6: Viaje

Calcuta. Un aspirante a buen samaritano perdió el jueves en la calle Berhampore más que su auto y su billetera ante unos ladrones: también perdió su idealismo. El turista británico Thomas Sudaranka estaba en un viaje de peregrinación al río Ganges cuando se detuvo a ayudar a quien supuso que era una niña herida en la ruta. Sudaranka recibió dos disparos en la espalda y fue dejado en la ruta, tomado por muerto.

Ahora está hospitalizado con parálisis parcial en la pierna derecha. Las autoridades en Murshidabad dijeron que la niña era probablemente un señuelo de una banda local que opera en la ruta, y advirtieron a los viajeros que fueran precavidos.

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El zumbido del único motor del Helio Courier aumentó agudamente cuando el avión se inclinó y empezó a girar en el cielo sobre el valle desolado. Hacia adelante y a la derecha, Jeff Horton podía ver la delgada franja de una carretera de dos carriles que se extendía sinuosa hacia el norte. Pero en la ruta no había autos ni otros signos humanos.

—¿A dónde va eso? —preguntó dándole un golpecito al piloto en el hombro.

—Ésa es la carretera Nevada 278 —respondió el piloto gritando—. Llega hasta la 1-80 en Carlin, un poco al oeste de Emigrant Pass. Ciento cuarenta kilómetros de nada.

Para entonces el Ely Air Taxi de alas plateadas y rojas había doblado hacia el oeste y comenzado a descender del cielo despejado. Para cuando pasaron velozmente sobre Nevada 278 ya estaban bajo el nivel de las montañas circundantes.

—No veo el aeropuerto.

El piloto señaló hacia delante un camino sucio paralelo a un cauce seco.

—Es ahí —dijo—. La ruta de Vinini Creek. Es todo el aeropuerto que hay en el condado de Eureka. Pero quiero mirarlo más de cerca antes de bajar las ruedas. Tuvimos una lluvia muy fuerte el mes pasado, y uno siempre tiene que preocuparse por los deslaves.

Tomándose las rodillas con fuerza, Horton miraba en silencio, incrédulo, la ruta estrecha y marcada por las huellas de los vehículos mientras el piloto pasaba zumbando sobre ella a no más de treinta metros de altura.

—Ese seguro que es para ustedes —dijo el piloto. Horton pudo percibir un jeep Cherokee color arena y una figura que estaba a su lado antes de que el piloto virara la nariz del avión hacia arriba—. No parece estar tan mal. En unos minutos estamos abajo.

Horton sólo asintió, con los labios apretados.

—Todo esto era tierra federal —prosiguió el piloto—. Y no hubo precisamente apuro en construir nada aquí desde que el gobierno federal lo devolvió al estado. Todo lo que tenemos son buscadores de minerales de diferentes clases, que pasan, ya sea buscando platos voladores o fósiles. Los que buscan platos voladores son conversadores, así que me figuro que ustedes son de los otros.

Mientras hablaba, el piloto había dado un giro vertiginoso que llevó al Courier a pasar rozando la ruta en la dirección opuesta y aún más bajo.

—Ahí está mi lugar —gritó, y volvió a reducir la velocidad. El avión flotó durante un instante, luego hizo un ruido estrepitoso y se posó en la tierra, ladeándose dos veces y levantando una nube de polvo amarillento. Se desplazó hasta detenerse a unas decenas de metros del jeep Cherokee.

—¿Alguien que conozcan?

Horton hundió los dedos en los pestillos que lo mantenían encerrado y se asomó por el polvo que se iba disipando. El hombre que estaba de pie junto al Cherokee era Donovan King, quien llevaba anteojos oscuros y una gorra de béisbol de los Colorado Rockies. Horton y King se saludaron brevemente con un gesto.

—Sí —dijo Horton abriendo la puerta—. Gracias por el viaje.

La pequeña cabina de seis asientos del avión estaba lo suficientemente cálida para el criterio de Horton. Pero el calor que lo envolvió al salir del avión fue casi abrumador. Se apuró para llegar al vehículo que lo esperaba, ya con el motor en marcha. King estaba sentado al volante.

—¿Hay aire acondicionado en el Anexo? —preguntó Horton, poniendo el ventilador al máximo y dirigiendo la ráfaga de la salida más cerca hacia su rostro.

—En las casas-remolque. El edificio del laboratorio estará listo en una semana, más o menos.

—Tan pronto. Calor seco, maldición —rezongó Horton—. Propaganda de la Cámara de Comercio.

Esperaron a que el Courier los pasara carreteando con los motores encendidos para el despegue.

—Vamos a necesitar nuestro propio avión y piloto para estos viajes —dijo Horton mientras King llevaba el Cherokee de vuelta a la ruta, dirigiéndose al oeste—. Este muchacho era demasiado curioso.

—Ese muchacho era nuestro piloto —dijo King ahogando una risita—. Es parlanchín, pero es inofensivo. Tenemos también un equipo para un avión en Elko y una pequeña compañía de camiones con base en Reno. Vamos a extender el tráfico a nuestro alrededor, doctor. Y la excusa de los cazadores de fósiles nos ayudará a esfumarnos en el horizonte.

—Así que de esto se trataba —dijo Horton, mirando con curiosidad el paisaje árido—. ¿Cuán lejos de aquí?

—Aproximadamente trece kilómetros —dijo King—. Y hablando de su trasero, hay un almohadón de más en el asiento de atrás. Quizá quiera usarlo para el camino.

No había exageración en esa advertencia. En poco tiempo abandonaron la ruta de Vinini Creek para tomar una huella sin nombre y sin señalización, la mitad de ancha de la ruta. Sus irregularidades sugerían que nunca había sido aplanada, y no podía decirse que el tráfico que había pasado por ahí antes la hubiera precisamente mejorado. Aun a una velocidad que nunca superaba los ochenta kilómetros por hora, Horton sintió que esa parte del viaje se parecía mucho a una vuelta en un parque de diversiones que se prolongaba demasiado.

—Voy a recomendar que compremos un helicóptero —dijo Horton, tomando fuerzas para la carrera que le esperaba.

—Hemos planeado ya traer su equipamiento en el Skycrane que estamos usando para los materiales de la construcción. Pero no queremos hacerlo con mayor frecuencia que la necesaria. Para ser un estado casi vacío como éste, hay un montón de ojos mirando los cielos.

El viaje finalmente terminó frente a unas estructuras desparramadas en la base de un cañón estrecho y con paredes empinadas. El mayor de los edificios era una construcción no muy atractiva de ladrillo de cenizas de una planta que a Horton le trajo el recuerdo de su escuela primaria. Había media docena de casas móviles cuadradas que estaban alineadas en dirección oeste, y también una estructura de acero de un edificio prefabricado del tamaño de un granero que iba tomando forma hacia el este. Una pequeña topadora, una retroexcavadora y otros tres Cherokee estaban estacionados contra la pared este de la estructura principal, bajo la estrecha franja de la sombra de la tarde. Una cacofonía de ruidos de construcción recibió a Horton cuando emergió con cuidado hacia el calor intenso.

—¿Realmente el doctor B. tenía que encontrar un lugar tan remoto? —preguntó mientras miraba alrededor.

—Supongo que la diferencia entre tener algunos vecinos y no tener ninguno era importante en este caso —dijo King—. El director dijo que quería un radio de seguridad total de ocho kilómetros y un radio seguro de dieciséis kilómetros. ¿Quiere ir primero a su casa-remolque o al laboratorio?

—Después de este viaje, mi vejiga vota por la casa-remolque.

King sonrió con una mirada extraña, y luego le indicó con un gesto:

—Usted está en el Número Tres.

Cuando Horton volvió a salir, King le alcanzó un mapa del sitio y un casco.

—Las comidas y la recreación están en el más ancho. La casa-remolque Número Dos está reservada para el doctor Brohier y para los invitados. La caseta de comunicaciones por el momento está en Cinco, y la oficina de seguridad en Seis. El personal de construcción está repartido en edificios precarios del lado norte. Cuando se hayan ido utilizaremos ese espacio para el personal.

Horton estudió su mapa y luego miró afuera, con los ojos entrecerrados, hacia la brillante neblina en dirección norte.

—¿Qué son estas cosas?

—No lo sé. Edificios anexos, los llaman algunos. Hay seis de ellos, cada uno del tamaño de un baño, construidos con ladrillo de ceniza, y tan vacíos como estaba este lugar antes —dijo King, haciendo un gesto hacia el edificio principal.

—Entonces, ¿qué era este lugar antes?

—No lo sé tampoco. Cuando los últimos residentes se fueron, se llevaron todo excepto las paredes. Tomamos fotos de todas las marcas del suelo y de todos los pernos de montaje que encontramos, si le interesa el juego de rompecabezas al que hemos estado jugando.

—¿Cuál es su sospecha?

—Mi sospecha es que no estaban criando ovejas. —King movió la cabeza—. No hay una respuesta obvia, doctor Horton, y por eso mismo el juego es divertido. Mañana lo llevaré a ver los fosos que conectan los edificios anexos —dijo señalando hacia el norte—. Nevada ha guardado muchos secretos durante años, desde Plumbbob hasta Área 51. Con suerte, guardará también el nuestro.

Mientras el Dassault Falcon 55 de Aron Goldstein descendía trescientos metros en el aire agitado sobre el río Potomac, Karl Brohier giró su asiento hacia la ventanilla más cercana y recorrió con la mirada el paisaje de la ciudad extendida buscando rasgos conocidos.

Dado que no tenía una afición especial por la política o por las ciudades ruidosas y llenas de tráfico, Brohier sólo había estado en Washington D. C. tres veces antes. La última vez, ocho años antes, había sido por el funeral de un amigo. La vez anterior a aquélla había sido para desfilar en público junto a los políticos y luego mendigar subsidios para investigación básica frente a media decena de comités de evaluación, lo cual para Brohier constituyó una experiencia no mucho más placentera que un funeral. Pero la primera y más grata de las visitas había cambiado el curso de su vida.

Fue en una época en que algunas escuelas más ricas enviaban a sus alumnos a Europa en montones, fletaban veleros al Caribe y organizaban campamentos en Canadá. Todo lo que pudo hacer esa promoción de alumnos de la escuela secundaria Champlain Valley Union fue viajar en ómnibus durante quince horas desde Chittenden para visitar durante tres días la capital. Los cuidadores compensaron esa indignidad con un esquema de actividades ligero y una hora de llegada muy poco estricta.

—No vamos a decidir lo que ustedes quieran ver —había dicho el señor Freebright, el consejero de la clase—. Cada uno de ustedes tiene una guía, un pase para el subte, un compañero y una mente. Si no pierden ninguna de esas cosas, volverán a su casa con mucho para recordar.

Brohier y su mejor amigo Tom Lange habían omitido las expediciones fuera de los límites a varios lugares pecaminosos de Maryland donde se podía obtener bebida, juego y bailarinas semidesnudas. En lugar de ello habían dividido su tiempo de exploración entre el Museo Smithsonian, el Museo de Historia Natural y el Observatorio Naval de los Estados Unidos.

La atracción de este último era la posibilidad de observar a través del telescopio reflector de 32 pulgadas las lunas de Júpiter o una protuberancia solar, pero nubes grises y una llovizna de verano les quitaron esa oportunidad.

Decepcionado e intentando recuperar el tiempo de espera en la cola para el tur, el joven Brohier se vio fascinado por el Reloj de Péndulo de los Estados Unidos y la magia científica que había detrás de éste. Osciladores de cesio, máseres de hidrógeno, satélites y sincronizadores abrieron una puerta inesperada a la maravilla, una puerta que lo llevó a la relatividad, a la radiactividad y a la ciencia nuclear. Después de un verano de probar las aguas con muchas y difíciles lecturas, Brohier escribió a la Universidad de Vermont e inmediatamente cambió el tema de sus estudios, abandonando el sendero seguro de la computación por el incierto de la física.

Se las había arreglado para ocultar la noticia a sus padres durante un año y medio, y luego para resistir la intensa presión que ejercieron para corregir su «error». Tras obtener altas calificaciones en un programa de no muy alto nivel, ganó una beca para graduados en el MIT, donde tanto la competencia como la estimulación intelectual eran mayores. Pero fue el momento justo, puesto que su mente nunca funcionó más rápidamente, sus ansias de conocimiento nunca fueron más agudas que en esa época. Después de dos años y medio sobresalió también entre esa compañía.

Después de eso su carrera se volvió aún más difícil. Ocurrió el desastre en la Universidad de Texas, donde un choque de personalidades con el jefe de departamento y las complejidades perturbadoras de un primer amor y un primer desengaño se combinaron para hacer que abandonara sus estudios de doctorado. Luego, cinco años haraganeando en el laboratorio científico de materiales de TRW, lo que fue un regalo de Tom Lange pero resultó una prisión para la curiosidad de Brohier. Luego el segundo intento de doctorado en Stanford, donde todos los demás estudiantes eran más jóvenes y parecían más rápidos, y Brohier se sentía como si estuviera corriendo hacia arriba intentando alcanzarlos. Todavía faltaban cinco años para el primer golpe en la revolución del CERN, y un poco más para Amy Susan, y casi dos décadas para el almacenamiento de información de estado sólido en la fase cero.

Pero Brohier había empezado ese camino en Washington, y ahora, en contra de sus instintos, el camino lo había traído al mismo lugar.

La cabina del Falcon 55 se sacudió cuando el tren de aterrizaje salió y se ubicó en su lugar. No había nada más que agua bajo ellos, que parecía muy cerca. Luego aparecieron súbitamente unas rocas, una parcela de césped marrón y el comienzo de la pista de aterrizaje. Las ruedas besaron el concreto, primero suavemente, y luego con mayor firmeza. Cuando la rueda de la nariz se posó sobre la pista, la cabina comenzó a vibrar con el rugido de los tres motores del Falcon mientras se accionaban los inversores de empuje.

Brohier miró a través de la cabina a Goldstein, quien seguía durmiendo su siesta tranquilamente. Su pequeña figura había casi desaparecido devorada por la silla llena de almohadones. «Espero que tengas razón en esto, amigo», pensó. Ni Brohier ni Horton habían pensado en involucrar a gente del gobierno federal tan pronto, y ambos tenían profundas reservas acerca de la posibilidad de incluir a los militares. El solo hecho de saber que el Pentágono estaba a menos de tres kilómetros le daba escalofríos.

Horton estaba obsesionado por algo que él llamaba el «escenario Hangar 18», el miedo de que una palabra equivocada a la persona equivocada haría que un convoy de furgones negros llenos de tropas de Operaciones Especiales arremetería contra el campus de Terabyte y se llevaría todo. Le había llevado horas a Goldstein persuadirlos de que el concepto de «amigos en altas posiciones» era real y no pertenecía a la misma clase de criaturas imaginarias que los unicornios y las sirenas.

—Hay gente en todos los niveles de la sociedad que puede y va a ayudarnos —insistía Goldstein—. Y necesitaremos la mayor cantidad posible de ellos cuando aquéllos que se van a oponer a nosotros se den cuenta del peligro que representamos.

—Más nos vale que estemos muy seguros de con qué clase hablamos —había dicho Horton.

—El hombre que quiero incorporar no nos traicionará. Comparado con otros funcionarios elegidos por voto, es un roble entre los juncos.

—Un pobre elogio, en mi opinión.

Goldstein se molestó ante la crítica mordaz.

—Ustedes, los científicos, son tan ingenuos cuando se trata de política. Solamente conocen a esa gente por la CNN, y apenas —le espetó—. Hace veinte años que conozco a este hombre como persona, y nunca lo he visto proceder irreflexivamente o arriesgar sus principios. Y más aún, su poder de base no se ve amenazado por esto, muy por lo contrario, en realidad. Y si realmente se sube al barco, espero que sus contactos sean de un inestimable valor para nosotros.

—¿Por qué no nos dices su nombre, entonces?

—Para protegerlo en el caso de que él elija no participar, porque es mi amigo.

Finalmente, la presencia de Brohier en el avión y en la reunión que estaban por tener fue el precio del acuerdo. Horton no hubiera estado de acuerdo en dejar a Goldstein hacer un arreglo privado con un desconocido sin nombre sin la seguridad de que sus intereses estuvieran representados ahí, y por otra parte Horton no conocía a Goldstein lo suficiente aún como para confiar ciegamente en él.

A cierto nivel fue un pedido no razonable y hasta irracional, ya que Goldstein podría haber tenido cientos de encuentros secretos con cualquiera que él hubiera querido durante las semanas posteriores a cuando Brohier le había llevado la noticia. Pero había tanto en juego que hasta la confianza de Brohier se debilitaba por momentos, y se alegró de tener un pretexto para tener alguna presencia en la negociación.

Cuando el Falcon 55 se detuvo ante la puerta VIP, Goldstein abrió sus ojos y se levantó.

—Llegamos rápido —dijo echando un vistazo a su reloj—. ¿Pudiste descansar un poco?

—No puedo dormir en los aviones —confesó Brohier.

—Mi trabajo te mataría, entonces —dijo Goldstein con una sonrisa alegre.

En muy pocos minutos estaban en el asiento trasero de un Mercedes plateado que se dirigía hacia el norte por el paseo del Washington Memorial. Casi antes de que Brohier se diera cuenta el Pentágono se asomó por la izquierda. Goldstein lo sorprendió mirando el edificio insípido, imponente e implacable mientras pasaban cerca de éste.

—¿Estás preocupado aún? —preguntó Goldstein.

—No por ti, Aron. Nunca estuve preocupado por ti. Me preocupa la posibilidad de perder el control de esto —dijo Brohier—. No quiero la responsabilidad, y no quiero tener que tomar esas decisiones. Pero prefiero ser yo, nosotros, antes que mucha gente que se me ocurre. Y muchos de ellos viven y trabajan en esta ciudad.

Goldstein asintió.

—Te diré algo que aprendí hace mucho tiempo sobre los muchachos de Washington. La buena noticia es que, fuera de las cámaras, son exactamente como las personas que los votaron y los enviaron aquí. La mala noticia es que, fuera de las cámaras, son exactamente como las personas que los votaron y los enviaron aquí. Ni mejores, ni peores, sólo mucho más visibles, y sus errores tienen un alcance un poco mayor.

—Es gracioso —dijo Brohier con una sonrisa torva—. Este amigo tuyo… Para mantener mis pensamientos en positivo, estoy intentando imaginar a alguien que conozco y respeto y que fue elegido. Alguien como mi padre, por ejemplo.

—El señor Hazaña va a Washington —dijo Goldstein—. Karl, te diré algo que no quería decir frente a Jeffrey, dado su estado de ánimo en ese momento. Esta reunión de mañana, este hombre… es sumamente necesario para nosotros. En este momento, ésta es una conspiración muy frágil.

—He estado pensando en ello —dijo Brohier—. El secreto está en contra de nosotros. Podrían barrernos en una tarde, y todo se terminaría.

—Ah, pero a diferencia de ti, y aun de mí, mi amigo tiene mucha presencia como para que se lo silencie fácilmente. A diferencia de Jeffrey y la gente, él es demasiado visible como para que se lo haga desaparecer. Él no puede ser intimidado, y no permitirá que lo desvirtúen. —Se volvió hacia la ventana y miró hacia el río Potomac al Lincoln Memorial—. Y hará las preguntas necesarias, en voz alta y en los lugares adecuados, si desaparecemos.

—Eso es muy tranquilizador. Aron, tu amigo es el senador Wilman, ¿verdad?

Goldstein asintió sin decir una palabra, y el gesto se reflejó en el vidrio oscuro.

—¿Qué te parece?

—Creo que me parece bien.

—Bien. De todas maneras —agregó con aire ausente—, pienso que no le contaremos acerca del Anexo. Eso será nuestra póliza de seguridad. —Goldstein volvió su rostro hacia la mirada inquisitiva de Brohier—. En caso de que esté equivocado acerca de él o de hasta dónde pueden llegar nuestros adversarios.