21: Por siempre nuestro destino
«No podemos aceptar la doctrina de que la guerra tiene que ser para siempre una parte del destino del hombre».
Franklin Delano Roosevelt
Aron Goldstein era uno de los últimos dinosaurios, y lo sabía. Había observado cómo el presidente de empresa que viajaba por el mundo siempre ocupado había dado lugar gradualmente al ejecutivo de su casa, que trabajaba en su casa, que aparecía en Fortune y Forbes y en Business Week elogiando las bondades de la interconectividad multimediática como la herramienta esencial de gerencia. Había visto cómo las filas de los jets de empresa adelgazaban, mientras los accionistas y los comités directivos cuestionaban cada vez más la necesidad de enviar protoplasma de aquí para allá a expensas de la compañía. Cuando El ejecutivo austero de McNamara llegó al primer lugar en las listas de best-sellers, las acciones de las aerolíneas bajaron un catorce por ciento en tres días, y los viajes de negocios cayeron un veinte por ciento hacia fin de ese año.
Pero Goldstein seguía siendo un guerrero de la calle, y pasaba un promedio de treinta y cinco semanas por año lejos de su propiedad de Maryland. Eso incluía visitas de una semana a cada una de sus compañías, asistencia a muestras internacionales de comercio en Norteamérica, Europa y el borde del Pacífico, y un descanso anual de dos semanas en su catamarán de vela fija First Love, que mantenía en St. Thomas, en las Islas Vírgenes.
Lo hacía porque podía, como único dueño de Aurum Industries, la compañía de valores que supervisaba todas sus propiedades, no tenía que responder a nadie excepto a sí mismo. También lo hacía porque creía que era necesario, pues no confiaría ni siquiera la más pequeña de sus empresas a un gerente que no hubiera podido medir en persona. Goldstein tampoco evaluaría una operación sólo por los números. En consecuencia, sus visitas no anunciadas se habían convertido con el tiempo en lo que Goldstein describía como «agradablemente motivacionales», especialmente porque frecuentemente eran seguidas por promociones súbitas y despidos sumarios.
Pero eso era Aron Goldstein en esencia: exigente y resuelto. Había hecho su fortuna y su reputación sobre la base de dos principios simples y un don personal. El primer principio era «moverse rápidamente, ya fuere persiguiendo una oportunidad o perseguido por una calamidad». El segundo principio era «nadie perdió nunca un cliente por darle demasiado valor».
El don de Goldstein era una habilidad misteriosa para conectar eventos aparentemente no relacionados y, al hacerlo, percibir los primeros signos de un futuro problema. Una destreza para oír la señal en el ruido de la estática, las notas disonantes en la orquesta. Se decía en broma que no había necesidad de detectores de humo cuando él estaba cerca, que el primer signo de advertencia sería Goldstein junto al punto del incendio con un extinguidor, esperando que se iniciara el fuego.
El mito exageraba el don. Con todo, Goldstein había llegado a confiar en ese sentimiento de certeza premonitoria. Pero no necesitó ningún talento especial para darse cuenta de que cuando un equipo de reconocimiento del Servicio Secreto apareció en su propiedad para organizar una visita inesperada y confidencial del Presidente, la iniciativa de desarme estaba en problemas.
La visita de Breland fue ocultada como una parada no anunciada en un vuelo de fin de semana de rutina a Camp David. Los propulsores gigantes del Osprey del cuerpo de Infantes de Marina se posaron suavemente sobre el predio húmedo unos minutos antes del mediodía del viernes. El Presidente salió solo de la compuerta de atrás sobre el rotor basculante para encontrarse con Goldstein y el destacamento del Servicio Secreto en tierra. Parecía a la vez cansado y tenso, y contestó bruscamente a los agentes cuando intentaron seguirlo dentro de la casa.
—Éste es un encuentro privado —dijo, deteniéndose de repente y bloqueando la entrada.
—Señor Presidente, tenemos que estar muy cerca para poder responder con la rapidez suficiente para protegerlo —protestó el agente.
—Si el Ejército Internacional de Dios me espera en la bodega, habremos aprendido algo acerca de mi habilidad para juzgar el carácter de la gente. Entretanto, ustedes se quedan afuera —dijo Breland, y cerró la puerta en la cara del agente. Mientras se daba vuelta hacia un Goldstein atónito, susurró—: Malditas arañas. Desde aquella vez cuando Starr los hizo espiar a Clinton…
—Su discreción no puede darse por sentada. Lo sé. ¿Vamos? —sugirió Goldstein, señalando hacia una de las salidas del amplio vestíbulo.
—Me pregunto si hay un salón sin ventanas exteriores donde podamos hablar.
Goldstein asintió y dijo:
—Si no le molesta la ironía, hay una cámara en el piso de más abajo que el dueño original construyó como polígono de tiro. Mi hija mayor lo usaba para practicar arco, y yo guardo mis trenes ahí ahora. Las instalaciones son algo espartanas.
—Suena ideal. Vamos.
Los trenes de Goldstein eran un pequeño mundo en miniatura, un gran paisaje en forma de U alrededor de una pequeña plataforma de observación elevada con tres asientos giratorios. En el momento en que él y Breland entraron, un controlador computarizado hizo revivir un diorama. Se encendieron las luces de los edificios, más de una docena de trenes de carga y de pasajeros empezaron a moverse por cientos de metros de vías, los trolebuses atravesaban las calles y había agua real que corría bajo los canales de los ríos. Una pintura mate que cubría hasta la mitad de la pared extendía el paisaje hasta un horizonte distante con colinas.
—Vaya, esto parece Filadelfia central al norte, digamos, hacia 1950, ¿no? —dijo Breland con una sorpresa complacida. Se acercó y se asomó al plano—. Seguro, ahí está la estación de la calle 30 y el zoológico. Entonces, esto es el río Schuylkill. ¿Tengo razón?
—Ciudad correcta, época incorrecta. Yo voy bien con 1935, antes de la guerra, así podía poner el motor a vapor en la ciudad. —Señaló el rincón izquierdo del diorama—. Yo crecí a ocho cuadras de la estación Reading y de la Muralla China. Siempre que oigo el silbido de un tren, me recuerda mi habitación de niño.
Con un aire súbitamente nostálgico, Breland se instaló en una de las sillas.
—Lo envidio. Tener tiempo para esto… para algo maravilloso, frívolo y personal.
Goldstein lanzó una carcajada.
—No se engañe. Se busca más el dinero que el tiempo, y en ese punto, el tiempo está desparramado en tres décadas, una noche por mes, un fin de semana por año.
—Ah. Con todo, pienso que yo solía tener hobbies. Uno con seguridad, por lo menos. —Breland sonrió con expresión lánguida—. Pero no falta mucho para que tenga mucho tiempo para tratar de acordarme de qué era.
—Ahora, señor Presidente…
—Por favor, dígame Mark —rogó Breland—. Cada vez estoy más ansioso de escuchar mi propio nombre.
—Mark —repitió Goldstein—. Como iba a decir, es demasiado pronto para renunciar.
—Tengo un porcentaje de aprobación del cuarenta por ciento, Aron.
—Un apasionado e inconmovible cuarenta por ciento, es decir, la clase de gente que puede decidir una elección cuando la mitad de la población se queda en su casa.
Breland rio con amargura.
—No creo que nadie vaya a votar en la próxima elección. Sea cual fuere el porcentaje moderno de votantes, estoy seguro de que cambiará.
—Y si eso ocurre, todas las apuestas quedan canceladas. Los encuestadores no tienen idea de cómo predecir la conducta de un grupo que nunca ha votado antes.
—Suficiente, suficiente, por favor —dijo Breland, levantando la mano y negando con la cabeza—. No hay nada más triste que un joven cínico: un viejo idealista.
—Con respeto, señor, yo diría lo contrario. Pero tenemos poco tiempo, y dudo de que haya venido aquí a intercambiar aforismos conmigo.
—No —dijo Breland. Se reclinó en su asiento, con los hombros caídos—. No, vine aquí a pedirle ayuda.
—Todo lo que yo pueda hacer…
—No sé si hay algo que usted pueda hacer. Pero estoy desesperado, Aron. Todo está girando fuera de control. No tengo autoridad sobre el Pentágono, no tengo credibilidad en el Congreso. Ambos han decidido que soy el más incapaz de los incapaces y que pueden dejarme de lado fácilmente. El Comando Conjunto está preparándose para el rearme con armas atómicas tácticas y explosivos de base azida. La Cámara de Representantes está buscando una manera de prohibir los Escudos de Vida privados por ser peligrosos. La Asociación Nacional del Rifle inició un juicio para deshacerse de los Escudos de Vida instalados por el Estado por violar la Cuarta Enmienda (inspección y confiscación sin motivo). Y no tengo ningún poder sobre ninguno de ellos.
—Eso no es todo. Hay todavía otro frente en esta guerra —dijo Goldstein—. Hay más de sesenta juicios de responsabilidad civil en curso contra Aurum Industries, Laboratorios Terabyte, Jeffrey Horton y cualquiera que haya participado en la construcción de los Gatillos que están por ahí ahora.
—¡Sesenta!
—Es sólo el comienzo, me temo. Creo que hay un esfuerzo coordinado para deshacerse del Gatillo convirtiendo la fabricación o instalación en algo prohibitivamente caro. Y ha trabajado como un chantaje aun antes de que el primer caso haya llegado a la corte. Así es como ya sabemos de más de cien instalaciones privadas que han sido cerradas o desarmadas voluntariamente.
—Porque los dueños están más preocupados por ser demandados que por la muerte de alguien.
—Eso es, en resumen.
Breland lanzó un suspiro a través de un puño cerrado.
—Sabes, Aron, nunca le he tenido ninguna fe al análisis freudiano, pero en esta instancia estoy sumamente tentado. Es el fetiche masculino de las armas, y la manera completamente irracional en que algunos hombres reaccionan ante la posibilidad de tener que dejarlas.
—Sé a dónde va esto. Como si estuvieran siendo castrados, como si los dejaran impotentes.
—Suena absurdo, y sin embargo… —Breland movía la cabeza con desazón.
—Supongo que es demasiado tarde para agregar el Seguro Nacional de Salud Mental al seguro de salud.
Eso provocó una risa nerviosa en Breland.
—La otra explicación que me han dado es aún más deprimente: estamos luchando contra un egoísmo primordial biológico, un impulso innato a adquirir poder y defender la familia. Un antropólogo británico me envió un largo trabajo con sus análisis: la resistencia viene de hombres que me ven como una amenaza, más que como el macho de mayor jerarquía en la tribu. Se niegan a ubicarse bajo mi protección, y se aferran a lo que creen que necesitan para protegerse.
—Eso suena como la preparación de una revolución.
—¿Y no es eso, en verdad? Quizá lo único que nos ha salvado de eso es lo débil que yo parezco, lo débil que soy. Me ven como alguien mortalmente herido. Piensan que ya han ganado. Y ahora, estoy pasando un momento difícil intentando defenderme. Por eso estoy aquí, buscando alguna fuerza. Buscando una manera de demostrarles que están equivocados.
—No estoy seguro de entender.
—Con su cooperación, yo entregué todos los registros teóricos y técnicos sobre el Gatillo a cinco centros de investigación del gobierno, cuatro militares, uno bajo el control del Departamento de Justicia. Sé ahora que no puedo recurrir a ninguno de ellos para pedir ayuda. Su manera de pensar es controlada por la gente que se siente amenazada por el Gatillo, y lo han tomado para aprender cómo impedir su uso, no cómo mejorarlo. Nada que yo pueda hacer cambiará eso. Es como contratar lobos para esquilar ovejas.
—Ahora entiendo. Quiere saber qué podemos hacer nosotros por usted.
—Yo lo diría con un poco más de desesperación. He venido a rogarle que me ayude de alguna manera. Necesito un Gatillo mejor, Aron. Un Gatillo mejor y más seguro. Necesito uno que funcione con todos los sabores exóticos de explosivos que estamos intentando desesperadamente traer al juego. Necesito uno que maneje explosivos como la versión actual del Gatillo maneja pólvora. Necesito uno que nos haga sentir lo suficientemente seguros de que los generales puedan vivir sin armas atómicas y el resto de nosotros pueda vivir sin un arsenal en el armario. Necesito más fuerza. Necesito una respuesta. Si no puedo hallarla, el desarme civil terminará en los libros de historia junto a la prohibición de vender bebidas alcohólicas como una idea noble de la cual no fuimos dignos.
El rostro de Goldstein se cubrió de líneas de preocupación.
—¿Ha hablado con el senador Wilman de esto?
—Grover me vino a ver a comienzos de semana. Tiene sus propias preocupaciones, y no tiene respuestas. Fue una conversación muy desalentadora.
—Pero los laboratorios extranjeros…
—Hasta ahora no han podido hacer más que mejorar el diseño original. Grover se refirió a un obstáculo teórico, una pieza que falta.
—Le aseguro, señor Presidente, no nos guardamos nada.
—Lo sé. Pero el Gatillo original fue su creación. Nadie sabe más de él que su gente.
—Quizá. Pero el doctor Horton se ha tomado su año sabático.
—Entonces es hora de que vuelva al trabajo —dijo Breland de manera cortante.
Goldstein lo miró frunciendo el ceño.
—El hecho es que el doctor Horton no ha estado mucho en contacto.
—¿Usted no sabe dónde está?
—Eso es lo que sé.
Breland movió la cabeza, insatisfecho.
—Tal vez no sea justo que yo deje esto en su umbral, Aron, pero aquí está. Lo que ha hecho hasta ahora no es suficiente. Tiene que ir más allá. Tiene que darme más, y más vale pronto. Si no puede, fracasaremos, y sé que usted no quiere eso.
—Por supuesto que no. Por supuesto que no.
Breland se puso de pie y se alejó en dirección a la puerta, indicando así su intención de irse.
—En realidad, recuerdo muy claramente algo que usted dijo ese día en la Oficina Oval: que aun si nuestra especie está condenada a crear asesinos y señores de la guerra, lo menos que podemos hacer es poner obstáculos en su camino. Bien, aún no hemos llegado ahí. Ayúdeme. Empuje a su gente. Avergüéncelos, sobórnelos, amenácelos, inspírelos… lo que sea necesario para sacar lo mejor que nos puedan dar. Porque se está haciendo muy tarde, Aron, y no tendremos una segunda oportunidad en nuestra vida.
—No —dijo Goldstein lentamente—. Tiene toda la razón. Éste es un momento único. O hacemos funcionar esto o fracasamos y confirmamos el pesimismo que nos disculpa de pedir más de nosotros mismos. O una sociedad civil, o una sociedad cínica. —Se puso de pie y ofreció su mano a Breland—. Señor Presidente, honestamente no sé cuánto podemos hacer que no estemos haciendo ya, pero lo averiguaré, y me ocuparé de que se haga.
Goldstein vio salir al Presidente y esperó hasta que el rotor basculante se elevara antes de buscar su comunicador.
—¿Capitán Hill? Prepare el avión. Vamos a Princeton.
Dentro del Osprey, Mark Breland también buscaba un teléfono. En su caso, un teléfono conectado a un vínculo totalmente seguro de la Red Federal que tenía un reconocedor de voz.
—Habla el Presidente —dijo.
Con el ruido de fondo de los motores, se demoró unos segundos.
—Verificado.
—Director de inteligencia de defensa.
—Conectando.
Una nueva voz apareció en la línea.
—Sí, señor Presidente.
—Señor Hilger, comunique a su supervisor de personal del proyecto Gatillo con nosotros, por favor.
—Un momento, señor. —Durante la pausa, Breland detectó el sutil cambio en el espacio aural que acompañó a la tercera conexión—. Monica Francés está aquí con nosotros.
—Bien —dijo Breland—. Tengo una pregunta para ambos. Aron Goldstein me dice que no sabe dónde está el doctor Jeffrey Horton. ¿Nosotros sabemos dónde está?
—No hay orden de protección para él, ni vigilancia de seguridad.
—¿Por qué no?
—Interrumpí la vigilancia un mes después de que el doctor Horton tomó su licencia. Tenía asignado un alto presupuesto de recursos humanos y no había indicadores de riesgo. Monica, ¿tiene algo para el Presidente?
—Mantenemos un libro de seguimiento del doctor Horton, por supuesto. Pero es intermitente. La última vez que lo ubicamos fue hace veintitrés días.
—Así que no sabemos dónde está, tampoco.
—No, señor.
—Entonces encuéntrelo. Y mientras busca, piense en una manera de seguirle el rastro una vez que lo haya encontrado.
—Señor, ¿tengo que entender que no se espera que el doctor Horton coopere con la búsqueda, o con el seguimiento?
—Correcto. Déle a esto prioridad máxima. Use todos los recursos que necesite, humanos o técnicos.
Hilger carraspeó.
—Sí, señor Presidente. Lo haremos.
No había otras naves en la modesta terminal comercial del aeropuerto de Princeton, y por lo tanto no había limusinas esperando en la parada de taxis. Antes que esperar a llamar un auto, Goldstein fue directamente a la única agencia de alquiler de coches y golpeó el mostrador hasta que un empleado sorprendido, evidentemente sorprendido en su siesta, emergió de la habitación de atrás. Goldstein aceptó un sedán familiar de un color crema claro, sin decir nada acerca de que su licencia de conducir tenía un permiso para el día solamente y que no había conducido por más de cinco años.
El único estacionamiento disponible en el predio para visitantes frente al Fuld Hall del instituto era para discapacitados. Antes de arriesgarse a que le llevaran el auto, Goldstein lo dejó en marcha al lado del cordón.
—Discúlpeme —dijo a la mujer en la oficina de recepción—. ¿Me puede decir dónde puedo hallar al doctor Brohier?
—Lo siento. El doctor Brohier no recibe visitas. Pero puede dejarle un mensaje aquí.
Goldstein echó un vistazo sobre su hombro a la terminal de vídeo.
—¿Qué significa eso? ¿Por qué no recibe visitas? ¿Tiene un cartelito de «no molestar»? ¿Está durmiendo? ¿No está en el campus? ¿O es otra cosa?
—Lo siento, no tengo otra información. Sugiero que deje un mensaje al doctor Brohier, para concertar algo…
—Señorita, si quisiera dejarle un mensaje, podría haberlo hecho. El doctor Brohier trabaja conmigo.
—En ese caso, probablemente tiene mejores maneras de contactarlo —dijo inteligentemente—. Lamento no poder ayudar. Usted debe entender que el instituto está profundamente comprometido en crear un excelente ambiente para…
—Sí, sí, sí —dijo Goldstein con impaciencia—. Ahora usted entiende…
—Discúlpeme, señor —interrumpió otra voz—. ¿Ese Élite estacionado afuera en la calle es suyo?
Goldstein se volvió y miró de frente al hombre alto vestido con un uniforme color tostado claro.
—Sí.
—Me temo que tendrá que moverlo, señor. Está obstruyendo el tráfico.
Goldstein se mordió los labios y no expresó sus primeros pensamientos.
—Muy bien —dijo con una calma fingida—. Lo moveré.
Cuando llegó al auto, se subió dando un portazo y se sentó quieto como una roca durante un instante, haciendo un agujero con su mirada sobre el tablero del auto. Quería que su visita fuera discreta y pasara inadvertida, entrando y saliendo de la ciudad tan invisiblemente como fuera posible, y especialmente sin confiar nada al éter, donde podría ser interceptado, grabado y descifrado por quienes pudieran tener un interés particular en los creadores del Gatillo.
Pero Karl estaba encerrado por una pared, no sólo por la etiqueta y el protocolo, sino por las propias precauciones de Terabyte. La dirección física de Brohier no aparecía en ningún lado en los registros de Terabyte. No había ninguna necesidad. El dinero se abría paso entre las cuentas, la información se abría paso por los indicadores e impresoras, y había muchísimas entregas de paquetes para el envío de mercancías.
Sólo había dos opciones: intentar hacer un agujero en la pared o esperar hasta que Brohier saliera por sí mismo. Lo cual, en lo que concernía a Goldstein, fue realmente una única elección.
Con el gemido de los motores y un chillido de gomas propio de un adolescente, lanzó el auto hacia adelante y luego dobló abruptamente a la derecha. Las ruedas delanteras saltaron sobre el cordón y luego se hundieron, llevando el vehículo hasta el césped. Allí, Goldstein esperó.
No tuvo que esperar mucho. En unos instantes, el alto oficial de seguridad salió corriendo de la entrada principal del edificio, seguido por una oficial mucho menor. Ambos corrieron directamente hacia Goldstein, no gritando órdenes ni sacando armas. Cuando llegaron lo suficientemente cerca para mirarlo muy seriamente junto a la puerta del conductor, Goldstein bajó un poco la ventana.
—Vergonzoso, vergonzoso —dijo, sin darles la oportunidad de empezar a hablar—. ¿Es ésta su idea de la seguridad, oficial Walsh? ¿Y si hubiera sido un terrorista con un auto bomba? Podría haber manejado hasta los escalones y haber tomado todo el edificio.
—Señor, tiene que mover este auto ahora —insistió la oficial—. Si no lo hace, será arrestado por intrusión y destrucción de la propiedad.
—Hablar así no podrá ocultar sus deficiencias. Dios mío, basta un auto bomba mediano para hacer caer el coeficiente intelectual del mundo veinte puntos en un abrir y cerrar de ojos. Sé que no tienen un Escudo de Vida instalado aquí, porque sus directores rechazaron estúpidamente nuestro ofrecimiento. Pero ¿nadie aquí ha oído hablar de acceso controlado o de diseño de barreras? Este camino debería estar cerrado de ambos lados, y tienen que tener a alguien vigilando a personas extrañas que tengan más que una cara seria y un poco de bronce para pedir ayuda si tienen cara de pocos amigos.
El oficial Walsh intentó abrir la puerta del auto, pero estaba trabada.
—Usted mismo tiene algo más que un poco de bronce, señor. ¿Qué tal si nos dice quién es, y qué quiere aquí?
—Mi nombre es Aron Goldstein. —Vio el escepticismo en sus expresiones y suspiró—. Sí, soy ese Goldstein. No se engañe por el auto. Es alquilado. Acabo de llegar y tengo una necesidad urgente de hablar con el doctor Brohier. Ahora, entiendo que ustedes tratan de proteger a sus muchachos o asociados o lo que tienen para que no los molesten, pero esto es extremadamente importante. Bastante importante, pues si no encuentro un poco de cooperación, voy a empezar a buscar maneras de ventilar mi desaliento. Eso lo hago gastando dinero para poner en problemas a la gente que me provoca problemas. ¿Cuánto problema piensa que comprará la ganancia de un día?
Los oficiales intercambiaban miradas dubitativas.
—¿Tiene alguna identificación certificada? —preguntó la mujer.
De manera informal, y sin decir una palabra, Goldstein le entregó su tarjeta de identificación inteligente. Miró el rostro de la oficial mientras pasaba la tarjeta por el escáner y estudiaba el indicador.
—Usted busca al doctor Brohier, ¿no? —preguntó el hombre.
—Willis, no…
—¿Cuántas veces tengo que decirlo?
—Pienso que es demasiado tarde.
—¿Qué quiere decir?
—El doctor Brohier nos informó esta mañana. Entiendo que él y el doctor Sam se dirigían a algún lugar juntos.
—¿A dónde? ¿Quién es el doctor Sam?
—Espere un momento. —El oficial asintió, y encendió el interruptor de radio de la barbilla—. Steven, habla Willis. ¿El doctor Sara ya ha salido? —Escuchó un momento, y luego añadió—: ¿Hace veinte minutos? Gracias. —Otro gesto con la cabeza, y Willis se inclinó para asomarse por la ventanilla—. Quizá no haya llegado tarde, después de todo. Intente en las residencias de los miembros, yendo por Olden Lañe —dijo, señalando hacia el este—. El doctor Brohier estaba en el cincuenta y uno.
Goldstein sonrió y puso la marcha atrás.
—Mis disculpas por el césped, oficiales. Perdí el control de la palanca de mando por un instante. Envíe a Aurum Industries una factura por el parque.
Sólo el hecho de saber que buscaba a dos hombres permitió a Goldstein ubicarlos. Si no hubiera sido así, habría obedecido el signo de detención en Olden Lañe. Si no hubiera sido así, habría dado el derecho de paso, dejando al taxi pasar por la intersección en lugar de avanzar.
Hubo un chirrido de frenos cuando los dos vehículos se desviaron bruscamente. El taxi terminó con su rueda delantera derecha contra el cordón y el guardabarros delantero izquierdo muy cerca de la puerta de pasajeros del Élite. Ambos conductores bajaron en la penumbra, uno maldiciendo enojado, el otro sacando con tranquilidad un billete de cien dólares de un bolsillo interno.
—Lo siento —dijo Goldstein. Avanzando con rapidez le entregó el dinero y luego pasó al chofer del taxi, súbitamente silencioso. Metió la cabeza por la puerta abierta, y miró al asiento de pasajeros. Brohier estaba pálido, y el segundo pasajero temblaba visiblemente.
—Usted es muy viejo para ser un matón —dijo el extraño con una nerviosa bravata.
—Estoy muy desarmado, también —dijo Goldstein—. Karl, tenemos que hablar.
—Aron, ¿qué diablos está haciendo aquí? ¿Está completamente chocho? ¡Podría habernos matado!
—Tonterías. Los conductores de taxi tienen grandes reflejos. Sólo salga y venga a mi auto, por favor.
El conductor del taxi lo empujó con el hombro.
—Oiga, si esto es algún tipo de cosa entre novios, no quiero estar en el medio.
—No lo es, y usted no está en el medio. Quite el equipaje de ellos. Los llevaré adonde van.
—Eh, tengo un contador funcionando aquí. No dejo que nadie me robe mis clientes, ni siquiera por…
Goldstein le entregó en silencio otro billete.
—Muy bien —dijo el conductor.
—Ni siquiera sabe adonde vamos —protestó Brohier—. Y ya llegamos tarde. Vamos a perder nuestro avión.
—No sé adonde iban ustedes, pero sé que no perderán su avión. —Miró al doctor Sam—. Usted, no estoy muy seguro. Karl, a mi auto, por favor.
Brohier lo miró seriamente, luego abrió su puerta.
—Nunca lo había visto así, Aron. Así que supongo que debería pensar por qué.
Primero, Brohier llevó el auto hacia el cordón, despejando el cruce. El conductor del taxi los siguió, depositando al doctor Sam y las valijas en la acera. Luego se alejó.
—Ahora, ¿qué ocurre?
—Las cosas están muy graves, Karl. Muy graves. El autor de la obra está implorando nuestra ayuda. La obra necesita un segundo acto y no hay mucho tiempo. Hemos invertido tanto en esta producción, y no quiero que se cierre prematuramente.
Brohier lo miraba perplejo y lo interrumpió:
—¿Qué obra? ¿De qué diablos habla?
Goldstein, con expresión seria, se acercó a Brohier y le susurró:
—Estoy hablando del Presidente. De lo que estamos haciendo para él.
—¿Entonces por qué habla en código? No hay nadie más que nosotros dos aquí.
—Y su amigo ahí. ¿Quién es él? ¿Cuán bien lo conoce?
—Estaba por llevarlo al Anexo. ¿Eso responde a su pregunta?
—Al Anexo. —Aron apretó los labios—. Bien, la verdad es que exactamente ahí quiero ir. Vine a buscarlo para llevarlo de vuelta a trabajar.
—Nunca dejé de trabajar.
—En el segundo acto.
—Bien, en realidad, pienso que Sam y yo quizá tengamos un borrador de trabajo sobre eso —dijo Brohier.
—¿Cómo?
—Estábamos yendo hacia un ensayo de vestuario. ¿Le molestaría venir al teatro?
Goldstein asintió, y la esperanza encendió sus ojos.
—Podemos tomar mi avión.
—Bien, porque el nuestro se fue hace diez minutos. —Brohier indicó al joven científico que se sentara en el asiento de atrás—. Aron, le presento al doctor Samuel Bennington-Hastings. Doctor Sam, éste es el señor Goldstein. Él paga las cuentas. Y viene con nosotros. O mejor dicho, nosotros vamos con él.
Apretado entre dos valijas, Bennington-Hastings echó una mirada circunspecta a Goldstein.
—Sólo si él no maneja.
Brohier ahogó una carcajada, tomó la palanca de mando y alejó el auto del cordón.
—No hay problema —dijo—. Aron y yo tenemos un acuerdo. Yo manejo y él vuela. Así que sólo ponte cómodo y no te preocupes.
Bennington-Hastings suspiró con fuerza.
—Estoy pensando que pronto estaré cometiendo un error muy grande.
—Para eso está la juventud —dijo Goldstein con ligereza, y sonrió a Brohier con aire conspirativo—. Cuando se tiene nuestra edad, no disfrutas de esa amplitud de posibilidades.
—A mí me preocupa la altitud, no la amplitud. Voy a cerrar mis ojos ahora. Por favor, díganme cuando se termine.
Los otros rieron.
—Seguro, doctor Sam —dijo Brohier—. Cuando alguien nos diga.
* * *
El doctor Gordon Greene se inclinó hacia adelante y miró por los binoculares electrónicos al sitio de pruebas a mil metros de distancia. Aprovechando una cavidad natural que había sido esculpida por las topadoras y los explosivos, el nuevo campo fue dispuesto para pruebas de trescientos sesenta grados. Esa disposición hizo desplazar la estación de observación y control mucho más lejos de como había estado en la plataforma original en el Anexo, hasta la cima de una colina expuesta al sol y al viento a un kilómetro al sudoeste.
—Hay mucho poder de fuego ahí —observó Greene, centrándose en algunos de los pedestales preparados con las muestras. Los pedestales, cada uno de ellos ubicados contra su propia pared curva reforzada con concreto y contra explosiones, no sólo rodeaba el sitio de pruebas, sino que elevaba la ladera de la cavidad en más de treinta grados. Cuatro túneles oblicuos en el lado norte extendía la zona de prueba a menos veinte grados.
Greene no había estado hablando con nadie en particular, pero Val Bowden estaba lo suficientemente cerca de él como para oír.
—Sí, Pete McGhan hizo un gran trabajo juntando las cosas para la prueba.
—Tener a alguien que goza del favor del oficial de intendencia del ejército ayuda —dijo Greene—. Noventa milímetros, treinta milímetros, granadas de rifle, C-4… Si sólo uno de ésos estalla, estaremos juntando los pedacitos del sitio de pruebas durante un mes.
—No digas eso cerca de Lee, no después de los días enteros que pasó preparando este lugar.
Greene asintió con un gruñido, y Bowden se fue. Se encontró junto al doctor Brohier, escuchando a los dos técnicos que estaban terminando los chequeos de instrumentación.
—Mucho poder de fuego ahí —dijo Bowden, sólo para decir algo.
—No por mucho —dijo Brohier con entusiasmo.
Del otro lado de la plataforma, Samuel Bennington-Hastings estaba junto a Leigh Thayer.
—Me parece de lo más extraño que estemos haciendo los preparativos para probar este artefacto y no tengamos medios adecuados de medir su salida.
—Eso es probablemente porque no tiene una salida en el sentido convencional. Tiene un efecto —dijo ella—. Y esa artillería ahí medirá el efecto perfectamente bien.
—Bien, espero que sepas que esto no es ciencia. Esto es jugar con juguetes de lata.
—Oh, Sam, eres tan dulce cuando estás celoso —dijo Thayer con un coqueteo—. Todos saben que los ingenieros son los que más se divierten. La ciencia teórica sólo es un pequeño chorlito de información. No es nada a menos que un ingeniero venga a tomarlo, lo combine con un poco de ciencia práctica, y lo nutra con amor hasta que sea una tecnología recién nacida en término.
Para cuando terminó, Bennington-Hastings estaba ruborizado.
—Bien, espero que estés practicando Anexo seguro.
—Eres un hombre tan extraño, doctor Sam.
El rostro de Bennington-Hastings se iluminó.
—Muchas gracias.
Aron Goldstein y el recién llegado, Grover Wilman, encontraron un lugar en el fondo de la plataforma, fuera del camino del alboroto previo a la prueba.
—Estoy nervioso —confesó Goldstein—. Me pregunto si apresurarán las cosas por estar nosotros aquí.
—¿Temes que podamos traerles mala suerte, Aron, sólo por estar parados aquí y desearlo tanto? Las pruebas preliminares eran muy promisorias.
—Mi madre creía que Dios se preocupa mucho por nuestra humildad, y mide nuestras decepciones cuando empezamos a esperar más que nuestra parte de buena fortuna —dijo Goldstein—. Como regla, preferiría tener pocas expectativas que se ven excedidas más que altas expectativas que no se cumplen. Pero cuando tengo dificultad en bajar mis expectativas, recuerdo la advertencia de mi madre.
Wilman gruñó.
—Aron, si piensa que un buen resultado ahí equivale a más que nuestra parte de buena fortuna, necesita que le haga un breve paseo por nuestra historia reciente. Si uno pone de un lado de la balanza dos guerras mundiales, veinte guerras regionales, cien guerras civiles, y todos los genocidios raciales, religiosos y políticos, dentro y fuera de las guerras.
—¿Cuánta de esa mala fortuna fue creada por nosotros mismos?
—Oh, los hombres con las armas crearon todo eso. Han tenido lo que querían durante mucho tiempo. Pero no estamos aquí por ellos. Estamos aquí por el resto del mundo, por los que han sangrado, sufrido y muerto. —Apoyó una mano sobre el hombro de Goldstein y lo apretó con tranquilidad—. No, le aseguro, esto no se acercará a un balance de cuentas. No pedimos demasiado. Esto es una migaja, un pago al contado simbólico, un único beso después de diez mil golpes. No tenga miedo de desearlo con todo su corazón.
Goldstein hizo un gesto hacia donde estaban Brohier y Thayer.
—Han empezado la cuenta regresiva —dijo, mientras buscaba sus binoculares—. Pronto lo sabremos.
Fue un día en que lo que no ocurrió hizo historia. Exactamente a las catorce y diez, cuando el ángulo del sol era ideal para las grabadoras de vídeo, el prototipo II montado sobre el sitio de la prueba del Gatillo Mark I fue activado con energía total durante una milésima de segundo. La tensión completa estaba en el punto más alto, y el momento en cuestión pasó más rápidamente que el suspiro retenido con anticipación angustiada. Pero en ese breve intervalo, la disposición de municiones y rosetas de maíz sobre los pedestales fue sometida a lo que Brohier llamaba descaradamente el campo integrador de medida intermodulador bolométrico.
De todos los observadores en la estación de control, solamente Brohier estaba equipado para visualizar lo que ocurría en la estructura de esos materiales durante aquella exposición fugaz. Bennington-Hastings pensaba en lenguaje matemático, no en metáforas. Veía el balance y la adecuación de las ecuaciones tal como un compositor sordo escucha música sin instrumentos, como una pura esencia que no requería traducción en algo concreto. Los otros eran prisioneros del modelo escolar del átomo que se hubiera asentado más firmemente en su biblioteca de ideas, porque no había lugar en un mundo de electrones en órbita o de incertidumbre cuántica para la transformación instantánea de la materia elemental.
Pero a los ojos de Brohier, la materia elemental había desaparecido, expuesta como una cómoda ficción agradable a la evidencia de los sentidos. La materia era una simple derivación, un fenómeno subordinado. Las esencias fundamentales eran energía e información. La información forzaba la energía en una forma, como la intención fuerza la voluntad en un objetivo. Si se altera la información, la forma se altera, mientras que la sustancia sigue sin cambios.
Era, pensaba Brohier, como si la información fuera la intención del Universo, que impone el orden sobre la sustancia del Universo, un orden que había seguido inmediatamente a la transformación espontánea y explosiva que había sido tomada equivocadamente como el momento de la creación. La energía era más antigua que la información, pero sin forma ni tiempo sin ella. Más antigua que la materia, pero débil e inservible sin ella. En esta visión nueva y provocativa, el Big Bang no era el origen del Universo, sino el nacimiento de la conciencia.
Y con la característica arrogancia humana, él y su equipo estaban intentando hurgar en el mecanismo por el cual el Universo se había creado a sí mismo y por el cual se mantenía. Estaban intentando susurrar una sugerencia en el oído de la mente universal, para reemplazar un pensamiento con otro, un modelo por otro. Tenían la esperanza de hallar que las propiedades de la materia eran tan arbitrarias en el presente como en los primeros segundos de la inflación cósmica, para demostrar que la incertidumbre cuántica era simplemente una pista para la plasticidad cósmica.
Brohier ya sabía que podrían mezclar el envoltorio de información de energía debida. Él podía entender ahora que eso era lo que el Gatillo hacía. La pregunta a responder era si podían alterar de manera coherente ese envoltorio de información. Aun hacer esa pregunta suponía la elasticidad del orden fundamental, suponía que un cambio local seguiría siendo local, y que la energía seguiría estando estrechamente ligada, como insistían las ecuaciones de B ennington-Hastings.
Si no ocurría así, el campo de pruebas, el Anexo, los condados centrales de Nevada, y quizá mucho más desaparecería en el calor blanco azulado de la furia última del caos. «Hoy seremos como los dioses, o iremos a su encuentro».
Ése era el drama del momento para Brohier. No la presencia de las municiones militares en el campo de pruebas, ni el telón de fondo igualmente explosivo de la diplomacia apoyada por el uso de la fuerza.
Y esa posibilidad era lo que hizo tan dulce para él la quietud y el silencio después de la primera fase del protocolo de la prueba. No sabrían durante unos instantes qué había pasado en esa milésima de segundo, pero lo que no había pasado trajo a Brohier más alivio que cualquier otro evento no ocurrido.
Le llevó aproximadamente treinta minutos a la tropa del campo de Pete McGhan, vestido en un traje enterizo para manipulación de bombas, avanzar su nuevo APC-117, manejado por control remoto, hacia el campo de pruebas, y cargar en su compartimiento de atrás un tercio de las muestras al descubierto para cada pedestal. Fueron retiradas del campo antes de la segunda fase de la prueba, algunas para ser analizadas, otras para ser ubicadas en el nuevo campo de tiro para usar en la última fase del protocolo del día. Se habló muy poco en la plataforma de observación durante la espera, puesto que aún prevalecía una precaución supersticiosa.
Cuando la gente de McGhan terminó de limpiar la zona de pruebas, empezó una nueva cuenta regresiva, que llevó a una activación simultánea durante cinco segundos del artefacto de la prueba y del Mark a la vez.
Todas las municiones de la prueba deberían haber sido vulnerables al Gatillo, y más de un observador se endureció y se preparó para sobresaltarse con una inminente andanada de explosiones. Pero una vez más, el momento llegó y se fue sin novedades. No hubo explosiones, no hubo fuego, ni siquiera los delgados hilos que se producían al descomponerse ciertos compuestos.
Durante la segunda pausa fue más difícil mantener el entusiasmo contenido. No había todavía conversación a viva voz. Pero Brohier oía susurros y murmullos de todos lados mientras el equipo de McGhan avanzaba para remover otro tercio de las muestras de la prueba. Entonces Gordon Greene fue furtivamente junto a Brohier y le dio un codazo.
—Esto se está poniendo interesante —dijo Greene en un susurro—. Me gusta en particular no saber si el último hombre del campo saltó sobre el cable alargador y desenchufó todo. —Sonrió con picardía y volvió a alejarse, dejando a Brohier con sus pensamientos.
Cada una de las tres pruebas del día en el campo tenía un objetivo diferente. La primera concernía a la seguridad del sistema, y de ella habían aprendido que el artículo II no desestabilizaba explosivos activos ni cargas de proyección como lo hacía un gatillo. La segunda tenía que ver con la eficacia del sistema, y de ella habían aprendido que aun un Gatillo podía no desestabilizar las muestras cuando el II ejercía su influencia apaciguadora.
La pregunta que quedaba en el programa era si había algún efecto de memoria. Mirando la matemática, el doctor Bennington-Hastings insistía en que sí habría; el doctor Brohier, mirando los análisis de los residuos de cientos de pruebas del Gatillo, tenía sus dudas. Para aclarar la cuestión, habían planeado una serie de exposiciones con el Gatillo Mark I solo, desde un centésima de segundo a un diez por ciento de energía hasta tres segundos enteros a un cien por cien de energía. Había noventa exposiciones separadas planificadas, pero bajo control computarizado apenas llevaría cinco minutos completarlas.
—El secuenciador está listo —anunció Leigh Thayer—. El campo está libre. ¿Doctor Brohier?
—No esperes mi cuenta.
—Entonces ahí va nada. O eso esperamos.
En el momento en que ella activó el secuenciador, cesó el parloteo sobre la colina. Hasta el viento pareció detener su respiración mientras los segundos avanzaban hasta el primer minuto, luego el segundo, luego el tercero. Todos los binoculares disponibles fueron dirigidos hacia el sitio de la prueba; los que no tenían se apiñaban alrededor de la estación de datos y miraban fijamente los monitores.
Bennington-Hastings estaba entre ellos, brincando y moviéndose sobre sus talones como un niño inquieto e impaciente. Cuando vio a Brohier mirando para su lado, el joven matemático sonrió ampliamente y le ofreció un saludo con los dos pulgares hacia arriba. Brohier respondió con una mirada cautelosa y ambas manos levantadas con los dedos cruzados.
—Estamos al máximo de energía —anunció Leigh Thayer, con un temblor de entusiasmo en la voz. Algunas sonrisas tentativas surgían aquí y allá a su alrededor.
Para Brohier, el último minuto fue dolorosísimo. Le parecía tener un cable tirante envolviéndolo alrededor del pecho, que lo cortaba cada vez que él respiraba. Aun si todo el sitio de la prueba volaba en el segundo siguiente, ya podían considerar que había sido un muy buen día. Pero súbitamente lo quería todo, quería que Bennington-Hastings tuviera razón y que las municiones expuestas fueran estables, sólo por la pura y bella simetría de las ecuaciones, por la extraordinaria perfección del momento. Hacia el final, no podía respirar en absoluto. Sus pulmones ardían, su cabeza latía con fuerza, hasta sus esperanzas se elevaban, sin ningún control ni temor por las consecuencias de la soberbia humana.
Luego, finalmente, todo había terminado.
—Eso es todo —dijo Lee serenamente—. Hemos terminado.
Las exclamaciones surgieron por todas partes. La anticipación se transformó en una celebración incontenible, maravillada, orgullosa. En el medio del tumulto, Brohier se apoyó pesadamente sobre una baranda y de alguna manera se las arregló para llevar aire a sus pulmones y recuperar el aliento. Oyó las voces como desde lejos.
—Tengo que llamar a mi agente de Bolsa, y decirle que venda esas acciones de Remington…
—Es muy tarde. Consérvalas y espera que los certificados sean coleccionables.
—¿Lo hemos hecho? ¿Lo hemos logrado? Creo que sí.
—Sí, yo recogeré esas apuestas muy pronto.
—Gordie, ¿estás seguro de que pusiste las baterías con el lado correcto arriba?
—Vamos al campo de tiro a averiguarlo.
—Está bien, gente, no hemos terminado aún. Personal de control, cierren sus estaciones y empiecen sus informes de la prueba. Todos los demás, el ómnibus espera al pie de la colina.
Brohier se apoyó en el brazo de Val Bowden para bajar por la larga escalera metálica y para entrar en el furgón. Eso llevó a Leigh Thayer a volverse en su asiento y mirarlo preocupada.
—¿Está bien, Karl? —preguntó—. ¿Quiere volver al complejo?
—Es el calor. Me agota. Y el sol me ha provocado un dolor de cabeza. Pero estoy bien. El aire acondicionado ayuda. Terminemos.
Ella no parecía convencida, pero se dirigió al conductor y le hizo un gesto de avanzar.
—Vamos.
La gente de McGhan ya había dispuesto todo cuando el furgón llegó al campo de tiro. Había un arma para cada calibre de munición y cada composición de carga de proyección, y un hombre con chaleco antibalas para cada arma. Las muestras de explosivos estaban en hoyos a ciento cincuenta metros bajo el campo, equipados con iniciadores frescos y conectados al detonador eléctrico.
—Ahora, sugiero que ustedes, damas y caballeros, miren desde dentro del Gran Feo que está ahí —dijo McGhan, señalando el transportador armado personal—. Tenemos dos monitores con periscopio adentro, así que no se les escapará nada, pero todo debe evitarlos a ustedes.
Brohier hizo un gesto de desdén.
—Me gusta la vista desde aquí —dijo—. Puede empezar cuando esté listo, señor McGhan.
Después de eso, no hubo manera de hacer entrar a los demás cerca del transportador. Se quedaron cerca de Brohier y del furgón mientras McGhan caminaba hasta el final de la línea de fuego, consultaba a su supervisor de seguridad por radio, y luego levantaba la bandera roja.
Debido a la posibilidad de fallas en las armas, McGhan había equipado la línea de fuego con una formación de revólveres, carabinas de palanca y escopetas de bombeo. En los siguientes minutos, se vio que había sido una elección astuta. Uno tras otro, los hombres gatillaban o se abrían paso entre una carga completa de munición, y luego bajaban su arma sin haberla disparado, a veces en el medio de fallas de las balas.
No fue diferente con los altos explosivos. Tres granadas lanzadas surcaron un lado de la colina, lanzando apenas una nube pequeña de polvo rojizo. La electricidad pasaba por los circuitos, impotente, hoyo tras hoyo. Las cápsulas de explosión intactas sacudían las muestras de explosivos, pero no podían detonarlas. Los martillos de acero caían débilmente en los casquillos de los proyectiles, y émbolos de gas comprimían suavemente explosivos plásticos en ladrillos fundidos por el calor.
Cada vez que un arma no disparaba, desaparecía parte del peso que tenía Brohier sobre los hombros, de tal modo que al final se sentía especialmente liviano y tranquilo, como un globo que descansaba contra el cielo raso. Cuando McGhan bajó la bandera roja y las exclamaciones ásperas e incontenidas cruzaron todo el campo de tiro, Brohier no participó. Sólo pudo lograr una sonrisa amplia y feliz. Sentía que si mostraba más efusividad saldría volando.
Pero nadie más se daba cuenta de lo precario de su condición. Gordon Greene apareció de repente frente a él, y le tomó la mano y la estrechó con fuerza. Grover Wilman estaba ahí también, diciendo algo que Brohier no pudo oír bien. Luego Samuel Bennington-Hastings apareció junto a Brohier desde la nada, y le dio un abrazo que casi lo derribó. Leigh Thayer vino a su rescate, y sacó a Bennington-Hastings tomándolo del cuello, sólo para volver un instante después para someter a Brohier a un fuerte abrazo. El círculo de cuerpos se cerraba más y más a su alrededor, hasta que el brillo de pánico en sus ojos llamó la atención de Aron Goldstein.
—Aléjense, aléjense —dijo Goldstein, regañándolos, y se llevó a Brohier del brazo.
Se sentaron juntos en la puerta abierta del furgón, y Brohier se aferró al peso y la solidez del metal.
—¿Está bien, Karl?
—Fue todo… un poco abrumador —dijo Brohier, quien respiraba con agitación y ruido. Su pecho subía y bajaba rápidamente—. Quién hubiera dicho… que uno puede agitarse tanto… por nada.
—¿Nada? No lo creo, mi viejo amigo.
Una sombra cayó sobre ellos, y Brohier levantó la vista y vio a Wilman que estaba a un paso largo de distancia.
—Han llamado el helicóptero y a los paramédicos. Karl, ¿necesita algo?
—Estoy bien —insistió Brohier—. Un poco de golpe de calor, a lo sumo. —Pero no aceptó el agua que le ofrecían—. Uno de nosotros debería llamar al Presidente, y contarle que tenemos un Obstructor operacional.
—Pensé en volver esta noche y darle la noticia en persona —dijo Aron—. Por seguridad, y todo eso.
—Probablemente sea mejor —dijo Wilman.
—Seguridad —repitió Brohier—. Sí, me alegra que me lo recuerdes. —Levantó la cabeza y miró oblicuamente hacia el sol de la tarde—. Grover, éste sale tal como el anterior. ¿Dónde está Gordon? Trabaje con Gordon. El sabe lo que hay que hacer. ¿Entiende? No me importan las patentes. No quiero un centavo de esto. Cualquiera que quiera un Obstructor puede tenerlo. Entréguelo. Déles una oportunidad. Déles una oportunidad de hacer las cosas mejor.
—Usted sabe que lo haremos, Karl —dijo Goldstein, estrechando la mano de Brohier—. Sabe que lo haremos.