Uno
Uno no se da cuenta de cómo pasa el tiempo. Y qué es, ¿un relámpago? ¿La llamarada de una escopeta? Tan pronto eres tan pequeño que no puedes tenerte en pie, como estás hecho todo un hombre. Quizá porque haciendo siempre lo mismo, mañana y tarde, sin equivocarse nunca, un día se confunde tanto con el anterior y con el de después que tres días te parecen uno solo. Así, de pronto, Giurlà se encontró con que tenía dieciocho años, y solo porque un domingo por la mañana Damianu le tendió una postal que le había dado don Sisino, al cual se la había entregado don Pitrino, que la había recibido de su padre. La leyó, dado que ahora, a fuerza de leer y releer el libro de Lucrecio hallado en la caja, había cogido confianza con la lectura y la escritura, y entendió que lo llamaban para la visita de reclutamiento. Debía presentarse el viernes de la siguiente semana, a las ocho de la mañana, en la capitanía de Vigàta.
—Y después de la visita, ¿qué me sucederá? —preguntó a Damianu.
—Que si los doctores te consideran apto, vas a hacer de marinero; en caso contrario, no vas.
—Pero yo no quiero hacer de soldado, ni de mar ni de tierra, ¡no me presento!
—Entonces te envían a los carabineros y te arrestan, te llevan a la cárcel y te mandan igualmente a hacer de soldado.
—En ese caso, cuando vengan los carabineros, no dejo que me encuentren.
—¡Espera, antes de decir y hacer tonterías! ¿Sabes algo? Don Sisino no quiere perderte.
—¿Y qué puede hacer por mí?
—Dijo que hoy mismo iba a hablar con el marqués de Santa Brígida.
Giurlà no había oído nombrar nunca a este marqués. Damianu lo comprendió por su cara y se lo explicó.
—El marqués es el dueño de todo, de los rebaños, del bosque, del lago, de toda la tierra donde tenemos ovejas, cabras y vacas.
—¿Y don Pitrino?
—Don Pitrino tiene una parte, pero administra todo por cuenta del marqués.
—¿Dónde vive?
—En Castrogiovanni, en su palacio.
Cuando regresaba al redil, tenía el corazón tan encogido que le parecía que se había vuelto pequeño como un hueso de níspero. No era tanto porque no quisiera hacer de soldado, sino porque su partida, sin duda, significaría la muerte segura de Beba. Esta, o se dejaba morir de hambre, como ya había intentado hacer, o la habrían sacrificado, puesto que no paría ni daba leche. Y él, de todos modos, ¿habría conseguido estar más de un año lejos de ella? Tenía la certeza de que no, no habría podido. Y tenía la prueba. En todo este tiempo había vuelto a Vigàta solo dos veces y las dos veces se había quedado tres días. Al segundo ya comenzaba a sentirse ansioso por la falta de Beba.
Al día siguiente, lunes, tras llevar al rebaño a pastar al llano, vio llegar a Damianu.
—Me manda don Sisino. Dice que mañana por la mañana, después de que hayas traído aquí el rebaño, te vistas bien y bajes al lago. Te espera don Sisino. El marqués le dijo que, antes de recomendarte, quiere conocerte.
Le entró miedo. Le asustó el pensamiento de tener que hablar con un marqués. ¿Entendería algo de lo que le decía el marqués con su habla de la nobleza? Intentó encontrar una excusa.
—¿Y quién cuidará de esto?
—Te dará tiempo de volver por la tarde.
Pasó una noche intranquila, abrazado a Beba:
—¿Tú qué dices? ¿El marqués conseguirá no hacerme soldado?
Nunca había visto un palacio tan descomunal como el del marqués.
Daba miedo solo con entrar. Había habitación están grandes que tenían eco, como cuando uno se ponía a dar voces desde la cima de la montaña donde llevaba a pastar a las cabras.
—Pero ¿cuánta gente vive aquí?
—Él solo. Su mujer, la marquesa, murió hace muchos años.
—¡¿Y nadie más?!
—En verano viene su hija, que estudia en Suiza.
¿Pero no se perdía ahí dentro una sola persona?
Un tipo todo vestido de oro reluciente hizo que lo siguieran. Subieron escalinatas de mármol, pasaron a través de salones que, en ocasiones, eran tan grandes como el redil donde estaban las cabras, todos llenos de cuadros y de estatuas.
—¿Es el marqués? —preguntó Giurlà, en voz baja.
—Es un criado.
¡Joder! Si un miserable criado se vestía de oro, ¿de qué se vestía el marqués? Por otra parte, te volvieras hacia donde te volvieras, todo era de oro, los espejos, los sillones, los divanes y los muebles. El criado tocó a una puerta con dibujos de oro y una voz dijo:
—¡Adelante!
Entraron. El corazón de Giurlà corría como un tren. El marqués era un cincuentón vestido normalmente, de oro solo llevaba las gafas. Era enjuto, alto y rubión, con una barbita de cabra. Estaba de pie junto a una gran ventana y miraba una mariposa muerta con una lupa. Toda la habitación estaba llena de cuadros colgados de las paredes, pero en estos cuadros había mariposas a montones. Pero lo que extrañó a Giurlà fue una fotografía de tamaño natural de una joven guapa como el sol que estaba enmarcada sobre una base de madera, junto al escritorio del marqués. El cual, volviéndose, vio a Giurlà, fascinado.
—Es mi hija Anita a los dieciséis años. Ahora tiene dieciocho.
Miró largamente a Giurlà, que, bajo aquella mirada, comenzó a sentir que sudaba. Luego el marqués se decidió a hablarle.
—Me dicen que no quieres hacer de soldado, ¿es verdad?
¡Menos mal! Hablaba italiano, pero se entendía.
—Es verdad.
—¿Por qué no quieres hacerlo? Mira que es una buena ocasión para conocer gente distinta, países nuevos.
—No me interesan.
—¿Y qué te interesa?
—Lo que hago.
—¿Te gusta estar con las cabras?
—Sí, señor.
—¿Y cómo pasas el tiempo? ¿Al menos sabes leer?
—Sí, señor.
—¿Y qué lees?
—Estoy leyendo a uno que se llama Lucrecio.
El marqués se extrañó.
—¡¿Lees a Lucrecio en latín?!
—No, señor, en italiano.
No debió de creerle, porque le preguntó:
—¿Recuerdas algún verso?
Giurlà atacó:
Es preciso saber que no debe temerse a la muerte porque quien no existe no puede ser infeliz…
—Es suficiente —dijo el marqués.
Y volvió a mirarlo. Después exclamó:
—¡Vaya problema!
—¿Por qué, excelencia? —preguntó don Sisino.
—¿No lo ves tú mismo? Es un mocetón alto, guapo, robusto y lleno de vida. Será difícil que no lo declaren apto. De todos modos, lo intentaré. Don Pitrino tiene todos los datos y yo le he dicho con quién debe ir a hablar en mi nombre. De todos modos, tú, jovencito, preséntate con puntualidad a la visita. Haz todo lo que te digan y esperemos que todo salga bien.
Volvió a la ventana para mirar la mariposa. Don Sisino propinó un ligero empujón a Giurlà, señal de que debían marcharse.
—Beso sus manos, excelencia —espetaron a coro, saliendo de la habitación.
Más de cincuenta muchachos como él, todos en fila, completamente desnudos, con un folio de papel en la mano que les habían dado a la entrada y en el cual estaban escritos su nombre y apellido, fecha de nacimiento y dirección. Con esa hoja, todos se tapaban las vergüenzas. Se les pesaba, se les medía de altura y pecho, luego un médico los visitaba. Todo lo que resultaba lo escribían en el papel que, al final, un marinero entregaba a uno de los tres oficiales de marina que estaban sentados detrás de una mesa. Cuando llegó su turno, el médico con bata blanca, después de haberlo visitado, le dijo:
—Camina hasta el fondo de la habitación y luego vuelve.
Giurlà lo hizo, el médico escribió algo y pasó a otro. Cuando Giurlà fue llamado a la mesa, el oficial que estaba en medio dijo:
—¡Lástima! Habrías sido un buen marinero. Por desgracia, no eres apto. Tienes los pies planos.
¿Qué eran esos pies planos? Desde luego que no debía de ser una enfermedad grave, dado que él se sentía bien. Pero, en todo caso, le importaba un pimiento, lo principal era que el marqués lo había conseguido.
Los suyos habían cambiado de casa, habían alquilado una más grande, ahora se lo podían permitir. Dos dormitorios, el más pequeño para María, y un comedor. Para él dispusieron una cama provisional precisamente en el comedor, señal de que ahora su padre y su madre ya no lo consideraban estable en la familia. El último de los tres días que estuvo en Vigàta, por la tarde, mientras estaban comiendo, su padre le dijo:
—¿Sabes lo de Pippo y Fofò?
—No. ¿Quién me lo podría haber contado?
—Están en chirona.
—¿Por qué?
—Violencia carnal continuada y explotación de la prostitución, así dice la condena. Habían cogido a una pobre muchacha, medio retrasada, y no solo se estaban aprovechando de ella, sino que la vendían a quien la quería.
Sabía que acabarían así.
Un domingo por la mañana, bajando al lago, en vez de encontrarse a Damianu se encontró a don Sisino.
—Anteayer —explicó don Sisino a Giurlà y a los otros cabreros— la mula de Damianu tropezó y él se cayó al suelo. En la caída, primero se golpeó fuerte la cabeza contra una piedra y se la rompió, luego resbaló veinte metros por un barranco. Lo han llevado al hospital de Castrogiovanni. Provisionalmente, ocuparé su puesto.
Los cabreros no abrieron la boca, ni para lamentarse por la desgracia. Era sabido que ante don Sisino solo se estaba para escuchar en silencio lo que decía, y basta.
—¿Y ahora cómo está? —preguntó, en cambio, Giurlà, que sentía afecto por Damianu.
—Los doctores tienen esperanzas. Y ahora vamos a casa de Damianu, que os pagaré la semana y os daré la comida.
Damianu murió dos días después.
Cuando se enteró por la señora Sunta, Giurlà pasó la noche abrazado a Beba y cada tanto le asomaban las lágrimas. En el fondo, era el primer amigo que perdía.
Al domingo siguiente, don Sisino, después de haber dado la paga a todos, le dijo a Giurlà que se quedara. Le ofreció un vaso de vino y se sirvió otro para él.
Bebieron en silencio. Giurlà tenía curiosidad por saber qué quería don Sisino de él, pero no le tocaba a él tomar la palabra.
—Hablé con el marqués y con don Pitrino y están de acuerdo conmigo —dijo, de pronto, el guardia.
—¿En qué?
—Tú ocuparás el puesto de Damianu.
Giurlà se sintió azorado. Había oído claro, pero aun así pensaba que no había entendido bien.
—¿Qué dice?
—Dije que, de ahora en adelante, tú ocuparás el puesto de Damianu.
No podía creerlo. No podía ser verdad, don Sisino estaba bromeando. Y le entró la duda de si, en caso de ser cierto, él sería capaz de hacerlo.
—¡Pero los demás cabreros son todos mayores que yo!
—¿Y qué importancia tiene? Tú eres el más inteligente de todos y sabes cómo hacerte valer. Sabes leer y escribir. Te manejas bien con los números. En tu lugar, vuelve Filippo. Tú vienes a vivir aquí. Cada día vas a visitar uno de los cuatro rebaños, los sábados vienes a mi casa en Castrogiovanni y yo te doy la paga y la comida para todos. Tu paga será de cuatro liras diarias.
¿Y Beba? ¿Tendría que abandonarla? No, ni aunque le pagaran cien liras al día. Lo mejor era decirle a don Sisino una media verdad.
—A mí me gusta estar con las cabras —espetó, resuelto.
Don Sisino replicó de inmediato.
—Si te gusta la leche fresca, te coges dos o tres cabras y te las traes aquí. El martes por la mañana, apenas llegue Filippo, tú bajas al lago y yo te acompaño para ver los otros tres rebaños.
Al volver, hizo la subida casi corriendo. Quería contarle enseguida la buena nueva a Beba.
El martes por la mañana don Sisino lo acompañó a caballo al rebaño de Turiddru, cuatrocientas cincuenta cabras a dos horas de camino en un sitio llamado montes Capra, a seiscientos cincuenta metros de altura.
—Giurlà ocupará el puesto de Damianu.
—Enhorabuena —exclamó Turiddru.
Después de comer lo llevó, en cambio, al rebaño de Giuvanni, a más de una hora de camino, doscientas cabras, a media altura de una montaña de setecientos cincuenta metros llamada Dainu.
—Giurlà ocupará el puesto de Damianu.
—Felicitaciones —exclamó Giuvanni.
Por la tarde, muerto de cansancio, fue a dormir por primera vez en la casa que había sido de Damianu. A pesar de tener los huesos destrozados, sintió la falta de Beba. ¿Qué haría? Sin duda, Filippo la habría metido en el redil. ¿Y ella habría entendido que volvería pronto?
Al día siguiente fueron al último rebaño, el de Mattè, doscientas cuarenta cabras, a una hora y media de camino, situadas en un llano a cuatrocientos metros de altura sobre una aldea llamada Villapriolo.
—Giurlà ocupará el puesto de Damianu.
Mattè abrió los brazos y no dijo nada.
Aquella misma tarde subió con la mula al redil, cogió sus cosas y el libro de Lucrecio, lo metió todo en la maleta y esperó a que volviera el rebaño. Enseguida vio a Beba y se le pasó la ansiedad.
Fue a cogerla, sujetándola por un cuerno.
—Esta me la llevo conmigo.
—Está bien —dijo Filippo sin pedir explicaciones, dado que ahora Giurlà se había convertido en su jefe. Lo había sabido por las mujeres que venían a ordeñar.
Giurlà partió con la maleta contra la barriga y con Beba caminando detrás.
—Aquí estaremos muy bien —le dijo apenas entraron en la casa de Damianu, agachándose para abrazarle el cuello. Ella giró la cabeza y le lamió la cara. Detrás de la casa había un establo donde estaban una mula y un caballo, un almacén con sacos de cascarilla y de harina, barriles de higos secos, aceitunas y sardinas saladas, estantes de madera con piezas de queso y muchas otras cosas de comer, y luego también un horno enorme, un pozo y un gran huerto. Cada sábado por la mañana llegaba doña Mariana, amasaba la harina, calentaba el horno y hacía el pan fresco de la semana para Giurlà y los otros cabreros. Pero, cuando llegaba la hora de comer, Giurlà no se quedaba en la casa: salía fuera con el pan y el condumio en una mano, y en la otra, el cubo con el salvado para Beba, y se iba a sentar en el suelo con la espalda apoyada contra un árbol. ¡Beba se ponía a su lado y los dos comían juntos bajo el cielo estrellado! ¡El aire fresco que entraba en la boca entre un mordisco y otro era el mejor condimento de toda la creación!
Cuando él iba a los rediles, solía coger la mula. Se sentía más seguro porque el caballo era un animal muy nervioso que se asustaba por nada. Era capaz de hacerle acabar como Damianu. Una tarde, de regreso, bajó de la mula, que corrió de inmediato, sola, al establo, y notó que Beba no había venido a su encuentro, como era costumbre. En la casa no estaba. Se preocupó y se puso a buscarla por el campo, la llamó largamente, cada vez más asustado y afanoso, pero no obtuvo respuesta. Dado que ya oscurecía, volvió a casa para coger una lámpara y continuar la búsqueda. Pero recordó que no había desensillado a la mula y entró en el establo. Beba estaba allí dentro y se divertía jugando con el caballo. Saltaba a su alrededor y, cada tanto, le daba alguna cornada; el caballo respondía con una ligera hocicada. Giurlà se alegró. Beba, cuando él no estuviera, tendría buena compañía.