24: De salvaje a erudito
«La guerra no es el estado normal de la familia humana en su desarrollo más alto, sino simplemente un rasgo de barbarie que perdura a través de la transición de la raza desde el salvaje hasta el sabio».
Elizabeth Cady Stanton
La cinta fue retirada de los tobillos y rodillas de Jeffrey Horton, pero permaneció en sus muñecas y sobre su boca durante la caminata a través del complejo en el bosque perteneciente al Ejército del Pueblo de la Justicia Virtuosa. Durante el camino, el coronel Wilkins no dijo nada, pero permitió a Horton ver lo suficiente para elevar su ya elevado nivel de temor hasta llegar casi al pánico.
Había vehículos camuflados (cuv[6], camionetas, un Hummer y dos furgones) ocultos bajo redes en el límite del bosque. Por lo menos tres tenían montaduras para armas automáticas. Otros tenían un blindaje de planchas de metal alrededor de los compartimentos de los motores, y montaduras para artillería antiaérea en las puertas laterales y traseras.
El sonido de los disparos venía de un campo de puntería con seis estaciones de tiro a un lado de una cuesta sin árboles y una valla de tierra amontonada para los blancos del otro lado. Horton vio de reojo un curso de práctica de tiro entre los árboles, con blancos de siluetas humanas que se armaban y caían.
Aun lejos del campo, había muchas armas por todas partes. Todos los varones adultos iban armados, la mayoría con un rifle y un arma en un cinturón. Los rifles eran en general Colt AR-15 y otros semiautomáticos de estilo militar, aunque Horton divisó más de un verdadero rifle de asalto. En el otro extremo, muchos de los milicianos más viejos tenían rifles para ciervos, y un enano de piernas cortas de cuerpo redondo llevaba una carabina Winchester de palanca.
En total, Horton contó por lo menos veintiséis hombres armados y doce o más mujeres. Oyó voces de niños, pero la persona más joven que vio fue un niño de doce o trece años, y como estaba armado, Horton lo contó entre los hombres.
En el terreno había dos largos edificios que Horton tomó por barracas, un recinto de cocina rodeado de bancos de troncos, un edificio de baños, y una fila de baños portátiles en color verde pardusco. Las barracas eran viejas, y le recordaron a Horton un degradado campamento de verano. «Un campamento de verano para soldaditos…»
A alguna distancia de ese grupo había dos tinglados plateados nuevos con guardias apostados afuera. Todas las estructuras estaban escondidas en los árboles, y eran invisibles desde arriba.
A nivel del terreno y abajo, el complejo tenía trincheras abrigo en su perímetro, pozos para tiradores en el interior y media docena de terraplenes bajos con puertas de metal de protección para tormentas. Horton estaba siendo conducido hacia allí.
Wilkins abrió la puerta de metal, luego se volvió hacia Horton.
—Puede haber un ambiente un poco encerrado ahí, y no quiero que se ahogue con su vómito —dijo. Luego, con un solo movimiento rápido, arrancó la amplia cinta de la boca de Horton.
Quitó pedazos de barba y de piel con ella, dejando a Horton jadeando de dolor mientras los escoltas lo empujaban por la puerta hacia el hoyo. Giró sobre sí mismo dos veces y terminó boca abajo en una colchoneta húmeda y fétida de aserrín y de barro. Cuando la puerta se cerró sobre él, estaba en la oscuridad una vez más.
Cuando volvieron por él, estaba tan oscuro afuera del pozo como adentro. El fresco aire de la noche que entraba por la compuerta abierta le llevó su propio hedor a sus narices, pues no había resistido más y se había ensuciado horas antes.
—Sáquenlo de ahí —dijo alguien de arriba, y unas manos que aparecieron de arriba lo tomaron de los brazos y lo arrastraron con rudeza por la compuerta.
—Está inmundo, coronel. Compadezco al próximo que tenga que usar el refugio seis.
Horton giró la cabeza, buscando a Wilkins. Lo encontró cuando el coronel volvió a hablar.
—Lávenlo y tráiganlo a la cabina de hombres —dijo Wilkins. Horton lo miraba con ira, pero él se mantuvo distante—. Y luego quemen sus ropas.
Había demasiadas manos fuertes para defenderse. Horton fue desvestido, lo pusieron de pie contra un árbol y lo rociaron con baldazos de agua helada de pozo. Luego, desnudo y todavía empapado, tiritando sin control, lo llevaron rápidamente a una de las viviendas comunales, donde lo hicieron entrar.
Con la luz de las tres bombillas que colgaban del armazón del techo, llegó a ver una larga pared de literas triples, un escritorio con un comunicador, un armero vacío para rifles y un semicírculo silencioso de hombres que los esperaban. En el medio estaba Wilkins, con una expresión inescrutable.
—Vincent, consígale una toalla al doctor Horton —dijo serenamente.
El hombre casi calvo en el extremo derecho del círculo llevó a Horton un rectángulo de tela apenas más grande que un repasador de cocina. Todavía temblando, Horton pasó la tela sobre su cabello húmedo y sus hombros mojados, intentando en vano olvidar que estaba desnudo. Como si leyera los pensamientos de Horton con su mirada fríamente evaluativa, Wilkins levantó la mano para hacer una indicación a alguien a sus espaldas.
—Ropas para el doctor Horton —dijo.
La ropa era un mono como de presidiario color naranja brillante, pero Horton lo recibió agradecido. También estaba confundido por la amabilidad. Dejarlo ahí desnudo y aterido hasta los huesos hubiera sido más acorde con el tratamiento que había recibido hasta entonces, y probablemente recomendado por cualquier manual de psicología de guerra de donde Wilkins hubiera aprendido.
—¿Sabían que el doctor Horton y yo tenemos una conocida en común? —preguntó Wilkins, mirando a sus compañeros—. ¿Usted lo sabía, doctor Horton?
—Es un mundo pequeño —dijo Horton encogiéndose de hombros, rehusándose a preguntar.
—Ahora se hace llamar Pamela Bonaventure, pero es su nombre de casada, ¿verdad, Jeffrey? Cuando ganó la medalla olímpica de tiro, era conocida como Pamela Horton.
Escuchar el nombre de su hermana de labios de Wilkins puso sumamente incómodo a Horton.
—¿De dónde la conoce usted?
—Bien, a diferencia de usted, Jeffrey, ella no se oculta. Nuestros caminos se cruzaron en el campeonato nacional de tiro deportivo de la Administración Nacional de Sistemas de Entrenamiento. Ella tiró muy bien, considerando que sólo tuvo el Weiss-Cushing por unos pocos meses.
De la incomodidad Horton pasó a una ira temerosa.
—¿Qué? ¿La ha estado espiando?
—No, en absoluto. Compartimos un hermoso almuerzo después del juego, eso es todo.
—¿Usted?
—¿Por qué no? Y después fuimos al campo de tiro y cambiamos pistolas unas cuantas docenas de rondas —dijo, riéndose—. Me temo que ella me superó mucho. Los blancos con los que yo practico tienen centros del tamaño de una cabeza.
—Si está tratando de decirme que puede llegar a mis familiares…
—Llegar a su familia… oh, no, doctor Horton, usted no me entiende. Simplemente quiero que sepa que conocemos sus antecedentes. Sabemos que usted y su familia son tiradores. Sabemos de Pamela. Sabemos que su padre es un miembro vitalicio de la Asociación Nacional del Rifle.
—¿Y qué significa todo eso para usted? ¿Qué tiene que ver eso con mi presencia aquí?
—Significa que estamos preparados para creer que usted fue un participante involuntario de la gran traición de Breland —dijo el hombre sentado a la derecha de Wilkins. Tenía una nariz ganchuda, un prendedor con la bandera norteamericana en la solapa de su sucia camisa amarilla y una inquieta mano derecha—. Significa que si nos dice que no sabía lo que ellos planeaban hacer con su investigación, encontrarán que estamos dispuestos a creerle.
—¿Y luego puedo irme?
—Y luego puede unirse a nosotros —dijo Wilkins—. Puede ayudarnos a enderezar las cosas.
—¿Cómo puedo hacer eso?
—Cuéntenos los secretos del Gatillo y del Obstructor. Nosotros nos ocuparemos del resto.
—Los secretos del Gatillo —repitió Horton lentamente.
—Sí —dijo el segundo hombre—. Por ejemplo, cómo protegerse de él, y cómo detectar un campo del Obstructor antes de estar dentro de él.
—Los tipos de explosivos que son inmunes… —propuso un tercer hombre, y otros se unieron al coro:
—El verdadero rango mínimo —dijo uno.
—Cuáles de los nuevos satélites contienen los grandes controles remotos —preguntó otro.
—Qué van a usar las tropas de las Naciones Unidas en lugar de la pólvora.
—No hay secretos —interrumpió Horton.
—¿Perdón? —dijo Wilkins.
—No hay secretos. Yo publiqué todo. Nada fue ocultado. Está todo en el paquete que publicamos en la red.
—¿Y el Obstructor?
—Yo no trabajé en él —protestó Horton, y luego frunció el ceño—. Pero no hay diferencia. Es simplemente un Gatillo refinado. Trabaja sobre la misma química de nitrato. Debe de tener la misma curva de atenuación. Los circuitos electrónicos tienen que ser vulnerables a un pulso electromagnético, así como el Gatillo y su comunicador y casi cualquier cosa de la civilización. Ustedes no tienen armas nucleares, ¿no? Supongo que no.
—No nos está diciendo nada que no podamos encontrar en Popular Science —dijo el hombre de la nariz ganchuda de mal modo.
—¿No lo entiende? Ése es el problema —dijo Horton—. No hay nada para saber que no esté en Popular Science. Yo lo entregué para que todo el mundo pudiera tenerlo. No iba a dejar que desapareciera, y no iba a dejar que fuera controlado por la gente a la que le gusta este estado de cosas. Si eso significa que estoy de nuevo en su lista de traidores…
Se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que no sentía. Si su vida dependía de lo útil que pudiera resultar para ellos, era difícil tener esperanzas.
—Si usted no intenta ayudar a resistir contra un gobierno tiránico que está desarmando al pueblo, entonces es un traidor. —El que habló escupió con desprecio.
—Yo los desarmé a ellos primero. ¿No es suficiente?
—¡Diablos, no! —dijo uno brevemente—. Nuestras armas nos daban una esperanza contra ellos. Ellos pueden reemplazar sus armas. Ellos tienen todo tipo de poder. Pueden reemplazarlas en cantidad asombrosa. Ellos controlan los medios, y son los que manejan los hilos, y una nación de ganado que chupa la teta del estatismo. Tenemos que tener nuestras armas, doctor, para romper su dominio. Tenemos que poder contar con nuestras armas si alguna vez vamos a ser libres otra vez.
—No hay manera de hacer un escudo. Nunca aprendimos cómo detectar a la distancia un campo del Gatillo. Así que si eso es lo que esperaban de mí, cometieron un error.
—Si cometimos un error, lo corregiremos —dijo Wilkins—. ¿Pero está absolutamente seguro de que no tiene nada que darnos?
Era una pregunta con un tono ominoso, y Horton buscó desesperadamente algún hueso para arrojarles.
—Puedo decirles que pueden dejar de preocuparse por los satélites. El rango varía con el cubo de la energía, tal como dice en el manual, así que es fácil hacer que los pequeños funcionen en la tierra, así como es imposible hacer algo que funcione desde una órbita.
—¿Ni siquiera con la energía de una planta nuclear?
—Con una como las que hay en tierra, quizás. No con las del tipo que podemos poner arriba.
—Entonces sí que sería posible, con la energía suficiente.
Horton se volvió en dirección a la voz.
—Pero no hay suficiente energía. Ésa es la cuestión.
La expresión del hombre mostró disgusto y desprecio. Luego el mismo hombre se dirigió a Wilkins:
—¿Cómo podemos creer cualquier cosa que diga? O no está lo suficientemente adentro como para hablar sobre Tambor, o está tan adentro que va a mentir.
Horton también miró a Wilkins.
—¿De qué está hablando?
—Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación y de Defensa tiene una planta operativa de microfusión de deuterio hace veinte años —dijo lentamente el coronel, estirando sus piernas.
—Oh, eso es una tontería. Un engaño que apareció en Internet.
—En absoluto. Fue desarrollada por el espionaje oculto de Tiburón y Halcón. Proyecto Tambor Rosa. Pero están en todas partes ahora, en las instalaciones clave del gobierno, en las estaciones de radio, todo lo que necesitarán cuando empiecen las suspensiones. Se puede detectar un Tambor con una antigua radio de onda media[7]. Hay que encontrar una banda de interferencia en doce-cuarenta cuando uno está a unos pocos kilómetros.
—¿De qué suspensiones habla?
—Es parte de la estrategia de pacificación federal, en caso de desobediencia civil.
Para Horton, la conversación había bruscamente descarrilado hacia el profundo matorral del surrealismo.
—¿Ustedes sacan esto de un servidor de noticias, o de los libros de historietas de sus hijos? —dijo, explotando y dejando de lado la cautela.
Pero Wilkins no mostró ningún signo de haberse ofendido.
—Aun alguien de su inteligencia y logros puede ser encerrado y recibir propaganda. Nuestros enemigos tienen mucha práctica en control sobre la mente y en engaños. Ayudaremos a levantar la niebla de sus ojos, doctor Horton. Y cuando pueda ver claramente, no tengo dudas de que se dedicará con todo su talento a nuestra causa común.
—¿Entonces soy un prisionero de guerra, o un recluta?
—¿Qué quiere ser? —dijo Wilkins, poniéndose de pie para indicar el final de la audiencia—. Le daremos los hechos, la cruda verdad. Usted elegirá.
Mientras lo acompañaban a salir de la casa, Horton notó la hora que aparecía en la pantalla del comunicador. Con esa información, le llevaría un vistazo de unos pocos segundos en el cielo abierto deducir cuánto lo habían desplazado, y en qué dirección, pues la rotación de la esfera del cielo le decía todo a alguien que supiera leerla.
Pero las inquietudes del grupo sobre espionaje desde arriba lo detuvieron. La espesa bóveda de hojas bajo la cual se ocultaba el campamento le dejó sólo una efímera visión de un pequeño pedazo del cielo nocturno al volver al refugio seis.
Horton rogó por un paso por las letrinas antes de que lo volvieran a encerrar bajo tierra, pero todo lo que logró fue una mirada furtiva de su propio rostro en un espejo de metal. Lucía demacrado, fantasmal e increíblemente viejo.
—¿Tienen también al doctor Brohier? —preguntó mientras lo conducían a su pequeña prisión—. ¿Está él en uno de estos agujeros?
—Si lo supiera, no estaría autorizado a decírselo —dijo uno de sus escoltas amablemente mientras abría la puerta del refugio.
Dejaron sus manos libres, lo cual fue un favor tan grande como la capa nueva de aserrín.
Se quedó dormido con el sonido de voces distantes que cantaban himnos a la gloria de Dios.
Monica Francés no podía creer lo que estaba leyendo. El informe semanal de seguimiento del doctor Jeffrey Horton había sido extendido con prioridad normal, aun cuando sus contenidos eran potencialmente explosivos. Después de confirmar la seguridad del comunicador de su escritorio, recorrió como un bólido el pasillo de la sección 7 en busca del autor del informe. No era suficiente sentarse y enviar a alguien en busca de Benhold Tustin. Ella necesitaba respirar fuego en el rostro de él.
Lo encontró en la «cueva», el hogar sin ventanas de la División de Servicios Técnicos y sus tecnologías ultrasecretas de recolección de datos. Él estaba en una cabina segura con un bibliotecario de recursos técnicos, y la expresión de Tustin cuando la vio contaba el resto de la historia: sabía cuan serio era el problema, y había esperado resolverlo antes de que ella se diera cuenta.
—¿Qué ocurrió? —preguntó—. Se suponía que debía mantener contacto con él. Ésa fue la orden directa y explícita del Presidente.
—No sé qué ocurrió. No estamos recibiendo nada de nuestros llamados.
—¿Qué dice el libro de rastreo?
—No hay actividad en ninguna de sus cuentas de comunicación. Su tarjeta de crédito fue utilizada hace unas horas en Evanston.
—¡Chicago! No ha estado cerca de una ciudad mayor que Fergus Falls desde que lo hemos estado rastreando.
—Lo sé —dijo Tustin con preocupación.
—¿Puede haber descubierto nuestros rastreadores?
—Se supone que no puede hacerlo.
—¿Hay algo más en el libro de rastreos?
—Sólo la historia indicada por el sistema de posicionamiento global para los radiofaros de respuesta. El rastro del comunicador termina al norte de Eau Claire, hace un día y medio. El rastro del furgón finalizó hace dieciséis horas, cerca del río Iron, en la Alta Península. Es simplemente posible que ésos sean dos puntos de la misma ruta.
—¿Entonces el furgón fue a Michigan, y la tarjeta de crédito a Illinois?
—Supongo que puede haber vendido el furgón.
—¿Para solventar un deseo irresistible por hartarse de pizza de Chicago? ¿Por qué no me trajo esto antes?
—Realmente no nos consta que haya un problema.
Ella miró al bibliotecario.
—Confirmen esa transacción en Evanston. Averigüen si fue verificada con huellas digitales.
Unos pocos momentos después el bibliotecario supo la respuesta.
—Fue una compra sin contacto: gasolina y un lavado de auto en una estación automática.
—Yo diría que tenemos un problema, señor Tustin. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Tustin echó un vistazo a su reloj.
—Cuarenta y cuatro horas.
Ella movió la cabeza, preocupada.
—Debemos ir a ver al director.
Jacob Hilger, director de la Agencia de Inteligencia de Defensa, estudió el mapa del incidente y el cronograma que Monica Francés le había dado.
—Esto ha sido un trabajo de rastreo de estricta rutina desde el primer día, ¿correcto?
—Absolutamente —dijo Tustin—. Nunca ha habido ningún interés desde la Casa Blanca. Nunca hemos recibido una solicitud para acercarnos más. Ni siquiera sé si alguien más aparte de la señora Francés leyó nuestros informes.
—¿Qué hay de eso? —preguntó Hilger, mirando a la supervisora de seguridad del proyecto.
—Tiene razón. Para cuando ubicamos y marcamos al doctor Horton, el doctor Brohier ya tenía el Obstructor funcionando y había incorporado al doctor Bennington-Hastings. El otro zapato no cayó nunca. Continuamos en contacto con el doctor Horton, de todos modos, por si acaso.
—¿Cómo?
—Colocamos radiofaros de respuesta en los circuitos de posicionamiento global en el furgón y comunicador del doctor Horton. Nuestros agentes hicieron una limpieza de cajas negras en el furgón y reemplazamos el comunicador con otro falsificado. Cada diez comunicaciones recibíamos un informe de ubicación. Y podíamos llamar a los radiofaros en cualquier momento para ubicarlo en tiempo real.
—Mientras los sistemas de él tuvieran energía —agregó Tustin.
—¿Alguna vez tuvieron un bloqueo de datos antes?
—Sólo uno, en el furgón, de siete horas de duración. Pero ese mismo día hizo una llamada de emergencia en la carretera y una factura por un nuevo alternador.
Hilger miraba preocupada, los labios apretados.
—No puedo ver el mismo escenario aquí.
—No —dijo Francés—. Pienso que alguien lo ha secuestrado.
—Yo también. ¿Tiene a alguien en el campo trabajando en esto ya?
—Tres equipos: uno en Chicago, uno en camino de un rastro en la Alta Península, y uno dirigiéndose a la última ubicación conocida en el norte de Wisconsin. —Francés miró el reloj—. Deberían estar llegando al lugar en este mismo momento.
—No hallarán a Horton —predijo Hilger tranquilamente.
—Probablemente no. Pero quizá puedan hallar algo que nos llevará en la dirección correcta.
—Encontrar el furgón sería un buen comienzo. ¿Quién coordina el campo?
—El capitán Whalen, con el equipo de Chequamegon Forest.
—¿Y en el agua?
—¿Perdón?
Hilger mostró con el dedo la sinuosa línea costera del Lago Superior al norte de Wisconsin.
—Miren dónde estaba. Ésta es la salida al Atlántico: no hay un solo puesto de control entre aquí y Europa, o África, o América del Sur. El doctor Horton puede haber sido embarcado en cualquier bote mayor que un buque ballenero de Boston que partiera de cualquier muelle por aquí en los últimos dos días. Y podría haber sido movido a cualquier otro barco después.
—O a un hidroavión —dijo Tustin.
—Muérdase la lengua. Ya será lo suficientemente difícil si aún está en el agua. Le recomiendo que incorpore la guardia costera, que ellos pongan enseguida gente en las esclusas de Soo, para intentar mantener el corcho en la botella. Entretanto, comuníquese con la Oficina de Reconocimiento Nacional para ver qué pueden decirnos del tráfico en el lago. —Hilger suspiró—. Verano en los Grandes Lagos. Puede que necesitemos llamar a toda la sección.
—¿Va a notificar a la Casa Blanca? —preguntó Francés.
Sonriendo, el director dijo:
—Vamos a ver si podemos averiguar lo que ha ocurrido primero. Esperemos los primeros informes desde el campo.
Los primeros informes estuvieron a la medianoche, y su contenido llevó a un disgustado y molesto Jacob Hilger a las puertas de la Casa Blanca. Mostró su identificación al escáner y su rostro al destacamento de seguridad y fue conducido al gimnasio del ala este, que era una antigua oficina que Breland había equipado con un aparato Nautilus, una máquina para caminar y otra para remar.
Antes de que Hilger llegara al gimnasio, pasó por otros dos puestos del Servicio Secreto, y el asesor Charles Paugh lo acompañó.
—¿Dejando a Amanda para que se las arregle con el nuevo bebé esta noche, Jacob? ¿Cómo está Gavin?
—Creciendo como la maleza —dijo Hilger—. ¿Alguna vez vuelves a tu casa, Charlie?
—¿Por qué habría de hacerlo? Tengo un armario bajo las escaleras, una cama portátil y mi propia linterna eléctrica. Y además, sé donde guardan las sobras de las cenas de Estado. Ya llegamos, por aquí.
Encontraron al Presidente sentado en el extremo del banco del fondo, limpiándose la transpiración con una toalla pequeña. Su buzo gris de gimnasia de los Philadelphia Phillies estaba mojado casi hasta la cintura.
—¿Alguno de ustedes, señores, ha notado que una vez que uno ha pasado los cuarenta, termina tan cansado y dos veces más dolorido haciendo la mitad? —preguntó Breland, dándose palmaditas en el lado del cuello—. No sé cómo Ryan y Spahn jugaron tanto como hicieron.
—No sé quiénes son Ryan y Spahn —dijo Paugh—. ¿Hicieron alguna vez un lanzamiento de cesto bueno?
—Ignorante —dijo Breland—. Jacob, ¿qué tienes para mí?
—Jeffrey Horton ha desaparecido. Parece que ha sido raptado.
Breland dejó caer la toalla al suelo.
—Maldición. ¿Qué ocurrió?
—Le diré lo que puedo, que es menos de lo que nos gustaría saber —dijo Hilger—. Hace dos días, el doctor Horton tuvo una conversación segura con alguien que estaba robando una cuenta del Departamento de Defensa. No sabemos con quién hablaba ni lo que dijo, pero parece que poco después empacó y viajó en auto al aeropuerto municipal de Hayward. Algo ocurrió ahí.
—¿Cómo lo saben?
—Desde ese punto, los rastros del comunicador del doctor Horton y de su furgón se separan hasta que están a unos veinticinco kilómetros de distancia, en dirección sur en la carretera 53 hacia Eau Claire.
—Dos vehículos.
—Aparentemente, y no sabemos si Horton estaba en alguno de ellos. El rastro del comunicador desaparece alrededor de Chippewa Falls. El rastro del furgón continúa al este hacia Wausau, y luego otra vez al norte dentro de Michigan.
—¿Wausau? Eso nos lleva muy cerca de Tigerton, ¿no? —preguntó Paugh.
—Sí, hemos notado eso.
—¿Tigerton? —preguntó Breland.
—La antigua sede de Posse Comitatus —dijo Hilger—. Si todavía existieran, estarían con toda seguridad en la lista de sospechosos usuales.
—¿Está seguro de que no existen?
—Bueno… la fuerza operante debería poder decirle mejor que yo —dijo Hilger, incómodo—. Lo que sí sabemos es que el furgón fue abandonado en una carretera sucia a la vera del Parque Nacional de Ottawa. Había sido despojado, y alguien había intentado quemar lo que quedaba con una bomba incendiaria. El humo atrajo a un guardabosque del Servicio Forestal, y por esa razón llegamos tan rápidamente.
—¿Una bomba? ¿No un fósforo en el tanque de nafta?
—No, era una llama de magnesio de tipo militar, probablemente con un contador o un fusible, así que ya estaban muy lejos cuando se encendió. Tuvimos que tomar el número de serie del eje trasero para identificar que era de Horton.
—Jesús —dijo Breland.
—Tengo que saber hasta dónde quiere que lleguemos con esto —dijo Hilger—. Realmente no tenemos la capacidad ni la autoridad para hacer investigaciones criminales, aunque estamos listos para apoyar una con todas las ventajas de la inteligencia nacional que tenemos. Pero alguien más tiene que encargarse.
Breland miró a Paugh.
—¿Qué opciones tenemos? ¿El FBI?
—Según los libros, deberíamos dárselo al FBI —coincidió el asesor—. Pero su libro de reglas es el más grueso, lo que significa que no pueden siempre ser los más rápidos. ¿Qué está en juego aquí? ¿La vida de Horton, o algún interés mayor de seguridad nacional? ¿De qué utilidad es él para los que lo secuestraron? ¿Qué sabe él?
—No mucho —dijo Hilger—. Por elección propia, ha estado fuera del circuito por algún tiempo. Además, la mayoría del material sobre el Gatillo ya ha sido dado a conocer realmente, gracias a esa gente de Terabyte que lo reveló. Yo diría que el riesgo de seguridad nacional es poco.
—Pero ¿acaso quien lo secuestró debería necesariamente saber eso? —preguntó Breland.
—Quizá. Saben lo suficiente para conseguir la dirección privada de Horton y los códigos de bandera, y para burlar un vínculo seguro del Departamento de Defensa. Ése es el verdadero problema de seguridad nacional aquí, que cualquiera que lo haya secuestrado tuvo ayuda de alguien dentro de la red de comunicación del Pentágono. Ésa es razón suficiente para ir hasta el fondo con esto.
—La vida del doctor Horton es razón suficiente —dijo Breland de manera cortante—. Puede no haber sido secuestrado para sacarle información. Hay más de unos cuantos que pueden querer venganza.
—Si se quiere venganza, se lo mata de manera horrible y se deja el cuerpo donde pueda ser hallado —dijo Paugh con seriedad.
—¿Y cómo sabemos que no se dirigen a eso? —preguntó Breland—. ¿Cuáles son las otras opciones, Charlie?
—Inteligencia del Ejército podría ocuparse de la penetración en el Departamento de Defensa. Para lo otro, también podría ocuparse la CÍA, si queremos fingir saber que la penetración fue extranjera, no nacional.
—Si se tratara de un hermano o un hijo, y lo primero fuera encontrarlo y traerlo sano y salvo…
Paugh y Hilger intercambiaron miradas.
—Me gustaría mantener todo de la manera más secreta posible, para no asustarlos —dijo Hilger—. Nada de información al público, completamente mantenido dentro de la comunidad de inteligencia y fuerzas de seguridad. Yo diría Unidad Trece, el equipo de contraterrorismo del Comando Unificado de Fuerzas Especiales. Los conectamos con Inteligencia de Defensa, la CÍA, la Oficina de Reconocimiento Nacional, la Agencia Nacional de Inteligencia y que ellos dirijan. Hay posibilidades de que ya tengan una lista de probables sospechosos a mano.
—¿Qué hará falta para ponerlos a trabajar?
—El general Stepak puede coordinar —dijo Paugh, refiriéndose al secretario de Defensa—. Todos los que queremos que participen ya le informan a él, excepto la compañía, y eso puede arreglarse.
—Muy bien. Si tengo que firmar algo, redáctenlo.
—Podemos ocuparnos de eso más adelante —dijo Paugh.
—Tengo una pregunta… —empezó Hilger.
—Adelante.
—El doctor Brohier. ¿Hay que avisarle? ¿Debemos avisarle a la gente de Terabyte?
—¿Dónde está el doctor Brohier ahora? —preguntó Breland.
—Está con Aron Goldstein en Maryland, trabajando ahí en su mansión. Como está tan delicado de salud, no debería estar trabajando en absoluto, sino en el hospital. Pero no le gustaría —dijo Hilger, y ahogó una risa—. Así que el señor Goldstein ha convertido dos habitaciones en el extremo de su mansión en un hospital de emergencia, con todo un equipo de urgencias médicas, incluyendo un cardiólogo, que trabajan las veinticuatro horas. Lo último que supe es que el doctor Brohier aún no sabe que están ahí, ni que tiene un equipo completo de biomonitores en su cama.
—Pienso que a él le gustaría saber sobre Horton —dijo Breland.
—¿De qué le serviría esa información? —preguntó Paugh—. ¿Hay algún aspecto positivo que ignoro? Podemos contarle cuando se haya terminado todo, de una manera, o de otra, y ahorrarle el suspenso.
Breland no parecía satisfecho con eso, pero no discutió.
—Supongo que deberíamos ir a despertar al general Stepak.
El alba le dio a Jeffrey Horton la primera posibilidad de mirar su celda. Ya la había explorado con las manos, pero sólo sus ojos pudieron hacerla real.
El brillo suave del día que se filtraba reveló los tres agujeros de bala que también servían de ventilación, y la chimenea del tamaño de un puño sobre su cabeza que le daba el tiraje. El cono de acero que formaba el cielo raso también tenía cierres vacíos que quizás habían sido pensados para botellas de agua, linternas y otros elementos. Tres peldaños de una escalera de metal pendían bajo la puerta.
Bajo el cono del techo, las paredes eran de tierra negra compacta atravesadas con raíces retorcidas cortadas a pala. El refugio seis era lo suficientemente profundo para que un adulto de pie disparara por las ranuras a la altura de los hombros, y lo suficientemente amplio para que una familia de cuatro o cinco se apiñara alrededor de las piernas del tirador.
La presencia de los refugios en el área de viviendas del campamento le decía muchísimo a Horton sobre la actitud de quienes los habían construido. Para Wilkins y su ejército, era perfectamente concebible y hasta esperable que en el caso de ser descubiertos serían atacados con fuerzas mortíferas. Horton dudaba de que consideraran otra posibilidad. Y si eran atacados, la rendición no era una opción: estaban preparados para mandar a sus familias a los refugios y resistir hasta la muerte.
Ésas eran las reglas del compromiso para el que estaban preparados. Ya estaban en guerra, en guerra contra el mundo que él había abandonado.
Y al darse cuenta de eso, Horton entendió que sus únicas opciones eran unirse a la revolución, o volver al mundo, y que pagaría un precio terrible si hacía la elección equivocada.
Vinieron a buscarlo temprano, y le permitieron no sólo usar la letrina sino también la ducha antes de llevarlo al círculo de la comida para el último plato de huevos revueltos, que rascaron de una sartén enorme. Era la primera comida que probaba desde las tazas en Reese que había tomado mientras esperaba en el aeropuerto, dos días antes. ¿O tres? Comió con voracidad, sintiendo apenas lo que pasaba por sus labios, y lo empujó con varios jarros de agua de una botella, hasta que su estómago encogido se sintió desagradablemente lleno.
No tenía nada que decir mientras comía, y la mujer y los niños que estaban terminando sus comidas cuando él había llegado no tenían nada que decirle a él. Las conversaciones entre ellos eran tan evidentemente banales que le hicieron sentir agudamente su condición de extraño y paria.
Sólo cuando el coronel Wilkins apareció y se sentó en el banco a su derecha Horton sintió que el frío que tenía empezaba a desaparecer.
—¿Un poco mejor con algo en su estómago?
—Casi civilizado —dijo Horton. Dudó, y luego agregó:
—Gracias.
—Oh, debería agradecerle a Jean —dijo Wilkins, señalando a una mujer de caderas anchas sentada en el círculo, sorbiendo en silencio una taza de café—. El menú es pequeño en Café Vivac, pero Jean tiene una manera de hacer divertido lo simple, aun cuando no tenemos más que una olla y una sartén.
Ella se ruborizó ante el elogio, pero sus rasgos se congelaron cuando Horton buscó los ojos de ella para agradecerle.
—Su primer agradecimiento debería ser para el Creador, no para mí.
Wilkins rio.
—Olvidaste dar las gracias, ¿no, Jeffrey? Verás que eso no se hace fácilmente en la mesa de Jean.
—Estoy desacostumbrado, me temo.
—Podemos ayudar con eso —dijo Wilkins—. ¿Terminado?
—Sí.
—Entonces caminemos.
Wilkins dejó ir a los dos hombres que habían estado montando guardia cerca de Horton, y lo llevó hacia el este por una línea de árboles, a un paso tranquilo.
—Entiendo que ha estado preguntando por Karl Brohier.
—Quiero saber si lo tienen. Quiero saber si está bien.
—Puedo responder la primera de esas preguntas con mayor confianza que la segunda. No, no tenemos al doctor Brohier. Su edad, sus posturas políticas socialistas y su ateísmo intransigente lo hacían poco atractivo.
—Entonces explíqueme cómo sabían que su mentira sobre la enfermedad de él no los traicionaría. Si yo me hubiera contactado con Karl…
—Sus llamadas fueron dirigidas al satélite. Una simple cuestión de incrementar la dirección con un virus. Nunca tuvo ninguna posibilidad de hablar con nadie, excepto los archivos de voz en un comunicador que estaba más cerca de las Montañas Rocosas que de las Smokies.
—¿Entonces Karl está bien?
—No lo sé —dijo Wilkins—. El hecho es que desapareció de la vista hace unas ocho semanas. Quizá si usted nos dice dónde está, podemos tratar de averiguar cómo está.
—No sé dónde está.
—Ya veo —dijo Wilkins—. ¿Usted estudió historia, doctor Horton?
—No más que lo que tuve que estudiar para los requerimientos de mi carrera.
Wilkins asintió, pensativo.
—Eso lo convierte en un norteamericano promedio perfecto, me temo. Completamente ignorante. El estudio riguroso de la historia fue desterrado de las escuelas por las feministas y los racistas negros, sobre la base de que no teníamos nada que aprender de las vidas de hombres blancos muertos. Usted probablemente fue sometido a cursos como Estudios Contemporáneos del Mundo, o cualquier otra variante de borroso multiculturalismo autocomplaciente.
—SS-201, «Problemas Contemporáneos en Relaciones Internacionales».
—Donde «contemporáneo» significa «en el tiempo de vida de los estudiantes adolescentes». Ya ve, realmente no quieren que el pueblo entienda. No ofrecen educación, sino programación. Le pueden vender cualquier tipo de fruta podrida si pueden hacer que usted olvide el verdadero gusto de la fruta.
—¿Así que, qué tiene que ver todo esto?
—Que cualquier genocidio del siglo XX fue precedido del control de armas. Todos los regímenes totalitarios del siglo XX buscaron el monopolio sobre las armas. Esa historia revela que hay una afinidad natural entre gobiernos tiránicos, y demuestra que la única esperanza de la resistencia exitosa reside en el derecho natural de la gente libre de poder tener y usar las armas.
»Ésa es la única razón por la cual la Constitución contiene una Segunda Enmienda. No es para que los cazadores puedan seguir practicando su deporte, ni para que los ricos puedan mantener sus posesiones. Ni siquiera es para que las mujeres puedan alejar a los violadores, ni para que los hombres puedan defender a sus familias de los predadores, humanos o animales.
»No, necesitamos nuestras armas porque queremos que el gobierno tenga miedo de nosotros. Y si olvidan que deben temer, si olvidan lo que pueden hacer trescientos millones de armas en las manos de setenta millones de patriotas contra la policía que no los protege, contra jueces que no castigan, contra legisladores que hacen reglas sólo para ellos y contra soldados que obedecen órdenes inconstitucionales, entonces estamos moralmente obligados a recordárselo.
—«El árbol de la libertad».
—«… debe ser refrescado de tiempo en tiempo con la sangre de los patriotas y tiranos». —Wilkins se detuvo, se levantó la manga y le mostró un tatuaje con raíces rojas justo debajo de su hombro—. Doctor Horton, esas palabras deberían estar escritas en la Constitución, en la Segunda Enmienda. Los Padres Fundadores perdieron la oportunidad de hacer su significado absolutamente claro. Pero aquéllos que estudian historia saben que la Segunda Enmienda fue concebida como el botón de autodestrucción del gobierno central. Y me temo que usted es responsable de haber cortado los cables.
—Eso no es justo —dijo Horton—. El Gatillo fue descubierto por accidente, por un hallazgo feliz de la ciencia. No estábamos trabajando en el desarme. No trabajábamos para el gobierno. Los descubrimientos llegan cuando deben hacerlo. Si no hubiéramos sido nosotros, habría sido otro, y no mucho después.
—No tengo quejas contra su conducta como investigador, doctor. Es su conducta como ciudadano lo que tengo que cuestionar. Sólo imagine qué arma poderosa para la democracia hubiera sido el Gatillo en las manos de las milicias patriotas. La próxima vez que el gobierno intentara enviar sus ejércitos de opresión, hubiéramos podido rechazarlos desarmados, lisiados y desanimados, sin idea de cómo había sido hecho. —Wilkins sonrió con melancolía ante ese pensamiento—. Oh, poder ver ese día…
»Pero entregarlo a Washington… —continuó, moviendo la cabeza—. No, ése fue un error horrendo. Y a menos que usted actúe para deshacer su error, también será responsable por la tiranía que seguramente va a seguir. No tienen nada que temer ahora.
—Yo entregué el Gatillo a todos —dijo Horton—. Karl hizo lo mismo con el Obstructor. Así es como debe ser. Sin monopolios. Sin desequilibrios de poder. Sin armas secretas.
—Estoy seguro de que usted pensó que ése sería el resultado. Pero aún no ha entendido la profundidad de su engaño. Usted fue traicionado.
—¿De qué habla?
—Los federales no han cancelado ni retirado un solo sistema de armas. Cualquier soldado raso aún pasa el mismo tiempo entrenándose con su M-16 como siempre. La planta de municiones del ejército de Lake City en Missouri sigue siendo fuerte. Cualquier fuerza de policía en el país aún tiene una unidad Gestapo equipada con AR-15. —Dejó de caminar y se volvió hacia Horton—. Ahora, ¿por qué habrían ellos de meterse en ese gasto y en esos problemas, si estas decenas de miles de Gatillos y Obstructores en los sótanos, armarios, baúles y maletines han hecho las armas obsoletas?
—Inercia. Familiaridad. Cautela profesional. Sorpresa ante el futuro. Presión política de enormes contratistas militares.
—Usted está pasando por alto la explicación obvia.
—Que es…
—El gobierno hizo que el pueblo llevara el Gatillo a su vida como si fuera un muñeco lindo que crecería para ser el amigo de sus hijos y protegería la casa por la noche. El único problema es que el gobierno ya lo había entrenado para apagarse ante una orden. Así que no es una amenaza para ellos.
Horton miró de soslayo al comandante de la milicia.
—Perdón, pero no lo sigo.
—Ellos mantuvieron las armas porque saben que aún van poder seguir usándolas. Nos permitieron tener los dispositivos de Horton porque saben que ellos pueden desactivarlos en cualquier momento, lo cual harán tan pronto como hayamos terminado de desarmarnos. Nunca nos dejarán desarmarlos a ellos, doctor Horton. Nunca en un millón de años.
—¿Piensa que hay algún tipo de circuito de control remoto en los Gatillos civiles? ¿Un interruptor secreto?
—Es la única explicación razonable. Pero en todos ellos, no sólo en el modelo civil. Las armas tienen una manera de cambiar de lado durante una guerra.
—No creo nada de esto.
—Oh, está ahí. Y usted puede encontrarlo para nosotros, doctor Horton, si es que no sabe todavía dónde está.
Wilkins siguió caminando, simulando no importarle si Horton lo seguía o no. El físico miró rápidamente a su alrededor para ver si alguien más estaba observando; cuando no vio a nadie a la vista, se le ocurrió por un instante perderse en el bosque. Pero era demasiado temprano. No tenía recursos, ninguna idea clara de dónde se encontraba, y por lo tanto ninguna posibilidad real de escapar, especialmente con un mono naranja brillante. En lugar de ello, se apresuró a seguir a Wilkins.
—Mire, coronel, esto simplemente no es posible. Esos sistemas fueron hechos en Aurum Industries. Simplemente no puedo creer que Aron Goldstein participara en un plan tan salvaje.
—¿Por qué no? La élite adinerada siempre ha apoyado el control de armas. Si uno tiene fábricas y Bancos, tiene el ejército y la policía para protegerlo a usted y a los suyos, y todas las razones para querer que los pobres y los que reciben salarios de esclavos estén desarmados. Los ricos son el gobierno, doctor Horton. —Hizo un gesto de desdén—. Además… ¿un judío, vendiendo productos al costo? ¿Qué más necesita escuchar?
—Es una persona humanitaria, por Cristo. Él cree que las armas son armas de opresión, no de liberación. Y no le faltan razones.
—La prueba de lo que realmente cree está grabada en los circuitos de control de cada Gatillo y Obstructor que vende.
—Estoy seguro de que sí, y tan seguro como que usted se equivoca. —Horton sintió que una oleada de ira le subía por el cuello—. ¿Tiene uno aquí?
—¿Un Gatillo? Sí, por supuesto. «Conoce a tu enemigo», dice el Buen Libro. Ah, venga por aquí. Esto es lo que quería mostrarle.
Exasperado, Horton siguió a Wilkins por una pared casi sólida de arbustos que les impedían el paso. Del otro lado del sendero invisible, el suelo bajaba profundamente hacia un valle rocoso cortado en dos por un río bajo. Más allá había más montes, algunos con muchos árboles, algunos tan desiertos como la pendiente a sus pies. Wilkins se había metido en un sitio elevado entre el tronco de un nogal americano y una gran piedra que sobresalía.
—Podría haberme enviado simplemente una tarjeta postal —dijo Horton—. No sé qué estoy mirando.
—Sé que no lo sabe —dijo Wilkins. Barrió con la mano de lado a lado, tomando todo el panorama—. Así es como se veía todo antes de que llegaran los seres humanos. Ni un signo en ninguna parte de nuestra acción en la tierra. ¿Sabe lo raro que es esto?
—¿Es usted un conservacionista, entonces? No me hubiera imaginado que ésta era su motivación.
—Hay una gran lección ante sus ojos, si usted pudiera verla.
—«Ten cuidado al caminar» es la primera que se me ocurre.
—La esencia de la naturaleza es la libertad. No hay estatutos, ordenanzas ni tratados allí, no hay formularios, listas ni impuestos. El hombre, en su estado natural, también es libre. Eso es lo que son nuestros derechos naturales, Jeffrey. La garantía de Dios de que tenemos un lugar en Su creación, y las armas necesarias para cumplir nuestra parte en Su plan. Eso es lo que la Constitución debía proteger, el derecho de los cristianos y las cristianas libres que siguen su fe y su conciencia. Sin otra ley que Su ley sagrada. Sin autoridad más alta que Su verdad.
»Nos desviamos de ese propósito, y nuestro pueblo, nuestra nación, fueron sumergidos en la oscuridad. Pero hemos encontrado el camino de vuelta, y mostraremos el camino a otros. Vivimos en la Luz, Jeffrey, la Luz de Su amor. Usted tiene que elegir si quiere vivir en la Luz, o volver a la oscuridad. Tiene que decidir cómo sigue su camino desde aquí.
¿Era una amenaza, o simplemente la retórica ferviente de un creyente convencido? Horton no lo sabía, pero no importaba. Ya había decidido.
—¿Dijo que hay un Gatillo en el campamento?
—Un Gatillo y un Obstructor. Desactivados, por supuesto.
—Los miraré —dijo—. Veré si puedo hallar su control remoto. Pero quiero que quede claro que espero probarle que está equivocado.
Wilkins le mostró una sonrisa tolerante.
—¿Y si por casualidad encontrara que no, lo aceptará?
—Puedo prometerle que mi mente está por lo menos tan abierta como la suya, coronel.
—¿Sí? —dijo Wilkins—. Lo veremos.
* * *
Mark Breland había instruido al general Stepak que le trajera las actualizaciones tres veces por día: a las ocho de la mañana, dos de la tarde y ocho de la noche. Pero era difícil para él mantenerse fuera durante tanto tiempo del salón de situación del piso inferior desde el cual Stepak dirigía la búsqueda de Jeffrey Horton.
El resto de las actividades de Breland no eran lo suficientemente apremiantes como para apartar su atención por completo: un encuentro preliminar cara a cara con los líderes del Congreso sobre el presupuesto, una teleconferencia semanal con líderes del Partido sobre la campaña de otoño, una ceremonia en el Rose Garden para honrar a los becarios presidenciales del año, un almuerzo privado con Aimee Rochet, un partido de softbol en los jardines con los valets presidenciales que se iban.
Pero sólo el almuerzo podía ser suspendido sin complicaciones, y Breland lo hizo, con un beso, una disculpa y una promesa. Aprovechó de esa hora liberada para ir al salón de situación, que para entonces había abandonado su somnolencia habitual para convertirse en un ocupado centro de operaciones de administración de crisis. Más de una docena de especialistas de inteligencia estaban en estaciones de comunicación, con una variedad de empleados superiores y oficiales que se asomaban sobre sus hombros, amontonándose sobre tableros indicadores, y deliberando con Stepak.
—¿Algún progreso, general? —preguntó Breland acercándose al secretario de Defensa, que estaba junto al enlace de inteligencia nacional de la CÍA cerca del mapa.
Stepak parecía sorprendido.
—Señor Presidente, buenas tardes. Lo siento, no lo vi entrar.
—Bien, es mi culpa. No quise que me recibieran con la orquesta. —Breland miró al lado de Stepak al hombre de rostro delgado con ojos muy alertas—. Señor Thorn, ¿verdad?
—Sí, señor. Justo estaba contándole al general Stepak sobre las nuevas actividades.
—Por favor, continúe.
Thorn asintió.
—Tenemos ahora seis Estrellas Negras y ocho Global Hawk RPV en el aire sobre Wisconsin, Illinois, Minnesota, Indiana, Michigan y el centro-sur de Canadá. El satélite Keyhole-15 también ha sido reposicionado para darnos una mejor cobertura en el área primaria de búsqueda. Nos concentramos en grupos conocidos antigubernamentales que operan en la región de los cinco estados, utilizando información provista por la fuerza operante conjunta antiterrorista. Pero también dejamos a los operadores alguna libertad, dado que puede tratarse de un grupo nuevo.
—¿Han visto algo ya?
—No en tiempo real. Pero un analista de la Agencia de Seguridad Nacional rescató un par de imágenes de los archivos, con el furgón de Horton en el aeropuerto de Hayward, y luego un viaje en un convoy con un SUV por la carretera 53 unos noventa minutos después. Los perdemos bajo unos estratocúmulos[8] que cubren todo desde Eau Claire al oeste hasta Sioux Falls. Pero tenemos un buen perfil infrarrojo en el SUV. Si lo volvemos a ver, podemos reconocerlo.
—¿Qué hay de la búsqueda en el Lago Superior?
—La Guardia Costera se ocupa de eso, aunque hemos puesto todos los equipos cuatro y seis UDT-12 y SEAL en el agua en barcos de cuatro hombres y hemos tomado prestados tres helicópteros con flotadores de los canadienses. Pero nada hasta ahora. Mi sensación es que nuestros delincuentes son nacionales, y que ellos y Horton están aún en el barrio. El problema es que con cada hora que pasa, el barrio se agranda.
Breland miró el salón y detuvo su mirada en Monica Francés.
—¿Cómo ocurrió esto, Roland? La Agencia de Inteligencia de Defensa debía mantener contacto con Jeffrey. Yo le di esa orden a Hilger personalmente.
—Es difícil mantener contacto con alguien que no permite mucho contacto —dijo Thorn, respondiendo por el general—. Uno termina confiando en recursos técnicos más que humanos, y cuando sabe que ha habido una interrupción, los ha perdido.
Breland suspiró, preocupado.
—Quizá sea el momento de tener un rastreador personal que se pueda poner dentro del cuerpo.
—En el inventario existe, señor Presidente. Pero usarlos generalmente requiere la cooperación de la persona rastreada —dijo Thorn sin dejar pasar el comentario—. La versión comible pasa en unas pocas horas. La de inyección requiere una incisión y realimentación periódica.
—Supongo que no estoy muy actualizado en espionaje.
—Hay una manera de hacer cualquier cosa que se imagine —dijo Thorn amablemente—. Lo que necesita es una razón.
Durante dos días, Jeffrey Horton pensó que era miembro a prueba del Ejército del Pueblo de la Justicia Virtuosa.
Aunque aún estaba obligado a utilizar el mono naranja que lo convertía en un blanco móvil, se le otorgó una litera en la vivienda de los hombres, el derecho de tomar la primera comida con los hombres, y la libertad de ir y volver a los baños y a la letrina sin escolta. Ganó esos privilegios pasando la mayor parte de dos días dentro de una barraca de metal olorosa y sin ventanas, analizando la lógica del comando y control de un modelo tardío del Gatillo de Sears y de un modelo viejo del Obstructor de ADT.
La graduación de salida de ambas unidades había sido reemplazada con simples luces de indicación por el jefe de técnicos de Wilkins, Frank Schrier. Schrier también estuvo revoloteando cerca de Horton todo el tiempo que estuvo en el cobertizo. La combinación del mal trabajo del técnico y su constante presencia hizo desaparecer las débiles esperanzas de Horton de utilizar los dispositivos contra sus captores.
Eso dejó la esperanza aún más débil de salir del laboratorio provisorio con el tipo de prueba incontrovertible que cambiaría la mente de Wilkins… o la suya.
Por lo menos, le habían dado una mesa con todas las mejores herramientas. El instrumento lógico era un descifrador de códigos de PM Technologies, hallado en laboratorios de ingeniería dedicados a cambiar las armas de bando. El analizador de diagnóstico era Zoftwerkz Mastermind, favorecido por diseñadores y ladrones de código que trabajaban a ambos lados de la ley. Y la referencia más importante era bastante familiar: era la edición de la guía pública de Horton del Gatillo.
Aun así, era un trabajo difícil que tanto Gordie como Lee hubieran podido abordar mejor que él. Ambos estaban familiarizados no sólo con los diseños originales, sino con el proceso de leer el diseño de otro desde adentro; en este caso, en busca de un código anómalo. Horton trató de utilizar su experiencia para bajar las expectativas, pero Schrier le advirtió que Wilkins no aceptaría ir lentamente.
—Una de las razones por las que estoy aquí es para hacer avanzar las cosas —dijo Schrier—. El coronel siempre tiene un horario, y no es una buena idea ser el que lo está retrasando.
—¿Alguna vez ha revisado estos sistemas? ¿Sabe si lo que se supone que debo buscar está aquí?
—Si estuvieran tan a la vista como para que yo los pudiera encontrar, usted no sería necesario, ¿verdad?
Horton empezó a notar la impaciencia de Wilkins al final del segundo día. Después de dejarlos solos el primer día, se detuvo en el cobertizo tres veces el segundo día para ver el progreso. La última vez que apareció, Wilkins sólo le habló a Schrier. No estaba muy contento de oír que recién habían empezado a trabajar en la segunda unidad, el Obstructor de ADT, a media tarde.
—¿Cuánto tiempo más? —preguntó Wilkins.
—A este paso, coronel, podrían ser tres días más. El Gatillo fue abierto y limpiado, esencialmente. El Obstructor tiene trampas lógicas y parece que está lleno de basura.
Wilkins miró a Horton con ojos helados.
—El servicio religioso es en veinte minutos. Los espero a ambos ahí. Entonces pueden volver a su trabajo para ver si reciben la bendición de la guía que necesitan para terminar más rápidamente.
Horton oía los cantos comunales todas las noches desde su llegada al campamento, aunque las prédicas y plegarias entre los himnos no llegaban hasta las profundidades del refugio seis. Pero en su primera noche de libertad, había podido escuchar todo, aunque había ejercido su libertad, permaneciendo detrás de la vivienda de los hombres cuando empezaron los servicios. Por esa razón abandonó la casa grande y se dirigió al bosque.
Además, y esto era más importante, quería ver si la seguridad del perímetro del campamento era más permeable durante el servicio. Si no se hubiera cruzado con ninguno de los hombres de Wilkins, Horton simplemente habría seguido caminando. Tal como ocurrieron las cosas, casi se hizo disparar por una patrulla de dos hombres para los cuales no tenía ninguna buena explicación.
—A la noche, doctor Horton, usted debe asegurarse de quedar dentro del perímetro verde —dijeron los milicianos desde sus aparatosos anteojos para ver de noche—. Diez pasos más, y hubiera estado en nuestra zona de fuego.
—Me perdí —dijo Horton débilmente.
—Ése es un error que en su lugar trataría de no repetir, doctor. Lo escoltaremos de vuelta.
Wilkins no dijo nada a Horton sobre su paseo, pero su mirada dura y su invitación mordaz fueron muy locuaces. El físico se aseguró de llegar entre los primeros cuando la vivienda de las mujeres empezó a llenarse en respuesta a la llamada a la ceremonia.
Horton no había entrado en una iglesia desde que había abandonado el luteranismo moderado de sus padres a los catorce años. Se sorprendió al darse cuenta de que muchas de las melodías le eran familiares, algunas porque habían sido tomadas de melodías de los románticos alemanes y de canciones populares inglesas que Horton conocía ahora de otros contextos. Algunas despertaron ecos inesperados de mañanas domingueras de su niñez.
Las palabras, sin embargo, eran otra historia. Ninguna congregación que Horton había conocido tenía canciones como Adelante, soldados cristianos con un verso sobre los «mártires de Waco» o «los héroes de Tigerton Dells», o La balada de Gordon Kahlcon con la melodía de Éste es el mundo de mi padre. Pero tan sorprendente como eso, fue cuan marciales eran algunas de las letras no alteradas, tal como aparecían en el libro de himnos. Horton recibió una reimpresión muy usada del libro de himnos de 1933 de alguien que vio que no cantaba, y tenía versos como:
«Soldados de Cristo, levantaos, y poneos la armadura».
«No dejéis lugar sin custodiar, ninguna debilidad del alma».
«Derrotad a todos los poderes de la oscuridad, y triunfad en el día de la batalla».
Antes, Horton hubiera leído esas palabras como metáforas. Pero rodeado por la gente del Ejército de la Justicia Virtuosa, viendo la entrega ferviente y no cuestionadora de sus rostros y las armas que llevaban en los brazos, sabía que esa distinción no se aplicaba. Él movió los labios, sin darles voz a esas palabras.
El servicio continuó durante casi dos horas, con más de una docena de hombres y mujeres que se levantaban para dar testimonio y dirigir la plegaria. Horton se preguntaba cuánto de aquello era para influenciarlo, o debido a su ausencia la noche anterior. Era casi como si lo estuvieran poniendo a prueba, esperando que el poder de su fe produjera una conversión pública, esperando verlo súbitamente lleno del Espíritu Santo y retractándose de sus pecados científicos. Y aunque no podía decir que se sentía como el centro de la atención, no podía quitarse la sensación de que todos en el salón notaban la presencia de él, y especialmente cuando el coronel se levantó y dirigió la última lectura.
—El Señor es mi fuerza —anunció, mirando directamente a Horton.
Todo el grupo respondió con vigor fulminante e inconsciente.
—El Señor es la fuerza de mi vida. ¿A quién hemos de temer?
—Cuando mis enemigos y mis adversarios se acercaron a comer mi carne, tropezaron y cayeron.
—El Señor es la fuerza de nuestra Iglesia. ¿A quién hemos de temer?
—Mi cabeza será elevada sobre mis enemigos alrededor de mí.
—El Señor es la fuerza de nuestra tribu. ¿A quién hemos de temer?
—Los reyes de la tierra se rebelaron contra el Señor, y contra el ungido por Él.
—El Señor es la fuerza de nuestra nación. ¿A quién hemos de temer?
—Los quebraremos con un cetro de hierro, y los destruiremos en pedazos como una vasija de alfarero.
—Benditos son quienes sirven al Señor con miedo, y se regocijan en el temor.
—Benditos quienes ponen su confianza en Él, a quien nada permanece oculto, y cuyos juicios son a la vez verdaderos y justos —proclamó Wilkins—. Amén.
El grito volvió:
—Amén, y alabado sea Dios.
Horton se estremeció, y se le puso la piel de gallina pese a la calefacción. Era casi insensible a las palabras de camaradería que le ofrecían mientras se ponía de pie y se abría paso a la puerta. Afuera, buscó a Schrier, tomándolo del brazo, alejándolo de la mujer con la que estaba hablando.
—Se me ocurrió algo —dijo—. El mismo código debería estar en las dos unidades. ¿Podemos simplemente ejecutar una comparación en el Obstructor utilizando las anomalías que hallamos en el Gatillo? Eso nos salvaría de tener que trabajar sobre el código básico del Obstructor.
—Pero el comando superpuesto puede ser parte del código base.
—No lo es —dijo Horton firmemente—. El código base es el código de mi laboratorio. Si esta cosa está ahí, es algo que fue agregado más tarde.
—¿Cuán seguro está?
—Tan seguro como puedo estarlo en este punto —dijo Horton—. Vamos, tenemos un par de horas hasta que se apaguen las luces.
* * *
Más de veinte años habían pasado desde que Roland Stepak abandonó la cabina por el escritorio, pero había mantenido una habilidad esencial de un piloto de combate: la «facultad de dormir la siesta», o el «sueño rápido», el don de sumergirse profundamente en el sueño cada vez que la oportunidad se presentaba, y por el tiempo que podía. Su siesta de cuatro horas en una de las cápsulas de estilo japonés unidas al salón de situación era suficiente para quitarse el peso de los párpados, y una ducha caliente ayudaba a lavar el dolor vago de fatiga de su cuerpo.
Había dejado a un teniente coronel de inteligencia del ejército a cargo mientras dormía, así que se sorprendió al encontrar a Morton Denby de la CÍA dirigiendo.
—Un pequeño recreo, general. Hemos identificado su espía en Comunicaciones de Defensa —dijo Denby, poniéndose de pie para entregar la silla.
—¿Es allí adónde fue el teniente coronel Briggs?
Denby asintió mientras se deslizaba al asiento contiguo.
—El espía es uno de ellos, un técnico civil asignado al Cuerpo de Señales, que trabaja en el turno de noche en el centro de tráfico de la Red Global de Comunicación. David Luke Wickstrom, treinta y cuatro años. Parece que se las arregló para acceder a direcciones seguras y verificadores de muchas personas importantes de Terabyte, y de colocar un filtro de ruteo para la red de satélites.
—Deberían haberme despertado —dijo Stepak—. ¿Dónde está el espía ahora?
—Ése es el asunto, no tenía sentido despertarlo. Wickstrom se escapó. Puede haber recibido una señal cuando la seguridad de la Red Global de Comunicación ubicó el virus y empezó a sacar los satélites de línea para apartarlo. Ayer tomó un día por enfermedad, y anoche su edificio de departamentos fue arrasado por un incendio intencional que empezó en su departamento.
—Déjeme adivinar. Llamas de magnesio de tipo militar con un contador.
—Así parece —dijo Denby—. Inteligencia del Ejército está en el lugar, analizando lo poco que queda. El FBI está investigando sus antecedentes, intentando reparar lo que hicieron al permitir que fuera contratado para ese puesto —dijo, y carraspeó—. Un asunto terrible, general. El fuego mató a tres niños y quemó a media docena de familias.
—¿Alguna imagen, o huella de Wickstrom desde entonces?
—Nada. Personalmente, no apostaría que va a ir a ningún lado cerca de donde está Horton.
—No —dijo Stepak, reclinándose en la silla frunciendo el ceño—. Pero estará en contacto con ellos, lo que significa que ellos saben que sabemos. Y no creo que eso signifique buenas noticias para Jeffrey Horton.