23: Para promover la paz
«Quiero creer que el pueblo, a la larga, va a hacer más para promover la paz que nuestros gobiernos. En realidad, pienso que el pueblo quiere tanto la paz que uno de estos días los gobiernos deberían salirse del camino y dejar que el pueblo obtenga lo que quiere».
Dwight D. Eisenhower
A lo largo de los años, los árboles del lado norte de la Casa Blanca habían crecido hasta un punto tal que sólo había tres ventanas desde las cuales uno podía ver el parque Lafayette. Pero aun antes de la llegada del Gatillo, el paisaje tenía menos que ver con la seguridad de los presidentes que con sus inseguridades.
El parque Lafayette era, y había sido por mucho tiempo, el lugar favorito de reunión de quienes realizaban manifestaciones políticas y de los reformistas sociales para hacer oír sus quejas. Estaban ahí todos los días, en todos los climas, levantando con globos carteles escritos a mano, programando pancartas electrónicas y pronunciando diatribas amplificadas. Era, de acuerdo con un experto, «la exhibición secundaria del carnaval permanente de Washington, una colección abigarrada de rarezas políticas y filosóficas cuya dignidad reside sólo en su severa inocencia». El presidente Engler, cuyas políticas habían dado a casi todos algún motivo de queja, había bautizado al parque Lafayette «jardín de los espinos».
Pero inmediatamente después del anuncio del Gatillo, hubo una presencia nueva y mayor en el parque, con una población decididamente más común y de clase media, más cercana a las familias que a los fanáticos. Esa presencia había crecido hasta llenar el parque y rebasarlo durante las noches y fines de semana. Pero era una reunión bien ordenada, hasta tal punto que el servicio del parque no podía ayudar al Servicio Secreto buscando pretextos para cerrar el parque o disminuir la multitud.
Llamándose a sí mismos la «Milicia de la Libertad», llevaban sus propios baños, levantaban su propia basura, esperaban pacientemente en fila en la puerta 5 para presentar sus solicitudes individuales para ver al Presidente, y hasta cantaban de manera entonada durante sus reuniones nocturnas. Entonados por varios miles de voces, esos himnos marciales y cánticos patriotas podían oírse en todas partes en el Prado Norte, a cuadras en cualquier dirección, y dentro de la Casa Blanca por cualquier ventana abierta.
La única nota discordante era que casi todos los hombres, mujeres y niños en el parque llevaban armas de fuego. Era un surtido caótico de rifles y escopetas, pistolas y revólveres, de todas las cosechas y calibres. En un sentido práctico, ninguna de esas armas planteaba una amenaza para nadie, porque el parque estaba completamente dentro del campo de los Obstructores de la Casa Blanca. Pero desde un punto de vista legal vigente en los libros, cada una de esas armas de la Milicia de la Libertad constituía una violación no sólo de los estatutos federales (por portación de armas en una propiedad del Servicio de los Parques Nacionales) sino también de las ordenanzas del Distrito de Columbia (por llevarlas ahí por las calles de Washington).
La ocupación del parque Lafayette podría fácilmente haberse convertido en un desastre para las relaciones con el público en una escala no vista en la capital desde la década de 1960, con cárceles llenas, vallados, y más manifestantes que llegaran para tomar los lugares de los arrestados. Pero los oficiales de la ley habían visto la trampa de desobediencia civil que les habían tendido, y acordaron dejar tranquila a la «brigada de los palos de escoba». Aun así, tener ese ejército de ciudadanos acampando en la puerta de la Casa Blanca era un símbolo muy poderoso. Y para Mark Breland era también un símbolo muy preocupante.
Al menos una vez por semana, el Presidente se vio atrapado en una de esas tres ventanas, mirando y escuchando cómo la milicia rezaba, cantaba y marchaba pasando revista por la cuadra cerrada de avenida Pennsylvania. No entendía por qué estaba ahí, ni siquiera después de oír los informes de los agentes del Servicio Secreto enviados al parque. Sólo sabía que no había podido llegar a ellos con su mensaje, no había podido convencerlos de que era hora de buscar otro camino.
La amarga preocupación de Breland sobre la Milicia de la Libertad inquietaba a su gente, pero nadie sabía cómo encarar el problema de manera constructiva. Le tocó al nuevo secretario de Breland, Charles Paugh, plantear el tema finalmente. Lo hizo después de descubrir a Breland en el salón Lincoln en el crepúsculo, de pie frente a una ventana abierta y mirando hacia afuera, mientras los acordes de El himno de batalla de la República entraban con la brisa.
—Señor Presidente, por favor. Esto no beneficia a nadie. Y cuando lo vean mirándolos, sólo los alentará.
—¿Qué es lo que quieren, Charlie?
—Balas, supongo —dijo Paugh, con su aspereza característica—. ¿Por qué se somete a esto? Nunca los convertirá. El lobby de las armas es inamovible. ¿Trent no nos enseñó eso? No reconocerán ningún campo intermedio.
—Simplemente no puedo creer que se sentirían más seguros ahí si apagáramos los Obstructores, y si mañana todas esas armas estuvieran llenas de munición viva. No puedo creer que estarían más seguros.
—Es una discusión, señor. Importa lo que ellos creen.
—Lo sé, lo sé. —Frunciendo el ceño, finalmente se alejó del vidrio—. Charlie, descargadas o no, siento como si todas esas armas estuvieran dirigidas contra mí.
—Lo están. Contra usted y contra el próximo que se siente en su silla.
—Pero ésos no son criminales. No son extremistas. No entiendo qué cosa tan terrible hice para hacer que familias creyentes y que pagan sus impuestos sitien la Casa Blanca.
—Usted les pidió que confíen en la gente en lugar de disparar. Vamos, señor Presidente, la Facción del Nuevo Orden Mundial nos espera abajo.
—Quiero hablar con ellos.
—¿Qué?
—Quiero hablar con la Milicia de la Libertad.
—Oh, oh, no. Usted no quiere hacer eso.
—Charlie, usted es mi secretario, no la policía de pensamiento. Póngase en contacto con John Burke y dígale que voy a ir al parque. —Burke era el agente superior a cargo del destacamento del Servicio Secreto del Presidente.
—¿Al parque? Dios mío, Mark, ¿quiere que lo maten? Si quiere lograr que le den un disparo, por lo menos hágalo aquí, donde podemos mantener las cosas más o menos bajo control.
—Eso no resultará.
—Seguro que sí. Entregan un millar de solicitudes por día para verlo. Entonces, muy bien, mañana los sorprendemos y elegimos a tres ganadores de la lotería. Los traemos a un salón de conferencias, dejamos que maldigan a usted y a su familia durante media hora, y quizás usted abandone esta idea que tiene sobre la razón como el lenguaje común de la sociedad. Y entonces podemos continuar con nuestros asuntos.
—Charlie.
—Vamos. Control de realidad. Ésta es la gente que le envía imágenes tiernas de sus niños con uniformes de camuflaje y con armas semiautomáticas con sus tarjetas de Navidad. No van a escucharlo.
—Entonces los escucharé —dijo Breland—. Encuentre a Burke. Quiero hacer esto ahora.
—Señor Presidente, esto no es algo para apresurarse. Estarán ahí mañana, y pasado mañana, y el día siguiente…
—Charlie… —La voz de Breland tenía un tono de advertencia.
Paugh levantó las manos, resignado.
—Bien. Dejaré que Burke discuta con usted.
—Haga eso. Oh… Charlie, dejemos la barraca fuera de esto —dijo Breland, refiriéndose al complejo de pequeños cubículos del ala oeste ocupados por la prensa—. No tengo la intención de que esto sea un evento mediático.
Paugh hizo una mueca ante la sola idea.
—Créame, haré todo lo que pueda para evitarlo.
No existía ninguna posibilidad de que John Burke dijera que estaba contento con los arreglos de seguridad para la sorprendente propuesta del Presidente. Pero como Breland estaba tan decidido a entrar en el parque Lafayette sin escolta de ningún tipo si era necesario, Burke hizo lo mejor que pudo dadas las circunstancias.
Alertó a los francotiradores con arcos del techo, y duplicó el patrullaje en las vallas del norte. Envió una docena de especialistas de manejo de multitudes al parque para desparramarse y registrar el humor de los ocupantes. Finalmente, reunió los seis mejores luchadores cuerpo a cuerpo de la lista de la noche como unidad de escolta. Con picas que eran más largas que ellos en una cabeza o más, el séquito de Breland avanzaba hacia el parque con un aspecto decididamente medieval.
Para entonces, la reunión había terminado, y la mayor parte de la multitud se había dispersado en las calles. Sólo quedaban unos pocos cientos de trasnochadores, que vigilaban tiendas desplegables, tendían sacos de dormir y terminaban la limpieza de la noche. Pero Breland y su escolta fueron inmediatamente avistados por un centinela de la milicia que montaba guardia en la periferia del parque.
—¡Puesto sur uno, llamen a la compañía! —gritó el joven centinela—. Es Breland, el cobarde en jefe. —Repitió su llamado asombrado en unos auriculares con micrófono.
Breland cambió de dirección y se dirigió directamente al centinela que había dado la alarma. Cuando se acercaba, recibió un desafío burlón.
—¿Qué busca aquí?
—¿Hay alguien a cargo, hijo?
—La coronela Harris es la comandante de turno.
Era un nombre y un rostro que conocía de los informes de seguridad del Servicio Secreto sobre la Milicia de la Libertad.
—Eso servirá. ¿Dónde puedo encontrarla?
—No puede. Ya notifiqué a la tienda de los cuarteles. Si ella quiere verlo, vendrá. Si fuera yo, ni me molestaría.
—Si fuera por ti, hijo, te habrían hecho comandante de turno.
Para entonces había empezado a reunirse una pequeña multitud en el punto donde estaban los dos. La escolta de Breland no les permitió acercarse demasiado, pero había burlas más hostiles y despectivas. Breland no les prestó atención y miró detrás del centinela, buscando a la coronela Harris. Finalmente la vio acercándose en compañía de su propia escolta de jóvenes de hombros anchos. Apartándose de sus guardias, Breland avanzó para saludarla.
—Coronela Harris.
Ella hizo un gesto con la cabeza, pero no le hizo un saludo, ni le extendió la mano.
—Señor Presidente. Me sorprende.
—Es un comienzo.
—Podría ser también el final. Me gustaría poder decir que todos aquí respetamos el puesto aun cuando no respetemos al hombre. Pero la verdad es que esa distinción se vuelve demasiado fina cuando sus ofensas pasan cierto umbral. ¿Qué es lo que quiere?
—Entender por qué han abandonado todo para estar aquí. Y quizá, si les interesa, intentar ayudarlos a entender por qué yo he dejado todo para estar ahí —dijo, señalando con el pulgar sobre su hombro hacia la cerca y la Casa Blanca que se asomaba detrás.
—¿Cuánto necesita entender cuando alguien lo ataca? —dijo un hombre a la derecha de Breland.
Breland se volvió hacia ese lado y lo encontró. Era un hombre de rostro demacrado con pelo negro ralo que salía desde atrás de su ancha frente.
—¿Alguien lo ataca?
—Maldición, sí. Usted me quita mi posibilidad de proteger a mi familia, a mi esposa, el derecho de protegerse cuando tiene que trabajar hasta tarde e ir caminando sola hasta su auto. Usted le quita a mi hijo la oportunidad de protegerse de secuestradores homosexuales y asaltantes drogadictos. Usted nos deja sin defensas en nuestros propios hogares, y debería entender que eso es un ataque. Es un ataque contra la familia, es un ataque contra la Constitución, y eso lo convierte muy bien en un ataque contra mí.
Ese discurso le ganó al orador un cálido aplauso y unas pocas palmadas vigorosas en la espalda.
—¡Bien dicho! —gritó alguien.
Breland inclinó la cabeza.
—Su nombre es…
—Larry Dillard. Puede decirles a sus perros de ataque de la Superintendencia de Contribuciones que me busquen en Cross Plains, Wisconsin.
—No creo en castigar a la gente por decir lo que piensa, señor Dillard. Con todo, ¿me permitiría hacerle unas preguntas?
Dillard se encogió de hombros, aunque parecía vagamente incómodo ante la posibilidad.
—Por supuesto.
—¿Su familia está bien en este momento? ¿Todos bien?
—Sí, por lo que sé. Mi hijo del medio está aquí conmigo. Mis hijos volvieron a casa con mi esposa.
—Bien, bien. Me alegro —dijo Breland, con una sinceridad que la audiencia se resistía a reconocer—. ¿Puede decirme algo más sobre estos delitos, y cómo lo que yo he hecho influyó en ellos?
—Cuidado, Larry, te está tendiendo una trampa…
Dillard hizo un gesto para rechazar la advertencia.
—Delitos, no, usted no me escuchó. ¿Cómo quiere entender? No dije que habíamos sido víctimas. Pero usted nos destina a ser víctimas. Mi esposa pesa cincuenta y dos kilos. ¿Cómo se supone que deba defenderse de un violador del tamaño de usted? ¿Cómo puede volver mi hijo a casa si la banda musulmana en la escuela decide fastidiarlo?
—¿Su esposa iba armada a todas partes?
—Y practicaba en el campo de tiro una vez por semana, para mantenerse en forma.
—¿Y su hijo llevaba un arma a la escuela?
Dillard se puso rígido, pero el desafío ganó a la discreción.
—Por supuesto. Lo hizo hasta que uno de sus escuadrones Gestapo apareció y convirtió el campus en una zona donde la Constitución no está vigente.
—¿Llevar un arma a la escuela no iba contra la ley?
—Como la agresión, pero eso no impidió a los malditos musulmanes mandar a uno de los amigos de Ken al hospital durante tres semanas.
—Así que usted quería enseñar a su hijo a violar la ley.
—Cuando la ley está mal. Cuando la ley es inconstitucional, ése es el deber de un ciudadano.
—Ya veo —dijo Breland, asintiendo sin convicción—. ¿Le parecía que estaba en una posición más ventajosa cuando el violador y la banda tenían tanta probabilidad de tener armas como su esposa y su hijo? —preguntó—. ¿Pensó que ese tipo de carrera de armas mejoraba sus probabilidades de volver a casa?
—¿Qué otras posibilidades teníamos? —intervino una mujer—. ¿No salir nunca de casa? ¿Esperar que la policía nos proteja, cuando nos han dicho que no es su trabajo? ¿Formar bandas propias? ¿O usted piensa que las mujeres deberíamos acostarnos y esperar a los violadores? Quizá sea ésa su idea de una sociedad civil.
—¿Qué razón le he dado para pensar eso? —preguntó Breland—. ¿Por qué debería usted creer que sólo me preocupa el asesinato, y no otros tipos de delitos?
—¿Cómo podemos creer otra cosa? —preguntó Dillard—. A usted obviamente no le importan los delitos que nuestras armas impiden. Si lo hiciera, no nos hubiera quitado nuestras armas.
—Señor Dillard, le agradecería que me deje hablar por mí mismo —dijo Breland—. Sé que hay estudios que sostienen que armar a la gente honesta frustra dos millones de intentos de delito por año. Cuando hablé con el director del FBI sobre eso, me dijo que creía que el número se acercaba más a quinientos o seiscientos mil.
—Así es más fácil para usted olvidarse de las víctimas —dijo alguien con burla desde detrás del primer círculo.
—Vamos, vamos, eso no es justo —dijo otra voz—. Quizás a él le guste la idea de que haya más delitos. Si se desarma al pueblo, tendremos que mendigar al gobierno ayuda y protección. Esta ciudad quiere que seamos dependientes.
Breland giró sobre sus talones, buscando a quien había hablado.
—¿Por qué prefieren darme los argumentos antes que escuchar lo que tengo que decir? Si es porque ya han decidido no creerme, ¿por qué están aquí? —Se dio media vuelta y capturó la mirada de la coronela—. Yo estaba por señalar que si se cuentan los delitos que las armas impiden, también tienen que contar los que ellas permiten.
—Tonterías —se burló una mujer pequeña al lado de la coronel—. Las armas no hacen criminales. Eso es pensamiento mágico. Mis hermanos y yo crecimos con armas. Mi marido y yo hemos criado a nuestros hijos con armas, y no hay ningún criminal sangriento en ninguna de las dos familias. Explíqueme eso.
—Buena crianza. Sensatez acerca del alcohol y las drogas. Un trato amable con los niños y afecto entre los padres. Suficiente control sobre sus propias vidas, que los hace estar contentos con ellas. Mucha buena suerte —dijo Breland—. Pero no tenemos que ser ingenuos acerca de esto, ¿verdad? No es casual que la gente busque un arma cuando quiere ejercer su derecho a decidir sobre cómo van a ser las cosas. No hay diferencia entre quienes violan la ley y quienes la respetan aquí.
En ese punto, la expresión de la coronela Harris pareció congelarse, y no fue la única.
—Bien —dijo Dillard—, eso explica en gran parte que usted no pueda ver ninguna diferencia entre los asesinos y gente como nosotros. Pienso que todos lo entendemos mucho mejor ahora.
—No es eso lo que dije —respondió Breland, con una expresión de mal humor—. Vamos, no hay ningún público para el cual actuar. Esta gente ya está con ustedes —dijo Breland, marcando un lento círculo con las manos extendidas de ambos lados—. ¿No podemos ser un poco honestos? Se trate de un villano poniendo un arma en la cabeza de un buen tipo, o al revés, todos ustedes quieren lo mismo en ese momento: poder, influencia, peso, es decir, control.
—Yo soy uno de los buenos tipos —dijo un hombre con un vientre redondo que tenía un arma enorme—. Quiero que me dejen solo.
—Lo cual significa que quieren que el mundo sea como ustedes quieren que sea, lo cual significa control. No es una verdad secreta que no pueda decirse, ¿no es así? —preguntó Breland—. Las armas son simplemente como los ejércitos. Hay sólo dos razones para apuntarlas contra alguien.
—Coerción y disuasión —dijo la coronela Harris.
—Sí. Uno levanta un martillo para poner un clavo. Uno levanta un arma para obligar a alguien a hacer lo que uno quiere.
—Ahora, un momento —dijo una joven, baja y con cabello largo y lacio—. Usted lo hace sonar completamente siniestro y serio. ¿Y el tiro al blanco? ¿El tiro al platillo? ¿Los lanzaplatos? ¿Qué hay de la historia, la tradición? ¿Y la caza? Las armas son divertidas. ¿Hay alguien aquí que no haya disfrutado la primera vez que disparó un arma?
—Más disfruté todavía la primera vez que acerté a un blanco —dijo un bromista secamente. La risa rompió la tensión del ambiente.
—Ahí hay un poco de honestidad, gracias —dijo Breland—. Miren, quizá me puedan ayudar a entender algo. ¿Qué han perdido realmente que los hace querer volver a la situación que había antes de que apareciera el Gatillo? Porque todo lo que me dice el FBI es que los delitos no han aumentado.
—No es lo que yo he escuchado —dijo Dillard—. Lo que yo escucho es que vemos dos, tres, cuatro o más malvivientes que trabajan juntos, irrumpen en las casas, roban a gente en los cajeros automáticos, asaltan a mujeres en los autos.
—Tiene razón —admitió Breland, para el evidente asombro de su interlocutor—. El delito en equipo, como el FBI lo llama. Estamos viendo más delito en equipo, y no me alegro de eso. No veo aún una solución.
—¿Y el equipo del señor Smith y el señor Wesson?
Para sorpresa de Breland, fue la coronela Harris, mirando con seriedad a Dillard, quien atajó esa bala retórica.
—La verdad es que el Presidente tiene razón —dijo ella—. Uno puede encontrarse en desventaja aun llevando un arma. Y ser superado con armas no es mejor que ser superado sin ellas, especialmente dado que sólo el hecho de llevarlas les da una razón para tirar primero.
Dillard escupió, irritado.
—Maldición, coronela, no le dé ayuda a este fascista.
—No le doy nada. La verdad es la verdad. Y hablando de eso… —dijo ella, volviéndose a Breland—. Cuando el FBI no publicó sus estadísticas preliminares durante el último año en la época habitual, muchos de nosotros pensamos que conocíamos la razón: eran malas, y ustedes estaban tratando de pensar cómo limpiarlas.
Breland apretó los labios, e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No. En todo caso, los números son demasiado buenos. Aun con el cambio de ciertas tácticas delictivas, las cifras finales deberían mostrar que los homicidios han bajado un catorce por ciento, las violaciones por lo menos un diez, el ataque agravado casi un veinte, los robos armados casi un tercio completo, la mayoría en el sector comercial.
—Oh, esto es pura propaganda —dijo Dillard con rechazo.
—No, son buenas noticias —replicó Breland—. Significa que aún podemos esperar que los norteamericanos seamos tan civilizados como los pueblos de Europa, o de Asia industrializada, o de Canadá. Significa que hallamos una manera de cambiar las reglas y hacer más difíciles las cosas para los criminales, y algunos se desanimaron, o cambiaron su punto de vista. Significa que el Gatillo y el Obstructor salvaron más o menos a cien mil de sus compatriotas de ser víctimas.
—¿Entonces por qué no las difunde? —preguntó Harris—. ¿Por qué esto no llegó a los medios?
—Porque ordené al FBI no difundir nada hasta que todos los números fueran incuestionables. Porque sabía que algunos serían escépticos, y no quiero ayudar a nadie a pensar que los números habían sido alterados.
—Bien, yo no les creo ni por un minuto —intervino un joven irritado—. Ésta es la gran mentira, es su estrategia de reelección: mear sobre nosotros y decirnos que está lloviendo.
—Suficiente, soldado Terrell —dijo Harris de modo tajante.
—¿Qué?
—Éste es el Presidente de los Estados Unidos, y usted debe respetarlo.
—¿Respetarlo? Oh, esto es una locura. No puedo creer lo que estoy escuchando. ¿Debo respetar a un cobarde, a un traidor? Este hombre le quitó el corazón a la Segunda Enmienda, y el comandante de turno se derrite por agradarle. Me dan ganas de vomitar.
—Sargento, escolte al soldado Terrell hasta la zona de la cocina.
—No, está bien —dijo Breland, acercándose—. Quiero hablar con él. ¿Cómo te llamas?
—Steve Terrell. —El desafío brillaba en sus ojos.
—Tienes mal los datos, Steve Terrell. Esta tecnología surgió del sector privado, sin un centavo de dinero fiscal ni un susurro de Washington acerca de lo que vendía. Es el sector privado el que la ha hecho avanzar. Y la razón es algo que usted no quiere admitir ante sí mismo: que la mayoría de los ciudadanos no quieren ser pistoleros. No es así como quieren vivir.
—Apostaría que aun la mayoría de los dueños de armas no quieren eso —dijo alguien tranquilamente.
—Ahora esa gente —continuó Breland— tiene un arma propia, una que convierte a ese Winchester que llevas en una pieza de museo, o a lo sumo en un garrote caro. Todo cambia. La Declaración de Derechos no les prometió eterna superioridad tecnológica para la pólvora sin humo y el cañón del rifle.
—Pero sí prometía, maldición, que yo podía mantener mi arma, así podía volarle los sesos a cualquier fascista traidor que tratara de quitármela.
—¿Por eso está aquí, señor Terrell? ¿Espera una segunda oportunidad?
—Estoy aquí para defender la Constitución de todos sus enemigos, extranjeros y nacionales. Se suponía que usted debía hacer eso, también.
—Lo hice —dijo Breland—. Si nosotros fuéramos los fascistas como usted piensa, hubiéramos tomado esta tecnología, equipado a escondidas una flota de helicópteros y furgones negros, y hubiéramos desarmado ciudades enteras de la noche a la mañana.
—Si fueran los patriotas que deberían ser, hubieran tomado esta tecnología y la hubieran arrojado al fondo del Lago Superior.
—¿Así que usted espera que nosotros desarmemos a su vecino, pero no a usted? —preguntó Breland—. Un doble criterio, muy interesante. Desafortunadamente para usted, la Corte Suprema no lo aceptó.
Terrell hizo un gesto de mofa.
—Esa decisión fue comprada y vendida por los agentes del poder. La élite nunca ha querido que el hombre común esté armado.
La mirada de Breland fue una acusación.
—A usted le gusta mucho su fantasía de persecución, Steve Terrell —dijo, y se volvió a la coronela—. Yo no los desarmé a ustedes. Ustedes aún pueden tener sus armas en su propiedad, si eso es lo que ustedes y sus familias eligen. Aún pueden llevar armas a los bosques públicos para cazar. Aún pueden ir a los campos de tiro y a los clubes de tiro. Si viven, trabajan y juegan en los espacios vacíos del continente, aún pueden vivir confiados en sí mismos, como en las fronteras. Nada de eso ha sido quitado.
»Pero cuando salen de sus espacios privados y bajan de los montes, cuando vienen a los pueblos y ciudades donde vive la mayoría de nosotros, van a hallar más y más lugares donde sus armas no son necesarias ni bienvenidas. Y van a tener que tomar una decisión.
»¿Van a darse vuelta, y mantenerse afuera? ¿Van a unirse a nosotros y a aceptar nuestras reglas? ¿O van a abrirse paso y van a tratar de hacer nuevas reglas para ustedes y para sus armas? Eso es lo que me he estado preguntando cuando miraba desde esas ventanas de ahí, qué elección harán ustedes. —Examinó lentamente el círculo, intentando leer las expresiones, inescrutables en la oscuridad—. Cuando la hayan hecho, supongo que no estarán más aquí.
—Usted no estará ahí mucho más —gritó alguien con entusiasmo desde la oscuridad.
—Probablemente no —coincidió Breland—. Y sé que no me extrañarán, pero vayamos a donde vayamos desde aquí, todos vamos a seguir viviendo en el mundo que creamos con nuestras elecciones. Pueden hacer un mundo de individuos, donde cada uno cuide de sí mismo. O pueden correr un riesgo limitado, unirse al resto de nosotros e intentar una comunidad.
—Palabrerío colectivista.
—No. Es algo llamado trabajo en equipo —replicó Breland—. Sé cuánto puede funcionar. Lamento que ustedes no. No creo que los seres humanos hayan sido creados para vivir solos, con miedo unos de los otros. Pienso que todos nuestros mejores momentos han llegado cuando dejamos ir ese miedo y nos reunimos. Aun cuando hay fieras afuera, y algunos de nosotros perderemos nuestra apuesta.
—¿Usted se ofrece?
—Si es necesario —dijo Breland—. Si todo lo que nos importa es nosotros mismos, ¿qué tenemos? Piensen en grande. Kant lo llamaba el imperativo moral: actúa de manera tal que lo que usted haga pueda servir como una ley universal. ¿Quieren vivir en un mundo en el cual otros diez mil millones de personas los sigan? Ésa es la verdadera prueba. Ésa es la elección que realmente estamos haciendo.
»Y eso es todo lo que vine a decirles. Aunque no lo sabía hasta ahora. Estén seguros de qué elección hacen. —Sus ojos buscaron los de la coronela, y esbozó una sonrisa dura—. Gracias por escucharme hasta el final. —Ella asintió, y él se dio vuelta para irse.
Como era inevitable, había algunos en la multitud que no querían darle a Breland la última palabra. Fue seguido hasta el límite del parque y más allá por un pequeño círculo de detractores que gritaban sus desafíos y sus maldiciones del otro lado del anillo de escoltas del Servicio Secreto.
A un joven en uniforme no le bastó con lanzar insultos. Cuando el Presidente se acercaba a la puerta, cargó desde atrás con una piedra del tamaño de un puño en cada mano.
—¿Piensa que está seguro? ¡No está seguro! —gritó a diez metros de distancia, luego tomó impulso y lanzó una piedra.
Pero un agente ya se había ubicado en una posición de obstrucción, y había desviado con sus compañeros el misil, que dio sin daño contra la cerca de acero. Al mismo tiempo, un segundo agente cargó contra el atacante con una lanza, mientras los demás se agachaban. El agente derribó al muchacho con un solo golpe en el abdomen, y luego se retiró para cerrar el círculo alrededor de Breland.
Eso fue todo lo que Breland vio. Fue rodeado, llevado hacia adelante por la puerta, y empujado por el parque por su escolta. Charles Paugh fue a su encuentro en el sendero, y su tono de reproche era un poco diferente del de los que estaban del otro lado de la cerca.
—Predecible. Completamente predecible. Si molesta a las avispas en su avispero, atacarán. Espero que haya saciado su curiosidad, porque John Burke va a querer ponerle una bolsa en la cabeza y encerrarlo en el sótano por un mes.
—Todavía pienso que valía la pena —dijo Breland—. Sólo terminó mal. —Pero no podía fingir que el ataque no lo había alterado—. Voy a subir. Dile a John que si quiere darme una tunda, puede hacerlo por la mañana.
—Le diré. Aléjese de las ventanas durante el resto de la noche, ¿sí?
Pero John Burke no entendió la insinuación. Media hora después, estaba en el teléfono con el Presidente, pidiendo diez minutos.
—Quiero mostrarle algo que quizá lo haga dormir un poco mejor.
—¿Tienen al muchacho?
—El atacante está detenido, sí.
—Eso es suficiente para mí.
—Puedo hacer más, señor Presidente. No se arrepentirá.
Breland cedió, y poco después Burke emergió del ascensor con un bloque de memoria en la mano izquierda.
—¿En su estudio? —preguntó.
—Da igual.
Burke pasó primero y se instaló en la silla más cercana a la pantalla empotrada del centro de medios, con el tablero de control sobre la falda. Breland estaba parado cerca de su silla de trabajo favorita, una reclinable de cuero muy usada.
—Éste es el ataque, desde la cámara dieciséis —dijo Burke mientras aparecía en la pantalla una imagen fantasmal con poca luz—. Observe al atacante en la esquina superior izquierda. Ahí y ahora se detiene para gritarle… ése es el agente Frank Baines que avanza y evita el proyectil lanzándolo afuera.
—Buen tiro —dijo Breland con un gesto de aprobación.
—Le diré que usted dijo eso. Le gustará, es un simpatizante de los Dodgers. Ahora acá hay una parte que no vio. Ésa era la agente Toni Waters, quien apartó al atacante. La razón por la que no lo persiguió ni retuvo soy yo: mis órdenes al destacamento eran que retirarlo a usted era más importante que cualquier otra cosa. Así que el atacante tuvo una oportunidad de recuperarse y salir corriendo, con la ayuda de algunos de sus compañeros. Estoy seguro de que lo hubiéramos hallado, pues la marca de tintura del palo va directamente a través de la ropa y entra profundamente en la piel.
—Espere un minuto. ¿Cómo «lo hubiéramos hallado»? ¿No me dijo que estaba detenido?
—Así es. Ésta es la vista desde la cámara dieciocho, aproximadamente diez minutos después. Ésa es nuestra gente, en el fondo, que se organiza para rastrillar el parque. Ahí, arriba en el centro, está lo que quería que viera.
Breland lo miró de soslayo. Un grupo de seis personas surgía del parque, y era evidente que una de ellas era arrastrada contra su voluntad.
—¿Ése es el hombre?
—Es él. David Joseph Markham.
—Su gente en el parque lo apresó, entonces.
—No tuvieron oportunidad de hacerlo —dijo Burke—. La milicia lo apresó por nosotros. Arresto de los ciudadanos. Ahí está el comandante de la noche y el sargento, sacándolo y entregándolo al agente a cargo.
—No puedo creerlo…
—La primera vez que vi esto, pensé que quizás ellos pudieron ver que nos preparábamos para provocarlos a todos, y que no podrían esconderlo, así que mejor entregarlo. Pero luego escuché el informe de los agentes en el parque: el muchacho no se detenía e iba derecho por la avenida Liberty, gritando para que sus amigos se interpusieran entre él y los agentes. Supongo que tenía menos amigos ahí de los que pensaba. Lo prendieron al norte de la fuente.
—Nunca hubiera esperado esto —dijo Breland, incrédulo—. Nunca hubiera esperado ninguna ayuda de ellos.
Burke apagó la imagen, que había quedado congelada en el último cuadro.
—Bien, quizá sea por eso que la coronela Harris dijo lo que dijo. Yo no sabía exactamente lo que significaba.
—¿De qué habla?
—Cuando ella entregó a Markham, le dio al agente un mensaje para usted. —Sacó una tarjeta blanca de un bolsillo del pantalón y miró torvamente la letra garabateada—. Dijo: «Díganle al Presidente que apuesto a él, a Kant y la comunidad, y espero que sea algo más que palabras bonitas». —Dejó caer la tarjeta en la consola y levantó la mirada—. ¿Quién es Kant?
Pero para entonces, el Presidente no escuchaba más. Se había alejado y miraba la ventana hacia el parque, aunque las ramas densas de un arce le tapaban la vista.
—Yo también, coronela —dijo Breland suavemente—. Yo también.
Breland permaneció sentado solo durante casi una hora, pensando sobre Grover Wilman y recuperándose un poco de su encuentro con la Milicia de la Libertad. Ahora que la frustración había dado paso a una cansada resignación, le parecía que haber ido al parque había sido una imprudencia.
Sólo cuando se puso de pie para marcharse tocó la tarjeta que Burke le había entregado. La tomó con la intención de guardarla en un bolsillo y le echó un vistazo al pasar.
Pero esa rápida mirada se detuvo en una P plateada grabada en relieve, con una flecha apuntando hacia la derecha. Junto a ella, estaba el nombre Carol Westin Harris y debajo una dirección de correo electrónico. En la parte trasera, lo que Burke había dicho que era su firma era un eco de lo impreso en la parte de adelante, grabado en letras más pequeñas en el costado derecho inferior.
—Diablos… ¡Burke! —gritó y se dirigió hacia la puerta. Para cuando llegó hasta ella, estaba corriendo—. ¡Charlie!
Nadie respondió. Breland corrió nuevamente hacia la sala de prensa y se arrojó sobre el sillón frente al televisor.
—Vox. Conectarse. Seguridad, Puesto 1. —Una imagen de baja resolución de un joven marine sentado a un escritorio apareció en el costado superior derecho de la pantalla—. ¿Quién es ése, cabo Mackie? —le preguntó al guardia—. ¿Quién está en la casa, cabo?
—Señor Presidente. Puede ver la lista de los presentes en el canal treinta desde cualquier nodo de comando. Recibirá una imagen instantánea ahora.
La lista de personas en la Casa Blanca ocupó todo el lado derecho de la pantalla.
—Maldición, son todos miembros del personal, del área ejecutiva. ¿Dónde está Charlie Paugh?
—Ya se fue, señor.
—¿Y Burke?
—El capitán Milton está a cargo esta noche, señor.
—¿Y la señora Tallman? Maldición, le dije que se fuera a su casa. Tenía gente invitada a cenar. ¿Hay alguien en el área administrativa? ¿En la biblioteca? ¿Qué hora es?
—Se ve a un técnico en el área administrativa; no hay nadie en la biblioteca. Son las dos y diez de la madrugada.
Breland hizo un gesto impaciente con la mano.
—Vox. Cerrar. —Pensó un instante—. Vox. Búsqueda en la red. Comillas, Futuristas, cerrar comillas.
Los veinte minutos de navegación alocada dieron como resultado una comedia, un trío musical. Dos grupos de admiradores de la ciencia ficción (los Nuevos Futuristas y los Nuevos Futuristas Originales) y un grupo de escritores muertos (que no incluía a Sturgeon, el que Wendell Schrock había mencionado), dos novelas, una película en dos dimensiones, un juego de aventuras de realidad virtual y una serie de libros de historietas de un superhéroe. Nada parecía estar relacionado con el símbolo de la P y la flecha.
Sí lo encontró en varios de los sitios dedicados a Sturgeon, junto con unas cuantas citas atractivas sobre el amor, la razón y la paz mundial. Pero no había mención alguna de Schrock o de Harris ni de una Alianza para un Futuro Humanista. No tenía ninguna presencia en la red, lo cual a Breland le pareció desconcertante. Ni siquiera las poderosas redes proporcionadas para su consulta por la Oficina Nacional de Información pudieron conectar a Wendell Schrock y Carol Westin Harris.
«Al diablo con el protocolo», pensó Breland y llamó a Schrock. Fue necesario otro aparatito para penetrar en el sistema de mensajería del analista y hacer que su teléfono sonara.
—¿Qué sucede? ¿Quién es? —preguntó Schrock, adormilado.
—Necesito hablar con usted, Wendell —dijo Breland—. Vox. Mandar vídeo.
—Señor Presidente. —La sorpresa en la voz de Schrock fue evidente.
Breland tomó la tarjeta y la colocó delante de la lente de primer plano.
—Esta noche me hicieron un favor inesperado —comenzó a decir.
—Sí, me enteré —respondió Schrock.
—Se enteró… ¿Cómo?
—Había por lo menos tres cámaras en el parque. Es la historia principal de los noticiarios de la noche.
—Desgraciado…
En ese momento, la imagen de vídeo entrante mostró el rostro y los cabellos revueltos de Schrock en la pantalla.
—Está funcionando de maravillas, señor. También me enteré por Carol, en un encuentro.
—Entonces, ella es una de los suyos. ¿Esto tiene que ver con lo que conversamos antes? ¿Ésta es la ayuda que dijo que podría existir?
—No, señor. Sólo fue una cuestión de suerte.
Breland desvió la mirada, sacudió la cabeza y luego volvió a alzar la mirada.
—Wendell, verdaderamente le agradecería una explicación. ¿Quiénes son ustedes? Sabe que no hay manera de encontrar el símbolo de ustedes en una búsqueda por la red.
Schrock se rio.
—Sólo tiene que saber cómo hacerlo. Bien, una explicación. No hay credo ni constitución que pueda citar, entonces tendrá que conformarse con el Evangelio según Wendell. Le diré cómo fue y luego le diré cómo ha cambiado en los últimos dos días.
»Los Futuristas nacieron en la red y no podrían existir sin ella. La red es donde los fundadores se conocieron y donde en la actualidad los miembros se mantienen en contacto y hacen la mayor parte de su trabajo. Sucedió de ese modo porque la red se está ahogando en la ignorancia, en la desinformación, la hostilidad, el curanderismo, la propaganda, las crédulas seudociencias, la racionalización y en el pensamiento llanamente ingenuo. Los Futuristas son personas a quienes todo eso les provoca consternación, porque creemos que podemos elevarnos más alto y exigir un poco más de nosotros mismos y de los demás.
—Mencionó algo al respecto cuando habló conmigo.
Schrock asintió.
—Creemos que hay una chispa de razón en todos los seres humanos y en su luz se puede percibir un atisbo de la solidaridad propia de la humanidad y el camino hacia el futuro.
—Quizá le robe esa frase.
—Por favor, hágalo. Entonces, para pertenecer no tiene que decir que cree en A o en no A. Sólo tiene que decir que sabe que existe una forma racional de elegir entre esas opciones. Ser un Futurista implica comprometerse a hacer la próxima pregunta, a mantener la mente abierta, a poner a prueba las ideas, en especial las reconfortantes y tentadoras que tan a menudo trascienden las defensas lógicas. Profesamos una fe irracional en el poder de la razón. La pasión puede hacernos avanzar, pero la razón nos hace elevar, por lo tanto, tratamos de ser amigos de la razón siempre que podemos.
—¿Cuántos son?
—No muchos. Algunos millones que saben que son miembros. Con optimismo, algunos miles de millones que no lo saben… como usted.
—A nivel internacional.
—Por supuesto. Ésa es la promesa aún no concretada de la red: una comunidad apátrida de personas instruidas que trabajan juntas con fines progresistas, incluyendo la búsqueda de la verdad. Un Nuevo Orden Mundial civilizado en el que no se mata a la gente por tener diferentes creencias que las propias: se les enseña si se puede, se aprende de ellos lo que se puede y se promueve la tolerancia mutua.
—Hay mucho idealismo en todo eso.
—El idealismo es el caballo —admitió Schrock—. Pero la razón es el jinete. Bueno, así llegamos hasta esta noche.
—Usted dijo que algo había cambiado…
Schrock asintió.
—Algunos de nosotros —o muchos de nosotros, creo— hemos estado trabajando en el tema del desarme por algún tiempo. Pero los hechos de los últimos dos días han hecho reaccionar a los miembros como nunca antes había visto. Nos hemos estado reuniendo continuamente desde que el senador Wilman fue asesinado y he visto treinta mil simpatizantes conectarse de repente. De eso surgió algo que nunca imaginé: formamos un comité. Vamos a organizar un esfuerzo coordinado para apoyarlo a usted y a Razón sobre la Locura. Ya hay miles de voluntarios.
—¿Para hacer qué?
—Para oponernos a aquéllos que quieren que usted fracase, que quieren que el desarme fracase, que piensan que la pérdida de un privilegio es un precio demasiado alto a cambio de la paz. Hace meses que andan por ahí presionando. Sabemos que están organizados: todos dicen lo mismo y hacen el mismo descerebrado discurso. No debaten, sólo hacen propaganda. Y saben muy bien cómo hacerse oír.
»Vamos a apostar a que la razón triunfe por sobre la propaganda. Hay infinitos lugares tanto en el mundo real como en el virtual donde la gente se reúne a conversar: salas de chateo, reuniones públicas, foros de lectores, charlas por la red, bares, parques, bancos. Allí estaremos. Nos aseguraremos de que haya una voz paciente y reflexiva que hable en nombre de la cordura. Y nos vamos a hacer oír.
—Le envidio su optimismo, Wendell. Le confieso que he estado luchando para encontrar el mío.
—No se rinda, señor —le pidió Schrock de corazón—. No podría haber estado más orgulloso de mi Presidente que cuando lo vi abrirse paso entre la multitud a sólo cuarenta y ocho horas de que asesinaran a su amigo. Usted cambió una mente esta noche. Cambiaremos diez más mañana y cien al día siguiente. Sólo siga hablando con esa chispa de razón y de a poco le insuflaremos vida.
El Obstructor de maletín hizo su aparición en la Exposición de Equipos Electrónicos de Consumo en Las Vegas. Toshiba exhibió un sistema refinado de tres partes con un compartimento con alimentación para la casa, otro para el baúl del auto y un maletín de ocho kilos con capacidad de una hora de operación continua a corta distancia o a tres ráfagas de larga distancia. Estaba dirigido a las preocupaciones de los ejecutivos y venía con una etiqueta de un precio de cinco cifras que poco hizo para atemperar el interés. Safeco introdujo el Pasaje Seguro, una versión civil del Supresor para la mochila, que las fuerzas de policía habían adoptado en veintiocho países, y el Centinela, un accesorio para su sistema modular de defensa del hogar.
Pero el gran éxito de la exposición fue el Escudo de Plata Celestial, un Obstructor despojado envuelto para el hogar. Construido con componentes menos refinados que los demás productos, el Escudo de Plata tenía el tamaño de una mesita y el peso de una heladera pequeña, con el voraz apetito eléctrico de una estufa de resistencia cuando se lo ponía en modo continuo. Pero estaba a la venta por el precio de un buen televisor, y el diseño y la colocación (en el límite entre un artefacto y un mueble) era muy creativo: Los pedidos previos a la exposición llegaron a niveles récord, y en seis semanas Celestial había vendido toda la producción proyectada del primer año. Goldstein viajó a Asia para buscar más capacidad.
Los «dispositivos Horton» como una mercadería provocó una rápida respuesta del Congreso, que trató de estrangular el incipiente mercado con regulaciones. El proyecto de ley del senador Hap Neely sobre «paridad de autodefensa e igualdad» fue un claro intento de detener la posesión de Obstructores de propiedad privada, limitándolos a un campo de treinta metros o a la línea de propiedad más cercana, si estuviera más cerca. La ley fue aprobada con un margen a prueba de veto, pero los abogados de Arsenal del Escudo de Vida la enterraron en papel antes de que pudiera ser efectiva.
—Si los autores de esta legislación quieren salir a la luz para demostrar públicamente que las armas de fuego y las municiones que están en uso en la actualidad tienen un rango de sólo treinta metros y respetan las líneas de propiedad —dijo el abogado principal desde la escalinata de los tribunales—, los demandantes con mucho gusto retirarán su solicitud. De otro modo, contamos con la corte para exponer la farsa que es esta ley.
Todo salió bien en el juzgado del distrito, pero el Congreso volvió a la carga. Esta vez, se trató de un ataque con tres cañones, que se valió de los mecanismos burocráticos federales.
Un comité de la Cámara ordenó a la Comisión Federal de Comercio investigar «cuestiones de salud y de seguridad» concernientes a la exposición prolongada de los niños pequeños y las mujeres embarazadas a campos de influencia del Obstructor. Un panel del Senado ordenó a la Administración Federal de Aviación y la Comisión Federal de Comunicaciones investigar conjuntamente la posibilidad de que un accidente de Venture Star en Dallas hubiera sido causado por la interferencia del Obstructor, instalado en la estación de lanzamiento. Y se solicitó a la Administración de Alimentos y Drogas que mirara los informes que afirmaban que los dispositivos de Horton estaban matando gente por el daño provocado en los microprocesadores en implantes médicos.
Todas y cada una de las acusaciones eran engañosas, hasta fraudulentas. Pero en conjunto ofrecían no sólo la perspectiva de meses de mala publicidad, sino todo el espectro de acciones regulatorias, desde la anulación de decisiones hasta prohibiciones directas.
Todo formaba parte de la guerra continua de percepciones que se llevaba a cabo en todos los frentes donde se formaba la opinión pública. Pero a medida que avanzaba el año, la lucha se parecía cada vez más al final de un juego desesperado con un resultado decidido de antemano. No habría revoluciones por parte de la gente común contra el gobierno. La clase media no se estaba comprometiendo en una guerra civil.
En lugar de ello, había signos de una evolución en las actitudes públicas no sólo hacia las armas, sino también hacia la violencia. Un despertar de indignación y repulsión, un retroceso del cinismo despreocupado que había permitido al país aceptar la matanza con un gesto desdeñoso.
—Ahora que finalmente sabemos que estamos enfermos, ¿cómo sabremos si estamos mejorando? —preguntaba el protagonista del éxito de teatro Asylum.
Muy de a poco iba surgiendo una respuesta.
Por primera vez en la historia, el número de vendedores de armas de fuego con licencia oficial cayó por debajo del número de asistentes para crisis del Servicio Nacional de Salud. Para entonces, los vendedores de armas más visibles eran una especie amenazada. Sólo en el lapso de un año, uno de cada tres había cerrado una tienda, y sólo la obcecación mantenía a muchos otros abiertos frente a la indeleble tinta roja. El circuito de exhibición de armas simplemente colapso, puesto que la cantidad de vendedores superó la de compradores y los precios cayeron en picada.
Los fabricantes de armas de fuego y municiones apenas sobrevivían. Una oleada de fusiones, adquisiciones y bancarrotas había mermado sus filas, y con todo nadie podía decir cuánto tiempo más sobrevivirían. Remington-Colt pasó por cuatro períodos de cierres forzosos. La compañía a la que pertenecía Winchester la separó vendiéndola a un consorcio alemán más interesados en sus fábricas que en sus productos.
Al ver que el uso criminal de armas de fuego caía, el estado de Massachussets rechazó todas las regulaciones de «tiempo, lugar y manera» de armas de fuego, y agregó una ley que convirtió en delito mayor el desarme o la desactivación de un artefacto de Horton. En un mes, otros treinta y cinco estados siguieron un camino similar.
Los ciudadanos comunes también veían menos crimen. Millenium Media, la mayor agencia de programas y servidora de habla inglesa, abandonó el canal Testigo del Crimen de su línea de «esenciales para el hogar» debido a una «erosión de audiencia». Testigo del Crimen mostraba vídeos de crímenes en vivo durante las veinticuatro horas y persecuciones en los seis continentes. Fue reemplazado por Planeta Maravilloso, un nuevo canal de turismo virtual de National Geographic.
Continuaron las malas noticias para Testigo del Crimen, que fue forzado a cortar sus derechos de pago en un tercio y mostrar programas ya dados con doce horas de repeticiones por día. Eso no fue suficiente para salvarlo. Dos meses más tarde, después de que desertara un anunciador clave, el canal intentó continuar como servicio de suscripción. En seis semanas más estaba en la bancarrota.
Ese anunciador clave era el gigante de los alquileres y mudanzas, que había intentado resaltar las características de seguridad de sus propiedades en alquiler especiales con el eslogan «Duerma tranquilo. Cuando vuelva a su casa de noche, vuelva a Hogares Halstead». Como los índices de ocupación bajaban, la presidenta de Halstead anunció que la compañía se estaba reposicionando como «la alternativa de la clase media de lujo y conveniencia».
Ella le dijo al Wall Street Journal: «No se puede vender a la gente lo que la gente ya tiene. Necesitamos ofrecer más que seguridad personal para tentar a los potenciales clientes a mudarse».
Era objeto de debate si todos esos desarrollos estaban tan conectados como parecían. Pero el debate hizo poco para impedir que se establecieran conexiones, o que surgiera la esperanza.
Sin duda, aún había lugares que no eran seguros, y gente en la que no se podía confiar. Pero había signos de una decisión de buscar maneras de enfrentar esos problemas sin recurrir a las armas.
Como decía el frecuentemente citado «ninja de Nueva York», el detective sargento Jan Flynn: «Estar armado no es lo mismo que estar seguro, y estar desarmado no es lo mismo que estar indefenso». Flynn, pequeño y de ojos azules, se convirtió en un símbolo de la nueva actitud, demostrando incansablemente ambas proposiciones en auditorios y estudios a lo largo del nordeste. Cientos de programas comunitarios adoptaron la Guía para la Defensa Personal de la Policía de Nueva York como la Biblia de sus nuevas clases para adultos.
El estado de Pennsylvania avanzó un paso más, convirtiendo a la defensa personal y el entrenamiento en manejo de la ira en partes de su nuevo curriculum escolar para los niños entre cinco y quince años. El programa, que incluía duelos de gritos y con bates de goma espuma, copiaba exitosos programas piloto en Youngstown, Ohio, y en Baltimore, donde las tasas de ataques juveniles habían bajado más de un diez por ciento.
En Los Ángeles, el carismático líder de la Confraternidad Islámica declaró que Alá había bendecido a los maridos y padres con «el antídoto para el vacío, la esencia del compañerismo y la clave de la rectitud». Con la advertencia de que las «manos ociosas» de un hombre que a los veinte años no estaba casado eran un peligro para sí mismo y su comunidad, Benjamín Muhammad anunció que la Confraternidad empezaría a organizar casamientos para hombres solteros desde los quince años, y de mujeres desde los catorce años.
—Sólo cuando sabemos nuestro lugar podemos hallar nuestro camino —proclamó en el casamiento masivo de las primeras veintiuna parejas unidas por los organizadores—. El amor nos civiliza, y el matrimonio nos llena, y la fe nos eleva.
En Atlanta, una alianza de iglesias bautistas del sur reclutaron un equipo de clérigos mediadores con la idea de impartir un diferente sabor de justicia de la calle. Armados sólo con un banco plegable y la autoridad moral de su investidura, se dedicaron a intentar resolver conflictos donde surgieran, dirigiendo su corte clerical en las esquinas, en las plazas y porches. Los acuerdos que lograron eran cerrados con un apretón de manos y una mano sobre la Biblia, y eran garantizados por las expectativas de los testigos de esa promesa.
En la comunidad había conciencia, y en la conciencia, comunidad.
Pero por muchas afirmaciones colectivas de ese tipo que hubiera, en definitiva el cambio dependía de los actos individuales de valentía y compromiso. La mayoría de esos actos eran privados, invisibles y no festejados. Pero algunos hallaron un lugar en la escena pública, y su influencia iba mucho más allá del simple ejemplo.
Marge Winkins, una viuda y abuela de cincuenta y ocho años, administradora de una sucursal de un Banco de Rochester, Nueva York, se despertó ante el ruido del vidrio roto en la mitad alquilada de su dúplex, ocupada por un maestro retirado de sesenta y seis años con osteoartritis. Preocupada por su inquilino, Marge tomó una lata de un pulverizador para avispas y un palo hindú de malabarismo y fue a investigar.
Sorprendió a dos intrusos adolescentes, ambos armados con cuchillos. Un ladrón terminó en el hospital con heridas graves en los testículos; el otro, cegado por el veneno y la sangre sobre el oído por los golpes que le propinó Marge.
—Yo diría que los sorprendió. Pero ¿por qué no llamó al número de emergencias primero? —preguntaban todos los entrevistadores en los talk shows que Marge visitaba.
—Pues, porque yo estaba allí —respondía Marge—. Usted hubiera hecho lo mismo por un amigo, ¿verdad?
El ídolo de la música pop Kip Knight, primer guitarrista para el quinteto de improvisación Mach 5, sacudió su imagen de galán malvado con una confesión grabada en la primera página del sitio en la red de Mach 5.
—Soy un borracho. Y cuando estoy borracho, la horrible mierda que llevo dentro de mí se escapa. He golpeado y herido a todas las mujeres que me han importado. Y a muchas mujeres que no me han importado; todas esas mujeres anhelantes que conseguían el permiso del representante para venir detrás de escena y al hotel recibieron el mismo trato.
»No quiero hablarles de las razones de esto, ni del origen de toda esa ira. Pero quiero pedir disculpas a esas mujeres (Dove, Paula, Noria, Sam, Mackie, y todas las demás) por no encontrar otra manera de manejarlas, por aprovecharme de ustedes de esa manera, porque yo era Kip Knight y ustedes sabían que había una larga fila de mujeres esperando para estar donde ustedes estaban. No debería haberlo hecho. Ojalá, por Holy Pete[4], no lo hubiera hecho.
»Y quiero decir algo a los chicos. Será breve, porque no es nada complicado. Pero escuchen bien, porque es importante: de todas las cosas estúpidas que hacemos, la peor de todas las estupideces es levantar la mano contra alguien que te ama. Sean cuales sean tus problemas, tus demonios, el sabor del veneno que has estado chupando, no hagas lo que yo hice. No tires a la basura esos dones. Encuentra otra manera. Eso es lo que tengo que hacer ahora: encontrar otra manera.
La respuesta a ese llamamiento fue tan extraordinaria que Knight unió sus fuerzas con otras tres celebridades para fundar Otra Manera, un grupo de «no apoyo» para hombres violentos.
Sin embargo, nadie sorprendió a más gente, ni provocó una respuesta más fuerte o de mayor alcance, ni simbolizó más adecuadamente la evolución que el comentador de medios Herbert Rogers, cuyo programa de máxima audiencia, Casa de Diversión, tenía casi tanta influencia en la industria del entretenimiento como sobre los consumidores que escuchaban sus opiniones dos veces por semana.
—Aquéllos de ustedes que pueden recordar el siglo XX saben que he pasado revista a la industria del entretenimiento popular desde la época en que «el teatro de películas» significaba un proyector y una pantalla plana y «vídeo familiar» significaba una cinta VHS[5] y un televisor de diecinueve pulgadas en una relación de 4:3 de aspecto —dijo un sombrío Rogers en la apertura de su especial de los Premios de la Gente.
»En esa época, yo permitía con gusto que las imágenes de los asesinatos de decenas de miles de seres humanos entraran por mis ojos y llegaran a mis pensamientos. Según mis cálculos, he visto más escenas de crimen que cualquier detective, más combates que cualquier soldado de carrera y más cadáveres que cualquier patólogo.
»Me avergüenza recordar cuántas veces me senté aquí y recomendé que ustedes le pagaran dinero a alguien para empujar esas mismas imágenes brutales dentro de sus pensamientos. Pero me preocupa mucho más el darme cuenta de que, a lo largo de los años, me he vuelto tan insensible a la violencia que con mucha frecuencia me sentaba en la sala a mirar cómo volaba la sangre y cómo caían los cuerpos, y me aburría.
»En ese entonces no daba importancia a las quejas de que la industria del cine había convertido a la matanza en un deporte con espectadores. Es un mundo violento, me decía a mí mismo, y estas películas sólo reflejan la realidad.
»Yo desechaba las acusaciones de que esos éxitos absolutos de acción y aventura eran adecuados para las fantasías paranoicas de poder, una pornografía de la violencia. Estas películas son dibujos animados, me decía, que nadie podría tomar en serio.
»Yo decía que no a la idea de que la mutilación y la ejecución de hombres por entretenimiento era el producto de un sexismo vicioso. Me decía que el verdadero sexismo era vender entradas para ver los pechos desnudos de las jóvenes actrices.
»Me equivocaba. Me equivocaba por completo.
»Nuestros entretenimientos dependen de que nosotros suspendamos deliberadamente la incredulidad. Nos engañamos pensando que lo que hemos visto y escuchado es real. Eso ha funcionado demasiado bien. Ha trabajado tan bien que nunca podemos quitarnos completamente esas imágenes de nuestras cabezas. Cuando me pregunto si me acordé de cerrar la puerta de atrás de mi casa, no es la realidad de mi vida lo que me hace saltar de la cama para volver a mirar. Son los demonios de un millar de películas de terror y policiales con asesinos locos, que aún viven en el fondo de mi mente.
»Todos queremos escuchar historias que confirmen nuestra visión del mundo, pero hemos dado vuelta las cosas, y ahora esperamos que la realidad sea como nuestra ficción. He aquí un hecho: aun antes de que el Gatillo apareciera, la mayoría de los oficiales de policía pasaban su carrera sin disparar sus armas contra un sospechoso, ni mucho menos herir o matar a uno. ¿Dónde se puede buscar en el catálogo de Blockbuster para encontrar esa realidad?
»Muchos de nosotros creemos firmemente que vivimos en un mundo peligroso en una época peligrosa. Pero la verdad es que ésa es la realidad de pocos. ¿A cuánta gente real vieron golpeada, apuñalada, quemada, víctima de una explosión o herida este año? ¿A cuánta gente imaginaria? Ahora piensen en cuántas veces han presenciado un conteo de cadáveres en una vida de “entretenimiento”.
»¿Por qué hemos permitido que la mentira ahogara la verdad? ¿Por qué asediamos nuestros sentidos y envenenamos nuestra sensibilidad de esta manera? No puedo encontrar una buena respuesta, y eso me dice que es momento de parar. No es más que una adicción a la adrenalina.
»Suficiente, entonces. Voy a desintoxicarme. Voy a dejar esta sustancia. Ya he visto suficiente guerra, asesinatos y muertes que importan sólo porque conectan la escena dos con la escena cuatro, suficientes bandas, gángsters, terroristas crueles y asesinos seriales enloquecidos.
»Quiero conocer a los escritores y directores que saben algo sobre el resto de nuestras vidas, sobre todos los tipos de momentos que llenan nuestros días y hacen al ser humano tan glorioso, sorprendente, trágico y paradójico. Ésa es mi elección. De aquí en adelante quiero estar conectado con la vida, no desconectado de la muerte.
»Pueden verme aquí la próxima vez si eso es lo que quieren, también.
No lo hicieron todos los espectadores, pues el rating de Casa de Diversión cayó profundamente al principio, y el correo de Rogers se llenó de quejas sobre «censura», «paternalismo», y aun «acechante fascismo cultural». Pero después de que se alejara la primera oleada de desertores, el rating de Casa de Diversión empezó a subir de modo constante hasta niveles equivalentes y hasta superiores a las cifras anteriores, y el correo elogiaba la «sensatez poco común» de Rogers, y celebraba el «brote de cordura».
Con todo, a unos miles de kilómetros filosóficos de Jan Flynn y de Herbert Rogers, estaban aquéllos que veían cualquier transacción con el nuevo orden como traición, y que se oponían absolutamente a permitir que se convirtiera en el nuevo estado de cosas. Esos disidentes habían permanecido inexplicablemente callados, pero estaban por hacerse escuchar.
—¿Va a pagar en efectivo, realmente?
Jeffrey Horton asintió sin decir una palabra y extendió seis billetes de veinte dólares sobre la línea de verificación. La sorpresa del joven empleado del negocio no era algo nuevo para Horton. Aun en las pequeñas ciudades en el medio de la nada a las cuales restringía sus visitas, comprar más que unos dólares de artículos en efectivo alcanzaba para que lo catalogaran a uno de excéntrico, en el mejor de los casos. Desde que las tarjetas de débito aseguradas con huellas digitales se habían convertido en el principal medio de intercambio, el disminuido resto de economía en efectivo pertenecía a evasores de impuestos, iconoclastas contrarios al establishment, deudores fugitivos y otros variados tipos de personajes raros y pequeños delincuentes.
A Horton no le importaba que se lo asociara con esa gente. Aún más, su barba, ahora lo suficientemente tupida para cambiar por completo la forma de su rostro, y su anticuado pelo largo invitaban a hacer esa relación. Esa imagen algo deshonrosa le otorgaba cierto tipo de privacidad, pues la gente, aunque pudiera mirarlo fijo, no se le acercaba fácilmente a hablarle.
Además, realmente no tenía opción. Entregar dinero era la única manera de escapar a que fuera identificado. Era casi completamente invisible en los registradores de transacciones digitales que podían rastrear a la mayoría de la gente de manera asombrosamente detallada, y se movía por los estados del norte como un fantasma, dejando la menor cantidad de huellas posible. No usaba más transporte comercial de ningún tipo, ni hospedajes públicos, sino que su furgón adaptado cumplía con ambas necesidades, y con una discreción mucho mayor. Podía viajar semanas sin identificarse, y meses sin oír su propio nombre.
Era cierto que los retiros periódicos de efectivo traicionaban momentáneamente la ubicación de Horton a cualquiera con acceso a sus registros bancarios. Pero esos retiros eran siempre lo último que hacía antes de emprender el viaje, después de comprar sus vituallas, hacia una ubicación nueva y aislada que podía estar a muchos kilómetros en cualquier dirección. Entonces se quedaba en ese nuevo lugar hasta que su privacidad se veía invadida o se acababa su dinero, y entonces volvía a una ciudad y empezaba nuevamente.
Una vez había sufrido un robo, a manos de alguien que notó lo grueso de su fajo de billetes y lo siguió hasta el bosque. Había tenido tres encuentros cercanos con osos, y en el último de éstos había deseado tener un arma mientras un oso negro de trescientos kilogramos se lanzaba contra el vehículo y arrancaba pedazos de su guarnición y la rueda de auxilio de la puerta de atrás. Había sido encontrado por guardabosques y guardias de caza más veces de las que recordaba, aunque con menor frecuencia desde que tenía su telescopio de doscientos milímetros de amplio campo autocorrelacionado.
Pero ninguno de esos peligros era tan amenazante como la posibilidad de volver a su antigua vida. Aun en los peores días, esa opción no tenía ningún atractivo para él, y no pensaba en ella. El furgón se había convertido en un confortable hogar de base, especialmente ahora que había vuelto al trabajo.
Pues el telescopio le había dado más que una excusa para estar donde estaba. Le había permitido regresar al mundo de la ciencia de una manera cómoda, con desafíos para su mente y las manos ocupadas. Seguía aprendiendo sobre el cielo y sobre el instrumento, pero ya había empezado a aprovechar las noches limpias y calmas de los bosques del norte para detectar cometas y contar meteoros.
Aparte de eso, tenía sus libros: un archivo enorme de libros de ficción y no ficción postergado durante años, y una guitarra acústica Martin con cuerdas de acero, que antes no había tenido tiempo de aprender a usar bien. Cuando quería escuchar voces humanas, podía poner un programa local de la plataforma de Netcom 9 o del satélite CBC-Oeste de Canadá, o buscar una conversación en línea en el anonimato. Cuando tenía hambre de contacto humano, nunca estaba lejos un burdel en una parada de camiones.
Aunque no podía decir que era feliz, estaba tranquilo porque había hallado suficientes objetivos en levantarse de la cama al comenzar el día, y la suficiente paz para irse a dormir otra vez a la noche.
Luego llegó la llamada que dio vuelta todo.
Su comunicador aún estaba configurado para postergar todas las llamadas para el videocorreo, y para purgar automáticamente todo el correo sin bandera de prioridad. Había muy poca gente que tenía la clave de prioridad actual de Horton: Lee, su familia, Karl Brohier, la oficina de negocios de Terabyte, su abogado, su contador, su bibliotecario personal de Búsqueda de Datos y, con todo, tenía desconectada la alarma de prioridad. Con intervalos de varios días, generalmente en el medio de la noche, revisaba la cola de mensajes en espera, y respondía algunos, archivaba otros y tiraba el resto.
El mensaje etiquetado USGOVITREASDEPT-MÁXIMA URGENCIA A: JHORTON había esperado dos días antes de que Horton lo viera. Tenía una encriptación doble, personal y secreta. Ambas cerraduras se abrieron sin alarma, dejando un breve aunque inquietante videocorreo.
—Doctor Horton, soy el agente Keith Havens de la División de Protección Especial del Servicio Secreto. Por favor, póngase en contacto conmigo inmediatamente cuando reciba este mensaje. El doctor Karl Brohier está gravemente enfermo e insiste en verlo. Yo organizaré su traslado a un lugar seguro donde lo están esperando.
Horton intentó llamar a Brohier. Había un mensaje personalizado para él.
—Jeffrey, es mi mala suerte que cuando finalmente decides llamarme, no puedo atenderte. Es tu recompensa por desaparecer estos últimos meses. Sírvete un vaso de vino. Te llamaré antes de que lo termines.
Sonaba como algo que había sido grabado mucho tiempo antes, y Horton no confió en la promesa de Brohier. Volvió a abrir el mensaje de Havens y cliqueó en el icono de llamada segura.
—Doctor Horton. —Havens tenía una remera color verde oliva y su cabello corto estaba revuelto. Obviamente, lo había despertado—. Gracias al cielo. ¿Dónde está?
—Wisconsin.
—¿Cuál es la ciudad más cercana?
—Eh… Grandview.
Havens miró hacia otro lado, como si hubiera otro monitor a su lado.
—¿Área de Chequamegon?
—Sí.
—¿Tiene un vehículo disponible?
—Sí. Un furgón para acampar.
—Muy bien. —Havens volvió a mirar a Horton—. Hay un aeropuerto civil en Hayward, sobre la carretera 27 del condado. Podemos tener a alguien ahí en dos horas. Se identificarán ante usted con la palabra clave «Candyland».
—¿Cómo el juego?
—Como el juego.
—Estaré allí.
Havens asintió.
—Doctor Horton, hay mucho en juego aquí. Aparte de consideraciones personales, es extremadamente importante para la seguridad nacional que lo llevemos a usted junto al doctor Brohier. Le recomiendo seriamente que no intente llamar la atención mientras esté solo. Manténgase fuera del aire. Quédese en su vehículo hasta que lo contactemos. Tendrá respuestas para todas sus preguntas en un par de horas.
Fue una escenificación perfecta. La preocupación nubló los pensamientos de Jeffrey Horton, pero ni siquiera se le ocurrió dudar de la autenticidad del mensaje. Aunque Brohier nunca le había dicho nada, Horton sabía por las cartas de Lee que el científico estaba bajo tratamiento por un corazón dilatado, y que había sido «devorado por Washington» después de las exitosas pruebas del Obstructor.
Entonces ni la noticia ni su fuente levantaron ninguna sospecha en él, dado que todas las claves de seguridad se comportaron exactamente como era esperado. Cuando apareció un vehículo azul oscuro en el estacionamiento del campo de aterrizaje pocos minutos después del amanecer, Horton lo vio con esperanza. Cuando dos hombres con cortes de cabello militar y un aire precavido y alerta salieron y se acercaron a él, Horton sintió un alivio impaciente.
—Buenos días, doctor Horton —dijo el mayor de los dos, doblándose para asomarse por la ventanilla—. Somos su escolta a Candyland. Puede llamarme George.
En ese punto, Horton experimentó su primer y único sobresalto de incertidumbre.
—Esperaba un helicóptero, o algo así.
—Está en camino. No había nada adecuado para este campo en Grissom, así que tuvimos que hacer todo el camino hasta Scott para buscar un C-12. Usted se las arregló para elegir un estado donde no tenemos muchos recursos.
—Lo siento.
—No habrá problemas. ¿Está listo?
Horton palmeó el bolso deportivo sobre el asiento del acompañante.
—Esto es todo lo que necesito.
—Bien. —George movió el pulgar hacia su compañero—. Él es el agente Loomis. El y otro agente van a conducir su vehículo, así lo tendrá disponible cuando deje Candyland. Si es tan amable de esperar conmigo en al cuatro por cuatro, podemos dejar que ellos arranquen primero. Tienen un largo viaje por delante.
—Por supuesto —dijo Horton. Bajó, el bolso en la mano, y entregó las llaves a Loomis—. Los papeles están en el bolsillo de la puerta. Ah, cuidado. El freno de mano se traba.
—Tendremos cuidado —dijo Loomis, quien asintió, más hacia el otro agente que hacia Horton, y se instaló en el asiento.
Horton volvería a repetirse los siguientes segundos una y otra vez en su mente. Mientras avanzaba hacia el vehículo, Loomis retrocedió el furgón como para irse. Pero en el último instante frenó en seco y se detuvo muy poco detrás del segundo vehículo, tapando la vista desde la carretera principal.
—Rápido, doctor. Tenemos compañía —dijo George, tomando a Horton y empujándolo hacia adelante. Horton no se resistió, pensando que los agentes lo estaban protegiendo. La puerta frente a Horton se abrió repentinamente, y otras manos lo tomaron y lo llevaron adentro. En el piso, boca arriba, Horton miró a la cara al hombre que se había hecho llamar Keith Havens.
—Cambio de planes, doctor —dijo el hombre, y roció un aerosol con gusto amargo sobre la cara de Horton.
Lo siguiente fue oscuridad y silencio.
Horton recuperó todos los sentidos de a uno por vez. Al principio, lo que éstos le indicaban sólo lo confundió. Aun después de que tuviera que aceptar los mensajes como reales, de tan repetidos que eran, su mente sorprendida no podía armarlos coherentemente.
Le parecía que no tenía miembros. Había un rugido constante, marcado por chirridos y golpes. Era empujado violentamente dentro de un espacio encerrado hecho de superficies duras e irregulares. Los olores del aceite quemado y del moho se juntaban en su nariz. Tenía el rostro helado en una máscara sin boca. Estaba en la oscuridad, pero había luz un poco más allá. Había voces, pero las palabras no tenían sentido.
Luego reconoció un sonido: puertas de autos que se abrían y cerraban con fuerza.
Y algo que no era completo silencio, pero pasó como tal después del baño de ruido en el cual había estado sumergido.
Más ruidos de puertas, mucho más cerca.
Una luz súbita, intensa y enceguecedora, mientras la manta que lo cubría era apartada.
Una ráfaga de aire limpio y dulce.
Finalmente, el reconocimiento: estaba tendido de lado en la parte de carga del vehículo, con las muñecas y los tobillos atados.
—Doctor Horton. No demasiado incómodo, espero.
Era una voz familiar. Mirando de soslayo por las puertas abiertas de atrás del vehículo, Horton reconoció el rostro que iba con él. La cinta que cubría la boca de Horton hubiera impedido cualquier respuesta, pero de todos modos aún estaba demasiado azorado como para hablar.
—Sáquenlo de aquí.
Dos hombres avanzaron, tomaron a Horton de los codos y lo arrastraron afuera sobre sus pies. Las piernas casi se le doblaron, y sólo las manos que lo sostenían lo mantuvieron de pie.
—Es momento de que nos presentemos correctamente —dijo el hombre que había hablado, el hombre cuyo videocorreo había precipitado todo—. Soy el coronel Robert Wilkins, comandante regional del Ejército del Pueblo de la Justicia Virtuosa. Y usted, doctor Horton, es un prisionero de guerra.
Fue entonces cuando Horton pudo identificar un sonido que había estado presionando su conciencia desde que se habían abierto las puertas del vehículo: el intermitente sonido de las armas de fuego, que venía desde atrás de los árboles.