2: Misterio
San Juan, Puerto Rico. Nueve explosiones sacudieron a Puerto Rico durante la noche del martes. Falleció una persona y tres resultaron heridas. Las bombas destruyeron un puente de ferrocarril y dañaron un depósito de ómnibus y la subestación de energía que abastece al fuerte Buchanan, sede del Ejército de los Estados Unidos del sur. La demostración de poderío por parte de los Macheteros a favor de la independencia coincidió con el aniversario de la invasión de los Estados Unidos a la isla durante la Guerra Hispano-Estadounidense.
Historia completa - Declaración del gobernador Harrod
El cierre precautorio finalizó después de dos horas. Esto le permitió a Jeffrey Horton abandonar el Centro Planck. En la puerta, se encontró con un olor ácido de algo quemado, o que estaba quemándose, y con Donovan King, el jefe de seguridad de Terabyte, en su jeep amarillo.
—El doctor Brohier lo aguarda en el portón —le informó King—. Súbase porque quiero mostrarles el alcance de los daños.
Horton se subió al asiento trasero.
—¿Qué sucedió?
—No tengo la menor idea —respondió King al tiempo que el jeep arrancó con una sacudida.
—¿Era una bomba?
—No tengo la menor idea.
La respuesta de King fue tajante. Era un veterano flaco y bronceado que había pasado diez años en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y dieciséis como consultor en seguridad privada. En ese tiempo había tenido que enfrentar una amplia gama de peligros, desde mártires milenaristas y traficantes de armas del Tercer Mundo hasta maridos engañados y piratas informáticos de corporaciones. Dado que todos estaban tan seguros de que era absolutamente competente en su trabajo, el hecho de que se mostrara perturbado era motivo de preocupación para ellos.
—¿Hay heridos?
—Doctor Horton, comprendo su impaciencia, pero preferiría esperar al doctor Brohier y darles un informe a ambos.
Horton no manifestó objeción alguna. Se distrajo con la delgada nube de humo que se veía hacia el noroeste. Un montículo con pasto le impedía ver de dónde provenía o calcular la distancia, pero el olor en el aire le decía que estaba cerca.
No les llevó mucho tiempo llegar al portón y recoger a Brohier. El director estaba inusitadamente desaliñado, sin corbata ni chaqueta, y un indómito mechón de cabello le caía sobre la oreja izquierda. Pero saludó a Horton con una sonrisa relajada.
—Me alegra saber que tú y tu gente están bien, Jeffrey. Señor King, ¿cómo se encuentra el señor Fleet?
—En cuanto pude, mandé a Charlie al hospital para saber cómo estaba Eric —respondió King—. Pero todavía no llamó.
—Bien —dijo Brohier y con torpeza se acomodó en el asiento del acompañante—. ¿Por qué no me explica qué sucedió aquí?
Primero se detuvieron ante los restos humeantes del cobertizo del encargado de mantenimiento. La pequeña estructura cubierta de tierra estaba destruida; habían desaparecido el techo de hormigón, la cubierta externa de tierra y el césped. Sus contenidos formaban una maraña ennegrecida; la puerta yacía a treinta metros de distancia, retorcida y doblada. En las cercanías, un encargado de mantenimiento custodiaba la zona junto a la bomba de incendio: un generador de espuma montado sobre un chasis Hummer.
—¿Qué estaba Eric haciendo aquí? —preguntó Horton mientras miraba los restos del tractor—. Cuando llegué, estaba en el portón.
—Todavía estaba en el tractor cuando se produjo la explosión —dijo King—. Nunca regresó aquí.
—No entiendo.
—Yo tampoco —dijo King—. Esperen que les muestre el resto.
King luego los llevó al portón principal.
—Eric estaba en el cobertizo —dijo, gesticulando—. No hay nada para ver, excepto una marca chamuscada en el piso. Eric terminó con quemaduras desde la cadera hasta la rodilla. Su pierna luce como si la hubieran quemado con un soplete. En mi oficina tengo lo que quedó de su arma. Aparentemente, sus heridas más graves fueron provocadas por el nailon de la funda del arma al derretirse.
—¡Dios mío! —exclamó Brohier—. ¿Esto lo causaron las esquirlas de la explosión?
—El cobertizo está intacto, doctor Brohier. No tiene agujeros en el techo ni vidrios rotos…
—Entonces, ¿qué pasó? Se prendió fuego a sí mismo. Quizás estaba encendiendo un cigarrillo cuando estalló la bomba.
—Eric no fuma —dijo Horton.
—¿No?
—No —repitió King.
—Entonces, ¿qué sucedió?
—Cuando entremos les voy a mostrar el vídeo de seguridad. Quizás ustedes puedan darme una explicación.
Pero primero el jefe de seguridad los hizo pasar junto a la carcasa calcinada de un sedán de dos puertas en el predio exterior, a tres filas al sur del portón.
—No había mucho personal cuando todo estalló —explicó King—. Les dimos prioridad a Eric y al cobertizo. Los hombres no llegaron aquí hasta que el auto ya estaba completamente incendiado.
—Así debe ser como Eric resultó herido —dijo Brohier—. Tiene que haber habido dos bombas: una aquí adelante y la otra atrás. Seguramente Eric estaba revisando el auto.
—No —lo corrigió King—. Espere a ver el resto.
—¿Hay más?
King los llevó hasta el lado oeste del Centro Edison, el extenso edificio de servicios administrativos, y los condujo hasta al garaje de la oficina de seguridad, donde estaba siempre estacionada la bomba de incendio cuando no se usaba. Allí les mostró la ennegrecida caja entre los asientos delanteros de un jeep amarillo que se encontraba estacionado en un rincón, acordonado con cinta plástica roja. El interior del jeep estaba cubierto de un polvo arenoso blanco que Horton pensó que provenía de un extintor químico.
—Pudimos mantener esto entre nosotros —dijo King—. Jack estaba en la patrulla Número Tres esta mañana. Estaba respondiendo al llamado por la explosión en el estacionamiento trasero y tratando de alcanzar el arma, que estaba en la caja. Terminó quemándose la mano con la tapa de la caja. Creo que sé con qué nos encontraremos cuando abramos la caja: está firmemente sellada, con un candado y un vacío parcial en el interior.
—Estoy confundido: ¿cómo se relacionan todos estos hechos? —preguntó Brohier frunciendo el entrecejo.
—Espero que ustedes puedan explicármelo —manifestó King.
La mente de Horton trabajaba a toda velocidad.
—Su gente usa la Glock 17, ¿verdad?
King asintió con la cabeza.
—¿Algo especial con respecto a las municiones?
—¿Además del hecho de que parece haber ocurrido un disparo masivo que no logro comprender? No. Es una Remington estándar nueve milímetros. No son las nuestras.
—De todos modos, no vendría mal revisar el resto de la caja…
—No vendría mal, pero no lo vamos a hacer. Si me siguen a la oficina, voy a explicarles por qué.
Minutos después, se encontraban en la sala de equipamiento del laboratorio de seguridad, contemplando con incredulidad la puerta retorcida de la caja de seguridad de las armas. Ni el agua de los aspersores para incendio ni los ventiladores que servían para secar la habitación habían podido dispersar el olor a pólvora quemada.
—¿El fuego se inició dentro de la caja de seguridad? —preguntó Brohier.
—Así parece.
Brohier sacudió la cabeza.
—Necesito una taza de café. Señor King, ¿por qué no se reúne con nosotros en mi oficina en media hora? Traiga el arma del señor Fleet y cualquier otro elemento que pueda conseguir. Ponga a alguien a trabajar en esa caja. Creo que necesitamos ver qué hay en el interior.
—Un forense va a venir durante la mañana. Prefiero no tocarla hasta ese momento.
Brohier asintió y estuvo de acuerdo a regañadientes.
—Nos vemos en media hora.
—Jefe, algo más. La inspectora de incendios está esperando que la llame. ¿Qué quiere que les diga a las autoridades? ¿Les doy información o los mantengo a distancia?
—Depende, señor King. ¿Estamos frente a un delito o a un accidente?
—En este momento, jefe, la verdad es que no sé.
—Entonces, ¿por qué no lo mantenemos en secreto por ahora? Yo me encargo de los de afuera.
King asintió mostrando aprobación.
—Estoy de acuerdo.
Una de las cualidades de Karl Brohier que Horton más admiraba era su calma eficiencia durante una crisis. Si bien Brohier no logró ni siquiera tomar un café antes de que volviera Donovan King, sí pudo hacer ocho llamadas telefónicas: a la inspectora de incendios, a dos miembros del consejo de la ciudad, al editor en jefe del Columbus Dispatch, al jefe de personal de Terabyte, al agente de seguros del laboratorio, al jefe del Centro Médico Olentangy y al canal de televisión local, que estaba mostrando imágenes en vivo del orificio humeante en la parte trasera del laboratorio, desde un móvil ubicado detrás de la cerca.
Lo más sorprendente fue que logró lo que se propuso de cada una de las llamadas: básicamente, libertad de acción.
—¿Cómo está el señor Fleet? —Brohier le preguntó a King cuando los tres se sentaron.
—Todavía estoy esperando noticias del hospital, pero los médicos fueron optimistas —respondió King—. Quizá deban hacerle algunos injertos, lo cual no es nada agradable. Probablemente no se dé cuenta de lo afortunado que fue. Veamos la grabación obtenida por las cámaras.
Brohier y Horton se mantuvieron en silencio mientras las imágenes iban apareciendo en la pantalla doble. No había ningún vehículo en la puerta, ni rastros de algún extraño. En un momento Fleet estaba sentado en la caseta, tomando un café. Luego la funda de la pistola en el muslo derecho pareció estallar en un único estruendo atronador con una llamarada amarilla ardiente. El guardia se sacudía frenéticamente y gritaba, hasta que chocó pesadamente sobre el escritorio de metal de seguridad, y luego contra la pared lateral antes de caer contra la puerta y finalmente sobre el pavimento.
—Dios mío —exclamó Brohier, poniéndose pálido.
—Esto no debería haber ocurrido —dijo Horton mientras movía la cabeza—. En mi vida vi algo así.
—No, de ninguna manera —dijo King—. Parecería como si hubieran salido los diecisiete disparos (es decir, todo el cartucho, incluyendo un tiro encapsulado). El arma está destrozada. La culata se quemo casi por completo. La funda de la pistola se incendió, al igual que los pantalones de Eric.
—El cobre no tiene por sí mismo la fuerza suficiente para contener el tipo de presión de gas que produce la pólvora al arder —explicó Horton—. El cartucho se abre y se ventila antes de que la bala adquiera algún ímpetu.
—Entonces, ¿qué provocó la explosión?
—No hubo una explosión —dijo King—. Lo que hubo aquí es un fogonazo alimentado por la pólvora dentro de la empuñadura del arma. Por unos segundos, fue una antorcha en lugar de un arma.
—¿Cómo sabe que eso es lo que ocurrió?
King señaló el extremo superior izquierdo de la pantalla que mostraba el interior.
—Eric guarda su segundo cargador en el escritorio, puesto que no le gusta llevar el peso en su cinturón.
—¿Los dos cargadores se dispararon? —preguntó Horton, incrédulo.
—Les mostraré de nuevo la grabación. Pueden ver el fogonazo, y que la tapa del escritorio salta, y luego el humo que sale de las juntas.
—Es absurdo —dijo Horton moviendo la cabeza.
—¿Y el auto bomba?
King asintió.
—Quizás ésa no sea la elección más afortunada de palabras. ¿Ha visto lo que quedó del vehículo?
—Sí, al venir acá —dijo Brohier.
—Apenas lo avisté —dijo Horton.
—Tengo una grabación de una cámara de seguridad también de eso. Miren aquí.
La cámara iba tomando lentamente el predio casi vacío cuando hubo un fogonazo brillante dentro de un sedán blanco estacionado en el frente. El auto pareció saltar en su lugar, y el parabrisas y ambas ventanas del lado del pasajero explotaron con una nube de humo gris y negro que se demoraba sobre el techo en el aire quieto. Luego aparecieron las primeras lenguas de fuego, arremetiendo a toda velocidad. En unos instantes, el interior del sedán había sido devorado por completo, y la nube de humo se volvió negra por la combustión de los materiales sintéticos.
King apagó la grabación.
—Aproximadamente tres minutos después, la gasolina del tanque explotó, con los resultados que ya conocemos. Por suerte, no había nadie intentando apagar el incendio, ya que fuimos a asistir a Eric primero.
—¿Cuál ocurrió primero? —preguntó Brohier—. ¿Los disparos, o el incendio del auto?
—Ninguno —dijo King—. De acuerdo con los registros de tiempo en las grabaciones, ocurrieron al mismo tiempo, exactamente, sin diferencia de segundos. Se puede oír el arma de Eric en la grabación de audio desde el predio de estacionamiento. Y se puede ver el resplandor inicial desde el auto como una sombra momentánea en la grabación de vídeo desde la caseta.
—No puede pensar que una tiene que ver con la otra —dijo Horton.
—No sé qué pensar —dijo King—. Todo el asunto es muy extraño.
—¿De quién es el auto? —preguntó Horton.
—De su asistente, el doctor Gordon Greene. Creo que ahora puede ser un buen momento para hacerle unas preguntas y ver qué luz puede echar sobre todo esto.
—Por supuesto —dijo Brohier, asintiendo con un gesto—. Llámenlo.
King asintió.
—Quizá debería enviar a alguien para que lo traiga hasta aquí, por si acaso.
—¿Por si acaso qué? —preguntó Horton.
—Por si acaso quiere escapar —respondió King sin alterar su mirada fija ni su tono de voz.
—Esto no tiene sentido. ¿Qué sospecha exactamente de él?
—No lo sé realmente. Pero tengo un amigo en terapia intensiva porque algo extraño ocurrió con su arma. Y Greene es el inventor de su equipo, ¿no? Esa gente de la Universidad Tecnológica de California, ¿no son conocidos por hacer travesuras?
—Es mi ingeniero experimental —dijo Horton con vehemencia—. Pero si usted piensa que él deliberadamente pondría en peligro…
—Está bien, Jeff —interrumpió Brohier—. Todos estamos buscando respuestas a lo que ocurrió. Señor King, por favor, levante el cierre y pídale al doctor Greene que venga aquí. Veamos si él sabe algo más que nosotros.
—Jefe —dijo Greene, haciendo un gesto en dirección a Horton—. Doctor Brohier. ¿Qué ocurre?
—Tenemos un vídeo de seguridad del incidente de hoy a la mañana —dijo King—. Nos gustaría que lo mire y nos cuente lo que pueda.
Greene se encogió de hombros y se deslizó a un asiento a la izquierda del monitor.
—¿Éste no es el sector B? Yo pensaba que los disparos habían sido en la puerta.
—Esto es el sector B, efectivamente —dijo King, quitando la pausa de la imagen.
—Sí, tiene que ser… ahí está mi auto, ahí. El blanco.
—Míralo atentamente —dijo Horton despacio.
—¿Qué quiere decir? Yo, ay, ay… no, ay, madre de Dios… —Sus ojos se abrieron de la sorpresa cuando el primer relámpago y la primera ráfaga de humo aparecieron dentro de la cabina. Luego su rostro adquirió una expresión de apenada incredulidad—. Maldición. Jefe, ¡mire eso! Todavía me quedan dos años más de cuotas para terminar de pagarlo.
Nadie dijo una palabra ni sonrió. Con los puños cerrados y sobre la mesa que tenía frente a sí, Greene miraba en silencio el resto de la grabación. Luego, cuando la exhibición del vídeo terminó en otra escena en pausa, dejó caer su frente sobre los puños, en una muestra expresiva de dolor.
—¿Tiene alguna idea de lo que ocurrió? —preguntó King.
Greene levantó la cabeza y se dejó caer sobre la silla, lanzando un gran soplido sobre su mano cerrada.
—Sí. Tennessee.
—¿Qué?
—Atravesé Tennessee con el auto, cuando viajé para ver a mi hermano Brandon y su hija recién nacida en Navidad —explicó Greene con un suspiro—. Ustedes conocen la cantidad de negocios de fuegos artificiales en todas las salidas de la autopista, uno mayor que el otro, más espléndido y con carteles que anuncian que es más barato que el anterior. —Movió la cabeza con desasosiego—. Tenía veinte dólares de petardos en la guantera y cincuenta dólares de fuegos artificiales bajo el asiento del pasajero.
King lo miró fijamente, levantando una ceja.
—¿En Navidad? ¿Y por qué estaban todavía en el auto?
—Porque todavía no se me había ocurrido dónde los podría utilizar. Son todos completamente ilegales aquí, en Ohio, por si no lo sabían. Malditos fuegos ilegales… —se lamentó—. Mi compañía de seguros probablemente utilizará eso como excusa para no aceptar mi reclamo.
—¿Tiene alguna idea de por qué estos fuegos artificiales se dispararon?
Greene negó con la cabeza, sin decir una palabra.
—¿Cómo estaban guardados? ¿Pueden haberse humedecido?
—Estaban todavía en la bolsa de plástico. Yo ni siquiera los había abierto. —Y agregó a modo de disculpa—: Mis vecinos viven muy cerca, y no son particularmente tolerantes a los ruidos molestos. Yo quería guardar los fuegos artificiales para cuando Julián y yo fuéramos a la cabaña de sus padres en el Lago Negro, en el fin de semana del homenaje de los soldados caídos en campaña. —Greene miró al jefe de seguridad, y dijo—: ¿Mis fuegos hirieron al guardia?
King movió la cabeza, los labios firmemente apretados.
—No. Parece que no.
—¿Puedo decir eso a mi compañía de seguros? —preguntó Greene al tiempo que se ponía de pie.
Brohier respondió.
—Doctor Greene, como un favor personal, le pediría que usted pospusiera el informe de su pérdida por el momento. Creo que no necesitamos a terceros haciendo preguntas cuando no podemos responder las propias.
—Pero ¿no han informado ya a la policía, o no lo harán pronto? —preguntó Horton—. Yo pensaba que los hospitales tenían que dar parte a la policía por todas las heridas de arma de fuego.
—Sí —dijo Brohier—. Afortunadamente, tengo una buena relación con el doctor Giova de Olentangy, quien aceptó mis garantías de que no hay evidencia de que esto no fuera un accidente. No habrá investigación policial a menos que yo les diga algo diferente.
King asintió.
—Muy bien.
—Bueno, si todos están distorsionando los hechos, creo que yo puedo hacer lo mismo —dijo Greene—. Esperemos, por un tiempo.
—Gracias, doctor. Preséntese ante el señor King mañana, por favor —dijo Brohier—. Por el momento, pase por la oficina de servicios antes de irse. El gerente le dará las llaves de uno de los vehículos del laboratorio, como préstamo temporal.
Greene se mostró sorprendido.
—Gracias —dijo, y se volvió hacia la puerta—. Jefe, ¿preparamos todo para hacer el experimento mañana?
—No lo sé todavía —respondió Horton.
—Yo sí lo sé —dijo Brohier—. Nadie volverá a trabajar hasta que no esté todo en claro.
—¿Jefe?
Horton asintió.
—Haremos lo que él dice.
—Está bien. Recogeré mi almuerzo y me iré a casa.
Después de que Greene salió, King y Brohier cruzaron una mirada.
—Dos armas, un cobertizo, una caja de seguridad con armas y una caja de fuegos artificiales —Brohier recitó—. ¿Puede establecer alguna relación, señor King? ¿Puede relacionar alguna persona o grupo con los cinco incidentes?
—No. No me gusta decirlo, pero sería difícil que cualquiera que no pertenece a mi equipo pudiera acceder a las armas o a la caja de seguridad —dijo King y se levantó—. Quizá sea mejor que yo hable con Eric y Charlie.
—Avíseme cualquier novedad.
Después de que el jefe de seguridad se fue, Brohier se volvió hacia Horton.
—Bien, ¿qué piensas?
—No tengo la más pálida idea —dijo Horton.
Brohier sonrió mientras cerraba su carpeta.
—Diles a los tuyos que se vayan a su casa. Y luego síguelos hasta la puerta. Voy a cerrar el laboratorio hasta mañana por la mañana para dejar que la gente de Donovan haga su trabajo. Donovan, tú y yo nos encontraremos a las 07:00 para decidir qué hacer.
—Muy bien —dijo Horton—. Será raro estar en casa antes de la noche un día de semana. No sabré qué hacer.
—No lo creo —dijo Brohier—. Ah, Jeff, otra cosa.
—¿Qué?
—El tuyo era el único experimento cuando estalló el infierno. Piensa un poco en eso cuando estés intentando recuperar el sueño.
Para ser mediodía a mitad de la semana, el campo de tiro al aire libre de cien metros del Club Deportivo de Buck-eye estaba inusitadamente tranquilo. Solamente tres de las casetas de tiro estaban ocupadas, dos por mujeres que practicaban con armas automáticas de 9 milímetros, y una por un caballero de cabello gris que arriesgaba su rifle de palanca, un clásico Winchester 94.
Jeff Horton escogió la caseta más alejada de los otros tiradores, ubicó sobre el mostrador la caja negra de tapas duras que llevaba y empezó a desempacar su pistola de competición. La Olympia Hammerli-Walther, con su exótica apariencia, llamaba la atención de la gente más de lo que Horton quería, pero era la única arma que tenía… y un arma mejor que la que él jamás se hubiera comprado.
Veinte años antes, el padre de Horton, al darse cuenta del entusiasmo de sus hijos en el puesto de tiro en una feria de diversiones del condado de Minnesota, decidió canalizar ese entusiasmo en una actividad familiar. Entonces adquirió una carabina Marlin de segunda mano, una económica automática Browning y se asoció a un club de tiro. Así, los Horton se convirtieron en tiradores al blanco aficionados, o «tiroteadores».
Todos habían participado, hasta mamá, quien prefería el rifle y las largas distancias, y Tom, el hermano menor de Jeff, quien llegó a ser sorprendentemente bueno en tiro con velocidad antes de cumplir los diez años. Pero la hermana mayor de Jeff, Pamela, había mostrado un talento con mayores aspiraciones. Firme, de aguda vista e imbatible en las competencias, Pamela ganó un campeonato juvenil a los diecisiete, y se abrió paso hasta los últimos dos equipos olímpicos de tiro de los Estados Unidos. La Olympia era un arma que ella ya había superado, y se la había pasado a Jeff como regalo cuatro años antes.
Según él mismo lo admitía, Horton no era muy buen tirador. Pero los rituales del tiro tenían para él una reconfortante y hasta nostálgica familiaridad, y la concentración exigida por la engañosamente simple tarea ejercía un efecto calmante y hasta clarificador en su mente siempre activa. Era su forma de meditación, y, a veces, su válvula de escape para la frustración. Esa tarde Horton estaba en el campo de tiro por ambas razones, y se quedó más de lo habitual. Solamente cuando se le acabaron todos y cada uno de los sesenta cartuchos que tenía la caja de su pistola permitió que los hechos de la mañana volvieran a sus pensamientos.
«¿Qué quiso decir, doctor Brohier? ¿Cómo es que pudimos ser nosotros los responsables?»
Mientras salía, Horton se detuvo en la tienda del club y se dirigió al gerente de ésta, un antiguo marine.
—Bobby —dijo Horton—, ¿puedo hablarte un minuto?
—Hola, doctor Hache. Veo que todavía andas con la cerbatana. Sabes, algún día me gustaría ayudarte a gastar un poco en un arma verdadera.
—Algún día —prometió Horton—. Tengo una pregunta un poco extraña que hacerte. Digamos que quieres convertir a una automática (una Glock, por ejemplo) en una trampa explosiva, de modo que todo el cargador saliera a la vez. ¿Sería posible?
La pregunta provocó una mirada inquisitiva.
—¿Por qué querrías hacer algo así?
—No quiero, realmente. Pero escuché contar en una fiesta que eso le ocurrió a alguien, y no pude imaginarme cómo se podría hacer.
—No lo sé. Usando una Glock como pararrayos, quizás. Aunque sería mucho mejor intentarlo con una Colt ACP, puesto que tiene más metal. ¿Estás seguro de que escuchaste esta historia?
—Estoy seguro —dijo Horton—. ¿Podría hacerse algo en el cargador, ponerle algún pequeño mecanismo con un martillo, o un clavo?
El gerente lo miraba frunciendo el ceño y movía la cabeza, no muy convencido.
—No hay lugar. Y el peso te delataría, aun si pudieras hacerlo. No podría engañar a nadie que conociera su arma. Alguien debe de haber estado contando cuentos. Algún borracho se tomó un vinacho, si me disculpas el juego de palabras.
—Lo intentaré. Gracias, de todos modos.
Horton empezó a darse vuelta hacia la salida, con aire distraído.
—No hay problema. ¿Necesitas más carga para hoy?
—¿Qué?
—Dejas una linda pila de metal allí —dijo el gerente con un gesto de su pulgar—. Me preguntaba si necesitabas reabastecimiento.
—No —dijo Horton—. Espera… sí. ¿Tienes cartuchos calibre 22?
El gerente se mostró sorprendido.
—Claro. Material de pistola de principiantes. Pero no querrás poner eso en tu Olympia. Solamente te ensuciará el cañón.
—Lo sé —dijo Horton—. Vamos, dame una caja.
La casa de tres pisos de Karl Brohier en la «comunidad ejecutiva» se asomaba de los montes Clermont. Tenía un parque de césped lo suficientemente grande como para organizar un campeonato de críquet, y un bosque lo suficientemente grande en el fondo como para esconder un rebaño de ciervos. Pero Brohier por lo general parecía más incómodo que orgulloso de ella ante sus visitas. Más de una vez Horton lo había escuchado explicar cómo la casa de sus padres en Vermont se había vendido por una suma tan elevada que no le había quedado otra alternativa. O bien tenía que comprar una «mansión de mendigos» en Columbus, o bien pagar la mitad de su valor al gobierno en contribuciones de Estabilización del Seguro Social, es decir, el nuevo impuesto que reembolsaba los fondos de las propiedades del recipiente.
—Mi padre era un conservador de Nueva Inglaterra chapado a la antigua, y nunca hubiera estado a favor de eso —había explicado Brohier—. Nunca me habría perdonado si yo hubiera dividido su herencia con nuestros amigos de Washington.
Esa tarde, Brohier recibió a su inesperado visitante en zapatos de tenis, shorts amarillo claro, y una camiseta enorme con una caricatura de Sidney Harris del doctor Quark. El director no se mostró sorprendido ante la presencia de Horton en el umbral.
—Vamos a caminar —propuso, haciendo un gesto con la mano hacia el parque—. Mi médico dice que tengo casi cuatro kilos de sobrepeso, e insiste en que transpire un poco cuatro veces por semana.
—Su médico es un tirano —dijo Horton, tratando de alcanzar a Brohier—. Conozco gente treinta años menor que usted que mataría por estar tan en forma.
—Mi médico tiene treinta años menos que yo —dijo Brohier con una risa calma.
—¿Y eso no le parece un poco perturbador?
—Es muy probable que cualquier médico de mi edad que no se haya retirado a Nuevo México a gastar una abultada cuenta de retiro no sea un muy buen médico —dijo Brohier—. Además, ¿querrías ser atendido por alguien que recibió su educación básica en el siglo XX?
Fue Horton quien rio esta vez.
—Puesto de ese modo…
—Exactamente —dijo Brohier—. Para tener la receta de una vida larga y feliz hay que consultar a filósofos viejos y médicos jóvenes, y asociarse con viejos amigos y mujeres jóvenes. Y como yo no soy ninguno de ésos, ¿qué te trae por aquí esta noche?
—El accidente de esta mañana, y el chiste que usted hizo después —dijo Horton—. ¿Qué otra cosa podría ser? Doctor Brohier, ¿usted pensaría que yo estoy loco si le digo que creo que mi experimento podría haber causado el accidente?
—¿Tienes algún fundamentó teórico para esa idea?
—En absoluto —reconoció Horton—. Apenas una coincidencia de diversos factores combinada con una anomalía.
—¿Y cuál es la coincidencia?
—Que tanto los fuegos artificiales de Gordie como el arma de Eric se comportaron de manera anómala exactamente en el mismo segundo. No me importa lo que piense el señor King: ninguno causó el accidente del otro. Y lo único fuera de lo normal esa mañana era nuestro experimento. Apenas habíamos llegado al cuarenta por ciento, y era la primera vez que habíamos alcanzado ese nivel. —Horton se interrumpió súbitamente—. ¿No dice nada?
Jadeando un poco, Brohier se detuvo y se dirigió a Horton.
—Vas bien sin mí.
—¿Estoy loco, o aquí hay algo que vale la pena investigar?
—No deberíamos pasar por alto una anomalía —dijo Brohier—. ¿Conoces la historia de Auguste de Tocquard?
Horton lo miró extrañado, y negó con la cabeza.
—Era un científico de fines del siglo XIX. Estaba construyendo y experimentando con tubos de descarga de alto voltaje. Un día se dio cuenta de que las placas fotográficas no expuestas se arruinaban cuando eran almacenadas cerca de los tubos. Así que las alejó un poco, para preservarlas. Luego continuó con sus experimentos.
—Y se perdió la oportunidad de descubrir los rayos X —dijo Horton, con una sonrisa sorprendida.
—Lo cual hubiera revolucionado la ciencia de su época —completó Brohier—. No sé lo que ocurre aquí, Jeffrey, y por lo que has dicho, tampoco tú lo sabes. Pero quizá también nosotros nos hayamos topado con algo nuevo. La pregunta que debemos responder ahora es ¿y ahora qué?
Horton asintió, entusiasmado.
—El trabajo teórico es un callejón sin salida. Faltan demasiadas piezas. Y no estoy muy seguro de nada, excepto de que también nos falta el contexto. Quiero que reabra el laboratorio. Quiero convocar a mi equipo y ver si lo podemos hacer de nuevo.
—Sí, tenemos que saber eso antes que nada —dijo Brohier—. Pero ¿no te parece que quizá podamos hacerlo juntos, sin el equipo? Esta noche, en privado.
—¿Por qué?
—Porque temo que ambos nos estemos dejando llevar por una ilusión —dijo Brohier—, y estemos por ponernos en ridículo como solo los viejos tontos y los jóvenes soñadores pueden hacerlo. Y si es así, prefiero que sea nuestro secreto. Y si no, bien, también podemos proferir que sea nuestro secreto, al menos por un tiempo.
Le llevó sólo cinco minutos a Horton diseñar la disposición del sensor para la segunda prueba, y apenas quince minutos construirlo. El sensor había sido el poste de una cerca abandonado de la construcción de un tabique de su porche, y llegó al laboratorio colgando de la ventanilla de la derecha de su auto como un perro al que el viento hacía mover las orejas.
En tanto que Brohier supervisaba las puertas y los puntos de inspección, Horton cargó la madera hasta el laboratorio sobre su hombro. Los dos hombres arrastraron una mesa pesada hasta el radio de salida del emisor, luego aseguraron el poste con tornillos. Luego, mientras Brohier miraba, Horton ubicó un cartucho calibre 22 en cada uno de los agujeros que había hecho a veinticinco centímetros a lo largo del poste. La mayor parte de los cartuchos entraron cómodamente en los agujeros, hundiéndose hasta que solamente el disco rebordeado del extremo del cartucho era visible. El último tuvo que ser forzado, y solamente entró hasta la mitad.
—¿Trajiste un chaleco antibalas para mí también? —preguntó Brohier, mirando de reojo el trabajo de Horton—. «Premio Nobel hallado muerto con un palo de madera clavado en el corazón…»
Horton lo miró frunciendo el ceño.
—Quizá debería sacar ése.
—Quizá, sí —dijo Brohier—. Y mientras lo haces, voy a llevar el resto de esa caja de metralla a los guardias, y voy a explicarles que quiero que ellos, sus armas y la metralla estén al pie de la entrada principal durante la próxima media hora. ¿Será tiempo suficiente?
—Debería alcanzar —dijo Horton—. No tenemos que hacer ninguna de esas engorrosas calibraciones para este intento. Necesitamos solamente tener suerte, o no.
Cuando Brohier volvió, los indicadores de ambas consolas estaban activados, y la plataforma de energía del aparato de pruebas lanzaba un zumbido claramente audible. Horton hacía los ajustes finales en la cámara digital compacta que había instalado sobre un trípode en un rincón.
—¡Ah! —dijo Brohier—. Ese incómodo asunto de tener pruebas. ¿O piensas documentar nuestro deceso?
—Pienso que si lo que espero que va a ocurrir ocurre, voy a necesitar sentarme y mirar la grabación unas cuantas veces antes de que yo lo crea —dijo Horton. Se incorporó y dio un paso atrás desde la cámara—. Creo que estamos completamente listos.
—Casi —dijo Brohier, y le alcanzó a Horton un par de anteojos de seguridad y un paquete de tapones de espuma para los oídos—. Y pienso que me quedaré ahí, detrás del puesto de Lee. No estoy tan ansioso por perder esos kilos de más como para estar más cerca.
Horton lanzó una risita nerviosa, luego se instaló en su silla. Apuntó un diminuto control remoto hacia la cámara, y una luz roja empezó a titilar sobre sus lentes.
—19 de mayo, a las 02:19 a. m., laboratorio Davisson, Centro Planck, campus Corporación Terabyte, Columbus, Ohio. Están presentes el doctor Karl Brohier, director, y el doctor Jeffrey Horton, director asociado. Ésta es una prueba de la hipótesis gatillo concerniente a los accidentes del 18 de mayo.
—¡Oh, excelente! No estás en la CNN, y yo no voy a vivir para siempre. Empecemos, vamos. Aprieta el maldito botón.
Un poco ruborizado, Horton se volvió hacia su consola.
—Comenzando al diez por ciento, baja frecuencia.
La descarga que vino a continuación hizo a Horton saltar de su asiento. Con el corazón galopando y un zumbido en los oídos, giró en su silla para ver hilitos de humo blanco que salían de cuatro agujeros partidos. Dos de las envolturas brillantes de cobre aún bailaban y daban saltitos por el piso. Plink, plink, plink. Una tercera podía verse enterrada en la blanda teja del techo.
Brohier miraba sorprendido, sin dar crédito a sus ojos.
—Qué diablos… qué diablos…
Todavía temblando, Horton logró salir, manoteó de la mesada el paquete de tapones para los oídos y rompió el envoltorio. Los tapones cayeron en sus manos, y se los puso en los orificios auditivos con el febril afán de quien se da cuenta tarde de algo. Su garganta estaba seca como un hueso, y durante unos momentos fue tan incapaz de hablar como si le hubieran cortado la lengua.
—Au… —Tragó saliva y volvió a intentarlo—. Au… aumentando energía, un décimo por ciento por segundo. —Introdujo los cambios, luego se volvió hacia el experimento antes de ejecutarlos.
Esta vez lo vio: el relámpago rojo y amarillo, la envoltura brillante de cobre que salió volando contra el cielo raso, la pequeña nube con forma de hongo, gris y blanca, de gases propulsores, la cobertura que se desplomaba al suelo. ¡Blam! Plink, plink, plink…
Pocos segundos después volvió a ocurrir. ¡Blam! Plink, plink, plink…
Completamente maravillados, Brohier y Horton cruzaron miradas por un instante, buscando confirmación, seguridad, celebración. Los ojos de Horton parecían preguntar «¿Es esto realmente posible?». Los de Brohier mostraban veneración, como si hubiera abandonado hacía mucho tiempo la esperanza de que el universo lo sorprendiera.
¡Blam! Plink, plink, plink…
¡Blam! Plink, plink, plink…
Se repitió lo mismo por toda la línea hasta que la última cobertura desapareció. En ese punto, los monitores de Horton le indicaron que el emisor estaba a menos del 15 por ciento de capacidad.
—Un rango amplio para llegar hasta la puerta y el estacionamiento —dijo Horton, garabateando un cálculo en su administrador de información personal—. Aun si este efecto sigue la regla del cuadrado inverso.
—Fue como si hubiéramos ido bajando la línea y golpeándolos con un martillo —dijo Brohier, maravillado. Se abrió paso hasta la silla más cercana y se dejó caer en ella. Pasándose los dedos por las cejas, dijo con una voz temblorosa—: Doctor Horton, la próxima vez que lo veas, dile a Gordie que la corporación va a reemplazar su auto.