Capítulo 10

 

LOS DÍAS siguientes pasaron en un suspiro. Rachel siguió trabajando y asistiendo a reuniones y, al mismo tiempo, intentó organizar los siempre complicados preparativos de una boda.

Brad estuvo casi cuatro días sin aparecer por la oficina. No se ausentó de la ciudad, pero pasó casi toda la semana inspeccionando obras, reuniéndose con clientes y gestionando nuevos proyectos. El viernes, sin embargo, se quedó en la oficina. Esa mañana, le dijo a Rachel que pensaba pasarse todo el fin de semana en la cama. Ella lo miró de arriba abajo y preguntó:

— ¿Crees que podrás aguantarlo? Y el insistió en hacerle una demostración de su capacidad de aguante antes de irse a trabajar. Rachel nunca había sido tan feliz. Se sentía profundamente aliviada, porque su matrimonio parecía haber liberado a Brad del pasado. Pero, por desgracia, no tenía ninguna amiga íntima con la que pudiera compartir su alegría. De vez en cuando jugaba con la idea de contarle a su hermana sus planes de boda, pero al final siempre decidía esperar hasta que hubieran fijado la fecha de la ceremonia.

Rachel miró su reloj. Brad tenía varias reuniones previstas en la oficina. A las nueve, al irse a la sala de reuniones, le había dicho que esperaba terminar a la hora del almuerzo. Ya llegaba tarde, pero a Rachel no le extrañó. Brad odiaba las reuniones largas, pero a veces no podía evitarlas.

Media hora después, cuando sonó el teléfono, Rachel contestó con una sonrisa, pensando que sería Brad.

—Rachel Wood —dijo.

—El interfono no funciona —dijo Janelle—. Por eso te llamo.

—No importa. ¿Qué ocurre?

—Tengo un mensaje de Brad.

—¿Ah, sí?

—Llamó hace un momento. Me dijo lo del interfono y me pidió que avisara para

que venga a repararlo y que te dijera que le había surgido un imprevisto y que no podía comer contigo.

Desilusionada, Rachel dijo:

—Gracias por decírmelo.

— ¿Quieres que te traiga algo del de lie cites sen?

— Sí, estupendo. Lo de siempre, gracias.

Rachel colgó y miró fijamente el teléfono. La reunión debía de haber puesto a Brad de un humor de perros si ni siquiera se había molestado en llamarla. Confiaba en que estuviera de mejor ánimo cuando se fueran a casa, esa tarde.

Después del almuerzo, Rachel perdió la noción del tiempo hasta que Janelle llamó a la puerta y dijo:

—Me voy ya. ¿Te importa cerrar cuando te marches?

Rachel miró el reloj y le sorprendió descubrir que eran casi las seis.

—Claro —se desperezó, dándose cuenta de pronto de que llevaba mucho tiempo absorta en el trabajo —. ¿A qué hora volvió Brad?

Janelle sacudió la cabeza y dijo:

—No ha vuelto aún.

Rachel intentó disimular su preocupación.

— Ah, bueno, no importa. Le enseñaré estas cifras el lunes.

Janelle le hizo un ligero saludo con la mano y cerró la puerta. En cuanto oyó que la puerta exterior se cerraba, Rachel se levantó de un salto y abrió la puerta que separaba su despacho del de Brad. La luz estaba apagada. Qué raro. Brad siempre la informaba de sus idas y venidas. Rachel intentó buscar una razón que explicara su conducta, pero no se le ocurrió ninguna. Brad llevaba consigo el móvil. ¿Por qué no la habría llamado?

Rachel descolgó el teléfono de la mesa de Brad y marcó el número de su móvil. Al cabo de unos instantes, su voz grabada le pidió que dejara su número de teléfono o su mensaje. Rachel colgó sin decir nada. Era la primera vez que Brad desconectaba el teléfono, al menos que ella supiera. Empezó a preocuparse.

Regresó a su despacho y colocó sus carpetas en el mueble archivador. Recogió su bolso y salió de la habitación, apagando la luz al salir. Cerró la puerta con llave y siguió por el pasillo. Todo el mundo se marchaba a las cinco, así que no le extrañó encontrarse sola. Entró en el ascensor y pulsó mecánicamente el botón del piso del aparcamiento. Solo al salir y ver la plaza de Brad vacía, comprendió que la había dejado plantada, sin medio de irse a casa y sin tose siquiera la molestia de avisarla. No sabía si estaba más preocupada por—¡que le hubiera ocurrido algo o más enfadada porque la hubiera plantado. Pero, en ¡cualquier caso, sería mejor que tuviera una  buena razón para haberse marchado.

Regresó al ascensor y subió al vestíbulo del edificio. El guardia de seguridad ya estaba en su puesto.

—Buenas tardes, señorita Wood —dijo con una sonrisa.

—Hola, Sam —miró hacia fuera, por si acaso Brad la estaba esperando en la acera, pero no vio ni rastro de él—. ¿Podría llamar a un taxi, por favor?

— Claro —Sam alzó el teléfono y, al cabo de unos minutos, dijo—. Viene de camino.

Cuanto más esperaba Rachel, más nerviosa se ponía. Quizá la luna de miel se hubiera acabado, al menos por lo que a Brad respectaba. El hecho era que, por alguna razón que Rachel no llegaba a entender, el señor Phillips parecía haberse olvidado de su esposa. Aquello era tan impropio de él que Rachel no dejaba de preguntarse qué habría motivado su comportamiento.

El taxi se detuvo ante la puerta. Rachel salió del edificio y subió al vehículo. Le dio al taxista la dirección de Brad, se recostó en el asiento y procuró no impacientarse por los atascos.

Quizá las líneas telefónicas estuvieran colapsadas. Tal vez Brad había intentado llamarla, pero no había conseguido comunicar con ella. Cuando llegara a casa, seguramente encontraría un mensaje esperándola. Procuró aferrarse a aquella idea para tranquilizarse.

Al fin entraron en la apacible calle de Brad.

— Es la cuarta casa a la izquierda — dijo—. Puede dejarme frente a la puerta.

Después de pagar al taxista, Rachel se acercó al panel de seguridad de la puerta y marcó un número. En cuanto la puerta se abrió, caminó apresuradamente hacia la casa. La vegetación ocultaba el edificio por el lado de la carretera, circunstancia que ella había apreciado sin reparar en lo largo que era el sinuoso camino que llevaba a la entrada. Cuando dobló la última curva, vio el coche de Brad aparcado ante la puerta.

Algo iba mal. ¿Por qué había regresado Brad a casa en lugar de volver a la oficina? Alarmada, hizo el resto del camino corriendo y llegó sin aliento a la puerta principal. Naturalmente, estaba cerrada con llave. Buscó las llaves en el bolso y, temblorosa, metió una en la cerradura. En cuanto consiguió abrir, entró precipitadamente en el vestíbulo y cerró tras ella.

— ¿Brad? —llamó.

No obtuvo respuesta.

Quizá estuviera en el jardín de atrás... o durmiendo. O quizá dándose un baño. Rachel no sabía dónde mirar primero. Obligándose a respirar hondo para calmarse, se dirigió al dormitorio. De camino miró por casualidad hacia la habitación que había junto al vestíbulo, habitación que Brad había convertido en su despacho. Se detuvo, sintiendo un escalofrío. Desde allí podía ver la coronilla de Brad por encima del respaldo de su sillón. Estaba mirando hacia el jardín.

— ¿Brad? —Preguntó suavemente — , ¿Estás bien?

Él no respondió. Tal vez estuviera dormido. Rachel se acercó sigilosamente y rodeó la mesa para verle la cara. Vio su perfil antes de que él girara lentamente la cabeza y la mirara. Rachel dio un respingo al notar su mirada de desprecio, desprecio dirigido contra ella. Se estremeció. Nunca había visto aquella expresión en la cara de Brad. ¿Por qué de repente la miraba con aquella repulsión?

Él apartó lentamente la silla y se giró hacia el escritorio. Solo entonces vio Rachel la botella de whisky que había sobre la mesa. Brad tenía un vaso en la mano. Sin apartar de ella su fría mirada, alzó el vaso y apuró la bebida. Luego, agarró la botella.

Rachel empezó a temblar. Su mundo se había desmoronado de repente, y no entendía la razón. Volvió a rodear la mesa y se dejó caer en una silla, frente al escritorio.

— Brad, ¿qué ha pasado? ¿Qué sucede? ¿Has tenido malas noticias?

Brad estaba concentrado sirviéndose un vaso de whisky. Rachel se quedó paralizada al comprender que aquella no era la primera copa que se tomaba. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Brad no bebía. Podía tomarse un cóctel en una fiesta, pero nunca bebía en casa.

— ¿Malas noticias? —repitió él lentamente, pronunciando cada palabra como si la paladeara. Pareció sopesar su pregunta cuidadosamente antes de asentir—. Supongo que podría decirse así —dijo, y fijó de nuevo su mirada en ella.

Sin darse cuenta, Rachel se recostó en la silla al percibir la rabia que emanaba de él. Nunca había temido a Brad, ni siquiera cuando se paseaba por la oficina dando voces porque algún subcontratista o algún proveedor no cumplía con su trabajo. Sin embargo, nunca lo había visto en aquel estado. Sintió angustia al percibir su rabia fría. No lograba entender qué había ocurrido. Juntó las manos con fuerza sobre el regazo y preguntó:

— ¿Quieres hablar de ello?

Él observó el vaso y el único cubito de hielo que parecía flotar en un mar de color topacio. Cuando alzó la cabeza y volvió a mirarla, toda expresión se había borrado de su cara. Su mirada era impenetrable.

— Supongo que es necesario, sí —tomó un sorbo de whisky y apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón. Alzó el vaso como si quisiera brindar, haciendo una mueca burlona, y dijo—. Tú primero.

Rachel no entendía nada. Su angustia y su frustración se incrementaron.

— ¿Yo? No te entiendo, Brad. ¿Qué tengo que ver yo?

Él sacudió la cabeza, poniendo una mueca sarcástica.

— ¿Que qué tienes que ver tú, dices? Buena pregunta, pero no esperaba menos de ti. Eres una mujer, a fin de cuentas. Supongo que no puedes evitarlo. Una hija de Eva, como diría mi padre. Las mujeres vivís instaladas en la mentira todos los días de vuestra vida, fingiéndoos cariñosas, compasivas y amables. Sobre todo, amables —bebió otro trago de whisky —. Me has engañado, sí. Fui un estúpido por creer que eras distinta a las demás —hizo como si brindara por ella otra vez —. Un error por mi parte — añadió—. Pero no volverá a ocurrir.

—No te entiendo, Brad —dijo ella sintiéndose como si estuviera en medio de una pesadilla, incapaz de comprender de qué estaba hablando. ¿Hija de Eva? Cielo santo, ¿cuánto tiempo llevaba allí emborrachándose a solas? La botella estaba medio vacía. Debía de haberla comprado ese mismo día, lo cual significaba que ya estaba ebrio.

—Claro que no me entiendes —dijo él—. Solo soy un pobre diablo, un ingenuo que se traga todo lo que le dices. En todos estos años no me di cuenta de que eras una seductora, de que estabas jugando conmigo —se inclinó hacia delante; tenía los ojos enrojecidos—. Dime, Rachel, ¿existían de veras esos anónimos que tan oportunamente usaste como excusa para que nos fuéramos a Carolina del Norte, o te lo inventaste todo para fingir que te daba miedo quedarte en casa? Aunque, de todos modos, ya no importa, ¿no crees? Porque el engaño funcionó a la perfección. Sabías cómo reaccionaría cuando me dijeras que pensabas marcharte, ¿no es cierto? Sabías que valoraba tu trabajo y que no quería perderte. Pues bien, mi querida señora, eso debo concedértelo. Me engañaste sin ningún esfuerzo y, como el típico primo, ni siquiera te vi venir.

Rachel lo miró, aturdida. Su desprecio le partía el corazón.

— ¿Qué crees que he hecho? —consiguió musitar finalmente, temblando.

— ¿Que qué creo que has hecho? —repitió él, burlón—. Está bien, te lo diré. Te inventaste esa historia a sabiendas de que yo haría todo lo posible por evitar que te marcharas. Puede incluso que te sorprendiera que te pidiera que te casaras conmigo. Es comprensible. Hasta a mí me sorprendió. Pero, naturalmente, decidiste aprovechar ese inesperado golpe de suerte, ¿verdad? — Brad se recostó en el sillón una vez más y sacudió la cabeza cansinamente—. Pues bien, ya me he cansado del juego, ¿entiendes? —suspiró. Parecía derrotado. Fuera lo que fuera lo que ocurría, lo había dejado destrozado. Rachel se daba cuenta. Pero ¿qué había ocurrido? Él bajó la voz—. No sé qué querías de mí. Si era dinero, podías haberme pedido un aumento. Si lo que buscabas era humillarme, lo has conseguido con creces —giró la silla hacia la ventana para que Rachel no pudiera verle la cara, pero siguió escupiendo aquellas palabras dolorosas y enfurecidas—. Creías que me tenías en tus manos, ¿eh?

— ¿Eso piensas? —preguntó ella débilmente—. ¿Y qué crees que esperaba conseguir con ello? —sentía tanto dolor que se preguntaba si le habrían arrancado el corazón del pecho.

—Aún no lo sé —masculló él.

— No, claro —Rachel se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó mirando el jardín, al igual que él. Se preguntaba qué veía Brad, o si estaba tan furioso que solo veía un velo rojo — . ¿Puedo preguntarte cómo descubriste mi... mi engaño?

Él bebió otro trago de whisky y siguió mirando por la ventana.

—No hice ningún esfuerzo por enterarme. Solo oí de pasada un rumor en la oficina. Eso a veces resulta divertido. Pero no siempre.

Ella lo miró, atónita.

— ¿Insinúas que todo esto se debe a que te ha llegado el rumor de que estamos liados? Siento no haberte advertido, pero francamente, Brad, no imaginaba que pudieras comportarte así. Si no quieres que la gente sepa que estamos casados, dime que cancele nuestros planes de boda, ¿de acuerdo? Todo este melodrama es innecesario.

Aquel repentino estallido de rabia le sentó bien, le dio renovadas fuerzas. Nunca hubiera imaginado que reconocer públicamente su matrimonio fuera tan traumático para Brad.

Este no la miró. Apuró la copa y dijo:

—Es mucho más que eso, Rachel. No solo te has casado conmigo mediante engaños, sino que también has empezado a acostarte con Rich Harmon. Debo reconocerlo. Eres buena. Muy, muy buena.

Aquello no podía estar sucediendo, pensó Rachel. ¿Brad se había puesto así por un rumor?, ¿porque alguien la había visto almorzando con Rich en el parque? Sacudió la cabeza. Sabía que a Brad le costaba confiar en las mujeres, pero aquello era demasiado absurdo. Se puso muy tiesa y dijo:

— ¿De dónde has sacado esa idea, teniendo en cuenta que pasamos juntos el noventa por ciento del tiempo?

Él bajó la cabeza y empezó a mascullar, como si hablara consigo mismo.

— He estado tan concentrado en sacar adelante la compañía que no he tenido tiempo de pulir mis modales. Apuesto a que Harmon sabe cómo entretener a una mujer

otra oleada de rabia pareció apoderarse de él; apartó la silla y se levantó, mirándola fijamente — . ¿Cuándo pensabas contármelo? ¿O creías que podías seguir ocultándomelo?

Asqueada, Rachel cruzó los brazos.

—Nunca he salido con Rich Harmon y, desde luego, no me ha acostado con él. Comimos juntos el lunes pasado. Por primera vez, debo añadir. Decidimos ir a comer al parque, lo cual sin duda despertó toda clase de comentarios entre el chismoso personal de la empresa. No sabía que tenías la costumbre de prestar oídos a los chismes de la oficina. Al menos, podrías haberme preguntado, en vez de creerte los rumores y acusarme de mentir y de ser una adúltera.

Brad se sentó de nuevo en el sillón. Parecía un juez escuchando el alegato del acusado antes de anunciar su veredicto de culpabilidad.

— ¿Por qué fuiste a comer con Rich Harmon?

—Me gustaría señalar, señoría —contestó ella sarcásticamente— que hay una gran diferencia entre comer con Rich y acostarse con él, aunque usted no parezca haber reparado en ello —hizo una pausa. Respiró hondo y añadió con los dientes apretados —. Rich y yo fuimos a comer juntos porque teníamos que hablar de un asunto.

— ¿Y tan importante era ese asunto que no podíais discutirlo en la oficina?

—No, señor Phillips, no podíamos.

Él se sirvió otro whisky antes de decir:

— Solo por curiosidad, ¿qué clase de asunto era ese que Rich tuvo que pasarte el brazo por encima?

— ¡El brazo! —ella lo miró con incredulidad hasta que recordó que, al atragantarse con el hielo, Rich le había dado una palmadita en la espalda. ¿Esperaba Brad que se quedara allí y se defendiera de aquellas calumnias?, ¿que lo convenciera de su inocencia? ¿Era así como concebía el matrimonio? Sintiéndose aturdida, Rachel dijo—: No hay nada de malo en que tu jefe de administración y tu asistente salgan a comer juntos para hablar de asuntos de trabajo. Pero, en calidad de esposa, me niego a dar pábulo a tus acusaciones respondiendo a tus preguntas —lo miró con desprecio—.Una vez me dijiste que confiabas en mí. ¿Es esta tu idea de la confianza? La mía no, desde luego, y no pienso vivir bajo un velo de sospecha. Está claro que me confundes con otra persona, porque yo no miento, a pesar de lo que te enseñara tu padre. Y tampoco finjo sentimientos que no tengo. El único secreto que te he ocultado durante todos estos años es que me enamoré de ti el día que empecé a trabajar en la empresa. Entonces no lo consideré una mentira, y ahora tampoco. Para mí, era solo un modo de protegerme — se dio la vuelta y se acercó a la puerta. Antes de salir de la habitación, se detuvo y dijo —: Quizá debería haber recordado el consejo de mi madre: «nunca pierdas el tiempo discutiendo con un borracho» —le lanzó una mirada llena de desagrado — . Ya he perdido suficiente tiempo. Si me perdonas, tengo que hacer la maleta.

No empezó a llorar hasta que cerró con llave la puerta de la habitación que compartían. Entró en el vestidor y sacó sus maletas de debajo de una estantería. Recogió algunos montones de ropa y los arrojó sobre la cama. Luego vació sistemáticamente todos sus cajones, dobló la ropa y la guardó en las maletas. Metió en una bolsa sus cosas de aseo. Procuró mantener la mente en blanco mientras acababa de hacer el equipaje! Tenía que salir de aquella casa antes de derrumbarse por completo.

Cuando acabó de empaquetar sus cosas, sacó las tres maletas de la casa y se dirigió directamente al garaje. Lo que no había podido meter en las maletas, lo había tirado a la basura. No quería que quedara nada suyo en aquella casa. Una vez en el garaje, cargó el maletero del coche, abrió la puerta y salió cuidadosamente marcha atrás. «Gracias a Dios que todavía tengo mi apartamento», pensó mientras se dirigía hacia la puerta exterior, que se abrió automáticamente. Entonces recordó que ya había avisado a su casero de que dejaba el piso. Solo tenía dos días para decidir qué haría a continuación.

Quizá guardara sus cosas en un guardamuebles y se marchara a California a pasar una temporada con su familia. Allí podría evaluar su vida y plantearse qué quería hacer. Menos mal que tenía a sus hermanos. Ellos la consolarían, inventarían distracciones para su corazón dolorido.

De pronto, se le ocurrió una idea. Brad nunca había conocido el lujo de contar con una familia que lo apoyara. «¡No empieces a sentir lástima por él!», se dijo, disgustada. Si alguien merecía compasión, era ella. Su matrimonio de cuento de hadas acababa de estallarle en la cara. El Príncipe Azul se había convertido de la noche a la mañana en un dragón que arrojaba fuego por las fauces. ¿De dónde había sacado la idea de que lo engañaba?, ¿es que no tenía ni una pizca de confianza en todo su cuerpo? Ni siquiera se había molestado en desmentir el rumor. No, Brad Phillips no hacía esas cosas. Sencillamente, había llegado a la conclusión más absurda posible. Ah, sí, claro, ella lo engañaba. El hecho de que se pasaran gran parte del día haciendo el amor parecía haber escapado a su corta memoria. ¿Cuándo demonios iba a estar con otro hombre?

Brad estaba loco, pura y simplemente. Rachel dio gracias por haberlo averiguado al principio de su matrimonio. Así podría olvidarlo más aprisa.

Cuando llegó, estaba tan furiosa que su cabeza echaba humo. Después de aparcar, metió el equipaje en el ascensor y pulsó el botón de su piso. En cuanto el ascensor se detuvo, arrastró las maletas por el pasillo, abrió la puerta y metió el pesado equipaje en el interior de su apartamento. Después de cerrar cuidadosamente la puerta, fue a la cocina y puso a hervir agua para hacerse un té. De allí pasó al dormitorio y puso sábanas limpias en la cama. El apartamento olía a cerrado. Hacía tres semanas que no vivía allí.

Se había librado de milagro, pensó de repente. Su ángel de la guarda había intervenido antes de que perdiera más tiempo y energía organizando su boda con un misógino cerril y testarudo que podía citar los asquerosos dichos de su padre cuando convenía a sus propósitos.

Empezó a llorar otra vez, pero se limpió la cara rápidamente. Y pensar que había creído que su amor cambiaría la vida y las opiniones de Brad... ¿Qué se había creído? Debía de estar loca.

Tras hacer la cama, regresó a la puerta principal, recogió él equipaje y se lo llevó a al dormitorio.

«Suerte que mañana es sábado. Así podré pasar el resto del fin de semana empaquetando las cosas para la mudanza.»

La tetera silbó y Rachel regresó a la cocina y se preparó el té. De pronto, se sentía llena de energía. Y tenía ganas de hacer picadillo a Brad.

El sábado, mientras yacía en la cama, Brad deseaba morirse. Y cuanto antes, a ser posible.

No recordaba haberse sentido tan mal en toda su vida. El alcohol nunca le había sentado bien. Y su tolerancia no había mejorado con la edad.

Se había pasado casi toda la noche vomitando. En esos momentos estaba tendido en la cama, con una almohada sobre la cabeza, intentando impedir que la luz tocara sus ojos hinchados y doloridos. No había cerrado las cortinas antes de meterse en la cama, y estaba pagando las consecuencias de aquel olvido. Le dolía tanto la cabeza que apenas podía pensar. Pero ¿no era eso lo que había pretendido el día anterior, al emborracharse hasta perder el sentido? O tal vez lo que buscaba era ponerse en ridículo. Pues bien, debía sentirse orgulloso de sí mismo: había conseguido ambas cosas.

Esa noche, cada vez que se había levantado a vomitar, fragmentos de su discusión con Rachel cruzaban su cabeza, Pero entonces no tenía modo de saber si realmente le había dicho todas las cosas que creía recordar, o si solo las había pensado. Ya estaba casi seguro de que las había dicho.

De pronto se sobresaltó al recordar a Rachel de pie, ante él. Parecía furiosa, a pesar de su tono tranquilo. ¿Qué le había dicho?

Brad gruñó. No sabía si quería recordarlo. Tampoco recordaba cuándo se había dado cuenta de que Rachel no estaba en la cama, a su lado. Debía de estar realmente enfadada si se había ido a dormir a uno de los cuartos de invitados.

En fin, tal vez fuera mejor así. No quería que nadie lo viera en aquel estado. Apenas recordaba la tarde anterior, y la noche, salvo por el hecho de que era consciente de que se encontraba fatal, estaba totalmente en blanco. Lo que sí recordaba con claridad era la conversación que había oído por casualidad en la oficina.

Había ido al despacho de Arthur en busca de un informe. Al encontrar el despacho vacío, decidió dejarle una nota sobre la mesa. Como rara vez se acercaba por aquella parte de la oficina, no reconoció las voces de un hombre y una mujer que hablaban en el pasillo. Siguió escribiendo la nota para Arthur, pero, al mismo tiempo, empezó a prestar atención a la conversación.

La mujer había dicho:

— ¿No la viste el lunes en el parque con Rich? Estaban manoseándose el uno al otro. Rich la rodeó con el brazo y le llevó un vaso a la boca, como si estuviera inválida o algo así.

El hombre había contestado:

—Me preguntó qué esperará conseguir ahora esa mojigata de la señorita Wood calentándole la cama a Rich. ¿Sabes que se ha ido a vivir con el jefe?

Brad se había incorporado al caer en la cuenta de que estaban hablando de Rachel. Rachel y Rich H armón. ¿Qué demonios significaba aquello?

— ¡No me digas! —Había exclamado la mujer—. ¿Cómo te has enterado?

El hombre se había echado a reír.

—Lo sabe todo el mundo. ¿Por qué crees que el jefe se' la llevó en su último viaje? Debe de ser una fiera en la cama.

— Bueno —había contestado la mujer con desdén—, yo lo único que sé es que, por cómo la estaba toqueteando Rich, juraría que ha visto el color de sus sábanas más de una vez. Apenas podía creer lo que veían mis ojos. Justo ahí, en el parque, delante de todo el mundo. ¡Qué descaro!

Brad se había quedado paralizado. El hombre y la mujer se habían alejado por el pasillo, sin darse cuenta de que acababan de destrozar su vida.

Ahora, sin embargo, la estupidez de su reacción lo llenaba de perplejidad. Pero en aquel momento, no había dudado ni por un segundo que lo que había oído era cierto. Siempre había creído que Rachel era demasiado buena para él, siempre había temido no poder retenerla a su lado. Recordó haberse preguntado cuánto tiempo llevaría Harmon persiguiendo a Rachel. Rich tenía cierta reputación de donjuán y Rachel carecía de experiencia. Harmon debía de haberse aprovechado de ello.

O eso había pensado él absurdamente en aquel momento.

Cuando se había detenido en el despacho de Arthur, iba de camino al despacho de Rachel para invitarla a almorzar. Pero, tras oír la conversación, se había puesto tan furioso que no quiso verla. Llamó a Janelle, canceló sus citas de esa tarde y se marchó de la oficina. A partir de ese momento, sus recuerdos eran muy borrosos. Recordaba vagamente haber parado en una licorería para comprar una botella de whisky. ¿Por qué whisky?, se preguntó. Si nunca le había gustado...

Lo siguiente que recordaba era estar sentado en el despacho de su casa mirando al jardín y pensando. Reconcomiéndose, mejor dicho. Recordaba haberse preguntado por qué había creído que Rachel era diferente a las demás mujeres. En multitud de ocasiones durante su infancia había visto a su padre seducir a mujeres casadas. Sabía que era muy fácil.

«¡Pero Rachel no es así!», gritó su mente. Rachel no. Rachel lo quería.

¿De dónde había sacado aquella idea? Rachel lo quería..., se lo había dicho ella misma, ¿no? Creía recordar que sí. Sin embargo, no le había parecido muy contenta al decirlo.

Brad intentó incorporarse y al instante se arrepintió. Cerró los ojos, aferrándose a la almohada, y deseó morirse en aquel mismo momento. Abrazar la almohada lo tranquilizaba. La funda conservaba el tenue perfume de Rachel.

Se obligó a abrir los ojos y miró la puerta abierta del vestidor, recordando que el día anterior había gritado. ¿Le había gritado a Rachel? Cielo santo, esperaba que no. Sus ojos se concentraron lentamente en el interior del vestidor... El vestidor de Rachel. El vestidor vacío de Rachel.

De repente, se incorporó, sobresaltado.

— ¿Rachel? —gritó con voz ronca. Aguardó, pero no oyó nada.

¿Por qué había sacado Rachel su ropa del vestidor? ¿Qué le había dicho para que lo hiciera?

Brad se sentó a un lado de la cama y se sujetó la cabeza para que no se le cayera rodando de encima de los hombros. ¿Qué demonios le había dicho?

La había acusado de tener una aventura con Harmon; eso había hecho. No sabía si reír o llorar. ¿Rachel? ¿Su Rachel? Qué idea tan absurda...

Sin embargo,— se la había creído, ¿no? Claro que sí. Por eso había comprado la botella de whisky y se había ido a casa a ahogar sus penas en alcohol. La idea de que otro hombre la abrazara, aunque fuera en un parque público, lo ponía enfermo.

Pero esa parte era cierta, ¿no? Rachel le había dicho algo de que había comido con Rich en el parque. Qué extraño, ¿no?

No podía pensar, y el estómago vacío le dolía. Se puso en pie y consiguió acercarse a la ventana para cerrar las cortinas. «Qué alivio», pensó.

Debía encontrar a Rachel y pedirle disculpas por su comportamiento. Ella tenía todo el derecho a estar furiosa. Muy furiosa. Tendría que humillarse ante ella, para lo cual estaba preparado, pero sería mejor que primero se aseara un poco. Acababa de descubrir que había dormido con la ropa puesta.

Consiguió llegar al cuarto de baño sin tropezarse. Se desnudó, se metió en la ducha y dejó que el chorro de agua le golpeara la cabeza. Una de dos: o se ahogaba o se despejaba. Le daba igual. Se secó y se puso un par de vaqueros desgastados y una camisa con las mangas cortadas. Sintiéndose casi humano otra vez, salió en busca de Rachel.

Pero no la encontró por ninguna parte. Caminando con mucho cuidado para mantener el equilibrio y haciendo el menor ruido posible para no empeorar su jaqueca, volvió a su dormitorio. El armario de Rachel estaba vacío. También faltaban sus cosas de aseo. Abrió un par de cajones y los encontró vacíos.

Rachel lo había abandonado.

Tenía que hacer algo. No podía permitir que se fuera sin explicarle su comportamiento. Pero tenía las ideas enmarañadas y seguía doliéndole la cabeza.

Lo primero era lo primero. Se fue a la cocina y preparó un café bien cargado. A la tercera taza, su cerebro empezó a funcionar. Y entonces el alma se le cayó a los pies. ¿De veras le había dicho todas aquellas cosas a Rachel? Sí, claro que sí. ¿Había esperado que ella se quedara y escuchara sus desvaríos? Claro que no.

Y ahora... ¿qué hacía?, se preguntó. ¿Y si Rachel se negaba a volver con él? No lograba imaginarse la vida sin ella. Solo llevaban casados tres semanas, pero Rachel formaba parte de su vida hacía mucho tiempo. Una parte necesaria. Tan necesaria como el aire que respiraba o la comida con que se alimentaba.

¿Por qué no había afrontado aquella realidad hasta ese momento? De niño, le había sido negado todo lo que anhelaba o creía necesitar. ¿Qué había ocurrido con sus sueños de juventud? En aquel entonces, su deseo más secreto era formar parte de una auténtica familia, una familia con un marido y una esposa, con hijos e hijas a los que amar y proteger. Deseaba pertenecer a alguien. Pertenecer a algún sitio.

Que lo quisieran.

Rachel le había dado un sentido del hogar. La empresa había hecho el papel de su hijo. Brad había asumido el papel de papá yendo a las obras cada día mientras Rachel se quedaba en casa; o, en su caso, en la oficina. Ella mantenía el orden y se aseguraba de que todo funcionara como debía. Él trabajaba para llevar a casa un sueldo. Ella se ocupaba del resto.

Llevaba años casado con Rachel y no se había dado cuenta. Llevaba años enamorado de Rachel y no se había percatado de ello hasta ese momento. Dios santo, ¿qué había hecho? Había lanzado acusaciones indescriptibles. Aterrorizado ante la idea de perderla, había dicho y hecho todo lo que estaba en su mano para ahuyentarla de su lado. Y lo había conseguido; eso era evidente. Ahora se preguntaba cómo sobreviviría sin ella.

Apuró el resto del café y puso un poco de pan en el tostador. Debía hacer algo para librarse de la intoxicación etílica.

Para cuando acabó de comerse su magro desayuno, ya sabía qué debía hacer. Debía encontrar a Rachel. Enseguida. Antes de que se casaran, ella planeaba marcharse de la ciudad. Quizá hubiera decidido seguir adelante con sus planes. Si era así, tal vez ya habría dejado su apartamento. Brad miró su reloj y gruñó. Eran casi las tres. No sabía a qué hora se habría marchado Rachel de la casa. ¿Y si ya había salido de la ciudad?

Tenía que encontrarla... aunque tuviera que seguirla hasta California.

Rachel estaba subida en una silla, sacando los adornos de Navidad del maletero del armario. No había parado desde que se había levantado. La noche anterior apenas había podido conciliar el sueño. Y cuando había conseguido quedarse dormida, había tenido terribles pesadillas. Por la mañana, al levantarse de la cama, estaba exhausta.

Desde entonces había hecho muchísimas cosas. Casi todos los enseres de la cocina estaban ya empaquetados. Había salido temprano y conseguido algunas cajas en un supermercado cercano. Había buscado en las páginas amarillas direcciones de guardamuebles y el número de una empresa de mudanzas.

A pesar de cómo se sentía, seguía funcionando a toda máquina. Superaría todo aquello; no le cabía duda de que sobreviviría. Lo que de vez en cuando le hacía llorar era darse cuenta de que aquellas últimas semanas habían sido solo un espejismo. ¿De veras había pensado unos días antes que podía tener hijos con Brad? ¿Cómo había podido estar tan ciega?

Se bajó de la silla y sacó las cajas del dormitorio. Este empezaba a parecerse a un almacén. Apenas veía la cama entre tantos paquetes.

Se sobresaltó al oír el timbre. No esperaba visita. ¿Quién sabía que estaba allí? Se estremeció. Quizás el hombre que la acosaba. O quizá se lo había inventado, como le había dicho Brad. Tal vez estaba tan trastornada que se había imaginado lo de los anónimos con el propósito de llamar la atención. Al fin y al cabo, nadie parecía tomarla en serio.

El timbre sonó otra vez y Rachel se preguntó si finalmente habría cruzado la línea de la locura. En vez de especular sobre quién podía ser, lo mejor sería que abriera la puerta y lo averiguara.

—Ya voy —dijo abriéndose paso entre las cajas. Se detuvo a mirar por la mirilla.

Al ver quién estaba al otro lado de la puerta, resopló. Quitó el cerrojo y abrió:

—Qué sorpresa. Pasa.