Uno
En el primer domingo del mes de febrero del primer año en que el nuevo siglo era todavía un corderito que no conseguía mantenerse en pie, ocurrió que las dos campanas de la iglesia matriz se pusieron a sonar, desesperadas, cuando ni siquiera eran las cuatro de la mañana.
En el pueblo había burgueses que tenían relojes en casa y que, en cualquier caso, tenían sus hogares en el centro, de modo que podían oír el reloj del municipio tocando cada cuarto de hora los cojones, y luego estaban los mineros, los aldeanos, los jornaleros, los carreteros y los muertos de hambre que no tenían reloj, que casi habitaban en el campo, pero que comprendían la hora del día o de la noche igual o, es más, mejor que el reloj, por el recorrido del sol o de las estrellas.
Por eso, todos se asombraron de tanto repiqueteo: no sólo faltaban dos buenas horas para la primera misa, sino que las campanas tocaban a rebato, señal de peligro grave o de gran alegría. Dado que nunca, que se supiera, había habido en el pueblo ninguna ocasión de gran alegría ni había ninguna en perspectiva, a pesar de que se decía que aquel siglo sería el mejor de todos, no hubo persona que no pensara de inmediato que debía de haberse producido una gran desgracia en una de las cinco minas en que trabajaban, de una manera u otra, también los sábados por la noche, los habitantes de Alagona.
Mientras se vestían en la oscuridad, porque las campanas metían tanta prisa que ni siquiera les dieron tiempo de encender velas o lámparas de petróleo, todos hablaban, se preguntaban, blasfemaban y rezaban.
En media hora la iglesia se llenó que ni para la misa de Nochebuena. Pero el padre Aitano Pérsico, el cura, no aparecía. Se estaba vistiendo, porque se había puesto a tocar las campanas en camisón.
—¿Dónde está el párroco? ¿Qué hace? —preguntaba la gente a Filomeno, el sacristán.
—Reza —respondía él mientras recorría la iglesia con el turífero en la mano y esparcía incienso a diestro y siniestro, porque es sabido que la gente, si se levanta por la mañana y no se lava, después de un rato apesta. Y cuanta más gente hay, más apesta. Finalmente apareció el párroco desde la sacristía.
En aquella época, el padre Aitano era casi un setentón y su cabeza parecía una calavera, de tan enjuto que era. Pero cuando predicaba, le salía una voz que despertaba a los muertos. No estaba engalanado para la misa, por eso se puso de espaldas al altar, levantó una mano temblorosa que parecía recién salida de cien años de tumba y dijo:
—No ha ocurrido nada.
Y dentro de la iglesia, la gente, que había contenido el aliento esperando la mala noticia, volvió a respirar.
—Todo está aún por ocurrir —prosiguió el párroco.
Y la gente volvió a contener el aliento.
Al padre Aitano le pasaba lo siguiente: ciertas noches soñaba cosas que tenían que ocurrir. Y no se equivocaba nunca: las cosas ocurrían. ¿No había dicho que la segunda galería de la mina Trabonella se derrumbaría sobre doce desventurados? Y la segunda galería se había derrumbado, causando doce muertos. ¿No había dicho que el verano del 95 sería tan caluroso como el infierno? ¿Y no había sucedido que el trigo había ardido solo?
—Pero no he entendido bien qué tiene que ocurrir —continuó el párroco—. En el cielo había un enorme cometa que giraba sobre sí mismo como una serpiente y se comía a las demás estrellas pequeñas. Y todos vosotros, parroquianos míos, llorabais de dolor porque el cometa os estaba ocasionando un gran daño. No puedo deciros nada más, porque sólo he visto las lágrimas de vuestros ojos. Un río, un mar de lágrimas. Por eso, si queréis, podemos rezar desde ahora todas las mañanas a las cuatro; la iglesia estará abierta a esa hora. Quizá con nuestras plegarias el cometa cambie de camino.
Visto y considerando que en las minas no había ocurrido ninguna desgracia, la mitad de los parroquianos volvió a casa a acostarse. En el momento en que hubiera que llorar, llorarían. La otra mitad se quedó en la iglesia para la novena.
Pasó el invierno, pasó el verano, empezó el otoño y la gente comenzó a persuadirse de que esa vez el padre Aitano había fallado. En las cinco minas apenas había habido dos muertos, las estaciones habían cumplido con su deber y la tierra, en consecuencia, había dado su fruto en abundancia. Pero el día 15 del mes de octubre dos niños que trabajaban en la mina Trabonella, uno de seis y otro de diez años, murieron en una semana. Luego murieron siete de la Fiannaca; a continuación, cinco de la Mintina. Después la muerte volvió a la Trabonella y no perdonó ni a la Bozzo-Risi ni a la Terranova. En diciembre los niños muertos, de edades que iban de los seis a los trece años, fueron doscientos doce. Lo intentaron todo. Trajeron a un médico de Alemania que era especialista en enfermedades de las minas, pero dijo que no era una enfermedad que él conociera; fue en persona el obispo de Montelusa a bendecir todas las excavaciones; hicieron tres procesiones; llamaron a un cura que expulsaba a los demonios. Nada, no hubo manera.
Un médico del pueblo, el doctor Jacopino, que no creía ni en Dios ni en el diablo, decía que se trataba de una enfermedad que se llamaba gripe y que atacaba a los más débiles, como los niños, y que, por eso, era preciso detener el trabajo en las minas porque era allí donde se producía el contagio, pero a los propietarios les entraba por un oído y les salía por el otro. ¡Imagínense! ¡Cerrar las minas! Pero ¿el señor doctor Jacopino se daba cuenta de lo que significaba cerrar las minas? Todos estuvieron en contra: los propietarios, que habrían perdido sus beneficios, y los mineros, que ya no habrían tenido ni media lira para comer. En enero del año siguiente, la mortandad acabó de improviso, tal como había empezado. Pero las cinco minas de Alagona ya no tenían niños.
Entonces el marqués de Terranova tuvo una buena idea que puso en conocimiento de los demás propietarios: ¿por qué no mandar reclutadores de niños a las zonas de la costa? ¿Acaso allí no había también gente andrajosa y muerta de hambre, dispuesta a ceder a sus hijos para mandarlos a trabajar en la mina?
Fue así que varios días después llegó a Vigàta don Filibertu Alagna, un cuarentón que parecía un barrilete, una campanilla: bajo, de cara regordeta, tripa regordeta y manitas regordetas, y siempre sonriente, alegre y amigable. En resumen, un hombre que daba confianza con solo mirarlo. Una vez que dejó la maleta en la pensión Pace, se informó de cómo se llegaba a la Vía Calibardi y fue de inmediato.
La Vía Calibardi era una callejuela estrecha que salía de detrás del ayuntamiento y subía, retorciéndose como una serpiente, hasta la colina de marga sobre la cual había varias casuchas ruinosas y el camposanto. Pero la Vía era conocida en el pueblo como la calle de la miel, porque las moscas llegaban a ella en nubes, como cuando encuentran alguna gota de miel. Aquella era la calle de las pobres gentes que vivían en cuchitriles, en bajos sin ventanas que solo recibían aire de la puerta y donde había una única cama en la cual dormían familias enteras de abuelos, hijos y nietos, mientras que algunas gallinas o un asno o una cabra se las apañaban en torno. También había casuchas de una planta, pero estaban como metidas la una dentro de la otra, y la ventana de una a veces se abría en el dormitorio de la casa de al lado.
Don Filibertu era un hombre hábil. Como cuando llegó al principio de la Vía Calibardi eran las diez de la mañana, le bastó una única mirada para comprender que en los bajos solo había mujeres, viejos y niños. Los hombres habían ido a trabajar o a buscar trabajo. Vio un bajo algo más grande que los demás: dentro había un viejo sentado en una silla, una mujer de unos treinta y cinco años que sacudía un colchón y cuatro pequeños: una niña de ni siquiera un año y tres varoncitos, uno de cuatro, uno de seis y un tercero de ocho.
—Buenos días —dijo, entrando con una sonrisa de oreja a oreja.
La mujer, al ver al forastero, se asustó.
—¿Qué quiere?
—Quisiera hablar contigo —dijo don Filibertu, sacando del bolsillo tres caramelos y dándoselos a los tres varoncitos.
—Sola con usted no hablo.
—Pero ¿no está el abuelo?
—Está chocho. No entiende nada.
—Entonces llame a alguna amiga. Mejor si está casada y tiene hijos.
Ella salió y volvió con cuatro mujeres. Al abuelo lo llevaron fuera, con silla y todo; los pequeños fueron enviados a jugar a la calle. Y don Filibertu comenzó a hablar.
—Me llamo Filibertu Alagna y vengo de un pueblo rico que se llama Alagona. ¿Lo habéis oído mencionar? Es un pueblo rico porque tiene cinco minas, que son los sitios donde, excavando, se extrae el azufre que está en vuestro puerto para ser vendido al exterior. En las minas trabajan, bien pagados, hombres mayores, niños y jóvenes. La edad de los niños va de los seis a los once años; la de los jóvenes, de los doce a los dieciocho. Por cada jornada de trabajo al niño le corresponden ochenta y cinco céntimos; al joven, en cambio, noventa. Os explico cómo funciona el asunto. Cada niño o joven es tomado a cargo por un picador, que se ocupa de darle de comer, naturalmente quedándose con algunos céntimos de la paga. Pero aquí viene lo bueno. El picador, a cambio de vuestro hijo, os da algo que se llama socorro muerto. Socorro significa ayuda, y muerto quiere decir que vosotros lo cogéis y no tenéis que devolverlo. El socorro muerto consiste en doscientas liras, repito, doscientas liras, que yo os doy en mano, y por cuenta del picador, en el momento en que me entregáis a vuestro hijo. Si me dais dos, yo os doy cuatrocientas liras, si me dais tres, os doy seiscientas liras. ¿Me entendéis? Este dinero es vuestro y podéis hacer con él lo que queráis sin deber rendir cuentas a nadie. Pensadlo bien. Un niño, hasta los diez, once años, ¿qué representa en la familia? Una carga. No trabaja y es una boca que alimentar. Dándomelo a mí, el niño trabaja y gana un sueldo, ya no es una carga sobre vuestras espaldas y vosotras os encontráis en la mano con tanto dinero que ni en sueños. Contádselo a todas las mujeres que conozcáis y habladlo con vuestros maridos. Yo estoy en la pensión Pace. Traedme a vuestros hijos y yo os los pago de inmediato. Os lo advierto: estaré en Vigàta solo tres días más. No dejéis escapar la suerte.
Dos horas después, toda Vigàta hablaba de la propuesta de don Filibertu, no solo los habitantes de Vía Calibardi. El rumor llegó incluso a Vía Cannelle, donde habitaban los pescadores que tenían las casuchas justo a la orilla del mar. La única diferencia entre los habitantes de Vía Calibardi y los habitantes de Vía Cannelle era que estos últimos apestaban menos, dado que tenían el mar a su disposición para lavarse, pero el hambre era la misma. Adelio Savatteri era un pescador que tenía una barca en asociación con su compadre Lollo Miccichè; en las mañanas en que podían salir porque no había mal tiempo, partían a las cuatro, uno remaba y el otro lanzaba la red, y regresaban al atardecer. El pescado se lo repartían y Adelio lo llevaba a don Pitrino Vadalà, su único cliente, que le pagaba lo justo para no hacer morir de hambre a su familia, compuesta por su mujer, Zina, y por dos hijos: un varón de catorce años llamado Giurlà y una niña de nueve, María.
Aquella misma tarde, cuando regresó de llevar el pescado a don Pitrino, Zina le contó a su marido el asunto del hombre que había venido a comprar chiquillos. ¿Era conveniente entregarle a Giurlà? Adelio pensó que lo mejor era ir a hablar del tema con su compadre Lollo, que también tenía un hijo varón de diez años. Cuando llegó a casa de Lollo, supo que su compadre y su mujer ya habían decidido entregar a su hijo al hombre de Alagona. Regresó dubitativo, porque no le entusiasmaba dejar de ver a Giurlà en casa. Entonces tuvo una idea y cambió de camino.
Don Pitrino Vadalà, que se estaba sentando a la mesa para comerse el pescado, se mostró sorprendido.
—¿Qué pasa?
—Necesito que me aconseje.
No bien había comenzado a contarle, don Pitrino lo interrumpió.
—Conozco la historia del hombre de Alagona. ¿Tú quieres entregarle a Giurlà?
—No sé qué hacer, don Pitri.
—¿Tú conoces el trabajo de un niño en una mina?
—No, señor.
—Entonces te lo explico yo. Los niños trabajan noche y día a trescientos o cuatrocientos metros bajo tierra, en unas galerías sin aire ni luz, tan bajas que un hombre mayor tiene que caminar agachado. Los niños cargan sobre sus espaldas capazos llenos de azufre que pesan mucho y los llevan hasta las carretillas. Todos trabajan desnudos, allá abajo hace un calor infernal. Cada tanto, algún picador coge al niño que le pertenece y se aprovecha de sus carnes. Y luego, terminada la semana, cuando le tiene que pagar, no le da ni un céntimo.
—¿Por qué?
—Porque dice que, con lo que le ha dado de comer cada día, están empatados. ¿Y sabes algo? Todos los niños que trabajan en las minas se consumen para el resto de la existencia. Se les encorvan los huesos del pecho y de los hombros. Créeme, Adé, es mucho mejor estar preso.
Pasados los tres días, don Filibertu Alagna alquiló cuatro carros con sus carreteros, hizo subir a diez niños por carro y partió. Pero entre los cuarenta niños no estaba Giurlà Savatteri.
Giurlà continuó con su vida de joven. Había estudiado en la escuela primaria y había llegado hasta tercero. Luego su padre lo había retirado del colegio porque para un hijo de pescador era inútil continuar estropeándose la vista con los libros, total, siempre sería el hijo de un pescador. Pero Giurlà nadaba como un pez y, como un pez, era capaz de permanecer bajo el agua durante tanto tiempo que los que no lo conocían pensaban, al no verlo reaparecer, que había muerto ahogado. Y Giurlà también pescaba, pero no empleaba ni cebo ni red, solo usaba su mano. Se ponía a nadar, iba tan lejos como podía y luego se sumergía en el agua. Apenas veía pasar un buen pez, saltaba como una flecha y lo atrapaba. El pez intentaba escapar, pero Giurlà lo mataba mordiéndole la cabeza y lo metía dentro de una especie de cesta que llevaba al cuello. Y aquella era la comida de la familia, de modo que Adelio podía vender toda su pesca.
El día 20 de febrero, Adelio y Lollo salieron con la barca. Pero antes de salir dudaron bastante. No se fiaban de aquel día, hacía un viento traicionero y de poniente se acercaba un nubarrón negro.
El caso es que no les dio tiempo a regresar. El cambio fue tan repentino que, por más que remaron los dos como desesperados, no consiguieron llegar a la orilla. A medio camino, la barca, cogida de través por una oleada, volcó. Adelio y Lollo lograron agarrarse a ella durante algún tiempo, pero después la violencia de las olas los obligó a soltar la presa y a ponerse a nadar. Alcanzaron la orilla sin fuerzas para respirar, pero la barca se había perdido.
—Paciencia —dijo Lollo—. Me compraré una nueva.
—¿Y quién te dará el dinero?
—Tengo el dinero. ¿Te olvidas de que don Filibertu me dio doscientas liras?
—¡Virgen santa, es verdad! Así que podemos…
—Un momento —espetó Lollo—. Las cosas ahora han cambiado.
—¿Por qué?
—Porque compraré la barca nueva con mi dinero, mientras que la otra la habíamos comprado a medias.
—¿Y entonces?
—Perdóname, pero ¿tú cómo me pagas tu mitad?
Se pusieron de acuerdo en que cada día, en cuanto Adelio cogiera el dinero de la venta del pescado, le daría la mitad a Lollo. Y así la ganancia que obtenía Adelio ya no alcanzaba para tres personas. Comían siempre el pescado que cogía Giurlà, pero la pasta la tomaban solo hervida porque no tenían dinero para la conserva y por la tarde se quedaban a oscuras para ahorrarse el petróleo de la lámpara.
Un día Adelio se lo dijo a don Pitrino.
—Usted se equivocó en lo que me hizo hacer.
—¡¿Yo?! ¿Por qué?
Y Adelio le contó la historia de la barca.
—Y si yo le hubiera entregado a Giurlà al hombre de Alagona, ahora tendría doscientas liras y me podría comprar media barca —concluyó.
Don Pitrino no le respondió nada. Pero a la tarde siguiente le dijo:
—Mañana tráeme a tu hijo. Lo quiero conocer.
Su madre, Zina, se pasó medio día cortándole el pelo a Giurlà y arreglándole las ropas menos harapientas que tenía. Pero tuvo que ir descalzo donde don Pitrino, porque el único par de zapatos de que disponía ya no le entraba.
Don Pitrino lo miró una y otra vez y luego le hizo una extraña pregunta:
—¿Tú sabes estar mucho tiempo solo?
Giurlà se lo pensó un poco y luego respondió:
—Cuando estoy bajo el agua estoy solo. Y quisiera quedarme años.
Entonces don Pitrino le hizo su propuesta a Adelio.