacerla volver en sí.

—¡Tengo sales! —dijo la criada, levantándose.

¿Qué eran esas sales? Daba igual, lo esencial era que sirvieran. Sidonia fue a buscarlas a la cesta, sacó un frasquito, lo destapó, se arrodilló al lado de Anita, se lo pasó una y otra vez por debajo de la nariz.

Y Anita, después de un momento, soltó un largo suspiro, abrió los ojos y comenzó a vomitar. Luego dijo:

—Tengo frío.

—Séquela y cámbiele la ropa, yo vuelvo enseguida —dijo Giurlà.

Salió y se puso a correr hacia la casa, la tempestad no amainaba, encendió la chimenea de manera que prendiera una buena llama, cogió un hule y volvió a la tienda.

Anita no se sostenía en pie. Entonces la cogió en brazos.

—Cúbrala con el hule. Vamos a mi casa, aquí hace demasiado viento, esta tienda no es segura.

Salieron. En efecto, no habían dado ni cuatro pasos cuando la tienda cedió, un palo se rompió, se abrió una brecha, el viento penetró en el interior, la levantó de un costado, la arrancó y salió volando hacia el lago.

Apenas estuvieron en casa, sentó a Anita en una silla al lado del fuego, llenó un vaso de vino, se lo tendió.

—No me apetece.

—¡Bébaselo!

Se le había escapado un tono imperativo y Anita se lo bebió sin rechistar. En este momento fue él quien no pudo más. Con las piernas que le vacilaban como las de un borracho, fue a echarse sobre el jergón.

El carruaje llegó un cuarto de hora después.