8: Amistad
Chicago. El director del Hospital de Rehabilitación Schwab (al cual se refirió como «un monumento a la cultura de las bandas») Amafa Jones instó el viernes a los funcionarios de la ciudad a actuar con decisión para terminar la guerra en las calles del sector sur de la ciudad. Al testimoniar ante el concejo municipal afirmó que «Algo está muy mal cuando una cicatriz de un disparo es considerada una insignia de honor. Nuestros pabellones están llenos de chicos que nunca volverán a caminar».
Historia completa - Las bandas de Chicago en la red - Estadísticas del crimen en la ciudad - El jefe de policía responde
—Hongo Auxiliar Subalterno Asistente Principal presentándose a sus tareas —anunció Gordon Greene cuando entró en el sector de Ingeniería 04, donde la unidad portátil de Gatillo estaba terminando de ser ensamblada.
Levantando la mirada de su trabajo, Leigh Thayer lo miró con una expresión circunspecta.
—¿Hongo?
—Seguro. Tú sabes, un hongo vive en la oscuridad, se alimenta de muchos…
—He estado desayunando en la cafetería últimamente —dijo Thayer secamente—. Quizá tú quieras conocer el itinerario de tus pedidos de comida.
Greene lanzó una carcajada. Pero su expresión se puso seria cuando dejó caer su bolsa de dormir y su bolso deportivo rojo y blanco cerca de la puerta y se acercó a ella.
—No, en serio, ¿no sientes que estamos completamente fuera de las decisiones importantes aquí? —preguntó—. Brohier y Horton se fueron quién sabe dónde para hablar con Dios sabe quién, haciendo tratos y disponiendo cosas con las que tendremos que vivir.
—Siento que aún tenemos un montón de trabajo que hacer —dijo—. Y que si no sabemos nada del jefe por unos días más, está bien para mí, porque entonces no tendré que decirle que no hemos terminado. —Señaló al lado de Greene—. ¿Qué es eso?
—Una almohada, seis camisas, unas cuantas mudas de ropa, un cepillo de dientes y veintitrés dólares de Anthony atados en un pañuelo. Ella lo miró perpleja, y él agregó:
—Me estoy yendo de casa.
—Oh —dijo ella—. Así que finalmente estás haciendo lo más sensato, y te mudas aquí. No sé por qué no lo hiciste hace dos semanas.
—Vaya, es muy gentil de su parte ofrecerme hospitalidad, señorita Lee —dijo Greene—. Le agradecería muchísimo si pudiera quedarme con usted por una temporada. No seré el más mínimo problema. —Miró con curiosidad la consola de control portátil y evaluó rápidamente cuánto faltaba para terminar de ensamblarla—. ¿Qué te parece si hago un brazo lateral y una ménsula de montadura para ese tablero del procesador?
—Mientras no bloquees el acceso a la tarjeta base. No quiero tener que sacarla completamente para tener que hacerla reparar.
—Puedo hacerlo —dijo Greene, y cruzó la sala hacia la estación de diseño industrial junto a la litografía del prototipo polimet que estaba del otro lado de la habitación—. Sí, tenías razón —respondió cuando se instaló allí—. Simplemente no tenía sentido volver a casa. No después de un día de trabajo de doce horas. Me engañaba pensando que todavía podía tener una vida.
—¿No podías conseguir citas a la medianoche?
—No podía mantenerme despierto en las citas. Estaba arruinando mi reputación.
Thayer lanzó un suspiro despectivo.
—Yo no esperaría poder recuperar mi vida, en tu lugar —dijo—. La abertura del agujero de ese brazo es de sesenta milímetros.
—Ya está.
Mientras el brazo tomaba forma en la pantalla, Greene recorrió mentalmente una lista de tareas que Horton les había dejado para hacer.
Habían recolectado, encriptado y archivado en dos sitios seguros fuera del campus los datos del proyecto. Habían desarmado en secciones el prototipo del Gatillo, y las habían colocado en cajas para transportarlas. Las muestras de las pruebas habían sido etiquetadas y catalogadas, y ya descansaban seguras en tres cajas compartimentadas de aluminio.
Todo lo que quedaba por hacer era empacar la principal consola de control, una tarea que aguardaba la llegada de una canasta de madera hecha a medida y un par de fuertes apoyos tomados de la gente de seguridad del laboratorio. La unidad portátil de emisión había pasado ya los controles con baja energía y estaba lista para la primera vuelta de inspección del sistema tan pronto como estuviera listo el controlador.
Eso dejaba a Greene solamente un proyecto que él mismo había agregado a la lista: hacer que «Bebé Dos» fuera no simplemente portátil sino operacionalmente móvil.
—Quizás haya lugares donde queramos poner esto donde no exista una extensión para cables —había dicho.
Así fue como se vio absorto por lo que era como una tecnología primitiva: un par de generadores diesel Caterpillar de alta potencia. Preparado como una unidad integrada completa con un remolque con gomas neumáticas y una envoltura aislante de sonido, el DuoCat 1500 había sido diseñado como un generador eléctrico de servicio de emergencia, con un interruptor automático que pasaba de función primaria a sustituida.
El diseño que Greene llevaba a cabo sacrificaba esa redundancia en pro de duplicar la salida de energía. Al mismo tiempo, había decidido reemplazar la plataforma de acondicionamiento de la energía con la esperanza de filtrar y estabilizar la salida de energía a un nivel similar a los niveles de laboratorio. Supuso que tenía cuatro días por delante, y esperaba así terminar antes que Lee.
—Voy a ir a buscar ese brazo para ti del tanque —dijo Greene, empujando su silla hacia atrás—. Y voy a dejar mis cosas en el salón de conferencias B. Dime, ¿por casualidad sabes dónde pusieron ese sofá tan cómodo que estaba en la oficina de Barton?
—Está allí todavía. Quitaron el escritorio, en cambio, para hacer lugar para mi cama.
—En ese caso, ¿puedes prestármelo? No quiero pedir a los Servicios que me traigan otra cama.
—Ernie, mi gato, duerme en él… —comenzó a decir Thayer.
—Oh —dijo Greene, y se encogió de hombros espontáneamente—. No importa, entonces. Pasemos al Plan B. Brohier debe tener algo en su oficina que se pueda pedir.
—No hay problema —dijo ella, para sorpresa de Greene—. Ernie se adaptará. Deja tu bolso en mi habitación por ahora. Más tarde te ayudaré a mover el sofá.
Casi desde el momento en que Greene llegó a Terabyte, él y Lee habían caído en una infantil e irritante rivalidad que, si hubieran tenido veinte años menos, hubiera sido tomada por coqueteos. Se trataba de mostrar que uno era mejor que el otro, una competencia inútil entre dos personas talentosas para forzar un elogio de parte del otro, unida a una obcecada determinación de no darle al otro esa satisfacción.
Después de tantos meses, quedaba poco de esa rivalidad entre ellos. Permanecía como un tic, como una broma que ninguno de ellos tomaba en serio pero que ninguno podía abandonar. Horton la llamaba «vamos a poner un palo en el ojo del otro», y a veces los regañaba cuando los sorprendía.
Esa noche, sin embargo, fue Thayer quien lo sorprendió.
—Estamos otra vez haciendo lo mismo —dijo, sentándose en su banco y apagando sus instrumentos.
—¿Qué cosa?
—La única razón por la que todavía estamos trabajando a las diez menos diez de la noche es que no quieres ser el primero en admitir que estás cansado. Bien, yo estoy cansada. He estado en esta cajita todo el día, y ya no puedo enfocar los ojos.
Greene dejó sus herramientas.
—Supongo que piensas que esto prueba que tú eres la madura y la responsable de los dos.
—En absoluto —dijo con aire despreocupado, levantándose y estirándose—. Eso ya quedó probado la semana pasada cuando yo me quedé trabajando cuando tú te fuiste temprano para tus excursiones de caza.
—Como si fuera mi culpa tener tanto éxito con las mujeres —dijo él, alcanzándola cuando ella salía al corredor.
—Por supuesto que tienes éxito con las mujeres. Pagas por adelantado, y te vas pronto.
Greene dio un respingo.
—¡Ay! Herido por un doloroso golpe bajo, el rey blanco tambalea, anuncia casi sin aliento su rendición, y cae fuera del tablero —dijo, representando su narración al mismo tiempo que la decía—. Misericordiosamente, cae en un cómodo sofá.
—Siempre benevolente en la victoria, la reina roja invita al rey vencido a su mesa a compartir una pizza picante de Molando.
—¿Ya la pediste?
—Hace media hora, por el fax celular. Debería llegar a la entrada en diez minutos.
—¡Ah! ¿Así que en realidad suspendemos el trabajo porque tienes hambre? —dijo él, ahogando una risita y fingiendo una danza de victoria—. Retiro mi rendición. Oh, la carne es a veces tan débil.
La pizza desapareció en instantes, así como la botella grande de Vernors que Thayer sacó de su pequeña heladera.
—Gracias —dijo Greene—. Eso estuvo bien, muy bien en realidad. Voy a tener que correr unas cuantas veces hasta la cerca mañana por la mañana. Es lo primero que haré.
—Podrías hacerlo ahora, y así dar a los francotiradores la oportunidad de practicar con sus telescopios nocturnos.
—Eres tan precavida —dijo, y le dio una palmadita al sofá donde estaba sentado—. Mejor tendríamos que mover esto, así puedo dejarte precavidamente sola.
—Quizá podamos dejarlo donde está.
Greene inclinó un poco la cabeza con un gesto interrogativo, y esperó que ella prosiguiera.
—No me ha sido fácil dormir aquí —dijo, algo incómoda por esa confesión—. Hoy pensé en eso, y prefiero que estés aquí sabiendo qué estás haciendo antes que estés por ahí haciendo ruidos extraños en el medio de la noche. Si no te importa.
Greene se encogió de hombros.
—Supongo que no hay inconveniente. A menos que tú duermas con las luces encendidas, o tengas algún tipo de relación antinatural con tu gato, o algo así.
—No —dijo ella, absorta en sus pensamientos—. Por supuesto, quizá cambie de idea cuando descubra qué tipo de ruidos extraños haces tú aquí en el medio de la noche.
—Yo soy una persona muy limpia en mi casa, nunca ronco y he enseñado a mis arañas a no ladrar.
—Un príncipe —dijo ella—. Hagamos la prueba, entonces.
Hubo unos momentos embarazosos mientras se preparaban. Lee se asustó por un instante cuando Gordon, ignorando aparentemente su presencia, se desvistió dejando ver su calzoncillo blanco antes de deslizarse dentro de su bolsa de dormir que tenía el cierre cerrado. Unos pocos minutos después, cuando Lee volvió de cambiarse del salón de las mujeres, Gordon se encontró inexplicablemente intrigado acerca de cómo el camisón de ella, que le llegaba hasta las rodillas, envolvía su cuerpo.
La oscuridad alivió a ambos de su incomodidad, pero no borró la conciencia que tenían el uno de la presencia del otro. El silencio parecía significar algo, como si esperara ansiosamente que lo quebraran, como si tuviera conciencia del momento que trascendía el momento de ellos. Greene luchó contra la tentación de leer más en la vacilante invitación de ella, y para ello tuvo que enfrentar sus pensamientos escondidos y no analizados.
«Siempre me dije que porque teníamos que trabajar juntos no necesitábamos esa complicación. Tú mereces más que un embelesamiento de seis semanas que termina después de acostarnos algunas veces, y no sé si hay algo más que eso dentro de mí».
La oficina era una habitación interna sin ventanas, y Gordon apenas podía figurarse a Lee en la cama contra la pared opuesta. Pero oyó que ella se daba vuelta, acomodaba su almohada y respiraba tranquilamente.
«¿En qué estás pensando? ¿Esperabas algo diferente? ¿Estás desilusionada, o aliviada? ¿Es sólo una fantasía presumida la idea de que siquiera te percatas de mí?»
Greene suspiró, y luego deseó poder recuperar ese aire, porque el sonido fue demasiado alto y significativo en la oscuridad, demasiado similar a una invitación. Y como él dio ese paso, y temía que ella lo aprovechara, y sabía que había preguntas que ninguno podía responder ni ignorar elegantemente, pensó que era necesario que él rompiera el silencio.
—¿Lee?
—Mmm.
—Hay algo que he querido preguntarte antes…
—¿Qué?
—¿Piensas realmente que los bebés son tiernos?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Sólo estoy explorando una de esas fronteras entre el hombre y la mujer. Yo no tengo hermanas. Dos hermanos mayores. Sean no quiere tener niños. Y Brandon tiene otra beba que llora todo el tiempo, y por lo que puedo decirte ni siquiera piensa que sea muy tierna todavía.
—Entonces, ¿cuál sería una respuesta correcta?
—Simplemente me preguntaba cuan universal es este asunto de los bebés, cuan solidificado está en el estereotipo, y si todas las mujeres se ven arrastradas a él, aun las mujeres solteras que son felices con una carrera exitosa.
—Ah, ahora entiendo. Ésta es una de esas conversaciones típicas de las fiestas de pijama de la primera semana en un campamento.
—Exactamente.
Ella tardó en responder.
—Suena como si tú creyeras en el estereotipo. Si no, no harías esa pregunta.
—Puedo ver tan claramente como cualquiera que los hombres y mujeres están construidos con diferentes especificaciones, si eso es lo que quieres decir.
—¿A qué te refieres?
—Nunca he visto que los varones se reunieran alrededor de un cochecito de niño como lo hacen las mujeres. Brandon llama a Molly su imán de chicas. Por eso no le importa si tiene que llevarla con él a pasear, o a hacer compras.
—Tu hermano suena como un hombre encantador.
—Bueno, sólo tiene veintiséis años. No se volverá muy responsable hasta dentro de unos años.
Lee ahogó una risa.
—¿Y eso qué te dice?
—«Peligro, peligro, Will Robinson».
Ella lanzó una carcajada.
—¿Cómo era, o cómo es tu madre? Ya que no tienes hermanas para darte un ejemplo mejor…
—Te diría que ser madre fue el primer y mejor destino de mi madre, y ella lo sabía. Se quedó en la casa con nosotros hasta que el menor de nosotros (yo) ingresó en la escuela secundaria. Recuerdo que yo ya estaba lo suficientemente grande en un momento para comprender y me sentía culpable. Ella me dijo que nosotros no le habíamos impedido hacer nada que ella quisiera hacer, porque no había nada que ella quisiera más. Y no creo que fueran simplemente palabras.
—¿Era una militante de La Familia Primero, entonces?
—Oh, no —dijo entre risas—. No había nada político en su actitud. Era simplemente una mamá.
—Eso me ayuda a entender el contexto de la pregunta. Entonces, ¿qué tipo de respuesta quieres realmente? ¿General o específica? ¿Sociobiológica o psicológica?
—Lo que la señora elija.
—Qué pintoresco y anticuado eres —dijo, bostezando sin querer—. Supongo que diría que es una generalización del orden del noventa por ciento. La mayoría de las mujeres se ven atraídas por los bebés, y la mayoría ni siquiera puede decirte por qué. Pero hay otro diez por ciento. Yo he tenido en estos años un par de amigas que han evitado a los bebés como si fueran un cazabobos.
Hizo una pausa, y luego añadió:
—Pero ahora que lo pienso, ambas venían de hogares con muchos problemas: una con un padrastro abusivo, la otra con una madre alcohólica. Y ambas tenían gatos. Quizá sea una generalización del orden del noventa y cinco por ciento, después de todo.
—Entonces hay excepciones: ni gatos, ni caballos, ni perros, ni arrepentimiento.
—Estás mezclando por lo menos cuatro tipos diferentes de mujeres —dijo ella—. La relación entre mujeres y perros, perros grandes, digo, ya que los perros pequeños cuentan como los gatos, no tiene nada que ver con la relación entre las mujeres y sus gatos, o las mujeres y sus caballos. Fíjate bien, no estoy diciendo que no hay alguna compensación y desplazamiento en esos tres casos. Éstas son relaciones, no objetos que se poseen.
—Entonces, si los gatos son bebés sustitutos…
—A veces —advirtió ella—. Y los perros son a veces amantes solícitos… Aunque no literalmente —agregó enseguida.
—No en general, por lo menos. Y los caballos también.
—Los caballos. Los caballos son más complicados. —Reflexionó unos instantes—. Pienso que los caballos pueden evocar todas las clases de relaciones humanas que existen, desde la más puramente mercenaria y utilitaria hasta la relación personal profunda, y aun sexual. El caballo puede ser madre, padre, amigo, niño, amante, sirviente devoto, para no mencionar esa poderosa cosa salvaje que está atrapada entre la mujer que anda a caballo, controlada con el arnés y el látigo, y el capricho del jinete.
—Supongo que viste Xena cuando eras una niña.
—¿Cómo sabías? —Greene pudo oír la sonrisa de ella.
—Casualidad. Pero, con todo, dices que hay excepciones, que hay mujeres que simplemente no se ven llevadas a la maternidad y los bebés, que no han llenado ese espacio con sustitutos, pero que tampoco huyen de sus propios temores.
—Sí. Lo que explica que no puedas hacer una regla para todas las mujeres, y que las mujeres puedan elegir.
—¿Tú eres una de ellas? ¿De las excepciones?
—Ah, entonces quieres la respuesta personal, después de todo —dijo ella con un suspiro—. No. Me gustan los bebés. Creo que son tiernos. Ojalá hubiera podido estar más con mi hermana cuando sus hijos eran pequeños. Y no he perdido las esperanzas de tener uno o dos. Pero no tienes que leer nada entre líneas.
—Jamás lo pensaría.
—Sólo para que quede registrado, podrías haberte apresurado un poco menos en decir eso —dijo con un suspiro—. No soy lo que los hombres buscan. Lo sé. Y no me interesa intentar ser lo que los hombres quieren. No, eso no es cierto, en realidad. Lo entiendo bien, y no soy una de esas mujeres que piensan que eso es realmente desagradable. Simplemente no me sale de manera natural. Soy una sirena sin oído musical, una chica que no tiene con quién bailar en las fiestas. Y realmente me sorprendo de que los hombres no me busquen por lo que soy. Soy inteligente, no me gusta posponer las cosas, y no creo que los bebés estén en el primer lugar en mi lista de prioridades. ¿Eso me descalifica?
—No debería —dijo él. «No, no te descalifica. Ahora dame una pista o dos de lo que quieres, y dónde piensas que puedes hallarlo».
Había dos mensajes esperándolos a la mañana. Uno de Brohier les advertía que se quedaría en Washington unos días más. El otro, de Horton, les pedía su mejor estimación acerca de cuándo el Bebé estaría listo para viajar.
—Algo ha ocurrido —dijo Gordon—. Han hecho alguna clase de arreglo.
—Eso sería una buena noticia, ¿no? ¿O querías vivir así para siempre?
—No es una buena noticia. Brohier va a entregar el Gatillo al Pentágono y Horton no va a hacer nada y lo permitirá.
—No lo sabes. El jefe me prometió…
—Es inevitable. Mira, no fueron a Washington a pasear. Si pensaran globalmente estarían en Nueva York para hablar con el secretario general de las Naciones Unidas. Están en Washington porque en su corazón son nacionalistas. No quieren hacer nada que pueda debilitar a su país.
—¿Y eso es un problema para ti?
—Es la mentalidad del siglo XVII, no del siglo XXI. Ejércitos fuertes, ciudades-estado fuertes, murallas fuertes. Pero ya no hay murallas. Tenemos una cultura global y un comercio global construido sobre la ciencia y la tecnología. Cada intento de politizar el conocimiento científico ha sido un desastre absoluto. La información quiere libertad.
—¿Qué esperas de ellos? El doctor Brohier está tan orgulloso de su Medalla Nacional de la Ciencia como de su Premio Nobel.
—Brohier es un dinosaurio —dijo Greene con una mueca de disgusto—. Mira, espero que piensen en la política del Gatillo. Espero que actúen como Homo sapiens, no como norteamericanos. Se supone que estamos superando nuestra mentalidad tribal, no reforzándola.
—¿Y te parece que ambas son mutuamente excluyentes? Es muy razonable estar seguro de que la casa de uno está a salvo antes de salir corriendo para salvar la casa de otro.
—Pero entregar el Gatillo a los militares es lo mismo que esconder las mangueras para apagar el fuego y luego preguntarse por qué las casas de los vecinos se están incendiando. Vamos, Lee. Sé que no puedes querer que esto termine en el mismo galpón que el Arca de la Alianza, la turbina de fusión fría y el OVNI Roswell.
Lee negaba moviendo la cabeza.
—Eres tan paranoico que empiezas a hacerme sentir normal en comparación. No, no quiero ver el Gatillo usado para hacer invulnerables a los poderosos. Es bueno que gente como Nkrumah, Morana y Son Lee tengan que preocuparse porque pueden llegar a estar del lado equivocado del arma. Pero no puedo creer que le daremos el Gatillo a gente como ellos.
—¿Aún piensas que nuestro gobierno juega a apuntalar a nuestros amigos y a debilitar a nuestros enemigos? No creí que fueras tan cándida.
—Gordie, no soy ingenua en cuanto a la política. Me aburre horrores, ésa es la diferencia. Política de iglesia, de la ciudad, política nacional, política internacional, es todo lo mismo. Sólo una interminable competencia de meadas marcada por un incidental altercado sangriento. Bien, yo soy alérgica a la testosterona en altas proporciones.
—No puedes afirmar que el resultado de esto no importa.
—Para mí es tan intrascendente como el resultado del próximo partido de fútbol americano de Ohio.
Con una mueca de fingido horror Greene hizo una cruz con los dedos y la mantuvo frente a sí como espantando un demonio.
—¡Atrás, niña pagana!
—Es mi corazón hereje —dijo ella suavemente—. En lo que a mí concierne, puedes dar por terminada la temporada. Yo apenas notaría la diferencia, más allá de la tranquilidad y la mejoría en el tráfico alrededor del campus. Eso es lo que siento acerca de las elecciones, los feudos familiares, las adquisiciones hostiles, los superhéroes de historieta, el hockey profesional y las películas de acción. Me quedaría con las olimpíadas, pero sin los uniformes nacionales. Cada uno se representaría a sí mismo, y no se haría la suma de medallas por países.
—Eres una criatura completamente extraña.
—Pensé que ya nos habíamos puesto de acuerdo acerca de eso anoche —dijo ella—. Gordie, en serio ahora, quizá yo sea ingenua en confiar en la promesa que el jefe me hizo de que el Gatillo serviría para la liberación más que para la opresión. Pero me parece que trabajar para un mundo desarmado va a exigir de nosotros mucha fe, y estoy deseosa de hacer eso. Tenemos que desearlo, o estamos muertos desde el principio.
—Salvo que Horton no está en Washington, pero Brohier sí —señaló Greene—. ¿Qué tipo de promesa te hizo a ti?
Ella no tenía una respuesta lista para esa pregunta, excepto mirarlo frunciendo el ceño.
—En todo caso, no importa —dijo, volviéndose a su trabajo—. ¿Qué podríamos hacer, aun si supiéramos que estás en lo cierto? ¿Provocar un «accidente» que destruyera el laboratorio y nos matara? ¿Huir con los bebés de Jeff y ver por cuánto tiempo podemos mantenernos a distancia del FBI? ¿Publicar las notas y las especificaciones en la Internet y dejar que ocurra un caos?
—Me gustaría pensar por lo menos en dos de esas posibilidades.
—A mí no —dijo ella, y le dio la espalda—. Te guste o no, estamos comprometidos en este camino. Y si los primeros Gatillos producidos en masa son construidos por TRW e instalados en el sótano de la Casa Blanca, el patio del Pentágono, en Air Forcé One y el Centro de Datos de la Seguridad Social, ¿qué? Es un caballo de Troya, Gordie. Porque no puedes usar el Gatillo como autodefensa sin desarmarte a ti mismo al mismo tiempo.
—Hallarán la manera de sortear ese problema.
—Para cuando lo hagan, el Gatillo será del tamaño de un maletín y tendrá el precio de una unidad para escritorio, y habrá Gatillos por todas partes creando pequeños oasis de cordura —dijo ella—. O quizá ya habremos aumentado tanto el alcance que construiremos tres grandes y los ubicaremos en órbitas Clarke a una distancia de ciento veinte grados. Eso es algo que Washington puede hacer, pero no Teherán.
—Es peor que lo que yo pensaba —dijo abatido—. También tú eres una optimista.
—Cuidado con lo que dices —dijo ella rápidamente—. Una persona optimista solamente ve el lado positivo, así como el pesimista ve el lado negativo. Yo soy una mejorista. Veo las posibilidades. Tienes que tener esperanzas, Gordie. La esperanza que mira hacia el cielo y tiene los pies sobre la tierra te deja ver un mundo mejor escondido en las sombras de éste, y te advierte que sólo el trabajo duro lo sacará a la luz.
Cuando ella terminó de hablar, Greene la miraba con una expresión curiosa que parecía tener una parte de diversión escéptica y tres cuartas partes de admiración sorprendida, o quizás al revés.
—Realmente eres algo más, doctora Leigh Thayer —fue todo lo que dijo, y en una voz tan cuidadosamente neutral que no revelaba realmente cuál era su balance final.
—Qué gracioso. Eso es lo mismo que aparece siempre en mi archivo de seguimiento del FBI. —Ella entornó la mirada, pero sus ojos la traicionaron y parpadeó—. Pero ¿cómo puedes saber eso, a menos que tú seas uno de ellos?
—Es que no soy sólo uno de ellos. Soy el original.
—Exactamente lo que sospeché todo este tiempo —dijo ella, y su rostro se relajó en una sonrisa—. Oye, ¿qué quieres decirle al jefe sobre el cronograma? Creo que voy a tener mi parte empacada para el viernes a la tarde, o sábado al mediodía como máximo.
—Dile diez días.
Ella lo miró extrañada.
—Pensé que te faltaba menos para terminar.
—Una semana, entonces.
—Gordie, ¿qué estás diciendo? Ya estás trabajando con el remolque del generador.
—Pienso que tenemos que dejar encendido el equipo portátil (a energía mínima) durante setenta y dos horas antes de moverlo. Y sacudirlo un poco también.
—¿Por qué?
—Así sabremos que podemos contar con él durante la mudanza.
—¿Aún piensas que nos perseguirán agentes del FBI?
—Pienso en lo que puede haber en esas sombras —dijo, encogiéndose de hombros—. Podemos también tener el beneficio de nuestra propia creación, tanto aquí y cuando nos vayamos de aquí. Prefiero tenerlo y no necesitarlo que necesitarlo y no tenerlo.
—¿Estás seguro de que no estás plantándote y tratando de aminorar la marcha del Expreso Terabyte?
—Estoy seguro de que no —dijo Greene con firmeza, y agregó—: aunque no estoy diciendo que no lo haría si pudiera.
Ella asintió.
—Diré al jefe que el prototipo estará listo en cualquier momento, y que el portátil estará de acá a siete o diez días. No pondrá objeciones. Sabe que estamos solos aquí, y que estamos haciendo lo mejor que podemos.
—No quiero pedirte que mientas por mí.
—No lo haré —dijo Lee—. Simplemente le diré que no estamos completamente listos. —Ella echó un vistazo al laboratorio, ahora desnudo no sólo de todos los toques personales sino también de todo rastro del trabajo que se había hecho allí, y suspiró suavemente—. Éste fue el trabajo de una vida. Y se terminó. Lo sé. Pero aún no estoy lista para irme.