Capítulo 5
RACHEL bajó corriendo las escaleras, agarrándose a la barandilla provisional, pues no sabía si sus piernas la sostendrían. ¿Qué había pasado? Algo alarmante, algo maravilloso, algo que transformaba su relación profesional en Dios sabía qué.
Se detuvo cuando llegó al porche y res—. piró hondo varias veces, confiando en calmarse antes de bajar los escalones que conducían al patio delantero. Procuró llegar al Jeep sin dar un traspié, empeñada en que los obreros que pudieran verla no pensaran que le pasaba algo raro, a pesar de que en los últimos minutos su universo había girado sobre su eje y se había vuelto del revés.
Brad Phillips la había besado. Se había salido completamente de su papel. Aquel beso la había pillado completamente desprevenida, al igual que su propia reacción.
No sabía si podría volver a mirarlo a la cara después de haberlo besado de aquella forma, como una mujer hambrienta de amor.
Llegó al Jeep y se dejó caer en el asiento delantero, dando gracias al cielo porque Brad hubiera aparcado a la sombra de un árbol, de modo que la temperatura en el interior del vehículo era fresca a pesar del calor bochornoso del mediodía. Cenó los ojos y deseó que se la tragara la tierra.
Lo que la hacía temblar era el recuerdo de la mirada ardiente de Brad. Sabía que debía tomar las riendas de sus emociones de alguna forma, antes de que su jefe y Cari regresaran al coche. Abrió los ojos y cuadró los hombros resueltamente. «Afronta la situación», se dijo. «Piensa en este asunto como en un problema que hay que resolver.»
Antes de nada, le debía a Brad una disculpa. Ensayó unas cuantas en su cabeza. «Lamento haberte agarrado y haberte besado así.» No, esa no servía. Además, era mentira. Se sentía avergonzada por haberse lanzado a su cuello; y humillada por haber traicionado lo que secretamente sentía por él. Sí. Pero no lo lamentaba. Llevaba demasiados años preguntándose cómo sería besar a Brad. Bueno, pues ya lo había averiguado... delante de una dienta y de un empleado de la empresa. «Siento haberme aprovechado de la situación.» Eso se acercaba más a la verdad. Brad la había besado para dar mayor veracidad a su actuación delante de la señora Crossland. Seguramente había pensado que los actos eran más expresivos que las palabras. Si así era, su comportamiento sin duda le habría desvelado más de la cuenta acerca de lo que sentía por él.
Lástima que no estuvieran en Dallas. Allí podría haberse refugiado en su apartamento hasta recobrar la calma. Pero enseguida recordó que eso tampoco le serviría de nada. Había decidido dejar su apartamento, temporalmente al menos, porque ya no se sentía segura en él.
De momento, no había ningún sitio donde se sintiera a salvo. De pronto, añoró los sabios consejos de su madre, como le ocurría a menudo desde la muerte de esta. Cerró los ojos y trató de recordar qué le había dicho su madre sobre su relación con Brad. En su cabeza empezaron a formarse las palabras. Como si su madre estuviera sentada a su lado en el Jeep, Rachel la oyó decir:
—Rachel, cariño, sé que te sientes atraída por tu nuevo jefe, pero debes recordar que es muy arriesgado iniciar una relación con un compañero de trabajo.
«Tienes mucha razón, mamá.»
—Es un hombre muy atractivo, Rachel. Me recuerda a tu padre en muchos sentidos.
Aquella comparación le había parecido acertada, pero Rachel se había dicho muchas veces a lo largo de los años que ella no tenía la valentía y la resolución suficientes para tomar la drástica decisión de cambiar de vida que su madre había tomado siendo muy joven. Jillian, su madre había renunciado a una vida cómoda y a todo contacto con su familia para casarse con Christopher Wood, el hombre al que amaba.
Rachel tenía vagos recuerdos de su padre. La casa familiar estaba repleta de fotografías de él. Siempre le había encantado escuchar las historias que su madre contaba sobre su padre. Aunque Jillian se había entristecido al descubrir lo seria que era su enfermedad, también le había dicho a Rachel que así, al menos, volvería a reunirse con su marido. Christopher había sido un hombre muy guapo y, al igual que Brad, se había hecho a sí mismo. El verano que Jillian lo conoció, Christopher trabajaba de jardinero para pagarse los estudios en la universidad. Ella había terminado su primer curso en una prestigiosa universidad del Este y había vuelto a casa a pasar las vacaciones de verano. Christopher era tres años mayor que ella, pero como cada año tenía que trabajar varios meses para pagarse la universidad, cuando se conocieron solo había completado cinco semestres de la carrera. A Jillian le gustaba contarles a sus hijos cómo se conocieron: cómo lo vio trabajando en el jardín de su madre una mañana de verano; cómo relucía su pecho desnudo y moreno, cubierto de sudor; con qué gracia se movía su cuerpo fibroso y atlético; cómo supo que aquel era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida antes siquiera de hablar con él. Decía que de pronto había sentido una especie de revelación, como si una voz interior, muy profunda, le dijera: «Ahí esta, Jillian. Ahí tienes al hombre que te dará el amor que siempre has deseado. Ve a conocerlo. No lo lamentarás». Jillian procedía de una familia privilegiada. Christopher nunca hablaba de la suya. Aquel verano, la trató como si fuera de cristal y nunca la tocaba; apenas se atrevía a dirigirle la palabra. Mientras él trabajaba, ella parloteaba sobre la universidad, sobre sus amigos y sus compras, pero no le decía que había dejado de aceptar invitaciones de otros chicos. No quería ver a nadie más, les explicaba Jillian a sus hijos. Su corazón ya había elegido. Una semana antes del día previsto para su regreso a la universidad, Christopher y Jillian se escaparon. Jillian confiaba en que, una vez que sus padres asumieran su boda con un hombre tan ajeno a su círculo social, la perdonarían y aceptarían a su marido. Pero se equivocaba.
Rachel nunca había conocido a sus abuelos. Su madre contestaba con evasivas cuando sus hijos le preguntaban por ellos, diciendo que aquello no tenía importancia. Lo que importaba era la familia que su marido y ella habían creado. Rachel a menudo se preguntaba cómo habrían sido sus vidas de no haber muerto su padre en un accidente en una plataforma petrolífera diez años después de su boda. Christopher aceptó aquel trabajo porque pagaban bien y tenía tres hijos pequeños que alimentar. Trabajaba dos semanas seguidas y pasaba otras dos en casa. Rachel recordaba la alegría de su madre cada vez que Christopher volvía a casa. Aquellos eran sus recuerdos más queridos. Tenía cinco años cuando su padre murió. La compañía petrolera les pagó una generosa indemnización, y su madre solo quiso utilizarla para pagar la educación de sus hijos. Insistía en que eso era lo que hubiera querido su padre, porque Julián y él nunca pudieron acabar sus estudios.
Julián se las veía y se las deseaba para llegar a fin de mes, pero los niños nunca pasaron privaciones. Además, recibieron de su madre una esmerada educación acerca de cómo debían comportarse en el mundo. Un regalo de valor incalculable.
Rachel vio a su madre recoger los fragmentos de su vida rota y seguir adelante, sin hacer ningún esfuerzo por contactar con su familia. A veces, se preguntaba si sus abuelos se habrían enterado de la muerte de su padre. A largo plazo, su ausencia no les había causado ninguna carencia. Julián colmaba sus necesidades, tanto material como emocionalmente.
Por más que hubiera escuchado la historia de amor de sus padres durante su niñez, Rachel nunca se creyó capaz de mandarlo todo al garete y desafiar a su familia para casarse con un hombre al que conocía desde hacía solo unas semanas. Hasta que, ocho años atrás, había visto a Brad Phillips en la puerta de un pequeño café, sudoroso, cansado y cubierto de polvo y yeso, dispuesto a entrevistarla para su primer empleo. En aquel cegador momento de revelación, comprendió plenamente a su madre por primera vez en su vida. «Recuerda, cariño mío», le había dicho Jillian una vez cuando empezó a trabajar para Brad, «que este es tu primer empleo. Es importante que lo hagas bien. Tus futuros jefes se dirigirán a esa empresa para pedir referencias. No es conveniente que te enamores de tu jefe».
«Es demasiado tarde para eso, mamá», había querido decirle ella. Ya era demasiado tarde cuando Brad la llevó a conocer la oficina aún por terminar y le explicó que tendría que hacer el trabajo de tres personas, aunque el salario apenas alcanzaba para una.
Hubiera podido buscarse otro empleo, pero la idea ni siquiera se le pasó por la cabeza. Decidió seguir los consejos de su madre y no embarcarse en una relación sentimental con Brad. Sabía que, al aceptar el trabajo, al menos podría verlo cada día. Solo aspiraba a ayudar a aquel hombre tenaz y solitario a alcanzar su sueño. Y lo había logrado.
Había aceptado tiempo atrás que, algún día, Brad se casaría con una de aquellas mujeres de la alta sociedad con las que salía. Pero, a decir verdad, ella tampoco se había quedado en casa, llorando por un sueño que no podía cumplir. Había salido con hombres de vez en cuando. Sin embargo, las exigencias de su trabajo le proporcionaban la excusa perfecta para no implicarse en una relación continuada. Sabía que ningún hombre podía ocupar el lugar de Brad en su corazón. Casi todos dejaban de llamarla cuando ella anulaba una cita o dos con el pretexto de que habían surgido complicaciones inesperadas en el trabajo.
El hecho de pensar en Brad la devolvió bruscamente a la realidad. De repente, comprendió que acababa de complicarse la vida al desvelarle inequívocamente lo que sentía por él.
«Lo sé, mamá, lo sé. Me he portado como una tonta. Pero ¿qué hago ahora? ¿Presentar mi dimisión y huir a las montañas? ¿Fingir que no ha pasado nada? ¿Reírme como si todo hubiera sido una broma?»
Oyó pasos y miró rápidamente a su alrededor. Cari se acercaba al Jeep. Rachel dejó escapar un leve suspiro de alivio al ver que no era Brad. Necesitaba un poco más de tiempo.
Cari se detuvo a un lado del Jeep.
— ¿Estás bien? —preguntó mirándola fijamente.
Rachel sabía que estaba colorada de vergüenza.
—Claro. ¿Por qué?
—Vi que tenías los ojos cerrados y pensé que tal vez te encontrabas mal. Con este bochorno...
Ella estuvo a punto de echarse a reír, porque en efecto el bochorno la hacía sentirse mal. Pero no el bochorno al que se refería Cari.
—Estoy bien, de veras —dijo con voz tranquilizadora.
Cari se apoyó contra el Jeep.
—En fin, creo que nuestro piquito de oro ha conseguido convencer a la señora Crossland... Al menos de momento.
—Te sentirás aliviado —dijo ella. Sus tribulaciones la habían hecho olvidarse de los Crossland.
— Menuda actuación habéis hecho ahí dentro. Habéis estado fantásticos, de verdad. Cuando te fuiste, la señora Crossland se quedó tiesa como un palo — Rachel asintió con la cabeza, incapaz de contestar. Cari se echó a reír—. De veras, deberías haber visto a Brad cuando tú saliste. Se comportó como un enamorado embobado. Estaba tan distraído que no podía ni concentrarse en la conversación. No sabes cuánto me ha costado contener la risa.
Rachel se aclaró la garganta.
— ¿Sabes cuánto tardará?
Como si hubiera oído la pregunta, Brad apareció en la puerta principal de la casa. Bajó los escalones de dos en dos y se acercó al Jeep a grandes pasos.
— Siento haber tardado tanto —dijo al llegar—. No sé cuánto tiempo durará, pero por ahora la señora Crossland ha aceptado no aparecer por la obra más que una vez a la semana. A cambio, le dije que intentaría convencer a su marido para que acepte los cambios que propone.
Cari asintió.
—Estupendo,
—La señora Crossland está sola y aburrida. Una combinación mortal para una mujer con demasiado dinero y demasiado tiempo en sus manos. Le he sugerido que se vaya a Europa con su marido. No sé si seguirá mi consejo, pero espero que por lo menos te deje en paz —le dijo a Cari—. Si no, llámame inmediatamente.
—Demos gracias al Señor y entonemos el aleluya —dijo Cari—. Nuestro mago particular ha vuelto a hacer un prodigio.
Brad miró su reloj y luego se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón.
— ¿Te importa que me lleve el coche un rato? —preguntó sin dejar de mirar a Cari—. Tengo que hacer algunas llamadas, y los papeles que necesito están en la casa.
— Claro, llévatelo —contestó Cari alegremente—. ¿Cuándo volveréis a Dallas?
—Lo decidiré después de hacer algunas llamadas.
Rachel lo miró, sorprendida. ¿Qué había que decidir? Brad ya le había dicho que se irían por la mañana, aunque el problema no se hubiera resuelto. Con los ojos fijos en Cari, Brad añadió:
—Volveré a recogerte antes de que acabe la jornada.
Cari sacudió la cabeza.
—No te molestes. Me iré con alguno de los chicos. Ahora que nos hemos quitado de encima el problema, puede que salga a tomar unas cervezas y a echar unas partidas de billar. Voy a celebrarlo por todo lo alto.
Rachel comprendió de pronto que, si Cari no llegaba pronto a casa, Brad y ella pasarían solos en el chalet las horas siguientes.
«Ay, mamá, sálvame de mí misma.»
Brad se montó en el Jeep como si Rachel no existiera. Sabía que eso era una descortesía inexcusable, pero también sabía que no se atrevería a mirarla hasta que lograra tomar las riendas de sus emociones. Hacía una hora que se habían besado y aún tenía el pulso acelerado. Si la miraba, empezaría a revivir aquel momento... y a preguntarse sobre la evidente reacción química que se había producido entre ellos.
Hicieron en silencio casi todo el camino de regreso. Ya habían tomado el desvío de entrada a la urbanización cuando Brad dijo:
— ¿Tienes hambre?
—No mucha.
— Creo que Cari tiene la cocina bien surtida. Supongo que encontraremos algo que comer, a no ser que quieras que paremos en el restaurante.
— No, vamos al chalet —Rachel habló con su voz de niña aplicada, signo inequívoco de que estaba enojada.
Pero ¿cómo no iba a estarlo? Brad llevaba años andando de puntillas a su alrededor, intentando ocultar la atracción que sentía por ella, sin afrontar el hecho de que Rachel le gustaba más que cualquier otra mujer, ¿Qué haría respecto a la atracción mutua que el beso había desvelado?
A lo largo de los años, Rachel le había contado historias de su vida familiar, de la muerte prematura de su padre y de cómo su madre había asumido el papel de ambos progenitores. No había hecho falta que le dijera que era su madre quien la había enseñado a comportarse como una auténtica dama.
Rachel no tenía líos amorosos. Brad estaba seguro de ello, aunque ignoraba la razón. Sí. Rachel era una dama en el verdadero sentido de la palabra. Se comportaba en todo momento con una elegancia que a él lo hacía sentirse avergonzado de sí mismo.
Sin embargo, Brad no podía ignorar lo que había pasado entre ellos esa mañana. Había percibido el deseo de Rachel, su ansia, su pasión... y había estado a punto de dejarse llevar por un repentino arrebato.
No dejaba de pensar en el canalla que le escribía notas anónimas. Y se le habían ocurrido varias ideas. Quizá Rachel no estuviera de acuerdo con ninguna de ellas, pero quería contárselas mientras todavía pudieran estar a solas.
Cari parecía haberse dado cuenta de todo. Por eso iba a dejarlos solos esa noche.
Llegaron a la puerta del chalet y salieron del coche sin decir palabra. Brad abrió la puerta de la casa y le indicó a Rachel que entrara. Una vez dentro, ella pareció dudar entre bajar a su habitación y subir al cuarto de estar. Brad señaló la escalera de subida.
—Hay cierto asuntos que quiero discutir contigo.
Ella adoptó inmediatamente el papel de su asistente, papel que ejecutaba a la perfección.
—Desde luego —dijo—. Traeré mi maletín —empezó a bajar las escaleras.
—No te hará falta —dijo él y, sin esperarla, subió los escalones de tres zancadas. Cuando estuvo en la cocina, sacó una jarra de té de la nevera. Tras llenar de hielo dos vasos, sirvió el té y entró en el cuarto de estar, donde Rachel esperaba de pie, mirándolo como si aguardara instrucciones.
Brad le entregó un vaso y le indicó que se sentara en un confortable sillón. Ella tomó asiento. Él, por su parte, se acomodó en un sillón idéntico, a su lado. Así podía estar cerca de ella, pero no lo bastante como para tocarla. Además, podía verle la cara y observar su reacción ante lo que iba a proponerle.
Rachel bebió un largo trago de té y suspiró, satisfecha.
—Lo necesitaba. Tenía mucha sed —dio otro trago, y Brad hizo lo mismo.
Cuando volvió a mirarla, ella había dejado el vaso sobre la mesita que había entre los dos y había juntado las manos sobre el regazo. Tenía una expresión serena, como casi siempre. Había vuelto a adoptar su fachada profesional. Pero no era eso lo que Brad quería.
—Tengo un par de ideas que me gustaría que tomaras en consideración —ligeras arrugas se formaron entre las cejas de Rachel, que permaneció en silencio, aguardando—. Esta es una de ellas —continuó él—. Estoy de acuerdo en que no debes volver a tu apartamento. Quién sabe qué hará ese tipo la próxima vez... Haces bien en no tomarte este asunto a la ligera —ella se recostó en el sillón con expresión de sorpresa. Sí, no se esperaba que aquella conversación, aquella reunión, girara en torno a ella. Brad se inclinó hacia delante, sujetaba el vaso entre las manos y apoyaba los codos sobre las rodillas —. Mi idea consiste en que te mudes a mi casa —ella lo miró como si hubiera empezado a hablar en chino—. Tengo bastante sitio, de veras. Tú has visto mi casa. Es demasiado grande para una sola persona. Y, además, es muy segura. Está rodeada por una verja de hierro forjado y las puertas son electrónicas —la miró un momento antes de fijar de nuevo la vista en el vaso. Ella no dijo nada. Se limitó a mirarlo inexpresivamente—. Allí estarás a salvo — añadió él, confiando en que su voz sonara razonable y lógica.
Esperó, aliviado porque ella no rechazara su sugerencia inmediatamente. Rachel solía sopesar con calma las propuestas que se le hacían, contemplándolas desde todos los ángulos. Finalmente, dijo con voz inexpresiva:
—Lo habrás pensado bien, supongo.
Actuaba como si todos los días le pidieran que se fuera a vivir con alguien, mientras que Brad tenía las manos húmedas, y no por el vaso de hielo que sujetaba entre las manos. Él asintió, y añadió:
— Sí, le he dado muchas vueltas desde que me contaste lo de los anónimos.
— Sería una solución temporal, Brad. Agradezco el ofrecimiento, pero no veo adonde...
—Yo no he dicho que fuera temporal. Ella se puso rígida.
— ¿No hablarás en serio? No puedo vivir contigo para siempre. — ¿Por qué no?
— ¡¿Que por qué no?! —Por primera vez desde que había llegado, pareció agitada—. Porque no funcionaría, por eso. Pasamos casi todo el día juntos. Los dos necesitamos desconectar al final del día.
Él asintió.
—Eso no es ningún problema. Deberíamos hablar de cosas más importantes.
Rachel se quedó callada. Pasó un minuto antes de que volviera a hablar.
— ¿Cómo cuáles? —preguntó, un poco jadeante.
Él alzó los ojos y le permitió ver cuánto la deseaba.
— Como de dónde dormirás, por ejemplo —contestó suavemente.
Vio que Rachel intentaba digerir lo que insinuaba su comentario.
— ¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo? —preguntó ella finalmente.
Él dejó el vaso sobre la mesa y se pasó la mano húmeda por el pelo antes de decir:
— Somos dos personas solteras y sanas, Rachel. No hay razón para que no podamos vivir juntos, dormir juntos y trabajar juntos.
¿Parecía tan ansioso como se sentía? —A mí se me ocurre una —contestó ella tras otra larga pausa.
—¿Cual?
—Que ese no es el modo en que quiero vivir. Hasta el momento, he conseguido conducir mi vida de modo que puedo mirarme al espejo por las mañanas sin avergonzarme de mí misma. No veo razón para cambiar ahora.
Brad contaba con aquella reacción.
— También tengo una solución para eso —dijo.
—Ah, pues estoy deseando oírla —apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y cerró los ojos —. ¿Cuál es?
—Podemos casarnos.
Ella alzó la cabeza y lo miró, atónita. Seguramente esperaba que él sonriera, que le quitara hierro a la situación, que le dijera que solo era una broma. Pero Brad no son—. rió. Nunca había hablado más en serio en toda su vida. Así que aguardó.
La voz de Rachel sonó vacilante.
— ¿Cuántas veces, durante los años que hace que nos conocemos, me has dicho con toda convicción que el matrimonio no es para ti?
Él torció la boca.
—Digamos que no sé mucho del tema.
—No es solo eso y tú lo sabes. Has tenido muchas oportunidades de casarte desde que te conozco.
— Sí, pero verás... Tengo un problema. No confío en mucha gente. No, espera, déjame que te lo aclare. No confío en nadie salvo en ti.
—Oh, Brad... —dijo ella, conmovida.
—Mira —añadió él rápidamente—, tú eres mi mejor amiga. Me conoces mejor que nadie. Naturalmente, sé que ese no es un buen argumento para casarse, pero al menos sabemos que no habrá sorpresas.
—Hablas en serio, ¿verdad? —preguntó ella lentamente, escudriñando su cara.
A Brad no le gustó la ternura de su voz. Ni su compasión. Quería ayudarla, no que se compadeciera de él.
Brad sabía lo que quería. Quería que Rachel Wood viviera con él. La quería en su cama. Quería que ella fuera lo último que veía por las noches y lo primero por las mañanas. Quería abrazarla, enseñarle a hacerle—el amor a un hombre. A hacerle el amor a él.
—Te he oído decir más de una vez que el amor no existe.
—Sí. ¿Y qué?
—De modo que lo que sugieres es que nos casemos para satisfacer nuestras necesidades físicas, pero sin involucrarnos sentimentalmente. ¿Es eso?
Él se encogió de hombros.
—Yo te respeto, Rachel. Tú lo sabes. Y después de lo que ha pasado hoy, no creo que te quepa duda de que apenas puedo mantener las manos apartadas de ti. Creo que es mejor que nos casemos a arriesgarme a que me denuncies por acoso sexual en el trabajo.
Brad sintió que le sudaba la frente, pero decidió no secársela, para que Rachel no se diera cuenta de ello. Ella asintió.
—Ah, sí, ya entiendo la lógica de tu argumentación.
Él suspiró sintiendo que se quitaba un peso de encima.
—Así que... ¿estamos de acuerdo? — preguntó.
—No, Brad. No puedo casarme contigo, pero agradezco tu amable ofrecimiento — se inclinó hacia delante como si fuera a levantarse.
— ¿De qué estás hablando? ¡No se trata de amabilidad! Lo digo en serio. Quiero casarme contigo, pero no voy a soltarte una sarta de palabras altisonantes que no significan nada. ¿Qué hay de malo en ello? — como Rachel se había movido hacia delante, las rodillas de ambos se tocaban. Brad se estremeció hasta los huesos al notar el calor de su contacto. La tomó de la mano y dijo—: No me cabe ninguna duda de que seremos tan compatibles en la cama como lo somos fuera de ella.
La tomó de la otra mano y, tirando de ella, la sentó en su regazo. Antes de que Rachel pudiera decir nada, la besó. Sabía que aquello lo complicaría todo, pero necesitaba hacerlo. No podía permitir que se apartara de él. Debía convencerla de que su matrimonio funcionaría.
Rachel se movió como si quisiera desasirse. Él siguió besándola con un ansia acumulada durante años. Dejó de luchar por mantener el control en cuanto ella le respondió, abriendo la boca ligeramente mientras le rodeaba el cuello con los brazos. «Me desea», pensó triunfalmente. Al menos, no lo negaba.
Brad se dejó llevar por las sensaciones que lo embargaban. Percibía el tenue olor de su perfume, sentía la suavidad aterciopelada de la piel de Rachel bajo su mano curtida, oyó la respiración agitada de ella cuando le desabrochó los botones de la blusa y dejó al descubierto sus pechos cubiertos de encaje. Bajó la cabeza y probó la piel que asomaba por encima del encaje, introduciendo la lengua bajo este hasta que tocó la punta del pezón erecto. Rachel dejó escapar un gemido y, estremeciéndose, se rindió. Brad sonrió. Todo saldría bien.
Rachel lo ayudó a quitarle la blusa. Brad se detuvo y miró sus mejillas encendidas y sus labios levemente hinchados. Nunca había sentido aquella necesidad de proteger a alguien.
Le desabrochó el sujetador y lo arrojó al suelo, recreándose al fin en la contemplación de su belleza. La alzó ligeramente sobre sus rodillas para besarle los pechos, al tiempo que le acariciaba la espalda desnuda. Buscó su boca de nuevo, saboreándola, deseando más.
Le subió la falda hasta los muslos y frotó la palma de la mano sobre sus rizos cubiertos de seda. Estaba húmeda y preparada para recibirlo. La tocó ligeramente, deslizando los dedos bajo el tejido finísimo. Ella se restregó contra su mano, dejando escapar leves gemidos bajo sus labios.
Necesitaba llevarla al piso de abajo, a la cama. Quería demostrarle cuánto la deseaba. Quería arrastrarla a un climax avasallador, hacerla gritar su nombre mientras se hundía profundamente en su interior.
Las palabras que ella le había dicho resonaban en su cabeza: Rachel quería respetarse a sí misma. Quería poder mirarse al espejo cada mañana.
¿Qué demonios estaba haciendo? Rachel se merecía algo mejor que aquello. Era una dama y merecía su respeto, aunque no pudiera ofrecerle su amor.
Mascullando una maldición, retiró la mano y le bajó la falda. La abrazó con fuerza, no queriendo separarse de ella todavía. Rachel se quedó entre sus brazos, con las manos crispadas sobre su espalda y el cuerpo estremecido de deseo.
Brad se sentía rastrero, un sentimiento completamente nuevo para él. No podía tratar a Rachel con semejante ligereza. No. Rachel era su mejor amiga. Su única amiga. No podía seducirla. Se odiaría a sí mismo, si lo hacía.
La besó y la acarició suavemente, aplacando el fuego que ardía entre ellos. No le robaría su inocencia. Sentía vergüenza por haber considerado, aunque hubiera sido momentáneamente, que podía utilizar la seducción para convencerla de que se casara con él. Deslizó las manos por sus hombros y su espalda, intentando pensar en cualquier cosa menos en la mujer que tenía entre los brazos. Cuando al fin dejó de besarla, ella tenía los ojos cerrados. Su boca parecía levemente hinchada; sus mejillas, arañadas por la barba de Brad.
Debería haberse afeitado. Debería haber hecho muchas cosas antes de dar aquel paso. Rachel tenía razones de sobra para odiarlo por lo que le había hecho. Pero Brad confiaba en que supiera perdonarlo.
—Perdóname —musitó.
Ella abrió los ojos lentamente y le sonrió. Aquella leve sonrisa se convirtió al instante en una risa de placer sensual. Brad sintió ganas de tomarla de nuevo entre sus brazos, de llevarla a la cama y olvidarse de las consecuencias.
— ¿Perdonarte por qué? —preguntó ella con voz ronca e indolente.
—Por sobrepasarme. No quiero seducirte para convencerte de que te cases conmigo.
— Qué caballeroso por tu parte —se mofó ella, deslizando la palma de la mano por su mejilla rasposa.
—Creo que lo estoy haciendo todo mal. Debería haberte llevado a cenar. Y haberte regalado un anillo...
— ¿No decías que todo ese rollo te molesta?
Él la miró inquisitivamente. No parecía enfadada. En realidad, parecía que iba a ponerse a ronronear en cualquier momento. Brad temió ponerse en ridículo si no se levantaba de sus rodillas. Inmediatamente.
La hizo levantarse y se puso en pie, pero no pudo disimular su erección. Ella pareció fascinada al ver el estado en el que se encontraba.
—Enseguida vuelvo —masculló él, pasando a su lado. En cuando cerró la puerta de su dormitorio, empezó a desvestirse. Se metió en el cuarto de baño y abrió al máximo el grifo de agua fría de la ducha.
Qué comportamiento tan ridículo, pensó mientras se metía debajo del chorro helado. Nunca había tenido que darse una ducha fría para aplacar su ardor sexual. ¿Por qué? Porque nunca se había detenido en medio del acto sexual, por eso. ¿Qué le pasaba?
Rachel era una mujer adulta, y parecía dispuesta a dar el paso siguiente. ¿Por qué no había tomado lo que ella le ofrecía? De haberlo hecho, no sentiría tanto dolor como sentía en ese momento. ¿Todavía intentaba protegerla? Tenía gracia. Nunca en su vida había sentido la necesidad de proteger a alguien.
Pasó lo que le parecieron horas bajo el chorro de agua fría, obligándose a dejar la mente en blanco y concentrándose en aplacar los deseos de su cuerpo. Había sido un idiota al pensar que Rachel aceptaría casarse con él. Ella procedía de una buena familia. Él no sabía nada de la familia de sus padres, pero teniendo en cuenta las vivencias de su niñez, Rachel seguramente no querría que su futura familia se contaminara con los genes de un desarrapado.
Y tenía razón, pensó, cerrando el grifo. Por supuesto que sí. Se secó con la toalla. Era una idea absurda. Eso era lo que pasaba cuando se pensaba con otras partes del cuerpo, y no con el cerebro: que uno se metía en un río.
Se vestiría y le pediría disculpas. Quizá Rachel tuviera razón, a fin de cuentas. No les vendría mal pasar algún tiempo separados. No había razón para pensar que no podía vivir sin ella. Claro que podía. Y lo haría desde ese preciso momento.
Decidió afeitarse, recordando que había arañado con su barba la delicada tez de Rachel. La llevaría a cenar a algún sitio bullicioso y poco romántico. A un sitio con mucha luz. Se había salvado por los pelos, había que reconocerlo. Todo ese rollo del amor era para otros. «Pero no para mí.»
Se vistió rápidamente. Se pasó una última vez el peine por el pelo y cruzó la habitación, sintiéndose en pleno dominio de sus emociones por primera vez desde hacía horas. Pero al abrir la puerta, se detuvo de golpe. Rachel estaba allí, con la mano en vilo, lista para llamar a la puerta.
— ¡Ay! —exclamó ella, y se rió suavemente—. Casi te doy en el pecho.
—No importa. Eh, mira, Rachel, sé que me he pasado de la raya y lo lamento. Te prometo que...
Ella le puso los dedos sobre los labios y dijo:
—Venía a decirte que, si tu oferta sigue en pie, creo que es buena idea que nos casemos.
¿Por qué no agarraba un bate de béisbol y lo golpeaba con él en la cabeza? De hacerlo, no lo habría dejado más sorprendido.
— ¿Casarnos? ¿Quieres casarte conmigo?
La sonrisa de Rachel era tan dulce como la de un ángel.
—Creo que sí, señor Phillips, creo que sí.