–Aquí, en esa terraza, dicen algunos historiadores que estaba la prisión. Las medidas del recinto son de doce por cinco metros. ¿Tú crees que era necesaria una prisión tan grande?
–Pues no sabría qué decirte. Las guerras las tenían lejos de aquí, pero tú eres quien conoce la historia...
–¡Exactamente! –respondió Joan con la satisfacción que le daba demostrar a Raquel que no lo habían puesto en el lugar de Sergi por casualidad –Demasiado grande para ser una prisión –sentenció–. Yo pienso que lo utilizaban como cisterna, tanto para abrevar a los animales como para regar el huerto que tenían en aquella terraza –dijo señalando con la mano extendida el amplio espacio que quedaba en el nivel inferior.
El sol seguía calentando de forma implacable. Joan volvió a beber agua –Ya lo sé. Llevas una botella en la mochila –reiteró, dándose por enterado.
–Esa construcción semienterrada debe tratarse de las caballerizas –intervino Raquel, dispuesta a entrar en materia.
–La parte superior se utilizaba como almacén de grano y también estaban los aposentos de los encargados de los animales. En la parte inferior se encontraban, como tú dices, las caballerizas. Es donde tu... dónde Sergi pasaba mucho tiempo –rectificó.
–Pues vamos a ver en qué perdía el tiempo Sergi –dijo tomando el control de la situación.
Raquel estaba dispuesta a ir directamente al grano y dejarse de medias preguntas; era como mejor se sentía. Joan le empezó a mostrar las obras de restauración. Se veía que tanto el suelo como las paredes habían sido completamente restaurados y no veía la forma de encontrar alguna pista que la llevara a Sergi. Sencillamente no sabía ni por dónde empezar ni qué buscar.
–¿Te importa que saque unas fotos? –preguntó Raquel.
–Puedes tomar las que quieras.
–Pues ponte aquí delante y nos hacemos una juntos. Debe quedar constancia de la visita.
Puso el disparador en automático, pulsó el botón y pasados unos segundos el flash iluminó todo el recinto.
A Raquel la sorprendió que Joan no mostrara un mínimo de satisfacción por haber conseguido aquel preciado trofeo que suponía hacerse unas fotos juntos. Ni siquiera pidió una copia.
–Deja que me siente un momento –dijo Joan pidiéndole una pequeña tregua–. Me duele la cabeza y estoy mareado.
–Ahora no es momento para dolores de cabeza –pensó Raquel mientras iba sacando fotos de todos los rincones para evitar que ningún detalle se le pudiera escapar. Mientras, Joan permanecía sentado. Se remojó la cara y volvió a beber agua hasta terminar la botella.
–He oído que durante el asedio, los templarios entraban y salían del castillo como y cuando les daba la gana. Debían de tener salidas secretas. –insinuó Raquel.
–¡Sandeces! –respondió Joan intentando recuperarse de aquel mareo inesperado– El asedio les cogió por sorpresa. Eran guerreros, tenían dinero y la fuerza de las armas. ¿A quién podían temer? ¿Por qué motivo tenían que salir a escondidas del castillo?
–Sencillamente por seguridad –contestó Raquel.
–Por favor, ayúdame a regresar a la recepción. –le pidió Joan con voz cansada, haciendo caso omiso a la observación que acababa de hacerle– No sé qué me está ocurriendo. No me encuentro bien.
Raquel notó como a Joan se le iba haciendo la respiración cada vez más pesada. Al llegar a la recepción le acompañó hasta la pequeña habitación contigua que se había montado Sergi y que ahora ocupaba él.
–Joan no se encuentra bien –le dijo Raquel a la chica de recepción–. Échale un vistazo de vez en cuando y si no mejora llevadlo a urgencias al hospital de Mora de Ebro.
Raquel se fue con la sensación de que no había avanzado mucho. Cómo casi siempre.
Joan seguía en la habitación tumbado en la cama. Le costaba respirar y por más que abría la boca no era capaz de apaciguar aquella sensación tan angustiosa de ahogo. Tenía la cabeza a punto de estallar. Le daba la sensación como si alguien le estuviera golpeando con un martillo. Un sabor áspero le invadía el aliento y parecía como si una bola de fuego le recorriera el esófago desde el estomago hasta la garganta, produciéndole un ardor que arrasaba todo aquello que encontraba a su paso. La sensación de náuseas, cada vez más patente, le producía un desasosiego insoportable y trataba de evitar el más mínimo movimiento para no vomitar.
–Tengo sed… –musitó imperceptiblemente con la mirada sin rumbo, en medio de un baño de sudor gélido que le cubría el cuerpo cada vez mes lívido.
Su corazón latía lentamente, como si un freno imaginario quisiera detener aquella maquinaria de su cuerpo joven que hasta entonces había funcionado con precisión. Levantó el brazo hacia la puerta deseando que alguien acudiera a ayudarle, pero la puerta seguía cerrada y un escalofrío premonitorio parecía anunciarle que su final estaba cerca. Sus ojos desorbitados reflejaban el pánico que sentía en medio de la soledad más absoluta, y por primera vez Joan vio que la vida se le escurría irremisiblemente. La puerta se abrió y la chica se llevó las manos a la cabeza al ver el estado tan lastimoso en que se encontraba Joan.
Pasados veinte minutos, una ambulancia se desplazaba a gran velocidad por el camino del castillo en dirección a Mora de Ebro con las sirenas desplegadas, llevando el cuerpo de Joan que, en medio de convulsiones, seguía aferrándose a la vida con las pocas fuerzas que aún le quedaban.
Unas horas antes, una sombra se movía sigilosamente por una solitaria sala de descanso con la única intención de dar una lección a Joan que nunca más olvidaría. No hacía falta explicarle los motivos; Joan los conocía de sobra.
Abrió su taquilla y con una jeringuilla inyectó con precisión la dosis exacta de ácido cianhídrico dentro de la botella de agua. La agitó con fuerza y disimuló la marca de la aguja rozando el tapón con la uña, volviendo a dejar la botella justamente en el lugar donde la había encontrado. De forma deliberada, la dosis no era letal, pero le destrozaría la vida. La carencia de oxígeno en la sangre como consecuencia de la acción del veneno le afectaría seriamente órganos vitales como el corazón y el cerebro, dejándole secuelas de por vida. Joan no había llegado a entender que Raquel era una fruta prohibida y este era el precio que debía pagar por intentar cruzar la línea roja.
El lavado de estómago que le practicaron durante el trayecto fue crucial para salvarle la vida, pero no suficiente para evitar unas secuelas meticulosamente calculadas. Después de la visita a urgencias en el Hospital Comarcal de Mora de Ebro le trasladaron al Hospital San Juan de Reus para hacerle pruebas más exhaustivas que determinaran el grado de afectación.
Al día siguiente la noticia se extendió por el pueblo como un reguero de pólvora. Los más viejos recordaban que se había utilizado cianuro para combatir una plaga de ratas que unos años atrás había invadido el castillo y que posiblemente Joan podía haber ingerido accidentalmente.
Entre los arqueólogos trataban de relacionar los hechos con la teoría de la maldición de Jacques de Molay, el caballero templario quemado vivo en París donde, desde la hoguera, maldijo al Papa Clemente V y al rey Felipe de Francia anunciando que antes de un año recibirían el castigo de Dios y que maldecía sus descendencia hasta la decimotercera generación. Pero de lo que nadie tenía ninguna duda era de que dos bajas tan importantes en tan poco tiempo entre el equipo de arqueólogos eran un mal presagio.
A Raquel le costó reaccionar al enterarse de la noticia. Había vivido de primera mano los acontecimientos y rápidamente relacionó la botella de agua con el envenenamiento, descartando toda posibilidad de accidente. Sintió compasión por Joan, no podía imaginar a nadie capaz de una atrocidad como esa. Pensó si aquella botella de agua iba dirigida a ella y recordó las palabras de Jana la primera vez que se encontraron en el camino del Galacho, en que le hablaba de una organización secreta, dispuesta a lo que hiciera falta para que el mundo no conociera su existencia. Por primera vez desde que inició aquel calvario particular, sintió miedo y temió por su vida.
–¿Con quién hablo?
–Subinspector Cardona –respondió una voz que casi ya tenía olvidada.
–¡Lo que faltaba! –pensó Raquel. Hizo una inspiración profunda y pasados unos instantes contestó– ¿Me llama para darme alguna noticia de Sergi?
–Desgraciadamente no. La llamo para hablar del caso Joan Capdevila. Sabemos que usted ha tenido una relación bastante fluida con él durante los últimos días y querría hacerle unas preguntas.
–Tampoco tan fluida –contestó Raquel–. Hemos coincidido en un par de ocasiones.
–Es una forma muy sutil de decirlo –matizó el policía– ¿Le importa que nos veamos mañana por la mañana a las diez en la comisaría de Mora de Ebro ?
–Allí estaré, pero no estoy segura de poder aportar alguna información que les ayude. No sé gran cosa, de Joan –quiso dejar claro Raquel.
–Cualquier información es importante por insignificante que le parezca. Dos casos de envenenamiento por cianuro en tan poco tiempo es algo para preocuparse.
–¿Dos casos? –preguntó extrañada Raquel– Aquí la gente sólo habla de Joan...
–Le hablo de Sergi Muntades.
–¿De Sergi? ¿Qué sabe usted de Sergi?
–Ya se lo he dicho. Desgraciadamente, nada. Pero tenemos indicios claros que nos llevan a pensar que podía haber sido envenenado con cianuro y espero que usted nos lo aclare.
Aquella noche se hizo muy larga antes de caer rendida en la cama debido al cansancio. En sueños, vio como miembros de una organización secreta envenenaban a Sergi con cianuro, y por más que ella le quería alertar, Sergi no la oía y no podía hacer nada para evitarlo. Le vio retorciéndose de dolor, suplicándole que no le dejara solo y se preguntaba si realmente tenia tanto valor aquel manuscrito que Sergi había descubierto. Quizás habría sido mejor echarlo directamente al fuego y dejar la historia tal y como la habían escrito los ganadores.
La atormentaba la incertidumbre sobre el paradero de Sergi. Tan pronto sentía motivos de euforia para pensar que estaba bien, como al momento se desvanecían sus esperanzas para pasar al pesimismo más angustioso. ¿Y Joan? Solamente una mente sádica se podía creer con derecho a destrozarle la vida de aquella forma tan cruel.
Pensaba qué contaría a la policía al día siguiente. ¿Les diría, quizás, que su relación con Joan existía solamente para descubrir un supuesto manuscrito que cambiaría la historia? ¿Que se veía regularmente con Jana? Quizás debía haber permanecido en su piso de Barcelona y esperar que los acontecimientos se hubieran ido sucediendo tal y como la había advertido la policía en su momento.
A las ocho y media Raquel llamó a Robert. Empezaba a ser su último recurso cuando no encontraba una salida viable a las cosas.
–Buenos días Robert. Aquí en Miravet se han complicado las cosas de una manera inimaginable y yo me encuentro en una telaraña de la cual no sé cómo salir.
–Ponte tranquila, Raquel, y cuéntamenlo con calma.
Hizo un resumen de lo ocurrido desde el día en que se encontraron en Falset, obviando su viaje a Cervera. Éste seguiría siendo el pequeño secreto que no tenía la más mínima intención de revelar a nadie.
Robert la tranquilizó diciéndole que seguramente la mayoría de preguntas estarían relacionadas con Joan y que las respuestas serían muy simples. Sencillamente, su relación con Joan era para tratar de averiguar algún detalle que la llevara al paradero de Sergi. No había nada malo en ello.
Sobre si Joan podía haber sido envenenado, ella no tenía por qué saber nada. Era la policía quién debía determinarlo y de Sergi sólo tenían indicios de un supuesto envenenamiento.
–Está claro que no es una buena noticia –lamentó Robert– pero desde el punto de vista que te quieran relacionar con los hechos, no creo que eso deba preocuparte excesivamente.
Inmediatamente después, se dirigió a la comisaría de los Mossos d’Escuadra de Mora de Ebro . Se identificó ante el policía de la recepción diciendo que tenía una cita a las diez. Pasó a una sala y a los pocos minutos entró el subinspector Cardona.
–Buenos días. Este caso lo llevo personalmente, y a partir de ahora solamente hablará conmigo. ¿Lo ha entendido?
–Buenos días...de acuerdo...y entendido –contestó dando respuesta a les tres cuestiones incluidas en la pregunta formulada por el policía.
–¿Café? ¿Agua?
–Agua, por favor.
El policía pidió que trajeran un vaso agua y sin más dilaciones le preguntó:
–¿Cómo conoció a Joan Capdevila?
–Hace tiempo, coincidimos en una ocasión con Sergi en Barcelona. No le había vuelto a ver. Pero ¿podríamos hablar antes de Sergi? Usted me dijo ayer que podía haber sido envenenado.
–De Sergi hablaremos más adelante –respondió con autoridad–. ¿Por qué motivos se ha visto de nuevo con Joan?
–Ahora está al frente de las excavaciones y pensé que podría ayudarme a encontrar a Sergi.
–¿Ha llegado a alguna conclusión?
–A ninguna, de momento.
–¿Cómo definiría usted a Joan Capdevila? –preguntó con curiosidad el policía.
–Para mí es una persona corriente, que no llama demasiado la atención. Creo que es un poco inseguro y, por lo que he visto, poco tolerante. Tiene una cierta obsesión por el poder, pero en el fondo creo que es una buena persona.
–¿Sabe usted que me acaba de describir el perfil de un violador?
–Yo no quería decir esto... no era mi intención.
–Hay quién dice que hacen ustedes buenas migas, incluso les han visto hacerse fotos juntos.
–Nada importante, tan sólo una foto de recuerdo...
–¿Se ha sentido, en algún momento, asediada por él?
–Tanto como asediada no, pero con ganas de ligar, sí que me lo ha parecido. En realidad no es tan distinto a la mayoría de los hombres.
–¿Sabía usted que Joan Capdevila estuvo denunciado por una presunta violación y que finalmente fue absuelto por un defecto de forma? Para explicarlo de forma rápida, un defecto de forma se produce cuando algo, por insignificante que parezca, incumple el procedimiento. Pero no estamos aquí para determinar si Joan Capdevila es un violador o no –prosiguió–, sino para averiguar quién podía tener motivos para quererle mal.
El subinspector Cardona le preguntó si no era sorprendente que dos personas al frente de las excavaciones hubieran sufrido el mismo tipo de agresión; trataba de establecer la conexión entre los dos casos, puesto que estaba convencido que el autor de los dos intentos de homicidio era el mismo.
– Y de momento, señora Laguàrdia –remarcó– usted es el único nexo de unión entre los dos. Tengo preparada una orden de registro. Es sólo una formalidad –dijo intentando quitar hierro a la situación–. Espero que no le importe que al salir vayamos a dar un vistazo a Los Geranios. Y ahora hablaremos de Sergi –prosiguió–. Hicimos indagaciones con las últimas personas que tuvieron contacto con él. Aquella noche estuvo en uno de los bares del pueblo y se quejó de que algunas de las almendras que le habían servido de aperitivo estaban amargas.
–Y esto demuestra que Sergi tiene un buen olfato –señaló Raquel pensando que aquel detalle era irrelevante.
–Una de las principales características del cianuro es su olor a almendras amargas. ¿Lo sabía?
–Pues no. No tenía ni idea –respondió Raquel–. ¿Dónde quiere usted ir a parar?
–Seguimos el recorrido que, en teoría hizo Sergi aquella misma noche. Sabemos que se detuvo cerca del molino a hablar con unos chicos. La policía científica determinó que unos cabellos encontrados en la fuente correspondían a Sergi; posiblemente se detuvo para refrescarse y beber agua. En la plaza de la Sanaqueta, a la entrada de la iglesia vieja, nuestros técnicos encontraron restos de alguien que había vomitado. Los analizaron y correspondían a Sergi. ¿Sabe qué contenían los restos? Cianuro. Usted estaba junto a Joan Capdevila cuando empezó a encontrarse mal. ¿No cree que es mucha coincidencia?
–No soy médico y no puedo saberlo –contestó Raquel con preocupación.
Lo que sí era cierto es que aquella afirmación por parte del policía dictaba sentencia, cayendo por ello sobre Raquel una pesada losa que no sabría si sería capaz de soportar.
–Sobre lo que le ha ocurrido a Sergi, pensamos que quizás alguien le hizo desaparecer o quizás se cayó accidentalmente al río. Usted ya sabe la altura que hay desde la plazoleta hasta el río y una caída desde ahí es mortal de necesidad. Estoy seguro de que usted puede aclararnos algo. La semana pasada bebió de la misma fuente y estuvo en la misma plaza. ¿Me puede explicar qué buscaba?
–Buscaba refrescarme y descansar. Llevaba más de una hora entrenándome... ¡Por el amor de Dios! ¿Qué se piensa usted? ¿Que me dedico a envenenar a la gente? Y el cianuro, ¿de dónde lo saco? Es cierto, no recordaba que llevo siempre una bolsita en el bolsillo y que a Sergi le dije: «“Tómate estos polvitos antes de acostarte”» –dijo Raquel irónicamente.
–¿Qué sabe de Jana, su compañera inseparable?
–¡Nada! –respondió molesta por el camino que iba tomando aquel interrogatorio.
–¿Nada? ¿Me está tomando el pelo? Debe ser la única persona en el pueblo que no sabe quién es Jana…
–¿A qué se refiere?
–Todo el mundo sabe que había una relación muy especial entre ella y Sergi, y eso nos abre la puerta a muchas hipótesis –prosiguió el policía– pero bien, por hoy vamos a dejarlo ahí. Otro día hablaremos de sus amistades…
–¿De qué amistades quiere hablar? –preguntó Raquel.
–Venga Raquel, ¡que somos policías! y nuestro trabajo es saberlo todo. Le dije también que me avisara cada vez que saliera del pueblo y no me está haciendo los deberes. Y ahora, vámonos a Los Geranios!
Raquel tenía la sensación de que el subinspector Cardona ya sabía las respuestas incluso mucho antes de formularle las preguntas. No sabía si la estaba poniendo a prueba, si estaba jugando con ella o simplemente estaba esperando el momento de clavarle la estocada final, pero en cualquier caso no tenía pruebas ni las tendría, porque no tenía nada de qué esconderse. Además, empezaba a estar harta de las constantes alusiones a las supuestas infidelidades de Sergi y empezaba a pensar si realmente aquella historia podía ser cierta.
El Seat Ibiza de color blanco dejó atrás el pueblo de Benissanet. A poca distancia le seguía el coche de la policía. Al llegar a Los Geranios aparcaron junto al transformador.
–Núria, no te asustes –anunció Raquel al entrar–. La policía quiere volver a hechar un vistazo.
–Traigo una orden de registro. ¿Le importa que pase junto a mis hombres?
–Ya pueden pasar –dijo Núria.
Fueron directos a la habitación de Raquel.
–¿Qué llevaba puesto el día que fue al castillo con el señor Joan Capdevila? –preguntó el subinspector Cardona mientras sus subordinados empezaban a registrar la habitación.
–La ropa que está colgada en la percha.
–¿Nada más?
–También levaba la mochila. Está encima de la mesa.
El subinspector la abrió.
–¿Llevaba usted la botella de agua y el paquete de galletas?
–Pues sí –contestó–. Hacía calor; era mediodía y me las llevé para comer algo.
–Parece que no comió usted muchas…el paquete de galletas está casi entero.
Raquel pensó por un instante en su cámara de fotos. La idea de que pudiera encontrarla la distrajo de aquella observación que acababa de hacerle. Recordó que la había sacado de la mochila y la había guardado en el primer cajón del armario donde los policías aún no habían registrado.
Rápidamente hizo memoria. Había algunas fotos de Porrera. No recordaba tener ninguna foto con Robert, pero sí había muchas fotos de las caballerizas; difícilmente podría explicar los motivos y por nada del mundo quería que aquellas fotos cayeran en manos de la policía.
–Tengo que pasar las fotos comprometedoras de la cámara a algún otro lugar antes de que las encuentre la policía –pensó rápidamente– ¿pero dónde?
Recordó que alguien le había hablado de una aplicación del smartphone para pasar fotos de la cámara al móvil, pero no conseguía recordar su nombre.
Simuló que consultaba su teléfono móvil de forma rutinaria, tocó el icono de aplicaciones... Buscar... Escribió: cam... Nada interesante. Probó con: fotos. Tampoco... Escribió: smart. Entre la lista de posibilidades apareció Smartcam.
–¡Tiene que ser ésta! –pensó– Es gratuita. Menos mal –Empezó a descargar la aplicación. Había poca cobertura. Justo dos rayitas. A este paso, bajarse la aplicación se podía eternizar.
–¿Algo interesante? –preguntó el subinspector viendo que Raquel estaba muy ocupada y demasiado pendiente del móvil.
–Estoy leyendo mi correo –mintió intencionadamente–. Es publicidad de El Corte Inglés. ¿Le interesa?
–Podría interesarme. ¿De qué se trata?
–Lencería fina –dijo Raquel sin apartar la vista de la pequeña pantalla.
–En este caso vamos a dejarlo para otra ocasión –contestó con la sensación de que se estaba metiendo en terreno pantanoso.
Necesitaba el cable para conectar la cámara al móvil. También estaba en el primer cajón. Se acercó decidida, pero en aquel preciso momento uno de los policías, siguiendo la rutina establecida, se avanzó y abrió el cajón. Antes de ver qué había dentro, el subinspector Cardona le llamó:
–¡Agente! –el policía se dio la vuelta– Lleva un zapato desabrochado. ¡Abrócheselo! No vaya a tener un disgusto.
Raquel aprovechó aquel pequeño momento de desconcierto para poner la mano al cajón y, en un abrir y cerrar de ojos, cogió el cable y la cámara y se los puso en el bolso.
–¿Qué pretende? ¿Sabía que eliminar pruebas es delito? –oyó la voz enérgica del jefe de policía detrás de ella.
–¿Las necesidades fisiológicas también son un delito? –respondió Raquel mostrándole una compresa– Si no le importa, permítame ir al baño.
Una vez en el baño, echó el pestillo y respiró profundamente. Conectó la cámara a su smartphone. Buscó la aplicación. Ya estaba instalada. Seleccionó la opción: «de cámara a móvil» y apareció el mensaje: «seleccione fotos». Fue seleccionando las fotos que la podían comprometer...cortar...pegar... Dudó en eliminar las de Porrera; al fin y al cabo el policía ya le había dicho que estaba al tanto de sus salidas, pero también podía tratarse de un farol. Decidió quitarlas.
–No se lo pondré fácil.
Quince fotos en total, la mayoría de las caballerizas. Dejó expresamente la foto que se había hecho con Joan.
Por primera vez se dio cuenta de la importancia de los bytes, de los megas, de la cobertura...
–¡Venga! –dijo Raquel como si por el hecho de dar ánimos los aparatos electrónicos tuvieran que trabajar más rápido.
Las fotos iban pasando de un lado a otro con una lentitud espantosa.
Alguien llamó a la puerta.
–¿Le ocurre algo? –preguntó una voz desde el exterior.
–¡No me ocurre nada! –contestó–. Salgo enseguida.
–¡Dos minutos! –dijo la voz en un tono amenazador.
Dejó que la cámara y el móvil hicieran su trabajo. Mientras tanto, aprovechó para pintarse los labios, aunque sólo fuera para justificar el rato de más que había estado en el baño.
«Proceso finalizado», leyó por fin en la pantalla del móvil. Guardó la cámara en el bolso y su móvil en el bolsillo trasero del pantalón y regresó a la habitación.
–¿Puede decirme qué hacía tanto rato en el baño? –preguntó el jefe de policía.
–¿De verdad quiere que le cuente los detalles? –dijo Raquel con ironía– ¿Aún no sabe que las mujeres necesitamos más tiempo que los hombres?
–Sin duda –respondió el policía–. Y ahora, ¿sería tan amable de vaciar su bolso encima de la mesa?
–Por los pelos –pensó Raquel mientras empezaba a vaciar su bolso.
Todavía permanecieron un rato más allí aquellos policías con guantes de látex y bolsitas de plástico, buscando algún indicio por todos rincones de la habitación. Cuando creyeron que habían terminado su trabajo, su jefe se dirigió a Raquel y le dijo:
–Nos llevamos la cámara de fotos. Se la devolveremos con el resto de las cosas. Aquí está el inventario. ¿Me lo puede firmar?
Raquel dio un repaso visual, cámara Sony Cybershot W630, una mochila, un paquete de galletas Príncipe, un frasco de perfume J'Adore de Dior de 30ml, una botella de Font Vella, unos pantalones tejanos marca Levi’s, una camiseta.
A continuación firmaron conjuntamente el documento, Raquel se quedó con una copia y permaneció sola en la habitación.
–Seguro que hace muy bien su trabajo, pero ese Cardona es un malnacido de cuidado –pensó Raquel, mientras Núria entraba por la puerta.
–Me sabe mal, Núria, haberte metido en este follón.
–No te preocupes, por lo menos estos polis han sido amables. Los que vinieron la última vez fueron peores.
–¿No eran los mismos? –preguntó Raquel.
–No los había visto en la vida, ni siquiera llevaban una orden de registro.
–¿Eran polis?
–Es lo que dijeron, pero cualquiera les preguntaba algo, con la mala leche que gastaban.
Eso hizo pensar a Raquel que la policía iba con los papeles mojados y que, ciertamente, había alguien sin escrúpulos detrás de todo lo que estaba ocurriendo, como ya había advertido Jana. Ella se encontraba en mitad del fregado sin comerlo ni beberlo, o al menos eso es lo que ella creía.
Tenía que agotar todas las posibilidades de encontrar a Sergi con vida y esto pasaba por ir en Cervera sin despertar sospechas; en caso contrario, y vistos los precedentes, condenaría de manera irremisible a Sergi a una muerte segura. Valoró la posibilidad de ir a Cervera de incógnito. No era la forma en que le gustaba hacer las cosas, pero en aquella ocasión no había margen para preferencias.
Sabía que aquella podía ser la última oportunidad de encontrar a Sergi con vida. La conversación con Cardona le hacía sospechar que o bien directamente la policía o bien alguien en quien confiaba le seguía los pasos, por lo tanto había decidido que a partir de aquel momento debía andar con pies de plomo.
Pensó que había dos formas de ir a Cervera; de incógnito o pregonándolo a los cuatro vientos.
Lo cierto era que Raquel era más una chica de Red Bull que de tila, y basándose en este principio empezó a dar vueltas a una idea que le rondaba por la cabeza desde hacía un rato. Sabía que para llevarla a cabo necesitaba tener suerte, y sabía que la suerte también juega un papel importante en la vida. Al día siguiente por la mañana acudió al Ayuntamiento para conectarse a Internet. Entró en Google y clicó: carreras provincia de Lleida. De todas las programadas, hubo una en especial que le llamó la atención:
Carrera: “Ruta de la luna”.
Lugar: Guissona.
Fecha: viernes 3/8/12. A las 22:00 horas
Modalidad: bici BTT.
Distancia: 30Km.
Precio de la inscripción: 15€.
Buscó en la Vía Michelin la distancia entre Guissona y Cervera. El cálculo le dio 14 Km en llano.
–Un paseo –pensó.
Inmediatamente se dio cuenta de que se le estaba abriendo una puerta con la solución al problema.
–¡Me apunto a la carrera! Lo único que me hace falta es ir a Barcelona a recoger mi mountain bike.
No lo pensó dos veces y llenó la inscripción. Participaría en la carrera de Guissona y, una semana antes, en concreto el día veinticinco, iría al circuito con la excusa de practicar; lógicamente pasaría la noche en Cervera, donde acudiría a aquella cita misteriosa.
No sería necesario pregonar a los cuatro vientos que participaría en la carrera, pero tampoco sería necesario tratar de esconderse, pues nadie lo encontraría extraño. Solamente había un momento crítico: «la hora de la cita».
A quien primero se lo contaría sería a Robert. Marcó su número de móvil y le salió el contestador. Lo intentó de nuevo y la segunda vez le dejó un mensaje:
–Robert, soy Raquel. La cita con la policía fue un desastre, ya te contaré. Me he inscrito a una carrera y mañana voy a Barcelona a buscar la bici. ¿Nos vemos?
Regresó a Los Geranios y habló con Núria.
–Hola Núria. Me he apuntado a una carrera en bici y estaré un par de días fuera.
–Te echaré de menos –dijo Núria con una tristeza que no podía disimular–. Tú ya eres casi como de la familia.
–Pero dejarás de tener quebraderos de cabeza. Ya has visto últimamente; parece que la policía tenga el cuartel general en tu casa.
–Prefiero todos esos quebraderos de cabeza antes que la soledad. Me da pánico quedarme sola.
–¿Por qué tienes miedo a la soledad?
–Ya te dije en una ocasión que hay una parte de mi pasado que quiero olvidar.
Raquel recordó por un momento lo que le había explicado Núria sobre las desavenencias con su padrastro y el fracaso estrepitoso de su matrimonio. Por otro lado, la actitud y las atenciones de Núria con ella le daban la impresión de que iban un paso más allá de la normal relación que debe haber entre un anfitrión y su huésped. No acababa de entender muy bien por qué se comportaba de aquella forma con ella y si había alguna relación con este pasado que decía querer olvidar.
Decidió que debía poner en claro aquel asunto y le dijo:
–Oye Núria, dentro de un par de días regresaré a Miravet y debemos hablar de este asunto sin falta.
Raquel también debía hacer el trámite de avisar al subinspector Cardona para decirle que se había inscrito en una prueba de mountain bike, pero lo haría ya de camino a Barcelona. Ese policía era capaz de complicarle la vida al más pintado.
–Hola Raquel, ¿es cierto que te has apuntado a una competición de mountain bike?
–Es la próxima semana, en el pueblo de Guissona, pero antes quiero ir a practicar un poco en el circuito.
–¿En Guissona? –preguntó extrañado Robert.
–No está muy lejos y me apetecía competir con la bici todoterreno.
–Pues yo también tengo noticias. Vuelvo a trabajar. No es un trabajo relacionado exactamente con mi profesión, pero lo más importante en estos momentos es tener trabajo.
–¿De qué se trata?
–Es una empresa dedicada a la publicidad y al marketing. Había trabajado con ellos anteriormente para hacer trabajos esporádicos, pero ahora me han ofrecido un trabajo fijo.
–Entonces, hablamos mañana y te cuento la aventura con Cardona, el poli que va pisándome los talones.
–¿Donde te recojo?
–Pau Claris, esquina Consejo de Ciento. ¿A las ocho de la tarde?
–Nos vemos mañana a las ocho.
Al día siguiente por la mañana Raquel ponía rumbo a Barcelona dejando atrás unos días de verdadero vértigo. No se habría imaginado nunca que en tan poco tiempo pudieran ocurrirle tantas cosas. Ella que estaba acostumbrada a una vida más bien tranquila y sin sobresaltos.
Al llegar a Reus, tomó la avenida Bellisens en dirección al Hospital Universitario de San Juan. No quería dejar pasar la oportunidad de visitar a Joan Capdevila. A pesar de que el subinspector Cardona había dicho cosas de él que no le dejaban en muy buena posición, el comportamiento con ella había sido siempre correcto, dentro de lo que cabía esperar.
Se dirigió al mostrador para pedir el número de habitación de Joan.
–Habitación 3103 –dijo la recepcionista con una sonrisa forzada–. ¿Es usted de la familia? Tenemos órdenes de la policía de no dejar entrar a nadie que no sea pariente suyo.
–Somos primos segundos –improvisó Raquel.
Se dirigió hacia el ascensor y pulsó el botón de la tercera planta.
Abrió la puerta. La habitación estaba en penumbra. Joan permanecía entubado y parecía medio adormilado. La imagen que transmitía no tenía nada que ver con la de aquel Joan gruñón, que no paraba de tirarle los tejos.
El olor a hospital era muy marcado y viendo el panorama que tenía a su alrededor, comprendió por qué alguien lo definió en su momento como el olor de la muerte.
–Hola Joan, ¿cómo estás?
–Ya ves... ¡bien jodido…! –respondió de forma casi ininteligible.
No se le entendía muy bien al hablar, seguramente por las secuelas producidas por la ingestión de ácido cianhídrico. Su mirada perdida advertía que su capacidad de razonamiento no pasaba por su mejor momento y que la recuperación, en caso de producirse, sería lenta y amarga.
Quizás no era el momento más propicio, pero Raquel no quería irse del hospital sin saber qué tenía que decir Joan sobre las acusaciones que había vertido sobre él el subinspector Cardona.
–Me han contado cosas muy graves de ti, Joan.
–¿Qué…cosas?
–Te acusaron de ser un violador.
La contundencia de aquellas palabras hizo reaccionar a Joan, que de forma inconsciente intentó incorporarse de la cama sin conseguirlo. Cogió a Raquel del brazo.
–¡Es falso! Lo hicieron… para tenerme pillado… por los huevos...
–¿Quién? –preguntó Raquel– ¿Quién te quería tener pillado por los huevos?
–Ellos...a cambio…de no pregonarlo a los cuatro vientos –continuó Joan–. Yo solamente debía... madre mía... no tienes ni idea de dónde te has metido. Ellos y sólo ellos tienen la culpa.
–¿Quiénes son ellos? ¿De qué tienen la culpa? Joan, por el amor de Dios, ¡dime quiénes son ellos! ¿Son alguien que yo conozco?
Joan parecía estar más pendiente de los pensamientos que le estaban corroyendo por dentro, que de las palabras de Raquel, y no era capaz de coordinar las ideas con un mínimo de coherencia.
–Me prometieron…ser el jefe del grupo de arqueólogos. Yo sólo debía... no confíes en nadie, Raquel.
–¿Quién? –insistió de nuevo Raquel– Tienes que decirme quién te prometió ser el jefe de Arqueología.
–Mi error…fue colgarme de ti... –continuó Joan– He hecho lo que me han pedido...para salvar mi reputación. Quizás algún día tú y yo...
En aquel momento una enfermera entró empujando un carrito con diferentes compartimentos que contenían medicinas de todo tipo.
–Es la hora del aperitivo –dijo intentando poner un punto de alegría en un ambiente que casi podía cortarse con un cuchillo.
–¿Cómo está el paciente? –preguntó Raquel bajando la voz.
–Yo sólo soy una auxiliar de enfermería, pero por lo que dicen los médicos, va para largo. Lo mejor para él es estar sedado y cuanto menos tiempo tenga para pensar, mucho mejor –precisó la enfermera–. Y ahora aumentaremos la dosis de calmante para que descanse.
–Y de paso, ¡no incordiará tanto al personal! –se quejó Raquel.
Viendo que ya nada podría hacer, se acercó a Joan y le susurró unas palabras al oído, de forma que la enfermera no pudiera oirla:
–Joan, tú tienes muchas cosas que contarme y te prometo que nos veremos pronto. Si alguien te pregunta, no nos hemos visto. ¿De acuerdo?
Joan hizo un signo de aceptación con la mano y respiró profundamente, mientras Raquel se dirigía hacia la salida.
–¡Cuídelo mucho!
Aquella visita al hospital le aclaró algunas cosas:
La primera, que alguien sin escrúpulos movía los hilos de lo que estaba ocurriendo y que ella estaba más implicada de lo que imaginaba. La segunda, que alguien quería evitar, a toda costa, que el manuscrito encontrado por Sergi viera la luz y la tercera, la peor, era que si alguien se interponía en su camino, tenía los días contados.
Una vez de nuevo en la T-11 en dirección a Barcelona conectó el manos libres y marcó el número de teléfono de la policía. Le contestó una voz con una formalidad de libro.
–Soy Raquel Laguàrdia y quiero hablar con el subinspector Cardona.
No había transcurrido ni un minuto cuando reconoció al otro extremo la voz de quien hasta entonces era su sombra.
–Buenos días. ¿Qué puedo hacer por usted?
–Mire, en primer lugar, si no le importa, puede llamarme Raquel. Usted está las veinticuatro horas del día detrás de mí y creo que ya ha llegado el momento de tener alguna confianza. Si no le importa, yo le llamaré Cardona, a secas. La palabra subinspector se me atraganta en la boca.
–Cómo usted quiera, pero sólo cuando hablemos en privado. En presencia de otras personas mantendremos el protocolo.
–Bien. Le llamo para decirle que estoy de regreso a Barcelona y mañana me voy a Guissona.
–¿A qué se debe esa ruta turística, si puede saberse?
–Me he inscrito a una competición de bici todoterreno y quiero practicar en el circuito antes de la carrera. Voy a Barcelona a buscar mi bici.
–Muy bien. ¿Hay algo más que tenga que decirme?
–Nada que sea de su interés.
–¿Cree usted que el Hospital Sant Joan de Reus no es de mi interés? –contestó para demostrarle, una vez más, que tenía todo bajo control.
–Escúcheme bien, Cardona. Si usted cree que voy a llamarle todos los días para contarle mi vida, está completamente equivocado. Si va a detenerme, ¡hágalo ya de una puñetera vez! Y si no, déjeme en paz de una vez por todas –respondió con aquel puntito de mala leche que sacaba cuando creía que alguien se estaba pasando de rosca–. Este tío es un capullo de cuidado –pensó.
–¿Qué ha ido a hacer al Hospital San Juan de Reus?
–He ido a ver como estaba Joan. ¿Qué cree usted? ¿Que quería rematarle?
–¿Le ha contado algo interesante?
–No creo ni tan siquiera que se haya percatado de mi presencia –mintió Raquel–. Está como un cencerro y dice cosas inconexas.
–¿Qué cosas?
–No sabría decirle. Prácticamente no se le entiende. Supongo que usted ha estado con él y sabe de qué le estoy hablando.
–Raquel, ¿sabe usted algo que yo no sepa?
–¡Por el amor de Dios! –contestó con ironía– usted lo sabe todo sobre mí. No hace tanto tiempo que usted mismo dijo: «“Somos policías y nuestro trabajo es saberlo todo”» ¿Recuerda?
Raquel no perdía ocasión para restregarle algo por la cara a aquel policía que, a pesar de hacer muy bien su trabajo, era un hijo de la gran puta.
–Esta semana tendremos los resultados de los análisis del material que le requisamos en Los Geranios. Esté localizable.
–¿Seguro que es necesario? –miró por el retrovisor y continuó con sorna– Veo que no llevo ningún coche de la policía detrás. Llámeles al móvil, no sea que hayan tenido algún accidente.
Era ya casi mediodía cuando llegó a Barcelona. No tuvo problemas para aparcar. Mucha gente había salido de vacaciones a pesar de la crisis que agitaba sin tregua el país y estrangulaba la economía de las familias; aún así, todavía permitía a la mayoría de gente mantener los tres derechos irrenunciables de la sociedad actual: «el coche, las vacaciones y la cerveza en la terraza de un bar».
Abrió la puerta y al dejar las llaves sobre el mueble de la entrada se dio cuenta de que algo no funcionaba. Todo estaba en su lugar, pero las cosas no estaban tal como ella las había dejado la última vez. Sólo una mujer es capaz de advertir pequeños detalles que ni siquiera ella sabría explicar, pero Raquel sabía que alguien había estado en su casa durante su ausencia.
Le pareció que no echaba nada en falta, pero desde aquel día aprendió que su casa tampoco era un lugar seguro. Quién entró, buscaba algo en concreto y pudo trabajar a sus anchas. Sin duda quienquiera que hubiera sido, sabía que ella no estaba en casa. Ahora más que nunca echaba en falta a alguna de sus mejores amigas. Estuvo a punto de llamarlas para contarles aquella pesadilla, pero sabía que estaban de vacaciones fuera de la ciudad y se había hecho el firme propósito de no molestarlas.
Intentó olvidar aquel incidente lo más rápido posible. Al fin y al cabo no añadía ningún peligro adicional a los que ya tenía asumidos hasta el momento.
Hacía ya unas semanas que había dejado Barcelona para irse a las tierras del Ebre y su vena urbana le pedía recuperar las sensaciones de moverse en el ambiente de la gran ciudad. Hacía muchos días que no iba a la peluquería y decidió ir aquella misma tarde después de darse una merecida ducha. Al regresar a casa, se puso un vestido de seda color nude que aún no había estrenado. El cuello barca del vestido le dejaba el hombro al descubierto de forma que resaltaba su sensualidad. Eligió un color natural para los labios que combinaba a la perfección con los tonos fríos de la sombra de ojos.
Se puso unas sandalias de plataforma y dio una última mirada al espejo para comprobar que su imagen cosmopolita estaba a la altura de las circunstancias.
Eran casi las ocho cuando salió de su casa hacia el lugar de la cita. Al llegar, Robert ya la estaba esperando.
–¿Sabes que cada día que pasa estás más…más... –iba repitiendo como si realmente estuviera buscando la palabra adecuada– Guapa?
–Tú tampoco estás nada mal –respondió sin darle más importancia–. ¿Dónde piensas llevarme?
–Sé de un lugar muy romántico con vistas al mar que preparan unas fresas con chocolate que están de muerte.
–Olvídate de lugares románticos y de chocolates y vayamos a un lugar tranquilo dónde pueda contarte cómo están las cosas.
–Entonces, sugiero que vayamos al Mirablau, en la Avinguda del Tibidabo –dijo Robert cambiando su discurso–. Tenemos una vista panorámica de la ciudad inmejorable y no hay un lugar más tranquilo en Barcelona.
Robert tenía aparcado su vehículo en el chaflán con los intermitentes puestos. Antes de poner el motor en marcha,tomó una bolsa del asiento trasero y se lo entregó a Raquel.
–¿Qué es eso?
–Ya te dije que volvía a tener trabajo y he querido tener un pequeño detalle contigo.
Raquel se apresuró a abrirlo tratando de no romper el envoltorio. Era una camiseta de tejido inteligente como la que estuvo viendo en El Corte Inglés el día que se conocieron.
–¿Por qué lo has hecho? –preguntó Raquel.
–¿No buscabas una camiseta como ésta? Ya no es necesario que sigas buscando.
–¡Gracias, Robert! No sé cómo agradecértelo –dijo dándole un beso en la cara.
Subieron por el Passeig de Gràcia hasta la Avinguda de la República Argentina y desde allí hasta el Mirablau, mientras por los altavoces sonaba la música de Mishima, una melodía suave con un ritmo progresivo que parecía anunciar el preludio de una nueva aventura que estaba comenzando.
Desde el mirador, las calles de la ciudad se iban iluminando paulatinamente frente a ellos, mientras los últimos rayos de sol se resistían a desaparecer a sus espaldas y el mar, al fondo, se iba oscureciendo poco a poco hasta confundirse con el paisaje.
Raquel le contó que no soportaba que el pueblo entero hablara de Sergi y de Jana con aquella ligereza ignorando que, quizás ella, era la parte más perjudicada de aquella historia. Siguió contándole los líos con la policía y no entendía nada de lo que le estaba ocurriendo. Parecía verdaderamente que una mano negra la estuviera persiguiendo y que todo lo que tocaba se iba convirtiendo en una nueva evidencia en su contra.
Describió con detalle su visita al castillo y el posterior envenenamiento de Joan; el registro de la casa rural por parte de la policía y la desconfianza manifiesta de subinspector Cardona hacia ella.
Robert la había escuchado pacientemente sin interrumpirla y cuando vio que ya no le quedaba nada más que contar, le dijo:
–No pienses más en ello. Tú no has hecho nada malo y si la policía realmente te creyera culpable, ya te habría detenido.
–Reconozco que al principio estaba más preocupada, pero ahora ya empiezo a pasar un poco de todo –respondió Raquel.
–Lo que cuenta es que ahora tú y yo estamos aquí –dijo Robert acariciando suavemente su mano– y fuera de aquí, el mundo no existe.
Los dos siguieron conversando hasta perder la noción del tiempo; Raquel se dio cuenta de que cada vez se sentía más a gusto a su lado y que había alguna cosa de Robert que la atraía especialmente, y sabía que si no ponía remedio acabaría haciéndole perder la cabeza.
–Empieza a hacer frío –advirtió Raquel.
Robert se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Permanecieron en silencio observando la ciudad aparentemente en calma, pero sus luces parpadeantes advertían que la ciudad continuaba viva. Aquel hombre que tan sólo unas semanas antes, ni siquiera sabía que existía, tenía la virtud de convertir sus miedos en momentos de calma y aquel era uno de ellos.
Entonces, Robert se volvió hacia ella y como si se tratara de la cosa más natural del mundo la abrazó con suavidad. Pasó sus dedos entre sus cabellos y besó sus labios con delicadeza. La suavidad del tacto de sus manos, la dulzura de sus besos y la ternura de cada movimiento hicieron que Raquel descubriera una sensación desconoocida hasta el momento para ella.
–¡Basta, Robert...! –reaccionó intentando despertar de aquel sueño– No puedo hacerle esto a Sergi. Lo siento, no deberíamos haber venido aquí. Perdóname, pero no es eso lo que yo necesito en estos momentos.
–No Raquel, perdóname tú. Me he dejado llevar por mis sentimientos y no sé qué me ha ocurrido. Ha sido un impulso irrefrenable.
–Por favor, llévame a casa.
CAPÍTULO II
Con el recuerdo agridulce del día anterior, Raquel se dirigía hacia Cervera por la N-II, con su bici cargada en el maletero. Pensaba qué le diría a Sergi si realmente se encontraba con él y cuál sería la relación entre ellos a partir de ahora. Aún no daba crédito a la historia que circulaba por el pueblo entre él y Jana, al menos hasta que no la oyera de su propia boca. Por otro lado, su relación con Robert comenzaba a ir por un terreno que hacía que se sintiera en falso y aquella situación de ambigüedad no iba con ella. Lo que sí tenía claro es que no quería convivir con el engaño.
Llevaba la ventanilla bajada y por los altavoces sonaba Small things de The Audreys. A medida que iba adentrándose en la comarca de la Segarra, de vez en cuando podían verse grandes polvaredas elevándose al cielo producidas por las máquinas que, incansables segaban los campos de trigo.
Al llegar a Cervera buscó un hotel cerca del centro, sin demasiadas pretensiones. Con una cama, una ducha y con tal de que estuviera limpio era suficiente.
Una vez instalada, su primer impulso fue el de acercarse hasta la Rambla Lluís Sanpere, el lugar donde supuestamente le había citado Sergi a la 1:15 de la madrugada. No sabía cómo y de qué manera se encontrarían aquella madrugada, ni tan siquiera sabía si todo era producto de su imaginación. Pero en realidad, aquella era la única puerta abierta que tenía para encontrar a Sergi y no estaba dispuesta a renunciar a cruzarla.
Después de reconocer el terreno, se puso en contacto con los organizadores de la prueba y por la tarde se dirigió a Guissona para ver el circuito en directo. Quería que todo pareciera normal y de acuerdo con lo que le había contado el Cardona de los cojones, pues sabía seguro que aquel policía era capaz de comprobar hasta el más mínimo detalle.
Hizo el recorrido en su bici, intentando concentrarse en la dificultad de la prueba sin conseguirlo. No podía apartar de su mente la Rambla Lluís Sanpere, imaginando todo lo que podía ocurrir aquella madrugada.
De regreso a Cervera, dejó su bici de nuevo en el maletero del coche y una vez en el hotel llenó la bañera y se metió en ella para darse un merecido baño.
Era ya casi de noche cuando salió del hotel en dirección a aquel destino tan enigmático como incierto que hacía días estaba esperando. El ambiente en la calle era animado, la gente paseaba tranquilamente y muchos bares servían bebidas en las terrazas repletas de gente joven que hablaba animadamente, ajena a la situación de crisis que vivía el país.
Se sentó en una mesa del Casal de Cervera, situado en la Plaza Santa Anna, mirando a la calle. La visión de La Rambla Lluís Sanpere desde aquel punto era inmejorable. A los pocos minutos se acercó un camarero, libreta en mano y le preguntó qué quería tomar. Raquel pidió un refresco y una bolsa de patatas.
Disimuladamente fue buscando con la mirada entre la gente que paseaba por la calle con la esperanza que de repente apareciera Sergi. Iba consumiendo el refresco lentamente, dándose el tiempo necesario que justificara seguir ocupando una mesa en una terraza tan concurrida.
Pensaba cómo se las arreglaría para que aquella organización secreta, que sin ningún tipo de miramientos le había destrozado la vida a Joan y que no dudaría en hacerle lo mismo con Sergi, si se percataban que su viaje a Cervera iba más allá de una simple competición de bicis de todoterreno.
Hacía rato que los top manta habían ocupado las parcelas que ellos mismos se habían asignado cuando uno de ellos se le acercó y le ofreció una gran variedad de películas en DVD. Raquel, instintivamente, hizo un gesto de negación con la cabeza. Estaba demasiado pendiente de su cita.
–También tengo música de Supertramp. ¿Quiere verla? –insistió el chico.
Raquel levantó la vista, como si hubiera aparecido un espíritu delante de ella. Observó que llevaba una camiseta dónde podía leerse:
«DIABLOS DE VILANOVA»
Rápidamente recordó que en el folleto que anunciaba la fiesta del Aquelarre de Cervera, que supuestamente le había hecho llegar Sergi, se podía leer textualmente:
«Los diablos de Vilanova te invitan al correfuego que
tendrá lugar a la 1:15 en la Rambla Lluís Sanpere»
–De Supertramp me interesa toda su discografía –contestó Raquel–. ¿Dónde puedo verla?
–No la tengo aquí –respondió el chico–. Si quiere verla tendrá que acompañarme. ¿Lleva usted un smartphone?
–Sí.
–¡Pues apáguelo!
Raquel movió el botón de su móvil a la posición de off y pagó la consumición.
–Ve tú delante. Yo iré unos pasos detrás de ti; no es necesario que te des la vuelta para saber que te estoy siguiendo.
–De acuerdo –respondió el chico mientras se alejaba por la calle Mayor en medio de la gente.
Raquel fue siguiéndole con la mirada. De vez en cuando se daba la vuelta para estar segura de que nadie la seguía, mientras disimuladamente miraba las fachadas de las casas como si en realidad estuviera buscando el nombre de los callejones que iba dejando atrás.
El chico la llevó hasta una calle desierta, estrecha y con poca iluminación. Se adentraron en ella.
–Callejón de Sabater –pudo leer Raquel.
El chico se detuvo y le dijo:
–Fin del recorrido. Yo sólo debía traerla hasta aquí.
El chico se dio media vuelta y desapareció tras la esquina.
Una única campanada del reloj de la iglesia anunciaba la una y media de la madrugada. Raquel miró recelosa a ambos lados, pensando que quizás se acababa de meter en la boca del lobo. Pasaron unos segundos de incertidumbre que le parecieron eternos. Oyó una voz que salía de un portal situado justo al lado de una de las múltiples arcadas que tenía la calle. La reconoció al instante.
–Por aquí.
–¿Eres tú? –preguntó Raquel.
–Sí, soy yo. ¡Vamos!
Raquel se acercó rápidamente. Era Sergi. Dentro del portal la abrazó y la estrechó entre sus brazos.
A pesar de llevar ocho años viviendo juntos y cerca de un mes sin verse, a Raquel le dio la sensación de estar en brazos de un extraño. Por un instante, Sergi se dio cuenta de aquella frialdad momentánea, impropia de tantos días de separación obligada, pero instintivamente lo atribuyó a la emoción del momento.
–Te has dejado crecer la barba –dijo Raquel intentando disimular aquella primera sensación extraña que tuvo al sentirse en sus brazos–. ¿Cómo has sabido que había acudido a la cita?
–Hacía rato que estaba pendiente de ti desde la calle, mezclado entre la gente. No sabía si estarías sola o si alguien te habría seguido. Todas las precauciones son pocas. Sólo he tenido que darle las cuatro instrucciones necesarias al chico que ha ido a ofrecerte la música y el resto puedes imaginarlo. ¿Sabe alguien que estás aquí? –se apresuró a preguntar.
–Aquí contigo, no –contestó con rotundidad.
–¿Has apagado tu móvil? –insistió como si de ello dependiera su vida.
–Sí, está apagado. ¿Puede saberse qué importancia tiene eso ahora?
–La policía dispone de un software especial para rastrear la posición de cualquier smartphone mediante el navegador que trae incorporado. Con tu móvil en marcha, ahora podrían saber tu posición exacta. ¿Comprendes ahora la importancia?
–Pero ¿cómo pueden llegar a ser tan hijos de puta? Ahora entiendo como aquel “poli” ha estado vigilándome durante todo este tiempo.
–No sabes como te he echado de menos –interrumpió Sergi mientras no dejaba de mirarla de arriba abajo con admiración. Los ojos le brillaban como a un adolescente haciendo frente a la emoción de su primer beso–. Cuánto sufrimiento por no poder contarte lo que ocurría y qué mal debes haberlo pasado tú, pensando que yo quizás podría estar muerto. Ven, vamos dentro.
–Hay muchas cosas que quiero saber, Sergi. Durante este tiempo nuestras vidas han dado un giro, quizás irreversible.
–Juntos, superaremos todo –dijo Sergi mientras subían las escaleras de un primer piso del barrio antiguo.
El piso tenía un techo muy alto y no parecía muy bien conservado. Hacía falta una buena capa de pintura a las paredes y algunas de las baldosas se movían al andar. A pesar de que Sergi era una persona metódica y ordenada, había montones de ropa y otros pequeños desórdenes aquí y allá que demostraban que en aquella casa hacía tiempo que no se hacía vida en pareja.
A Raquel le supo mal que Sergi viviera solo en unas condiciones tan precarias, pero se alegraba de que estuviera vivo.
Al final del pasillo estaba el comedor. Se sentaron en el sofá.
De fondo, el reproductor de CD’s daba vida a la voz de Julia Stone con su música suave y con un ritmo que no pasaba desapercibido. Aquella música era relajante para Sergi y aquel era un buen momento para calmar las emociones.
–Supiste interpretar mis mensajes –dijo Sergi dando un gran suspiro, como si eso le hubiera salvado la vida–. Eran tan sutiles que no estaba del todo seguro de que ni siquiera tú fueras capaz de entenderlos.
–Después de vivir ocho años juntos, de algo ha servido.
–Raquel –dijo Sergi mientras le acariciaba las manos con una delicadeza que no era habitual en él–. Me había preparado todo lo que quería decirte pero se me ha olvidado por completo y sólo se me ocurre decirte que te quiero. Cuando todo termine, quiero dejar la Arqueología y volver a dar clases en Bellaterra como antes, como cuando nos conocimos.
–Espera, Sergi, no vayas tan deprisa –interrumpió Raquel, consciente de que le estaba cortando aquel buen momento, pero segura que aquel camino que había iniciado sólo le llevaría a aumentar su sufrimiento–. Ya hablaremos de nosotros; primero tienes que contarme de qué va todo esto.
–Como tú quieras. Sólo quería que supieras que significas mucho para mí –dijo Sergi con la frustración de no poder contar todo aquello que hacía días le quemaba por dentro–. En primer lugar, debes saber que todo lo que hablemos a partir de ahora tiene que quedar entre tú y yo. Nadie puede saber nada de este asunto. Lo más importante es que nadie debe saber que nosotros nos hemos visto o hemos hablado. ¿Entiendes? Nos va la vida en ello, la tuya y la mía.
Sergi le contó que había encontrado un manuscrito que podía cambiar la historia. También le habló de la organización secreta que pensaba tenía detrás y muy por encima nombró a Jana, diciendo que era una historiadora que le había ayudado.
–Entiendo Sergi. Por desgracia, sé de qué va esa gente y de cómo las gastan. Estaba preocupada porque pensaba que te encontraría enfermo y que te habían envenenado. La policía encontró restos de veneno.
–Fue un montaje que hice yo mismo –confesó Sergi–. Tienes que perdonarme por ello, pero al ver que realmente mi vida corría peligro simulé mi própio envenenamiento antes de desaparecer. Quería que todo el mundo creyera que estaba muerto; de esta forma, me dejarían en paz. No me costó mucho encontrar el cianuro. En el castillo lo tenían guardado en el almacén por una plaga de ratas que hubo hace tiempo. Sólo tenía que vomitar y echar una pequeña cantidad de veneno. La policía haría el resto.
–¿Sabes que la policía piensa que yo puedo estar detrás de tu desaparición? –replicó Raquel.
–Me sabe mal –lamentó Sergi– pero piensa que mientras la policía te crea sospechosa de mi desaparición, eso mismo te mantiene fuera de sospecha de esta sociedad secreta, que es de quien realmente debemos protegernos.
Sergi le explicó que necesitaba su ayuda porque quería llegar hasta el final. Él no podía salir a la luz y en aquel momento era preferible que el mundo creyera que estaba muerto.
–La única persona del mundo en quien confío plenamente eres tú Raquel –confesó Sergi–. Tienes que ayudarme a sacar a la luz ese manuscrito, que de ser auténtico, cambiará la historia conocida de la Orden del Templo. Lo encontré enterrado en la zona de las caballerizas en el castillo de Miravet. Seguramente lo escondieron los mismos templarios durante el asedio al que fueron sometidos.
–Pues no parece tan complicado –interrumpió Raquel–. Dime donde está escondido y a quien debo entregárselo.
–Ése es el problema –advirtió Sergi–. Si te digo donde está escondido sin saber a quién debemos entregarlo con la absoluta seguridad que verá la luz, tu vida corre peligro y esto no me lo perdonaría nunca. No confío en nadie Raquel, ¡en nadie! Bien, tan sólo en ti. Además, antes de entregarlo debemos interpretar el mensaje que lleva. Yo no he sido capaz de hacerlo. Por lo tanto, lo primero que tengo que preguntarte es si estás dispuesta a ayudarme. Si me dices que no, lo entenderé, pero si me dices que sí y me ayudas a descubrir las claves del manuscrito vivirás una experiencia como nunca en la vida.
–Claro que quiero ayudarte Sergi –afirmó Raquel sin pensarlo ni un sólo instante–. ¿Qué crees? ¿Que voy a dejarte tirado esperando que esta panda de sinvergüenzas acaben contigo? ¿Crees que me acojona esa banda de impresentables? Las cosas que acabas lamentando en la vida son los riesgos que no has tomado. ¡Dime qué quieres que haga!
–Alguna vez te he hablado de Alex, un ex compañero de la universidad ¿recuerdas?
–Sí, lo recuerdo, pero en realidad no sé quién es.
–Es mi único contacto con el exterior, aparte de ti. Hace tiempo que conozco a Alex. Fue él quien por primera vez me habló del supuesto legado de los templarios y de la existencia del manuscrito. Él es quien me ayudó a preparar mi salida de Miravet y cómo simular el envenenamiento. Preparamos juntos la historia de las almendras amargas en el bar de Pedrola. Él es quien me informa de como van las cosas. Me dejó algo de dinero en metálico para ir viviendo. Sé lo que han hecho con Joan. Fue él también quién me dijo que estabas en Los Geranios. Sin su ayuda, seguramente no estaría vivo. Lo que no sabe Alex es que tú y yo estamos en contacto. Lo he hecho por precaución, por eso es tan importante que nadie sepa que nos vemos. Nos jugamos demasiado. ¿De acuerdo?
–De acuerdo –contestó Raquel–. ¿Sabe Alex que estás aquí, en Cervera, en este piso de mala muerte?
–No, no lo sabe. Es lo mejor para todos, también para él.
–Y ¿cómo os comunicáis?
–Mediante este móvil –dijo Sergi mostrándole un teléfono de los primeros que salieron al mercado, en el que apenas podían verse los números de las teclas.
–Esto es ilocalizable y además va con tarjeta. Imposible seguirle el rastro.
–¿Tienes algún inconveniente en que yo tenga este número de móvil? Solamente te llamaría en un caso extremo.
–¡Imposible! –afirmó categóricamente Sergi– Si tu móvil estuviera intervenido, sabrían que tú y yo nos comunicamos y esa sería nuestra perdición. Hay una cosa de Alex que todavía no te he contado –se produjo un silencio que Sergi hizo de forma intencionada para ver la reacción de Raquel–. Trabaja para los servicios secretos.
Raquel no sabía qué decir. Eran demasiadas emociones para tan poco tiempo.
–Le juré sobre la Biblia que eso no lo revelaría nunca, pero también creo que tienes derecho a saberlo. No pueden haber secretos entre nosotros. ¿Comprendes?
–Claro que lo entiendo.
–Alex investiga una trama por parte de una de las ramas más radicales de Al Qaeda que tienen la misión de invadir Europa –aseguró Sergi–. Uno de sus objetivos prioritarios es recuperar el territorio sagrado de la Península Ibérica, que según los integristas islámicos, les pertenece. Por otro lado, y presta mucha atención a lo que voy a decirte, el manuscrito que descubrí podría indicar el lugar exacto de la carta magna de la fundación de una organización secreta que daría continuidad a la Orden del Templo, después de simular su desaparición. Los dos hechos tienen relación entre sí y esa organización secreta es precisamente la que va detrás de mí, evitarán por todos los medios que el manuscrito se haga público. Puedo asegurarte que la idea inicial de los templarios era de intenciones nobles, pero en la actualidad la organización se ha convertido en puro terrorismo encubierto. Tienen el poder total del dinero y el de las armas, y lo que es peor, el de las comunicaciones en el más amplio sentido de la palabra. Con esta combinación, es difícil que su ideología mantenga ni una brizna de nobleza.
Esa organización lucha contra el islamismo en disputa por la supremacía mundial y está formada por 24 familias que dominan el mundo desde el anonimato. Oficialmente no existen, no constan en ninguna parte, pero están. Están por encima de dirigentes y líderes mundiales. Ellos deciden cuando hay una crisis económica mundial, qué países entran en conflictos armados, si es conveniente o no erradicar una enfermedad incurable, qué países deben mantenerse en la pobreza, cuáles serán las tecnologías del futuro; controlan todo a base de tener infiltrados sus miembros en los puntos clave del poder, político, judicial, militar, religioso, en las grandes multinacionales de todos los sectores. Tienen aquellos a quienes llaman soldados, personas de la calle, a veces con dificultades de algún tipo, que extorsionan a cambio de tapar o solucionar sus problemas y les obligan tanto a informar, como en algunos casos, a convertirse en el brazo ejecutor de sus acciones.
De esta forma banqueros, políticos y directivos de grandes empresas trabajan para ellos sin saberlo y la humanidad está completamente a su servicio. Cuando algún miembro de la organización les pone en peligro, aunque sea de forma involuntaria, la propia organización le elimina. Hay formas rápidas de hacerlo, como un accidente, y otras más lentas, como por ejemplo el cáncer, el Alzheimer, etc. Como puedes ver, aunque de una forma distinta, las cruzadas siguen vivas actualmente. Por ambos bandos –sentenció finalmente.
–Oye, Sergi. ¿Te has fumado alguna mierda? ¿Quién te ha contado todo eso? –preguntó Raquel con cara de incredulidad.
–Alex me ha puesto al corriente de algunas cosas, Jana de otras y dentro del equipo de arqueólogos circulan historias relacionadas con lo que te he contado. Y si quieres acabar de convencerte, lee los periódicos y verás que todo tiene relación.
Raquel no sabía muy bien qué decir. No tenía respuesta a la cantidad de información que le había caído encima en tan poco tiempo. Tenía que digerirlo despacio y esto le llevaría algún tiempo.
–Me entretuve en fotografiar el manuscrito antes de esconder de nuevo el original en un lugar seguro. Pasé el documento a formato de Word y lo guardé en un Pen-drive.
Sergi alargó la mano y le dijo:
–Toma, ahí lo tienes. Léete la historia que aquí se cuenta. Hay unas claves que no he sido capaz de descifrar y espero que tú me ayudes a conseguirlo. Verás que el pen contiene muchos ficheros. Todos están sacados de Internet, la mayoría de la Wikipedia. Son historias de la Reconquista y de la Edad Media, sin demasiada relevancia, y algunas sin ningún rigor histórico. No pierdas tiempo con ellas, son para disimular, pero mezclados entre ellos hay uno que es la copia literal del manuscrito. El nombre del fichero es Faruq y la contraseña de acceso es raqueL, la L final en mayúscula. No hagas ninguna copia de seguridad, ni te equivoques con la contraseña. Una sola contraseña incorrecta borraría el fichero sin ninguna posibilidad de recuperarlo.
–¿Qué significa Faruq?
–Es un nombre árabe. Significa el que distingue la verdad de la mentira. Cuando leas el manuscrito lo entenderás.
–Me he inscrito en una prueba de bici de montaña en Guissona, el viernes de la próxima semana. Está a catorce Km de Cervera. ¿Nos vemos el jueves aquí, en tu piso? Si hago algún progreso tendremos tiempo para ponernos al día.
–Sí, pero antes debemos poner unas bases. Tú acudes a la plaza de La Conreria el jueves a las diez de la noche. Está al final de la calle Major, no tiene pérdida. Si llevas alguna prenda de vestir de color negro significa peligro. Si es de color blanco, significa vía libre. Yo haré lo mismo. Una toalla blanca en el balcón significa vía libre.
–De acuerdo.
–La policía va siguiéndome los pasos –aseguró Raquel con preocupación– y quizás también esa organización secreta que va detrás de ti. Cada vez que nos pongamos en contacto debe ser con la máxima discreción. Me he inscrito en algunas de las carreras de montaña que se celebren en Catalunya los próximos meses. Todos lo encontrarán normal. Te he preparado una lista. Podemos vernos el día antes a la misma hora de la salida, en la plaza del Ayuntamiento de cada pueblo. ¿Qué te parece?
–Me parece una idea genial –respondió Sergi.
–Aquí tienes la lista de las carreras. ¿Tienes algún problema para desplazarte?
–Me buscaré la vida. Bueno Raquel, ya sé que son muchas cosas a la vez. De momento, ayúdame a descifrar los enigmas que hay escondidos en el manuscrito. ¿De acuerdo?
–De acuerdo, pero hemos dicho que no habría secretos entre nosotros.
–Sí, eso hemos dicho.
–Estoy dispuesta a ayudarte en todo lo que haga falta, pero antes de seguir ¿hay alguna cosa que debas decirme, Sergi?
Sergi sabía que cuando Raquel le hablaba en el tono en que lo estaba haciendo en aquel momento, no era para darle una buena noticia. Habría preferido pasar página, pero sabía que cuando se le ponía algo entre ceja y ceja solamente existía una salida posible: contentarla.
–¿A qué te refieres?
–Cuentan unas historias en el pueblo entre tú y Jana que no acabo de creerme, pero para estar segura necesito oírlo de tu propia voz.
–Fue una chiquillada, no sé ni cómo pudo ocurrir –admitió Sergi con tristeza–. Sólo sé que duró un par de semanas; empezó como un juego y cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde. No podía quitarme tu imagen de la mente. No te lo merecías y por suerte puse fin a aquello. Ahora sólo forma parte del pasado.
En otro momento, aquella historia habría desatado las iras de Raquel en todos sus frentes, pero en aquella ocasión la ayudaba a reducir el grado de culpabilidad que arrastraba desde aquel día en el Miralblau en que Robert la besó estando entre sus brazos. Aún así, no desaprovechó la ocasión para decirle:
–Entonces, es cierto lo que dicen sobre tu historia con Jana. Lo peor de todo es que lo sabe todo el mundo y yo he quedado cómo una imbécil que no se entera de nada.
Sergi no sabía ni qué decir ni qué hacer para reconducir la situación. En aquel momento, Raquel, que no podía evitar mostrar su enojo le soltó:
–Pues quiero que sepas que también hay otra persona en mi vida –sentenció finalmente, más por despecho que por cualquier otro motivo, ya que hasta el momento, Raquel ni tan sólo se había planteado una relación con Robert, que fuera más allá de una simple amistad.
Aquella afirmación cayó encima de Sergi como una jarra de agua fría y se produjo un silencio momentáneo. Se le nublaron los ojos y en un momento comprendió la frialdad con que Raquel le había abrazado tan solo unos instantes antes; se sintió culpable de que, cuando más necesitaba aquella relación, fuera precisamente ahora, que llegaba a su final.
–Por lo visto, tú tampoco has perdido el tiempo –se defendió Sergi como si su patinazo con Jana tuviera un mínimo de justificación, pero viendo que aquella discusión no les llevaría a ninguna parte, decidió no continuar por aquel camino y en tono conciliador le dijo– Lo siento, Raquel. No tenía derecho a hacerte ningún reproche. No quiero que nos peleemos. Aparquemos nuestras diferencias hasta resolver lo que tenemos entre manos. ¿De acuerdo?
Permanecieron en silencio unos instantes que a ambos se les hicieron interminables.
–¿En qué me he equivocado? –preguntó Sergi– ¿Hay todavía alguna posibilidad de reconducirlo?
–Sergi, sabes muy bien en qué te has equivocado. Hay cosas que no tienen marcha atrás y esta es una de ellas. A pesar de todo, te ayudaré en todo lo que haga falta para resolver el lío en el que estamos metidos –afirmó Raquel– si tú estás de acuerdo.
–Claro que quiero que me ayudes, para eso estamos aquí –concluyó Sergi–. Dejémoslo ahí. Es mejor de esa forma.
Sergi sabía que él se llevaba la peor parte. Jana había sido para él como un espejismo, en cambio Raquel parecía dispuesta a llevar aquella nueva relación adelante.
Sergi, sumergido en aquel sofá donde justo hacía un rato se había sentado Raquel, vio como aquella emoción que sintió al verla acudiendo a su cita se convertía en frustración en un abrir y cerrar de ojos.
Se negaba a aceptar que perdería a Raquel de forma definitiva. Quizás era cierto que había centrado demasiado su existencia en su trabajo y que Raquel había quedado en un segundo plano; sin duda aquel resbalón con Jana le ponía las cosas todavía más difíciles. Sin embargo, ahora ya era demasiado tarde para lamentaciones y si tenía alguna remota posibilidad de recuperarla, era consciente que tendría que trabajárselo a fondo.
Raquel regresó al hotel. Sergi le acababa de decir que sólo confiaba en ella y que la necesitaba para resolver el lío en el que estaba metido. Le había prometido que no le dejaría solo, y así lo haría, pero lo que le había hecho con Jana le dejaba las manos libres para decidir cuál sería el camino de su futuro sentimental a partir de ahora.
Los vehículos que circulaban en sentido contrario llevaban aún las luces encendidas. Se intuía el sol a punto de aparecer por el horizonte, mientras por los altavoces sonaban los primeros acordes de piano del Someone like you de Adele, una canción de desamor que reflejaba su realidad y la de Sergi. No tenía motivos para permanecer en Cervera y decidió regresar temprano a Barcelona.
Eran los últimos días de julio y la ciudad empezaba a estar desierta. Aparcó el coche sin dificultades. Al entrar en el portal de su casa miró en el buzón. Había una carta de Endesa con la factura de la luz, otra factura de Movistar y un aviso de correos para recoger una carta certificada.
Aprovechó la mañana para poner una lavadora y después regresaría a Miravet. Debía trabajar en el documento que le había preparado Sergi y necesitaría el ordenador portátil.
A media mañana se acercó a la oficina de correos a recoger la carta certificada. Era de su escuela. No quiso esperar a llegar a casa para leerla:
«Apreciada Sra. Raquel Laguàrdia,
Se ha puesto en conocimiento de la dirección de esta escuela que usted está implicada en un caso de personas desaparecidas. Para mantener el buen nombre de la escuela, lamentamos comunicarle que no contamos con usted hasta que no se esclarezcan los hechos y por tanto, el inicio del próximo curso académico será llevado a cabo por un docente que la relevará temporalmente de sus funciones. Por este motivo y por el hecho que la escuela ya ha iniciado su periodo de vacaciones, le rogamos que a partir del primero de septiembre pase por el centro para firmar su renuncia voluntaria.
Atentamente,
La Dirección»
Tardó unos segundos en reaccionar. Volvió a leer la carta y desde el fondo de sus entrañas exclamó:
–¿Firmar mi renuncia voluntaria? Pero ¿quién ha sido el desgraciado que me ha hecho esto?
Nunca es un buen momento para quedarse sin trabajo, pero en medio de la crisis económica que estaba sufriendo el país aquel año 2012 y por un motivo totalmente injusto, todavía menos.
Firmando la renuncia voluntariamente como le pedía la dirección de la escuela, se le cerraba de golpe el grifo de sus ingresos. Si no firmaba, entraba en un litigio que no sabía el tiempo que iba a durar y en cualquier caso tampoco dispondría del dinero que necesitaba para vivir. Raquel tenía unos pequeños ahorros que le permitirían sobrevivir entre tres y cuatro meses como máximo. Lejos de hundirse pensó que ahora más que nunca era el momento de jugar a todo o nada.
–¿Quieren bronca? –se preguntaba Raquel– Pues la tendrán. ¡No saben con quién están jugando!
Los últimos días habían sido de emociones contradictorias. Primero, la alegría de saber que Sergi estaba vivo. Después, aquella especie de relación que tenía con Robert que no era ni una cosa ni la otra. A continuación, saber que Sergi se había enrollado con Jana, aunque sólo fuera por unos días. Aquella mañana, la fatídica noticia que la habían despedido del trabajo. Finalmente, todo el lío sobre un complot islamista y la existencia de aquella minoría que controlaba el destino del mundo. Cómo muy bien ella diría, demasiadas cosas juntas para una profesora de la ESO.
Pensó que la confesión de Sergi admitiendo su infidelidad cambiaba las cosas. A partir de ahora, no debía de preocuparse por lo que hacía con su vida. Sencillamente, no debía dar explicaciones a nadie y, en aquel momento, un impulso irrefrenable le hizo decidir hablar con Robert.
–Hola Raquel. Todavía sigues en Guissona?
–Estoy en Barna. He regresado esta mañana.
–¿Qué tal es el circuito?
–Es un circuito que me gusta, pero ahora no quería hablarte de eso. ¿Sabes que me he quedado sin trabajo en la escuela?
–¿Cómo es posible? –exclamó Robert.
–He recibido una carta certificada. Me dicen que no cuentan conmigo hasta que se aclare la desaparición de Sergi. Eso es que alguien, con muy mala leche, les ha contado una historia sobre mí que no es cierta.
–Quizás no. Si la policía está investigando la desaparición de Sergi, posiblemente haya hablado con la dirección de la escuela.
–Oye Robert, ahora no estoy para recibir ánimos ni consejos de nadie, y por otro lado, cada día que pasa estoy más convencida de que Sergi está muerto –afirmó Raquel, poniéndose en el papel que jugaría a partir de ahora, dispuesta a mantener a cualquier precio el anonimato de Sergi.
–Sólo pretendía ayudarte. ¿Quieres que vayamos a algún lugar y hablamos?
–Me hablaste de un lugar con vistas al mar donde preparan unas fresas con chocolate. ¿Todavía sigue en pie la propuesta?
–Claro... –titubeó Robert– Pero pensaba que tu y yo...que no...
–Entonces, debo pensar que tu respuesta es sí?
–Claro, puedes contar con ello. ¿Te recojo esta tarde por Pau Claris, igual que la otra vez?
–De acuerdo. Nos vemos luego.
Aquella cita representaba todo un enigma y a partir de entonces, cualquier hipótesis era posible.
Robert ya estaba esperando cuando llegó Raquel. Bajó del coche y sin mediar palabra la abrazó durante un largo rato. Eran las ocho y media cuando bajaban por Via Laietana. Robert le dijo que había elegido un restaurante frente al mar para aquella ocasión. La chica de la recepción les acompañó a una mesa en un lugar tranquilo, rodeado de arbustos. Pidieron una cena ligera. Una ensalada tibia para compartir y chipirones con habitas. El vino, lo pidió ella.
–Bien, Robert, y ahora me muero por saber cómo están estas fresas con chocolate.
–Efectivamente –respondió Robert haciendo una señal con la mano a un camarero.
–¿Desean algo de postre?
–No, gracias –contestó Robert–. Ya puede traernos la cuenta.
Raquel esperó a que el camarero se marchara y le dijo:
–¿Y las fresas?
–Ya te dije que era una sorpresa.
Robert pagó la cuenta. Subieron por las escaleras exteriores al restaurante, que llevaban hasta el nivel superior, y a continuación siguieron paseando hasta el Hotel Arts.
–Raquel –dijo Robert al llegar a la entrada del hotel, mientras tomaba sus manos–. He tenido la suerte de encontrar trabajo y la mejor forma de celebrarlo es a tu lado, mirando el mar desde un lugar privilegiado. ¿Crees que el Hotel Arts estará a la altura de las circunstancias?
–Espero que sí –respondió Raquel sin saber aún muy bien cuales eren sus intenciones.
Robert había reservado una habitación con vistas al mar. Pidió la llave en recepción y subieron con el ascensor hasta la planta 25 de las 44 que tenía aquel edificio de 154 m de altura.
Entraron en la habitación. Las cortinas del fondo estaban abiertas y dejaban al descubierto un gran ventanal que ocupaba toda la pared, permitiendo que los últimos rayos de sol que aun se resistían a desaparecer llenaran todo el habitáculo con una tenue luz de atardecer.
A la derecha quedaba la cama, cubierta con una fina capa de pétalos de rosa de color rojo.
Robert había tenido el detalle de dejar destapado un frasco de J’Adore de Dior, el perfume preferido de Raquel, para hacerle el ambiente más agradable.
Se acercaron juntos al ventanal. El gran pescado metálico dorado, obra de Frank O. Gehry, era visible a sus pies. A la izquierda se podía ver el recinto del Foro. Al fondo a la derecha se erigía, esbelta, la figura del Hotel Wela y, ante sus ojos, el cielo se mezclaba con el mar, mientras unas nubes residuales al fondo se empezaban a teñir de rojo, en señal de despedida a un caluroso día de julio.
Raquel prestó atención a la mesita que había junto al ventanal. Estaba cubierta con un mantel de lino blanco, dándole el toque especial que requería la ocasión.
Las copas de cava perfectamente alineadas, acompañadas de dos velas de color rojo, hacían presumir el momento romántico que se estaba gestando y una orquídea de color rosa salpicada de puntitos de un rojo intenso presidía el centro de la mesita.
Robert se dirigió hacia una pequeña nevera y sacó una bandeja de fresas cubiertas de chocolate. A continuación le mostró una botella de cava:
–¿Qué te parece este brut rosado de la Bodega Carles Andreu? Tiene una puntuación de 89/100 en la escala Parker, espero que sea un digno acompañante de las fresas con chocolate.
–Creo que no podías elegir uno mejor para la ocasión; seguro que estará a la altura.
Robert puso en marcha el equipo de música y empezó a sonar suavemente el «Dream about me» de Moby.
–La música expresa sentimientos –aseguró Robert– y esta para mí, expresa un gran mensaje.
–Qué vas a contarme de los mensajes de la música... –pensó Raquel.
El suave contacto de las manos de Robert sobre su piel la llevó al punto de no retorno, mientras al oído le prometía los besos más tiernos que nunca podía imaginar.
El chocolate se empezó a derretir por el efecto del calor. Robert puso un poco en sus dedos y los pasó por la nariz y los labios de Raquel, como lo habría hecho el mismo Dalí utilizando su piel suave para pintar su obra maestra.
Mientras la noche cubría el cielo de Barcelona con su manto de estrellas, siguieron experimentando innumerables juegos de amor en su esencia hasta sumergirse finalmente en el mundo de los sueños, dejando como testimonios privilegiados algunos pétalos de rosa marchitos por la intensidad en que Raquel y Robert habían librado su particular batalla.
Lo que había vivido Raquel aquella noche hizo que su vida diera un giro importante. Había oído el dicho popular que decía que los hombres como Robert o bien estaban casados o bien eran homosexuales, y se preguntaba si no había un tercer grupo que, sencillamente, conocían una mujer y se enamoraban de ella.
Aquel sueño era demasiado bonito para estropearlo con ideas que no llevaban a nada. Aquella historia le estaba ocurriendo a ella, en aquel momento, y pensaba disfrutar con intensidad sin pensar que algún día podía tener un final.
La luz brillante del sol de verano iluminando el Mediterráneo les despertó de una noche vivida con intensidad. A Robert le tocaba ir a trabajar y Raquel se iría a Cervera con la esperanza de resolver el enigma que la llevaba de cabeza desde hacía semanas.
Era viernes 27 de julio. El tránsito por la AP-7 era bastante fluido; nada que ver con el grueso de la operación salida de verano que tendría lugar veinticuatro horas más tarde. Raquel regresaba a las tierras de l’Ebre, esta vez con una idea clara de lo que iba a hacer.
En una ocasión, había oído decir a un pescador que cuando desconoces el puerto hacia donde navegas, cualquier viento es malo. Ahora, ese ya no era su caso.
Durante el viaje, pensó que debía quedar con Jana aunque fuera solamente para cumplir con el guión. Sabía que aquella organización actuaba desde la sombra, conocía sus pasos y, por tanto, no debía romper ninguna de las rutinas a que les tenía acostumbrados.
Salía de la AP-7 por la salida de Reus. Se detuvo en el hospital con la intención de ver a Joan y aprovechó para enviar un WhatsApp a Jana.
–¿Nos vemos mañana hora y lugar d siempre?
–Ok
En la recepción le dijeron que le habían trasladado al hospital de Mora de Ebro . La doctora de guardia hizo un resumen del informe médico. Había experimentado una cierta mejoría pero tendría que someterse a tratamiento de hemodiálisis de por vida, aparte de no recuperar totalmente algunas de sus funciones vitales.
Raquel apretó los dientes con fuerza y no pudo evitar que se le escapara de entre los labios de forma casi imperceptible:
–¡Hijos de la gran puta!
Siguió hasta el Hospital Comarcal de Mora de Ebro . Le venía de paso de camino a Miravet.
–Buenas tardes. Vengo a visitar a Joan Capdevila –le dijo a la chica de recepción–. Soy familiar suyo.
–Habitación 102. Primera planta, segunda habitación a la izquierda –respondió amablemente la chica–. ¿Es la primera vez que acude al hospital?
–A este sí.
–Supongo que debe de estar al corriente del estado del paciente...
–Me he hecho una ligera idea.
–No pierda demasiado tiempo con él –añadió–. No se entera de nada. Dispone de cinco minutos para verle. Sobre todo no hable, necesita descansar.
–¿Está segura de que pueden hacerle algún mal unas palabras de ánimo? Usted acaba de decirme que no se entera de nada.
–Son órdenes de la dirección del hospital y le aconsejo que haga lo que le digo.
Raquel sabía que entrar en discusiones conllevaría más complicaciones que beneficios y estaba segura que Joan todavía tenía mucho que contar en aquella historia.
–De acuerdo –contestó Raquel–. Los médicos son los que mejor saben qué conviene más a los enfermos.
Entró en la habitación. Había dos camas. Joan estaba en la más cercana a la ventana. La cama al lado de la puerta la ocupaba un hombre de mediana edad.
–Buenas tardes –dijo Raquel, que enseguida se dio cuenta de que su presencia no había pasado desapercibida por Joan.
–Buenas tardes –contestó el compañero de habitación–. Espero que venga a verme a mí. Visitas tan agradables como ésta no las tengo todos los días. Además, ese de ahí al lado es como si no estuviera. Todavía es el momento de que abra la boca.
–Pues siga intentándolo –contestó Raquel–. Estoy segura de que ganas de conversar, a usted, no le faltan.
Fue directa hacia Joan y se sentó en una silla junto a su cama de espaldas a su compañero de habitación, de forma que no le viera la cara. Raquel hizo la señal de silencio poniéndose el dedo sobre los labios. Joan le contestó con una casi imperceptible mirada de complicidad.
–Hola Joan, ¿sabes quién soy? –preguntó Raquel sabiendo de antemano que no obtendría respuesta–. Parece que no reconoce a las personas... –dijo Raquel dirigiéndose a su compañero de habitación.
–Ya se lo he dicho. Desde que está aquí no ha dicho ni mu.
Raquel sabía que seguramente Joan estaría bajo vigilancia y esta vez venía preparada. Sacó una pequeña libreta del bolso en que había escrito una serie de preguntas con letra suficientemente grande, de forma que Joan pudiera leerlo.
En la primera hoja podía leerse:
cierra los ojos. Una vez: sí. Dos veces: no. Tres veces: no sé.
Pasó página.
–¿Te vigilan?
–Sí.
–¿La policía?
–Sí.
–¿Sabes quién te envenenó?
–Sí.
–¿Estoy yo en peligro?
Joan abrió los ojos como naranjas.
–Sí.
–¿Estás tan mal como parece?
–No.
En la última hoja podía leerse:
–Estaremos en contacto y no se saldrán con la suya.
Raquel guardó su libreta con disimulo. Hizo una señal de aprobación con la mirada a Joan dispuesta a dejar la habitación y al pasar por delante de su compañero le dijo:
–Me parece que ni tú, con toda tu palabrería, serías capaz de hacerle reaccionar. Tenías razón. Está como un cencerro.
A la salida, Raquel se detuvo en la recepción.
–Tengo entendido que debe hacer hemodiálisis dos veces por semana. ¿Se la van a hacer aquí, en el hospital?
–No. Aquí no disponemos de los medios. Le llevan a Tortosa los lunes y jueves en ambulancia.
–¿Sabe si alguien más de la familia ha venido a visitarle?
–Ayer estuvo aquí su ex mujer.
Raquel puso cara de sorpresa y la chica de recepción lo advirtió inmediatamente.
–Usted, que es de la familia, debe saber que estaba separado.
–Desde luego. Lo que no sabía es que su ex mujer había venido a visitarle. Gracias, ha sido usted muy amable –disimuló Raquel sin tener ni idea que Joan había estado casado y mucho menos que estaba separado.
A continuación se dirigió hacia la salida dispuesta a volver de nuevo a Miravet. Llegó a Los Geranios. Al entrar, le dio la impresión que Núria la estaba esperando.
–Hola Núria! Ya estoy de regreso. ¿Cómo van las cosas por Miravet? –preguntó haciendo uso del tópico.
–Si no fuera por los sobresaltos a que estamos habituados últimamente, te diría que todo sigue igual que siempre.
–Traigo mi ordenador portátil –dijo Raquel mostrándole la bolsa–. Aprovecharé unos días la tranquilidad del pueblo para estudiar y repasar cosas de la escuela. Por cierto, dijiste que la habitación está pagada hasta final de mes.
–Sí, pero esta mañana he visto que han hecho el ingreso del mes de agosto. Algunos se quejan que con la crisis económica no hay forma que la Administración les pague. En cambio a mí me pagan por adelantado. Estos de La Generalitat parece que no saben hacia donde van.
–Quizás no es La Generalitat quién ha hecho el ingreso. Pero dejémoslo ahí. Eso, ahora, no tiene mayor importancia.
–Ya sabes que la habitación es para ti –afirmó Núria.
–Bien! Si no te importa, hoy me quedaré a cenar. En el patio, la temperatura debe ser muy agradable a esta hora.
Ya había oscurecido cuando Raquel se presentó a cenar. Soplaba un poco de Garbinada, este viento húmedo que viene de mar que hace el ambiente más agradable.
Núria había preparado una mesita fuera, en el patio, tal y como había sugerido Raquel.
–¿Te importa que cenemos juntas? –preguntó Núria.
–Al contrario. Siéntate aquí, a mi lado.
Durante la cena estuvieron hablando de cosas del pueblo. Cualquier anécdota entre vecinos se convertía en la noticia del día. Cosas tan sencillas como que empezaba a levantarse la Garbinada cobraban un protagonismo especial, y que el sábado era día de mercado en la plaza del Arenal era motivo de conversación entre los vecinos. A Raquel le gustaba cambiar de vez en cuando la rutina de los grandes acontecimientos de las ciudades por las pequeñas cosas que ocurren en los pueblos. Igualmente le parecían interesantes, a pesar de que los acontecimientos de los últimos días se podían calificar de excepcionales.
En un momento de relajación, Raquel quiso retomar aquella conversación inacabada que habían dejado unos días antes:
–El día que me iba a Barcelona me hablaste de los problemas con tu familia. ¿Es eso lo que te llevó a instalarte en un pueblecito como este?
–Vine a parar a Miravet para huir de todo lo que me rodeaba. Hace unos dos años me ofrecieron regentar esta casa y vi en ello mi tabla de salvación.
–Así, Los Geranios ¿no es tu casa?
–No. La casa tiene un propietario y yo trabajo a sueldo para que todo funcione.
–Es extraño, ¿no te parece? –advirtió Raquel– Es el propietario quien lleva normalmente las riendas. Un negocio como este no parece que pueda mantener a mucha gente.
–Los números son muy ajustados, pero hay propietarios que no necesitan el dinero y mientras les mantengan la casa en condiciones para ellos es suficiente.
–Seguro que no es trigo limpio. ¿Estás segura de que el propietario no tiene algún trapicheo con la Administración y por ese motivo siguen pagando la habitación? –desconfió Raquel intentando buscar una explicación creíble.
–Yo no pregunto, hago mi trabajo y punto.
–Si al menos te ha servido para limar las desavenencias con tu familia, habrá valido la pena.
–Las desavenencias con mi familia son irreconciliables –afirmó categóricamente Núria.
–Pues debió de ser muy gordo lo que ocurrió entre vosotros. Recuerdo que me contaste que no te entendías con tu padrastro; después, dejaron de pagarte los estudios de fisioterapia porque vivías en pareja; más tarde tu pareja te dejó. En el fondo, nada que no pase en las mejores familias.
–Todo lo que me estás diciendo sólo es la consecuencia de una relación desastrosa. El origen de todo va mucho más allá.
–Entonces, ¿cuál es el motivo que te ha llevado a que la relación con tu familia sea irreconciliable? –quiso saber Raquel.
–El origen de todo es que mi padrastro abusaba de mí –respondió finalmente Núria, respirando profundamente, como si en aquel momento se liberara de una carga que llevaba a cuestas desde hacía mucho tiempo–. Mi madre lo sabía, pero era demasiado débil para hacer frente a aquel pedazo de animal; se quedaba petrificada, incapaz de reaccionar ante los constantes acosos a que yo estaba sometida. A menudo, cuando voy a acostarme, todavía veo la sombra de aquel monstruo resoplando encima de mí. Recuerdo su sudor pegajoso y me despierto por la noche angustiada en un mar de lágrimas. La primera vez tenía trece años. Presa del pánico, no fui capaz de articular ni una sola palabra, ni tan sólo fui capaz de llorar, tenía la mirada clavada en el techo de mi habitación, esperando que aquel suplicio, que se hacía eterno, pasara lo más rápido posible. Mis ilusiones de niña pasaron, desde aquel día, a convertirse en pesadillas, y la idea de huir de mi casa se convirtió en una obsesión; una obsesión inalcanzable de momento, puesto que mi padrastro tenía lo que él quería, mi madre era incapaz de denunciarlo y yo me moría de vergüenza sólo de pensar que alguien pudiera enterarse de lo que me estaba ocurriendo.
–¿Y no hubo forma de parar a aquel desgraciado? –exclamó con rabia Raquel.
–¿Qué podía hacer? Tan sólo tenía trece años y estaba sola.
Núria continuó narrando su historia. Ahora que había decidido hacerlo, el camino se le iba haciendo cada vez más llano.
–Te dije que cuando iba a la Universidad vivía en pareja. Era una compañera de clase. En un momento de debilidad, mi familia consiguió que me casara con un pobre chico, para recuperar, según ellos, el buen nombre de la familia. No tuve el valor suficiente, ni me sentí con fuerzas para decirle a mi futuro marido que aquel era un matrimonio de conveniencia para limpiar mi pasado y sobre todo para enterrar el recuerdo del acoso a que estuve sometida. Cuando él se dio cuenta de todo la carga que llevaba conmigo, ya era demasiado tarde y me abandonó.
A Raquel le costó reaccionar después de escuchar un relato tan descorazonador. No obstante se sintió con fuerzas para decirle:
–Imagino que no es fácil para ti, pero tienes que pasar página de tu pasado, aunque no debes olvidar que forma parte de tu vida. No tienes por qué sentirte culpable de nada. Tú fuiste la única víctima. Te queda una vida por delante y eres libre de vivirla como tú quieras. En algún lugar, hay una persona que te está esperando y que desea encontrarse contigo.
Después de que Núria se liberara de aquella carga emocional que llevaba dentro, al explicar a Raquel su secreto, hasta entonces inconfesable, continuaron su conversación de forma más distendida. Raquel le contó que tenía que preparar unos trabajos para la escuela y que por este motivo pasaría mucho tiempo encerrada en su habitación.
Era ya casi la una de la madrugada cuando a Raquel le empezaron a pesar los párpados, momento en que decidió irse a la cama, no sin antes decirle a Núria:
–No olvides que, aunque la vida te presente motivos para llorar, seguro que tienes muchas más razones para ser feliz.
Al día siguiente Raquel se encerró en su habitación para empezar a leer la copia del manuscrito que Sergi le había preparado. Esperaba haber avanzado lo suficiente para poder hablar con conocimiento de causa, cuando el próximo 2 de agosto, el día antes de la carrera, se encontraran de nuevo en Cervera.
Parecía que el manuscrito trataba de la crónica de los últimos días de asedio a que habían estado sometidos los habitantes del Castillo de Miravet; después de darle un primer vistazo, Raquel empezó a adentrarse en aquel relato que podía cambiar la historia.
28 de julio del año 1.308 D.C.
Mi nombre es Faruq y por deseo expreso del lugarteniente de la provincia catalana fray Ramón de Saguàrdia, escribo la historia, para que quede constancia de tal y como lo estamos viviendo los habitantes del castillo de Miravet y de los hechos que ocurren en nuestro día a día, hasta que finalmente se resuelva el conflicto con el rey Jaime II. La información que fray Ramón me da es privilegiada y a la vez confidencial. Es por este motivo que juro solemnemente ante Dios y el profeta que este manuscrito será el verdadero testigo de los hechos que aquí están ocurriendo.
Tengo veintitrés años y mi corazón tiene la sangre dividida entre dos mundos; el musulmán y el cristiano. De los monjes he aprendido el arte de las armas. Ellos me han enseñado a utilizar la espada. Mi padre murió luchando en las cruzadas como Caballero afiliado. No era monje y por lo tanto, no hizo los votos perpetuos de la Orden como ellos. Cuentan los que le conocieron, que estaba instruido en la justicia, la fortaleza y la templanza. No llegué a conocerle y desde que murió en las cruzadas, fray Ramón de Saguàrdia es quien se encargó personalmente de instruirme para convertirme en lo que soy. Pasaba largas temporadas en el castillo y desde pequeño me dedicó un cuidado especial, y su confianza ha hecho que lo considere como mi segundo padre.
Nadira es el nombre de mi madre. De origen musulmán, nuestros antepasados gobernaron el castillo de Miravet hasta que Ramón Berenguer IV entregara la fortaleza en donación a los cristianos. Siempre he querido aprender de ella a tener su coraje, a ser paciente, a ser fiel a mi gente, a dar hospitalidad a quien la necesite y a ser un digno merecedor de la virtud del honor.
Ella me enseñó todos los secretos que conozco del castillo. Los aprendió de sus padres y yo los transmitiré a mis hijos. Los habitantes del castillo ni tan siquiera pueden imaginar todo lo que se esconde entre sus muros.
Pero ahora, las cosas van empeorando a cada día que pasa. Ya hace casi ocho meses que dura el asedio a que está sometido el castillo por parte de las tropas de Jaime II, y la moral de los caballeros de la Orden del Templo empieza a debilitarse. Sé a ciencia cierta que los cronistas del Rey también relatan los hechos que ocurren actualmente en el Castillo, pero también sé que la historia la escriben los ganadores a su conveniencia y si no cambian mucho las cosas, serán las tropas del Rey las que finalmente se lleven el triunfo.
Parecía imposible que las acusaciones sin fundamento, lanzadas contra la Orden por parte de Felipe IV, Rey de Francia, el mes de octubre pasado, pudieran prosperar. Tanto el Papa Clemente V como el rey Jaime II apoyaron la acusación y ahora, nuestra resistencia, sin ningún tipo de ayuda exterior, se apoya más en el orgullo por defender la verdad que en el convencimiento de la victoria.
1 de Agosto del año 1.308 D.C.
Cuando es necesario, entro y salgo del castillo utilizando las diferentes salidas secretas que me enseñó mi madre.
Hoy, para encontrarme con María, he utilizado la salida secreta de las caballerizas. Se accede por la parte de atrás de un pesebre, hundiendo una piedra rectangular hasta dejarla sobre una gran roca que tiene forma plana. Después cubro la entrada con paja y desde dentro vuelvo a colocar la piedra.
Pasada la entrada, se baja por un pasillo en que los tramos más empinados tienen escaleras. El paso es muy estrecho pero suficiente para permitir el paso de una persona de pie. En las paredes hay antorchas colgadas, que sólo utilizo para ir renovando la que llevo encendida. De vez en cuando, en la roca hay rendijas naturales que dan al exterior. Sirven para renovar el aire. Debo ir con mucho cuidado para no hacer ruido al pasar, puesto que podrían oírme desde el exterior; esos tramos deben pasarse a oscuras para evitar que la luz de la antorcha se vea desde fuera. Hay tres salidas. La primera da al sótano de una casa situada en la parte alta del pueblo, dónde ahora no vive nadie. La segunda salida está mucho más abajo, justo por debajo de la Sanaqueta y da a ras de río, detrás de unas pitas. Está tapiada con un montón de piedras bastante grandes, para no levantar sospechas desde el exterior. La tercera está en el molino y tiene la salida por debajo del agua.
María sabe de la existencia de estos pasillos secretos, pero por su seguridad, no conoce más detalles. El día que nos casemos no habrá secretos entre nosotros y le mostraré todo lo que sé sobre el castillo. María vive con su tía. Su madre murió al nacer ella y a su padre se le dio por muerto al desaparecer en Jerusalén, cuando se disponía a luchar en una de las cruzadas.
Hoy, cuando he llegado, María ya me estaba esperando en el patio de la casa abandonada. Le he cogido las manos y las he notado suaves como la seda y cálidas como el viento que sopla de poniente. El sol del verano iluminaba sus cabellos que brillaban como hilos de oro, y su sonrisa me da la fuerza que me hace falta para seguir resistiendo el asedio a que estamos sometidos los habitantes del castillo.
Al despedirnos, ha puesto la punta de sus dedos sobre mis labios y los he besado con emoción. Todavía siento el aroma de su perfume en mis manos. Cierro los ojos y veo su mirada dulce que me acompaña durante las noches solitarias y sueño en el momento en que estará para siempre a mi lado.
–¡De nuevo el pesado de Cardona! –protestó Raquel, que a duras penas había empezado a entrar en la historia que se relataba en el manuscrito.
–¡Diga! –respondió, haciendo valer su puntito de mala leche.
–Subinspector Cardona –contestó formalmente–. Tenemos los resultados preliminares de los objetos de su propiedad, que requisamos el día del registro en Los Geranios.
–¿Ah sí? ¿Un poco lentos, no le parece? –contestó Raquel.
–Mañana por la mañana, a las 9:00, la espero en el cuartel de los Mossos d’Escuadra de Mora de Ebro . ¡No falte! –advirtió el policía.
–No se preocupe. A parte de ir envenenando al primero que me encuentro por la calle, no tengo nada más que hacer en todo el día –contestó irónicamente.
Raquel sabía que, a pesar de que la policía debía estar haciendo bien su trabajo, aquel hijo de la gran puta no tenía pruebas para inculparla de la desaparición de Sergi, ni tampoco del envenenamiento de Joan Capdevila, pero a pesar de todo, tenía la gran habilidad de hacerle sentir constantemente un sentimiento de culpa.
Aquella tarde, Raquel había quedado con Jana en el camino del Galacho, como de costumbre. Sabía que alguien les estaría observando o por lo menos, que alguien sabría que se encontrarían en aquel lugar. Después de la conversación con Sergi, no tenía ninguna duda que la policía, o incluso aquella organización secreta, podían saber su localización exacta mediante su smartphone. Aún así, ella había decidido que seguiría su juego, como si no supiera nada y, en todo caso, lo utilizaría en el momento en que le fuera más conveniente.
Se vistió con la indumentaria para ir a correr. Su imagen corriendo por el pueblo se había hecho habitual y la gente ya no le daba importancia.
A la hora acordada se encontraba con Jana. Esta vez, Raquel ya no tenía dudas. Sergi, el día que se encontraron en Cervera, le había confesado el alcance de su relación con ella.
–Hola Jana. Hace días que no nos vemos –advirtió Raquel rompiendo el hielo, mientras le daba un beso en cada mejilla.
–Hola Raquel –contestó con desaliento–. Estoy hecha un lío; estuve en Tortosa pero no saqué nada en claro del paradero de Sergi. ¿Has descubierto algo?
–¡Olvídate de Sergi! Estoy convencida de que se cayó al río. Hace demasiado tiempo que no sabemos nada de él –afirmó Raquel poniéndose en el papel que el propio Sergi le había pedido.
–Pues mi intuición me dice que no –respondió Jana segura de sí misma–. Sé que está escondido en alguna parte, igual que yo. El manuscrito que descubrió es muy importante para desenmascarar a esta organización, que hará lo que haga falta para que no se haga público.
–Pero tu intuición debe basarse en algo. Fuiste tú quién se pasó casi dos meses día y noche con él y, durante dos meses, de día y de noche –remarcó– da tiempo para muchas cosas. ¿No te parece?
–Lo único que tengo en la cabeza –dijo, ignorando la pregunta que la estaba poniendo en un compromiso– es que, unos días antes de su desaparición, me pidió que investigara si aparecía el nombre de Faruq en los libros de historia de la época y si podía haber alguna relación con la historia del castillo de Miravet.
–Ese nombre es árabe, ¿verdad? –preguntó Raquel, aparentando que no sabía de qué iba la cosa.
–Es cierto –respondió–, pero lo que más me llama la atención es que Faruq, en árabe, significa el que distingue la verdad de la mentira. Creo que puede tener relación con el manuscrito que descubrió Sergi. Si es como pienso, la verdad podría referirse al contenido del manuscrito y la mentira sería la historia tal y como la conocemos.
–¿Aparece en algún libro de historia alguien con este nombre? –se apresuró a preguntar Raquel.
–No. Al menos yo no lo he encontrado.
–Entonces ya tienes la respuesta –afirmó Raquel–. Posiblemente ese nombre no tenga ningún significado especial.
–¡No! –negó categóricamente– Creo que todo tiene relación. El manuscrito encontrado por Sergi, el final de la Orden del Templo, la organización secreta actual y el complot islamista radical para conquistar Europa. El nombre de Faruq podría ser la clave para desentrañar el misterio.
A pesar de que Sergi ya le había insinuado algo sobre una trama por parte de islamistas radicales, las conclusiones a las que estaba llegando Jana le parecían de pura ciencia ficción.
–¿Un complot islamista radical? –remarcó Raquel– ¿Para conquistar Europa?
–¿Recuerdas que te dije que he estado en contacto con grupos cercanos a los islamistas radicales?
–Sí, y que trabajabas con una ONG en campos de refugiados del Frente Polisario.
–El castillo de Miravet fue construido por los musulmanes y por tanto su recuperación por parte de los extremistas islámicos, aparte de ser una base para futuras operaciones, supondría un golpe de efecto muy importante de cara a una hipotética reconquista de la Península Ibérica, y sin duda un punto estratégico muy valioso en vistas a una posterior invasión de Europa. Su estrategia consistiría en ir poblando lentamente Europa, a lo largo de los años, por islamistas que se irían instalando como en un caballo de Troya. Llegado el momento iniciarían la guerra desde dentro y conquistarían Europa. Raquel, las cruzadas siguen vivas en la actualidad.
–Me cuesta creer lo que me estás diciendo –dijo Raquel con incredulidad.
–¿Ah, sí? ¿Te cuesta creer el conflicto entre el mundo occidental y los talibanes en Afganistán? ¿Te cuesta creer el conflicto entre Israel y Palestina? ¿Te cuesta creer los ataques a las Torres Gemelas? ¿Te cuesta creer los conflictos armados en el Golfo Pérsico? ¿Te cuesta creer el final de Bin Laden? Tanto si te gusta como si no, Raquel, las cruzadas siguen vivas actualmente. Por ambos bandos.
–Quién le mandaría a Sergi meterse en líos de arqueología. Con lo tranquilo que estaba dando clases en la Universitat de Bellaterra –lamentó Raquel.
–Así es como están las cosas, y la única solución es encontrar a Sergi o encontrar el manuscrito. Nos jugamos mucho en ello, y no olvides que tú también estás en el punto de mira.
–Que yo sepa, solamente estoy en el punto de mira de la policía –contestó Raquel con sorpresa–. Me creen sospechosa de la desaparición de Sergi y del envenenamiento de Joan. ¿Tú crees?
–Es su trabajo. Ya ves que yo también estoy metida en un buen lío y tengo que vivir a escondidas. Por eso es tan importante que aparezca Sergi y que encontremos el manuscrito. Terminarían los problemas de una vez.
–Pero ¿qué tengo yo que ver con esta organización secreta? –preguntó extrañada.
–Eres la mujer de Sergi, el arqueólogo que está poniendo en peligro a toda una organización que vive en la clandestinidad. ¿Con quién crees que se pondría en contacto Sergi en caso de tener dificultades? Posiblemente con su mujer, ¿no? Pues eso, ellos lo saben; ten por seguro que no se detendrán hasta conseguir lo que se proponen.
–Cuando pienso que no hace ni un mes, mi principal preocupación era saber el lugar donde ir de vacaciones y ahora me encuentro sin Sergi, con la policía pisándome los talones, la organización secreta, un complot para invadir Europa y lo peor de todo, me he quedado sin trabajo ¡joder!
–¿Te has quedado sin trabajo?
–Me imagino que son cosas de la policía, consecuencia de las investigaciones. Ahora, a eso lo llaman daños colaterales.
Se produjeron unos instantes de silencio.
–A estas alturas supongo que ya debes saber lo que le ocurrió a Joan –prosiguió Raquel.
–Por desgracia, estoy al corriente –contestó con cara de circunstancias–. ¿Te das cuenta de donde estamos metidas?
Raquel habría querido aclarar las dudas que tenía Jana, pero sabía que la seguridad de Sergi pasaba para mantener la boca cerrada.
–Bien pues, para cualquier cosa estamos en contacto –concluyó Raquel dando la conversación por acabada.
Jana desapareció en medio de los frutales y Raquel se dirigió corriendo a un ritmo suave hacia el pueblo. Le sabía mal que Jana viviera de aquella formara y deseaba que aquella historia llegara a su final cuanto antes. Pensaba que tenía mucha razón cuando decía que cuando aparecieran Sergi y el manuscrito se habrían acabado los problemas para siempre.
2 de Agosto del año 1.308 D.C.
Durante el tiempo que dura el asedio, algunos de los monjes han salido del castillo, por orden de sus mandos, para negociar una salida beneficiosa al conflicto con los dirigentes de las fuerzas que nos están asediando. Hasta ahora, nunca han tenido éxito, pero a su retorno los monjes traen noticias de lo que ocurre más allá de las murallas. Pero para mí, María es el único correo fiable que comunica el castillo con el exterior. Gracias a ella, sé el número y la posición de los soldados que nos asedian, las noticias reales de lo que ocurre fuera y la situación de las otras sedes de los templarios. Gracias a ella sé todo lo necesario para seguir resistiendo.
El lugarteniente de la provincia catalana, fray Ramón de Saguàrdia, que está refugiado en el castillo, hace tiempo que quiere tener una entrevista personal con el rey Jaime II para explicarle en persona que las acusaciones vertidas sobre la Orden del Templo, acusándoles de sacrilegio, herejía y sodomía, son totalmente infundadas. Está convencido qde ue si es capaz de recibirlo, podrá explicarle su versión de los hechos y de esta forma poner fin a esta situación inexplicable en que se encuentra la orden.
Ante la insistencia, el rey ha accedido a recibirle y le ha ofrecido un salvoconducto para ir a negociar. Pero fray Ramón, exige la garantía de regresar a Miravet sea cual sea el resultado de las negociaciones y el rey no ha aceptado, considerando que estas condiciones no son dignas de caballeros.
Llegado a este punto, fray Ramón de Saguàrdia, desconfía que el rey le permita regresar al castillo de Miravet. Él es la máxima autoridad de la sede, y el hecho de quedar cautivo a manos de las tropas del rey Jaime II supondría la rendición incondicional del castillo. Por este motivo ha nombrado a fray Jaime de Garrigans para llevar a cabo las negociaciones y defender los argumentos de los monjes. Fray Ramón de Saguàrdia le ha entregado una carta con las condiciones exigidas para entregar el castillo.
Fray Jaime de Garrigans fue comendador de la casa de Gebut y se refugió en el castillo de Miravet cuando empezó la persecución contra la Orden del Templo. Tiene bastante experiencia, y por tanto en estos momentos es la única esperanza por parte de los monjes. Todos confían en que regrese con buenas noticias.
Yo no estoy tan seguro. Fray Jaime formó parte de la comitiva del anterior maestro provincial fray Berenguer de Cardona, con quien está emparentado. Dicen de su sobrino, Guillem de Cardona y Garrigans, que es una persona con una ambición desmesurada y que sería capaz de vender a su propio padre por un puñado de monedas.
Pero antes de sacar conclusiones, habrá que ver el resultado de las negociaciones con el rey Jaime II y saber cuáles son los acuerdos a los que han llegado.
7 de agosto del año 1.308 D.C.
Fray Jaime de Garrigans ya ha regresado de las negociaciones con el rey Jaime II y las noticias no podían ser peores.
Nadie comprende la negativa del rey, a pesar qde ue la defensa de la verdad estuvo preparada a conciencia. Más bien se cree que fray Jaime de Garrigans no ha estado a la altura de las negociaciones y que ha mandado a paseo una de las últimas oportunidades que teníamos los habitantes del castillo de salir airosos del conflicto.
Hoy he hablado con María y me ha dicho que en el pueblo hay quien no se fía de él y piensa que junto a su sobrino, Guillem de Cardona y Garrigans, podrían haber llegado a algún pacto con el rey para entregarle el castillo a cambio de una parte de los tesoros que aquí se guardan.
El agua y la comida empiezan a escasear y la moral de la gente está cada vez más debilitada. Empiezan a haber divisiones importantes entre quienes piensan que debemos resistir hasta el final y quienes creen que es mejor rendirse.
Ahora, más que nunca, es necesario un liderazgo firme por parte de los máximos dirigentes del castillo y por ese motivo, hoy se reúne el Capítulo de la comunidad, el consejo formado por los hermanos de mayor experiencia y criterio que toman las decisiones importantes.
–¿Mosquito? Soy el Camaleón. ¿Cómo van las cosas?
–Bien, no son fáciles pero salimos adelante.
–Nada es fácil en esta vida y de nada sirve quejarse. Lo único que cuenta son los resultados. ¿Sigues teniendo la confianza de Raquel?
–La tengo.
–Presta atención. Quiero que dejes a Raquel fuera de combate por unos días.
–¿Qué significa exactamente, que la deje fuera de combate?
–Es muy fácil de entender. Se ha apuntado a una carrera el día 3 de agosto y no quiero que participe en ella.
–Pero...
–¡Ni peros ni nada! Si es necesario, le rompes una pierna o le metes algo en la comida para que esté una semana vomitando sangre. Me da exactamente igual. El caso es que no quiero que corra. No es tan difícil de entender, ¿verdad?
–Pero eso, no se lo puedo hacer...
–¿Cómo dices? ¿Qué es lo que no puedes hacer? ¿Ya has olvidado qué le ocurrió a Joan? Quizás prefieres que te saque de Los Geranios...o mejor todavía, podría enviarte un animal que te recuerde los viejos tiempos o ¿quizás prefieres hacer de puta en cualquier carreterita de mierda?
–No es necesario. Raquel no participará en la carrera.
–No olvides nunca que los soldados no discuten las órdenes; sencillamente las reciben, las obedecen y ¡las cumplen! ¿Ha quedado claro?